Género, discurso y poder en el Tratado do Amor Cortês

Género, discurso y poder en el Tratado do Amor Cortês[1]

Gender, discourse and power in the Tratado do Amor Cortês

Ligia Cristina Carvalho

Universidade Estadual de Mato Grosso Do Sul (Brasil)

ligiacarvalho@uems.br

https://orcid.org/0000-0001-6133-0941

Resumen

El objetivo de este texto es explicar los discursos que resuenan en el Tratado do Amor Cortês, destacando los mecanismos discursivos que refuerzan las relaciones de poder y dominación. Para ello, utilizaremos la metodología del análisis del discurso. El Tratado es una fuente importante para estudiar el papel del discurso en la representación de la mujer y en la construcción del ideal de comportamiento femenino en los siglos centrales de la Edad Media. Compuesta por tres libros, la obra se ha convertido en objeto de estudio y controversia, principalmente debido a la discrepancia entre los dos primeros libros y el tercero. Mientras que en los libros primero y segundo se alaba la práctica del amor cortés y se exalta el papel de la mujer en el proceso de ennoblecimiento del amante, en el libro tercero y último el autor adopta la postura contraria, enumerando los males causados por el llamado amor profano y vilipendiando a la mujer. Pretendemos demostrar que este contraste es el resultado de diferentes discursos, especialmente el cortesano y el religioso, representados en el Tratado, caracterizándolo como una obra polifónica. Entre los diversos elementos discursivos, destacamos los que reproducen, refuerzan y difunden relaciones de poder y dominación entre los sexos.

Palabras clave:  Amor Cortês; Género; Relaciones de poder; Análisis del discurso; Edad Media.

Abstract

In this text, we aim to explain the discourses that resonate in the Treaty of Courteous Love, highlighting the discursive mechanisms that reinforce the power and domination relations. To that end, we will use discourse analysis methodology. The Treaty constitutes an important source of study on the role of discourse in the representation of women and in the construction of the ideal of female behavior in the central centuries of the Middle Ages. Composed of three books, the work has become a subject of study and controversy, especially due to the discrepancy between the first two books and the third. If in the first and second books we glimpse the exaltation of the practice of love termed courtly and the elevation of the feminine role in the ennoblement process of the lover, in the third and final book the author takes an opposite stance, enumerating the evils caused by this so-called profane love and vilifying women. We seek to demonstrate that such contrast is the result of different discourses, especially the courtly and the religious, represented in the Treatise, characterizing it as a polyphonic work. Among the various discursive elements, we emphasize those that reproduce, reinforce, and disseminate the power relations and domination between the sexes.

Keywords: Courteous Love. Gender; Power Relations; Discourse Analysis; Middle Ages.

Introducción

Las relaciones de poder que orientan las relaciones entre los sexos en la sociedad medieval se evidencian de forma explícita o latente en el Tratado do Amor Cortês de André Capelão. Consideramos relaciones de poder lo que atraviesa diversos aspectos de la vida de un individuo y organiza el propio cuerpo social, como el poder que determina las relaciones entre los sexos y, en particular, el poder que se pretende ejercer sobre las mujeres. Estas relaciones de poder están estrechamente asociadas a la producción discursiva. Para ello, utilizaremos la perspectiva teórica y metodológica del Análisis del Discurso  para apoyar nuestro análisis, que es fundamentalmente historiográfico. La posibilidad de asociar la explicación histórica de la obra a su comprensión discursiva nos permitirá poner de relieve cuestiones relativas a la dinámica social, política, religiosa y cultural de la Edad Media Central, más concretamente en Francia e Inglaterra, donde el tema del amor cortés surgió con mayor intensidad.  

El Tratado do Amor Cortês  fue escrito por André Capelão en la segunda mitad del siglo XII. La obra se divide en tres libros. Mientras que en los dos primeros el autor exalta el amor cortés, describiéndolo y enseñando las formas de conquistarlo y mantenerlo, el tercer y último libro está marcado por una crítica sistemática de los sentimientos amorosos que los hombres dirigen hacia las mujeres, que son objeto de numerosos juicios despectivos. Esta dicotomía entre los dos primeros libros y el tercero ha sido objeto de diversas interpretaciones centradas principalmente en el autor. Sin embargo, en este trabajo volveremos la mirada hacia las condiciones de producción de la obra, tratando de comprender esta supuesta discrepancia a la luz del Análisis del Discurso, que pone a prueba los efectos de la evidencia en el texto.  

Dicho esto, subrayamos que no pretendemos dar cuenta del pensamiento de André Capelão, si es que eso es posible, sino investigar los discursos pertenecientes a la Edad Media que son reproducidos por André Capelão en el Tratado.

El espejo de Magdalena

Las diferencias sexuales están socialmente constituidas y las relaciones sociales basadas en estas diferencias sexuales están marcadas por relaciones de poder. La dominación masculina y, consecuentemente, la insistencia en la sujeción femenina se hacen efectivas, justificadas, difundidas y legitimadas por mecanismos simbólicos, es decir, por el discurso de género presente en diversas esferas de la sociedad (Chartier, 1995).

Sin embargo, en el tema del amor cortés existe una relación jerárquica inversa entre el hombre y la mujer. El hombre solicita el amor de la mujer y se pone a su servicio, estableciendo una relación que se asemeja al vasallaje e incluso a la devoción religiosa. En el Tratado, en el diálogo C "Un plebeyo habla a una mujer de alta nobleza" leemos: "Tengo la firme e inquebrantable intención en mi corazón no sólo de ofrecerte mis servicios, sino también de ofrecérselos a todos en tu honor, con alegría y humildad ..."[2](André Capelão, 2002).

Podríamos considerar que la excesiva reverencia y humildad del plebeyo en el diálogo C se justifica por su posición social inferior a la de la dama, pero en otros diálogos vemos que la cuestión social, aunque se tenga en cuenta, no exime al hombre de ponerse al servicio de la mujer, hasta el punto de que en el diálogo F, un hombre de la alta nobleza le dice a un plebeyo: "Dígnate, pues, tomarme a tu servicio y no rechaces el amor de un conde" (André Capelão, 2002). El discurso cortesano establece que el caballero no rechaza nada a su amada y su comportamiento debe ser educado y cortés, excepto si la mujer es de rango muy inferior, como sugiere la afirmación que propone que el hombre tome a la mujer por la fuerza. Estas instrucciones reflejan la realidad y reafirman el peso de la cuestión social en la época. En sus estudios, Jacques Rossiaud (1991) constató el comportamiento violento de los jóvenes urbanos que, entre otras "actividades", practicaban la violación en grupo. Los principales objetivos de estos jóvenes eran las mujeres pobres de clase trabajadora. La violación de estas mujeres gozaba de cierto consentimiento por parte de las autoridades, que sólo la castigaban con un breve periodo en prisión o una multa.

El amor cortés se presenta, entonces, como un tema literario con una función pacificadora, que propone la exclusión de la violencia en las relaciones entre los sexos, como establece la regla V: "Lo que el amante obtiene sin el consentimiento de la amante no tiene sabor" (André Capelão, 2002). Aun así, los enunciados presentan a esas mujeres como objetos del deseo masculino, que serán poseídas tras un intenso juego de seducción.

En la literatura caballeresca, los hombres son los protagonistas; a ellos les corresponde afrontar grandes aventuras y superar diferentes obstáculos para alcanzar y merecer el amor de una mujer. Las mujeres son las encargadas de despertar el deseo masculino y, mediante recompensas prometidas y medidas, animan a los hombres a realizar hazañas y buenas acciones, a ejercitar las virtudes cortesanas y a canalizar su agresividad (Carvalho, 2009). Esta relación pedagógica queda atestiguada en los diálogos del Tratado do Amor Cortês. En el diálogo H, "Discurso de un hombre de alta nobleza a una mujer de alta nobleza", se sugiere al peticionario que se dirija a su pretendiente diciéndole:

“Creo, y es pura verdad, que Dios ha incitado a todos los hombres virtuosos del mundo a cumplir tus deseos y los de otras damas, y la razón de ello me parece perfectamente clara: los hombres no son nada ni pueden gozar de ningún bien en su origen si no son instigados por el estímulo que les dan las mujeres. Pero aunque parezca que todos los bienes emanan de ellas, que el Señor les ha concedido este gran privilegio, y aunque digamos que son la causa primera y el origen de todos los beneficios que se realizan en la tierra, tienen una obligación evidente: comportarse de tal manera con los que practican la virtud que, ante sus perfecciones, las virtudes que poseen puedan fortalecerse en todo. Porque si no dispensaran a nadie la luz que poseen, sería como colgar una lámpara debajo de un molino, cuya luz sería incapaz de ahuyentar las tinieblas e iluminar lo suficiente para ser eficaz. Está claro, por tanto, que debemos aplicar todas nuestras fuerzas a servir a las damas, para que podamos recibir los beneficios de la luz que ellas quieren darnos. Ellas, a su vez, están obligadas a hacer que los buenos perseveren en su intención de hacer el bien y a recompensar a cada uno según sus méritos” (André Capelão, 2002).

Cuando Jacques Lacan abordó el tema del amor cortés, analizó este juego de seducción, privación e inaccesibilidad como una forma de inhibir la sexualidad y, en relación con la mujer, representar la figura femenina como un enigma indescifrable, exaltado como objeto de deseo y elevado a la dignidad de Cosa (Ferreira, 2010).

En el Tratado do Amor Cortês, la presencia del personaje femenino y su supuesta autoridad se observa en los diálogos y en los veintiún juicios de amor atribuidos a las grandes damas. En los diálogos, aunque la arbitrariedad femenina parezca explícita, el papel predominante del personaje masculino es latente. A lo largo de los discursos, él intenta conducir el juego, replicando cada afirmación negativa de la mujer que corteja. En el diálogo E, la dama dice al noble que se esforzará por guiarle por el camino de la virtud, pero que no está dispuesta a entregarse a las obras de Venus. El noble cuestiona la decisión de la dama, diciendo que sólo las mujeres que se unen al ejército del Amor son dignas de alabanza entre los hombres. Asistimos entonces a un duelo de palabras entre la Dama y su pretendiente.

La declaración de André Capelão tiene un claro contenido moral, una imagen escalofriante para exhortar a hombres y mujeres a actuar de acuerdo con las reglas dictadas por el dios del Amor, porque sólo así podrán escapar de la ininterrumpida tortura más allá de la muerte. Y, como vimos en el Tratado, el discurso cortesano proponía un tipo específico de comportamiento para las mujeres. Si a ellas se les atribuía el papel de ennoblecer al hombre estimulando el sentimiento amoroso que él le dedicaba, a las mujeres, en cambio, se les exigía que fueran comedidas en sus actitudes, que supieran equilibrar las recompensas con las negativas.

Durante la Edad Media, tanto los escritores eclesiásticos como los profanos elaboraron tratados destinados a instruir a los individuos en todos los ámbitos de la vida, y muchas de estas obras estaban dirigidas a las mujeres para exponer los comportamientos femeninos que consideraban ideales (Labarge, 2003). Para cada situación femenina se exigía un tipo de comportamiento, destacando, por ejemplo, la compostura y la devoción a Dios y a su Hijo.

Aunque vinculado a los juegos de la corte y al tema del amor cortés, se observa que en el Tratado do Amor Cortês se espera que las mujeres se comporten de este modo cuando, durante los diálogos, muestran moderación y devoción, exigiendo la misma actitud a su pretendiente. En el diálogo C, la dama de la alta nobleza instruye al plebeyo para que sea amable y ejerza su generosidad con el mayor número posible de personas, sea humilde, comedido en su forma de hablar y en sus actitudes, cuide moderadamente su aspecto y no blasfeme de Dios y de sus santos.

Sin embargo, en el texto bíblico, Pablo escribe a Timoteo: "Durante la instrucción, que la mujer esté callada y sumisa. No permito que la mujer enseñe ni domine al hombre. Por tanto, que guarden silencio" (1 Timoteo 1:11-12), una prescripción también presente en la primera epístola de Pablo a los Corintios "que las mujeres guarden silencio en las asambleas, pues no se les permite hablar. Deben ser sumisas, como también dice la Ley. Si desean aprender algo, que pregunten a sus maridos en casa; no es propio de las mujeres hablar en las reuniones" (1 Corintios 14: 34-35). El discurso religioso, apoyado en la afirmación bíblica, alimenta el miedo a la palabra femenina y la necesidad de restringirla como forma de garantizar la autoridad y los privilegios de la palabra masculina. Según Carla Casagrande (1990), frente al inconcebible papel público de la palabra femenina, hubo intensas reflexiones en los textos de la literatura didáctica y pastoral sobre las formas que esas palabras podrían adoptar en el espacio privado. Incluso en la esfera privada, la palabra femenina podía representar una gran amenaza que, si no se controlaba, podía establecer una poderosa dominación del discurso femenino. Por ello, se recomienda a las mujeres que hablen poco y con moderación, y sólo cuando sea necesario, y que utilicen el poder persuasivo de sus palabras para dar consejos.

El papel de consejeras se atribuye a los personajes femeninos del Tratado do Amor Cortês, que deben instruir y guiar a los hombres que solicitan su amor.  Sin embargo, basándose en la Política de Aristóteles, los comentaristas, al ejemplo de Gil de Roma (1244-1316), han cuestionado la eficacia de esta competencia femenina, ya que sus consejos son a veces apasionados y cambiantes (Casagrande, 1990).

No podemos subestimar el margen de maniobra de estas mujeres. Un número notable de ellas desempeñó actividades que se consideraban del dominio de los hombres. Georges Duby (1997) señala que, en una época en la que la guerra y los torneos formaban parte de la vida cotidiana de los hombres medievales, hubo mujeres que se vieron obligadas a gestionar solas las derrotas de sus maridos, reunir el dinero necesario para rescatarlos y negociar su liberación. Además, hay que recordar que los maridos estaban ausentes la mayor parte del tiempo, lo que permitía a las esposas vivir más libremente y asumir responsabilidades relacionadas con los asuntos cotidianos, garantizar contratos, apaciguar desavenencias, sobre todo entre los vasallos de sus maridos.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                            

 En cuanto a la libertad de las mujeres, Jacques Dalarun (1990) llama nuestra atención sobre el hecho de que las mujeres de Aquitania y Poitou, Anjou y Toulouse eran probablemente más libres que en otras partes, lo que quizás explique el comportamiento de Eleonora de Aquitania y su destacado papel en la génesis de la literatura cortesana.

De los veintiún "juicios amorosos" recogidos en el Tratado do Amor Cortês, tres se atribuyen a Eleonora de Aquitania (juicios II, VI, VII) y siete a su hija, María de Champaña (juicios I, III, IV, V, XIV, XVI y XXI). Reina de Francia y más tarde de Inglaterra, Eleonora amenazó repetidamente el poder masculino con su comportamiento incontrolable. Ambiciosa, temeraria, adúltera y lujuriosa son las características utilizadas por algunos cronistas de la época para describirla. En palabras del cisterciense Hélinand de Froimont, Eleonora "no se comportaba como una reina, sino como una prostituta" (apud Duby, 1988). El comportamiento sexual de Eleonora fue condenado por el discurso de género imperante en la época, que podemos leer en el tercer libro del Tratado do Amor Cortês: "si en los hombres los errores del amor o de la lujuria son tolerados por la osadía de su sexo, en las mujeres son considerados pecados vergonzosos" (André Capelão, 2002).

Existía una verdadera obsesión por el adulterio femenino porque, a diferencia del masculino, ponía en peligro la legitimidad de la paternidad y, con ella, la propia estructura de las relaciones y los valores familiares. Las mujeres que cometían adulterio eran entonces objeto de las peores sanciones, incluido el derecho del marido a matar a su esposa infiel. Por otra parte, el amor cortés suele tener lugar en una relación adúltera. En el diálogo G "Un hombre de alta nobleza habla a una noble", el pretendiente insiste a la dama casada en que el amor no puede existir entre cónyuges y que el matrimonio no es razón para que ella no le ame. En los ensayos VIII, IX, X y XVII, las damas analizan cuatro casos y llegan al veredicto de que el verdadero amor sólo es posible fuera de los lazos del matrimonio.

En el discurso religioso, los pecados sexuales de las mujeres eran condenados con vehemencia, pero esta condena se centraba sobre todo en el adulterio y la fornicación cometidos por mujeres que no tenían el sexo como oficio, cuyo ejercicio fue progresivamente reconocido en el siglo XII (Pilosu, 1995). La prostitución, aunque no exenta de desaprobación, gozaba de cierta tolerancia por parte de la Iglesia, que la consideraba una forma de canalizar la lujuria masculina y, en cierto modo, de salvaguardar a las mujeres consideradas honestas, al tiempo que actuaba para desalentar las violaciones en grupo y las relaciones homosexuales practicadas por hombres jóvenes.

En los siglos centrales de la Edad Media, los clérigos comenzaron a esforzarse más por convertir a estas mujeres que, al ser principalmente producto de las ciudades, se hicieron cada vez más numerosas con la revitalización urbana. Un número importante de santas se convirtieron en modelos para las prostitutas arrepentidas: Santa Thais, San Pelagio, Santa Afra, Santa María la Egipcia y, sobre todo, Santa María Magdalena (Richards, 1993).

Cabe recordar que en los siglos XI y XII, el culto a María Magdalena se desarrolló considerablemente. Magdalena se convirtió en símbolo de la prostituta arrepentida y permitió redimir lo femenino: "Existe el sentimiento de que las mujeres, bajo los auspicios de Magdalena, deben ser redimidas dos veces en lugar de una: de ser pecadoras y de ser mujeres" (Dalarun, 1990). La Magdalena representa, pues, la tercera vía para las mujeres; entre María, que representa a la mujer ideal, y Eva, que simboliza a la mujer real, surge la posibilidad de que las mujeres se rehabiliten como María Magdalena. Y, como sugiere George Duby, esta tercera vía debe relacionarse con el tercer lugar que surgió en el siglo VII, el Purgatorio, un lugar de temor, pero también de esperanza y remisión para los pecadores arrepentidos (Dalarun, 1990).

Para la prostituta arrepentida que deseaba volver al camino de la virtud, como sugerían los predicadores, se presentaban dos posibilidades diferentes: el matrimonio o el ingreso en una institución religiosa, es decir, la pecadora arrepentida podía redimirse mediante una alianza con un hombre bueno o con Cristo, respectivamente, y este concepto demuestra que para la sociedad medieval la mujer debía estar siempre bajo la tutela de una figura masculina para perseverar en el "camino del bien". Y en esta sociedad, la vida secular se estructuraba en torno al matrimonio. Era el matrimonio lo que garantizaba a la mujer una existencia legal y, fuera del núcleo familiar y de la protección ejercida por la figura masculina, la mujer era vulnerable a todos los peligros, tanto de los demás como de sí misma (Duby, 1979).

Al renunciar a una vida de pecado en los burdeles y optar por la vía religiosa, las mujeres seguían en situación de segregación, pero en condiciones diferentes. Entre los siglos XII y XIII proliferaron los conventos femeninos en el norte de Francia. Este refugio se hizo cada vez más necesario, ya que las familias empezaron a ejercer un mayor control sobre la casabilidad de los jóvenes y, además, al combatir el matrimonio clerical, la reforma eclesiástica provocó un considerable número de mujeres indigentes. Viudas, repudiadas y mujeres infelizmente casadas también buscaban refugio en estos conventos, aunque la idea era convencerlas de que permanecieran con sus maridos. El esposo celestial acepta como compañeras a esas mujeres desfloradas, así como a las prostitutas arrepentidas, aunque prefiere a las "intactas" (Duby, 2001). En el diálogo H del Tratado do Amor Cortês, el personaje femenino da voz a este discurso religioso en defensa de la virginidad al afirmar que las jóvenes deben abstenerse del amor fuera de los vínculos conyugales y considerarlo algo vergonzoso: "Porque si un hombre cree que la joven con la que se casa es virgen, y luego descubre que en realidad se ha dejado seducir, empezará a odiarla y despreciarla para siempre (...) y se convertirá en el objeto de la repugnancia de todos (André Capelão, 2002).

Sin embargo, a lo largo del enunciado podemos ver que tanto las mujeres casadas como las solteras son consideradas presas legítimas para las relaciones cortesanas, sólo quedan excluidas las mujeres de estatus inferior, que pueden ser tomadas por la fuerza, las prostitutas, que no necesitan ser cortejadas para ceder a los deseos masculinos, y las religiosas. Las prohibiciones sobre estas mujeres ocupan un espacio importante en el Tratado do Amor Cortês: capítulo VIII "Del amor de las religiosas", capítulo XI "Del amor de las rústicas" y capítulo XII "Del amor de las rameras". Estas prohibiciones están en consonancia con la cuarta regla del amor enunciada: "No busques el amor de ninguna mujer a quien el natural sentimiento de vergüenza te impida casarte" (André Capelão, 2002). El impedimento en relación con las religiosas difiere en que se basa más en razones religiosas que socioeconómicas, como ocurre con las mujeres rústicas y las prostitutas. André Capelão aconseja a los hombres que huyan de los placeres amorosos obtenidos con las religiosas como se huye de la peste, pues de lo contrario se despertará la ira de Dios y el desprecio de los hombres. Vemos aquí una discrepancia: si a las religiosas les está prohibido servir al dios Amor, la afirmación es más indulgente con los clérigos que, por ser hombres, están más sujetos a las tentaciones de la carne. En el diálogo H, el personaje masculino llega a preguntarse: "¿Por qué se debe obligar a un clérigo a permanecer más casto que un laico?".  

Evidentemente, el control sobre la sexualidad de las religiosas era mucho más intenso, como lo era para las mujeres en general. A las religiosas se les imponía un estilo de vida que excluía las relaciones entre los sexos, hecho que justifica el lento exterminio de los conventos mixtos y la crítica sistemática de experimentos del tipo de los emprendidos por Roberto d'Arbrissel. Las relaciones entre las propias mujeres también eran motivo de preocupación. Ya en el siglo V, San Agustín escribió a las monjas de un convento invitándolas a experimentar con sus compañeras el placer espiritual y no el carnal (Pilosu, 1995).

A lo largo del siglo XII, los hombres de la Iglesia siguieron dirigiendo sus cartas a las religiosas, y las cartas de amor se dirigían a menudo a las esposas de Cristo, su señor. Los sentimientos expresados en estas cartas, así como las palabras empleadas, son similares a los de los amantes cortesanos. En cuanto a estas cartas de amor de los religiosos, Georges Duby (2001) señala que los obispos tenían una actitud más comedida y paternal en sus cartas, haciendo más evidente una relación de dominación al llamarlas hermanas o hijas en lugar de sus damas. Si antes de 1180 sus cartas invitaban a las mujeres encerradas en el claustro a conservar su amor o incluso las exhortaban a ello, después de este periodo se les propone el amor por el esposo celestial. Jesús es presentado entonces como un verdadero hombre, un compañero, un amante.

En definitiva, en estos discursos, y más concretamente en el Tratado do Amor Cortês, podemos vislumbrar los mecanismos utilizados para contribuir a la permanencia de concepciones sobre las diferencias entre los sexos que sostienen estructuras de exclusión femenina y dominación masculina. En el Tratado do Amor Cortês oímos las voces que corean el discurso de género que, teniendo un aspecto disciplinario, exige que las mujeres se comporten de forma regulada y de acuerdo con lo que la sociedad masculina espera y determina para garantizar su control sobre lo femenino. Si en el tema del amor cortés podemos ser inducidos a considerar que se amplía el margen de maniobra de la mujer, al examinarlo más de cerca nos damos cuenta de que todas sus acciones están ritualizadas y que su comportamiento debe ser irreprochable dentro de las posibilidades que se le dan. La heroína del romance cortesano tiene una función pedagógica de ennoblecimiento de los hombres, pues ya se le exige que consolide esta formación, siendo un pozo de virtudes y valores cortesanos. Esta exaltación del papel femenino en los libros primero y segundo del Tratado pronto se ve eclipsada por la representación malvada de la mujer, discurso que gozó de gran popularidad en la época.

Un reflejo de Eva

En el Tratado do Amor Cortês destacan y chocan dos posturas sobre la mujer: por un lado, la mujer se sitúa en un marco literario que enfatiza su papel en el proceso de formación y ennoblecimiento del amante, siguiendo la perspectiva de los romances cortesanos; por otro, el enunciado presenta a la mujer como un ser maligno que, por el bien y la salvación del hombre, debe ser evitado.

Esta segunda postura estaba en consonancia con otras afirmaciones que describían a la mujer y sus actitudes de forma negativa, lo que contribuía a la constitución de un discurso de género que la presentaba como un ser inferior y perjudicial, haciéndola responsable de la necesidad de acciones represivas para controlarla y neutralizar sus daños. Esta imagen fue utilizada tanto por clérigos como por laicos para justificar las actitudes misóginas que determinaron el destino de las mujeres medievales y fomentaron una experiencia conflictiva en las relaciones entre los sexos.

Este discurso fue elaborado principalmente por hombres de la aristocracia y de la Iglesia, es decir, por una minoría con voz, pero desconocedora del sexo femenino y que, también por ello, albergaba un verdadero temor hacia las mujeres. Según Jean Delumeau (1989), las distintas civilizaciones establecieron un diálogo constante con el miedo, a menudo camuflado por la exaltación del heroísmo. Aunque es inherente a la naturaleza humana, siendo un mecanismo de defensa esencial contra los peligros más diversos, el miedo puede sobrepasar una dosis soportable y convertirse en patológico y crear bloqueos. En relación con el miedo de las mujeres, Sigmund Freud lo relacionó con el miedo a la castración, consecuencia del deseo femenino de poseer un pene. Para Delumeau, las raíces del miedo masculino a la mujer son más numerosas y complejas de lo que Freud pensaba: "Esta envidia del pene no es sin duda más que un concepto infundado introducido subrepticiamente en la teoría psicoanalítica por un tenaz apego a la superioridad masculina". Delumeau asocia este temor al misterio del sexo femenino. Simone de Beauvoir (2009), en su obra El segundo sexo, ya había subrayado que el sexo femenino es misterioso incluso para las propias mujeres, que no se reconocen en él y no reconocen sus deseos como propios. Entre estos misterios destaca el de la maternidad y, según Karen Horney, el miedo de los hombres a las mujeres está estrechamente ligado a este misterio, que las vincula, más que a los hombres, a la naturaleza. Delumeau considera que este misterio de la maternidad puede insertarse en un misterio más amplio de la fisiología femenina: "Atraído por la mujer, el otro sexo se siente igualmente repelido por el flujo menstrual, los olores, las secreciones de su pareja, el líquido amniótico, las expulsiones del parto" (Delumeau, 1989).

Asociarla con la naturaleza y sus misterios era una de las formas de justificar el miedo masculino a la mujer, pero también de apoyar el concepto de la inferioridad de su sexo y la necesidad del hombre de gobernarla. San Agustín, comentando el Génesis, estableció una diferencia entre hombres y mujeres, ampliando la antigua discusión sobre el alma humana. Según el obispo de Hipona, el ser humano se compone de dos partes: el cuerpo y el alma. En el hombre, la parte carnal, que es el cuerpo, está subordinada a la parte espiritual, que es el alma. Pero el alma también se divide en la pars animalis y la ratio. En el hombre, aunque la pars animalis manda sobre el cuerpo, está sometida a la ratio. La razón se sitúa como principio masculino, ratio virilis, mientras que el deseo, appetitus, constituye un principio femenino:

“La mujer, como el hombre, está dotada de razón; sin embargo, en ella predomina la parte animal, el deseo; mientras que en él prevalece lo racional, por tanto, lo espiritual. En consecuencia, domina el hombre, intermediario entre Dios, fuente de sabiduría, a quien debe obedecer, y la mujer, a quien debe mandar” (Duby, 2001).  

Esta percepción de lo femenino fue recogida en las declaraciones de sus sucesores, poco preocupados por establecer una afinidad entre sus afirmaciones y las expresadas en el Nuevo Testamento sobre la igualdad de las almas de hombres y mujeres, y se convirtió en una parte importante del discurso de género que predominó en la Edad Media. La inferioridad de la mujer era considerada natural y justa no sólo por el derecho canónico, sino también por el secular, aunque esto variaba de una jurisdicción a otra. Según Margaret Wade Labarge (2003), la mayoría de los teólogos y legisladores expresaban estas afirmaciones, que eran repetidas por predicadores y autores de tratados didácticos, es decir, por los hombres que constituían la clase más culta y que producían la mayor parte de la literatura de la época. Además, la Biblia, como libro de referencia del cristianismo medieval, proporcionaba argumentos que apoyaban este discurso.

Según el Libro Sagrado, a pesar de ser la primera criatura femenina de Dios, la mujer apareció después de todo el resto de la creación y, a diferencia de Adán, "Dios la creó sin darle un nombre, y una creación sin nombre es una creación imperfecta, lo que significa que Eva sólo se convirtió en una criatura perfectamente acabada cuando Adán le dio un nombre" (Le Goff, 2013). El hombre sería entonces una criatura más perfecta y completa, mientras que Eva, tomada de la costilla de Adán, era un plan secundario de Dios, creada para ser la ayudante de Adán, lo que justifica la superioridad y el poder del hombre sobre la mujer.

Aunque la Iglesia no formaba un cuerpo homogéneo, con pensadores en su seno que salían en defensa de la mujer, como André de Saint-Victor (? - 1175) al hablar de la igualdad entre lo femenino y lo masculino, la visión de la inferioridad femenina predominaba en el ambiente religioso y apoyaba la misoginia de la época, alimentada también por la imagen de la mujer como pecadora y perversa. Tanto es así que, a lo largo del libro tercero, el Tratado do Amor Cortês ofrece argumentos y ejemplos que apoyan la afirmación de que "no hay nada más innoble o repugnante en el mundo que el escrutinio de la naturaleza o de las características de las mujeres" (André Capelão, 2002).

La asociación entre la mujer y el pecado se remonta a los primeros Padres, especialmente a San Jerónimo, que proclamó: "La mujer es la puerta del mal, el camino de la perversión, el veneno de la serpiente, en una palabra, un objeto peligroso" (apud Heer, 1968). Para simbolizar a la mujer pecadora y tentadora, el cristianismo medieval utilizó la imagen de la primera mujer, Eva, y la idea de que, debido a su deseo de prevalecer sobre el hombre y llegar a ser como los dioses, Eva quebrantó la prohibición del Creador y, mediante su poder de seducción, llevó también a Adán a transgredir las normas y a pecar.

Inducida por la serpiente, fue a través del vicio de la gula que Eva pecó, como aparece en el tercer libro:

“La mujer es también tan esclava de la buena mesa que no se avergonzaría de consentir cualquier cosa, con tal de que se le permitiera saborear refinados manjares; cuando tiene hambre, piensa que nada podrá saciar su apetito, por abundante que sea la mesa; tampoco desea nunca tener a su lado un comensal, porque para comer busca siempre lugares ocultos y secretos, donde poder atiborrarse a voluntad. Si, por una parte, la mujer es siempre codiciosa y dominada por la rapacidad, por otra, gasta salvajemente todo lo que tiene para satisfacer su gula, y nunca hemos visto una mujer que no haya sucumbido a este pecado cuando ha sido tentada. Creemos, además, que podemos descubrir todos estos defectos en Eva, la primera mujer: a pesar de haber sido creada por la mano de Dios, sin la intervención del hombre, no tuvo miedo de comer del fruto prohibido, y fue su gula lo que la hizo expulsar del paraíso” (André Capelão, 2002).

Termina esta reflexión diciendo que, por regla general, "una mujer cederá a todos tus deseos si le permites a menudo tener una mesa abundante". Contemporáneo de André Capelon y considerado uno de los más destacados maestros de París, Alain de Lille (1128 - c.1203) da un consejo:

“Hombres, ¿sabéis lo que es la Gula? Es sin duda la tumba del espíritu, un recipiente de excrementos, la fuente de la lujuria, la madre de las náuseas ... Armáos contra la Gula, fortaleceos contra el libertinaje. Utiliza la cura del ayuno contra el ataque de esta enfermedad. Abstente de comer para que tu carne no sea presa de la lascivia. Abstente del pecado para que tu alma no se entumezca” (apud Pilosu, 1995).

 El pecado de la gula está estrechamente ligado al de la lujuria y, según la lista de los ocho pecados elaborada por Casiano, la gula y la lujuria se distinguen de los demás pecados porque son pecados naturales y no extranaturales. Así, la abstinencia y la castidad se consideraban la receta para una vida regimentada, y al ayuno se le otorgaba un papel destacado en la lucha contra el deseo libidinoso.

La gula y la lujuria, consideradas pecados naturales y carnales, encuentran en la mujer un ser más vulnerable debido a la propia constitución del sexo femenino, en el que prevalece la parte natural en detrimento de la espiritual, la parte deseante en detrimento de la racional, como ya informamos anteriormente.

En el diálogo H, después de que el hombre hable de la existencia del amor puro, que consiste en la contemplación del espíritu y los sentimientos del corazón y la exclusión del placer sexual, la mujer se sorprende: "Me asombra que puedas encontrar a alguien lo bastante casto como para ser capaz de refrenar los impulsos de la lujuria y controlar los deseos carnales". ¿Está reflejando la dama la vulnerabilidad de su propio sexo en el otro? La creencia de que las mujeres eran, por naturaleza, débiles, susceptibles de entregarse más fácilmente a los deseos carnales, significaba que lo femenino se consideraba potencialmente lujurioso. Aquí vemos otra diferencia entre los sexos en la concepción medieval:

“La mujer, que por naturaleza permanece siempre cerca del hombre, peca sobre todo por el uso insensato de su cuerpo, mientras que el hombre es culpado, como el pecado más grave entre los pecados capitales, por su orgullo, la Superbia, es decir, la aspiración a situarse por encima de los demás y desafiar así la autoridad religiosa y secular. Desde Eva, la lujuria ha sido femenina, así que ¿qué mayor mérito puede haber que el que se adquiere al liberarse de la mancha que contamina a todos los descendientes de la primera mujer (con la excepción de María)”? (Pilosu, 1995).

En el Tratado sobre el amor cortés, el pecado del orgullo también se imputa al sexo femenino "una mujer llevada por el impulso del orgullo no puede contener la lengua ni las manos, debe proferir imprecaciones y cometer crímenes..." (André Capelão, 2002). En la Edad Media, el pecado de la lengua se asimilaba a la gula, puerta de entrada de otros vicios y precursor tanto de la lujuria como del orgullo (Klapisch-Zuber, 1990). Siguiendo con el tema del orgullo, André Capelão (2002) añade:

“Además, toda mujer parece despreciar a sus compañeras, y el desprecio, como sabemos, sólo proviene del orgullo. Pues nadie puede despreciar a su prójimo si no es empujado a ello por la arrogancia del orgullo. Es más, todas las mujeres, tanto las jóvenes como las viejas y decrépitas, buscan por todos los medios exaltar su propia belleza, y esto también sólo proviene del orgullo, como muestra claramente el sabio con estas palabras: "La vanidad es innata en todos nosotros, y la belleza da lugar al orgullo". Aquí es donde subraya explícitamente que las mujeres nunca pueden ser perfectamente virtuosas porque, como dice: "Las virtudes más sobresalientes se empañan cuando el orgullo se mezcla con ellas"”.

Las dos citas que hace el autor forman parte de lo que llamamos heterogeneidad mostrada, ya que la afirmación utiliza lo que ya había escrito Ovidio: "La vanidad es inherente a lo bello, y el orgullo acompaña a la belleza", y una máxima de Claudiano (c.370 - 404): "Hay aún otros deberes: no desdeñar a los inferiores, no tratar de transgredir los límites prescritos al hombre. El orgullo estropea incluso las existencias más bellas" (apud Buridant, 2002).

Según San Agustín, fue por el deseo de poder autónomo y el "orgulloso engreimiento" por lo que Eva transgredió el mandamiento de Dios, y fue sobre todo el orgullo lo que llevó a Eva al pecado. En sus reflexiones sobre el Génesis, Raban Maur (c.780 - 856) insiste en que Eva fue tentada por el deseo de vana gloria, de elevarse a sí misma (Duby, 2001). A través de la heterogeneidad constitutiva, esta acusación puede encontrarse en el Tratado do Amor Cortês (André Capelão, 2002):

“La vanagloria ejerce también un poderoso imperio sobre las mujeres, pues ninguna mujer en el mundo sabría permanecer insensible a los cumplidos que los hombres les hacen en cualquier campo; todas creen que las más leves palabras que se dicen de ellas cantan sus alabanzas. Y ya podemos ver este pecado en Eva, la primera mujer, que se apoderó del fruto prohibido para adquirir el conocimiento del bien y del mal. Además, no hay mujer, ni siquiera de humilde cuna, que no pretenda tener padres gloriosos y descender de un linaje ilustre, y que no alardee con vigor y jactância”.

Sin embargo, en el siglo XII, ya no era la acusación de soberbia la que pesaba sobre la primera mujer y, en consecuencia, sobre su descendencia, sino, por inversión, la "segunda de las malas tendencias denunciadas por San Agustín, la voluntad de prevalecer sobre el hombre, contra las disposiciones del Creador y, sobre todo, la ligereza, la debilidad, en suma, la sexualidad. ... La caída, no cabe duda, fue causada por el apetito de placer" (Duby, 2001).

Presente en diversas afirmaciones, la conexión entre la mujer y la lujuria pasó a formar parte del discurso religioso y, por interferencia, también del discurso aristocrático. En el Tratado do Amor Cortês encontramos elementos que corroboran estos discursos. En el libro tercero, entre los diversos defectos femeninos enumerados, se afirma que las mujeres son "lujuriosas hasta el extremo, dadas a todos los vicios y no tienen verdadero afecto por los hombres" (André Capelão, 2002):

“Todas las mujeres son también lujuriosas: ninguna de ellas, incluso de la posición más ilustre, rechazará a un hombre competente en el amor, aunque pertenezca a la condición más vil y humilde; ni hay nadie que sea lo bastante vigoroso en los trabajos de Venus para apaciguar de un modo u otro los deseos de cualquier mujer.

Además, ninguna mujer es lo suficientemente fiel a su amante o marido como para dejar de aceptar otro amante, especialmente cuando se trata de un hombre rico, y esto revela tanto la lujuria como la gran codicia del sexo feminino”.

Esta afirmación choca con las posturas de las mujeres del diálogo, siempre a la defensiva ante las insinuaciones amorosas de los hombres. En dos de los ocho diálogos, incluso después de ser cortejadas insistentemente, las mujeres rechazan categóricamente los acercamientos de los hombres. En el diálogo F, la plebeya afirma que los dardos lanzados por el noble no la alcanzaron, por lo que no podrá obtener el favor de ser amado por ella. Con los personajes asumiendo posiciones socioeconómicas opuestas a las del diálogo F, en el diálogo B Discurso de un plebeyo a una noble, la mujer rechaza a su pretendiente que, a pesar de poseer numerosas virtudes, no pertenece a la nobleza y argumenta: "El oro sienta mejor en la mesa real que en la casa del pobre o en la choza del campesino, y es más honroso montar un caballo elegante que trota que un culo gordo que esquía". La condición más humilde del hombre es vista como el elemento que impide la realización del amor entre estos personajes. ¿Podríamos identificar aquí otro defecto femenino denunciado en el tercer libro del Tratado do Amor Cortês: la cupidez? Pues bien, la noble rechaza al amante que podría cubrirla por otro porque no es miembro de la nobleza. Creemos que en este punto la afirmación no pretende representar la avaricia femenina, sino el hecho de que la práctica del amor cortés debe reservarse a una determinada categoría social.

Sin embargo, en el tercer libro de la declaración (André Capelão, 2002), una de las razones para alejarse del amor profano es que las mujeres son ambiciosas y avaras, y no albergan sentimientos sinceros hacia los hombres, por lo que pueden entregarse fácilmente a otros hombres. Como ya hemos mencionado, el adulterio femenino era una auténtica obsesión de la sociedad medieval, preocupada sobre todo por la legitimidad de los nacimientos que estructuraban los linajes:

“El bien de la prole se sitúa así en el centro del discurso que regula las relaciones entre marido y mujer, y la procreación, como elemento legitimador de la relación conyugal, se convierte en la piedra angular que rige todo el sistema de ética familiar; planteado en estos términos todo el discurso moral sobre la pareja se ve obligado a modelarse sobre la diferencia natural de roles que el marido y la mujer desempeñan en la reproducción” (Vecchio, 1990).

El bretón Étienne de Fougères (?- 1178) fue capellán de Enrique Plantagenet, viviendo con Eleonora de Aquitania y su séquito. Este prelado consideraba a las mujeres portadoras del mal y propagadoras del pecado. En el extenso poema Livre des manières, dirigido a caballeros y damas, se enumeran los vicios de las mujeres, entre ellos la lujuria, que, según el autor, conducía directamente al adulterio: como son débiles, las consume el fuego del deseo y corren tras sus amantes y "se hacen cubrir por ellos como perras" (Duby, 2001). Había ejemplos de mujeres reales que materializaban esta inseguridad, como Eleonora de Aquitania, una mujer cuya incontinencia desafiaba el dominio masculino y aterrorizaba a los hombres de la época.

La mujer como instrumento del diablo, misteriosa y traidora es un topos de las tradiciones judía y cristiana, cuyos discursos refuerzan la misoginia de la época y alimentan la percepción de que lo femenino constituye una amenaza para los sistemas de valores de la sociedad medieval. Este discurso establece una relación dialéctica con el imaginario medieval y sostiene la reputación de personajes legendarios, como el hada Melusiana y la papa Juana, descritos por Jacques Le Goff en Heróis e Maravilhas da Idade Média. Ni enteramente buena ni enteramente mala, Melusiana respondía a la imagen contrastada e incluso contradictoria de la mujer en la Edad Media. A pesar de traer la felicidad, Melusiana tenía una maldad original, al ser una mezcla de ser humano y animal diabólico: "combina lo positivo y lo negativo dentro de las relaciones entre los seres humanos y lo sobrenatural. Inicialmente hadas buenas que traen riqueza, niños y felicidad a los humanos, las Melusias acaban convirtiéndose en diabólicas" (Le Goff, 2009). En cuanto a los secretos y misterios de las mujeres, el Tratado do Amor Cortês asegura:

“Ningún hombre puede jactarse de haber intimado lo suficiente con una mujer o de haber sido lo bastante amado por ella para poder conocer los secretos de su alma o la sinceridad de sus palabras ... Por eso, ella persevera en la hipocresía, y todo lo que dice refleja la duplicidad de su corazón y demuestra el carácter torcido de su espíritu” (André Capelão, 2002).

Sin embargo, ningún personaje parece haber encarnado tan bien el disimulo, la audacia y la frivolidad de las mujeres como la papa Juana que, según Jacques Le Goff (2009), "encarnaba el miedo generalizado de la Iglesia a las mujeres y, sobre todo, el miedo a la intrusión femenina en la propia Iglesia". Creada en el siglo XIII, las repercusiones de su imagen oscilaron entre el bien y el mal, el prestigio y el horror.

Consideraciones finales

A duda marca la concepción de la mujer en el imaginario medieval que, venerando a Ave y execrando a Eva, concibe lo femenino de forma variada y a veces contradictoria. Esta oscilación es evidente en el Tratado do Amor Cortês. Si, por un lado, tenemos lo femenino en el centro de la escena y desempeñando un papel importante en la formación del amante medieval, por otro, se nos presenta una versión extremadamente negativa de la mujer. De ser la promotora del bien en los dos primeros libros, la mujer se convierte en la causa de todos los males en el tercero. Sin embargo, un análisis más preciso nos permite suponer que hay elementos que denuncian la perniciosidad femenina incluso en la parte en que se exalta el papel de la mujer. Los veintiún juicios atribuidos a las damas representan una supuesta superioridad femenina en el tema del amor cortés, pero se trata de un sentimiento profano que contrasta con el amor divino. Por lo tanto, creemos que estos juicios revelan el peligro que representan las mujeres que, al exaltar los placeres de la carne en sus deliberaciones, llevan a los hombres al pecado, al igual que Eva. Esto se ve apoyado por el hecho de que, en la declaración, sólo en relación con este amor impío "se da voz a las mujeres".

En resumen, un conjunto diverso de discursos, no sólo religiosos, sino también jurídicos, filosóficos y aristocráticos, buscan caracterizar, moldear y someter a la mujer y, a través de la interdiscursividad, sus enunciados dialogan con el Tratado do Amor Cortês, caracterizando la obra como polifónica, principalmente por la dudosa representación de la mujer, a veces buena y a veces mala, pero siempre ejerciendo una cierta fascinación sobre el sexo masculino que busca subyugarla y dominarla a través de estrategias discursivas.

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Fuentes

André Capelão. (2002). Tratado do Amor Cortês. Introdução, tradução do latim e notas de Claude Buridant. Trad Ivone Castilho Benedetti. São Paulo: Martins Fontes.

Recibido: 20/08/2025

Evaluado: 10/10/2025

Versión Final: 21/10/2025

páginas / año 18 – n° 46/ ISSN 1851-992X /2026                         


[1] Este artículo es producto de la tesis doctoral Relações de Poder na Idade Média Central no Tratado Do Amor Cortês de André Capelão (Carvalho, 2017).

[2]  Los fragmentos del Tratado do Amor Cortês y de otras obras citadas en el artículo son nuestras traducciones.