La alcoba,
el lecho, lo cotidiano
Cultura material de un espacio doméstico.
Córdoba (Argentina), siglos XVIII y XIX
Bedroom, bed and everyday life
Material culture of a domestic space in
Córdoba (Argentina) in the 18th and19th centuries
Cecilia
Moreyra
Centro de Investigaciones y
Estudios sobre Cultura y Sociedad,
Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas,
Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)
Resumen
En este
artículo construimos una historia cultural de un fragmento del espacio
doméstico de Córdoba entre finales del siglo XVIII y el siglo XIX: la alcoba y
el lecho cotidiano, un lugar multifuncional y multiactoral. Es una historia de
la vivienda y de la vida privada, esto significa que observamos la estructura
edilicia junto con los objetos y los cuerpos que la habitaban, que, en continua
interacción, producían prácticas cotidianas de las que buscamos dar cuenta,
describiendo el entorno material e interpretando la presencia o ausencia de
determinados objetos y la disposición de cada elemento dentro de la estructura
habitacional. Para adentrarnos en este universo de lo ordinario analizamos
inventarios post mortem, cartas
dotales y testamentos conservadas en el Archivo Histórico de la Provincia de
Córdoba, documentos triangulados con relatos de viajeros.
Palabras Clave
Alcoba;
Lecho; Espacio doméstico; Vida Cotidiana; Cultura Material.
Abstract
In this
article we build a cultural history of an element of domestic space in Córdoba
between the end of the 18th century and the 19th century: the bedroom and the
daily bed, a multifunctional and multiactoral place. It is a history of
dwelling and private life, it means, we observe the building structure and the
objects and bodies that inhabited it, which, in continuous interaction,
produced daily practices that we seek to stud by describing the material
environment and interpreting the presence or absence of certain objects and the
disposition of each element within the housing structure. To study this
ordinary universe we analyze post-mortem inventories, dowry and wills preserved
in the Historical Archive of the Province of Córdoba, triangulated documents
with travelers' stories.
Keywords
Bedroom; Bed; Domestic space; Everyday life; Material culture.
Introducción
Este artículo explora fragmentos de los
interiores domésticos de la ciudad de Córdoba: una habitación, la alcoba y un
espacio, el lecho. Proponemos, pues, un recorrido por estos cuartos, de los que
observaremos las interacciones habidas entre cuerpos y objetos. El espacio
doméstico es la unidad material en la que tienen lugar las prácticas
cotidianas; allí habitan personas y conjuntos de personas que, emparentadas o
no, comparten un lugar, es decir, conviven. Lo doméstico equivale al interior
de la vivienda y lo que allí tiene lugar. Se trata de un espacio cuyas formas
materiales y simbólicas cambiaron con el tiempo, tendiendo, durante el período
que aquí observamos, a especializarse y privatizarse, es decir, a constituirse
en lugar separado y opuesto al espacio público.
Nuestra mirada del espacio doméstico, se
acota a la ciudad de Córdoba en un espectro temporal amplio, que se extiende
desde finales del siglo XVIII hasta avanzada la siguiente centuria. Se trata de
un período complejo, signado por procesos de distinto orden, que no solo
incluyen el espacio cordobés, sino también, el rioplatense y el
latinoamericano. La desestructuración del orden colonial, a comienzos del siglo
XIX, implicó enfrentamientos bélicos y la desarticulación de algunos circuitos
comerciales. Esto significó, para Córdoba, la reorientación del comercio
exterior -antes orientado al Alto Perú- hacia Buenos Aires y el mercado
atlántico. Asimismo, la región rioplatense se integró al área mercantil externa
como mercado consumidor de los productos industrializados de Gran Bretaña. Aun
ocupando un espacio periférico, la ciudad de Córdoba estaba estratégicamente
situada en el nodo de las rutas comerciales que conectaban el puerto de Buenos
Aires con el norte de las Provincias Unidas, así como con la región de Cuyo y
Chile. Como “lugar de paso”, Córdoba era transitada por inmigrantes y
comerciantes, junto con objetos, ideas y prácticas. Todo ello se mixturaba con
modos y formas locales, generando la convergencia de elementos culturales
tradicionales y modernos, nativos y foráneos.
Frente a las variaciones y rupturas
manifiestas en los ámbitos político, económico, comercial y social, nos
preguntamos si el universo de lo cotidiano se hizo eco de algunos de esos
cambios, ¿experimentaron variaciones las prácticas ordinarias, así como los
espacios y objetos que las constituían? ¿tendieron las formas domésticas a
permanecer casi inalterables durante el período observado? Pensamos que indagar
un fragmento del espacio doméstico en un dilatado período, habilita la
identificación de rupturas y continuidades en las prácticas cotidianas y en las
formas de estructurar el espacio doméstico que es, en definitiva, una forma de
organizar los cuerpos. En esta línea, suscribimos a la propuesta de Michelle
Perrot, quién concibe la alcoba como un microcosmos, un átomo, conveniente para
este tipo de lecturas, ya que remite a todo aquello de lo cual forma parte y de
lo que es partícula elemental[1]. La historiadora francesa realizó una
exhaustiva investigación sobre la habitación occidental, específicamente,
francesa. Frente a tamaña obra precursora, la presente es una contribución a la
historia de un espacio doméstico en los márgenes de ese mundo occidental, en
los confines del espacio latinoamericano.
Para adentrarnos en el mundo espacial y
material ordinario de la Córdoba de los siglos XVIII y XIX, analizamos un
conjunto de inventarios postmortem
conservados en la serie “Escribanías” del Archivo Histórico de la Provincia de
Córdoba. Estos documentos se elaboraban luego de un fallecimiento y tenían la
finalidad de contabilizar los bienes que habrían de repartirse entre los
herederos. Los registros son exhaustivos, en ellos constan tamaño, material,
color, ornamentos, estado de conservación y valor económico de las viviendas,
mobiliario y enseres varios. Dentro de la masa documental disponible,
seleccionamos un total de doscientos inventarios realizados entre 1778 y 1870.
Las fuentes seleccionadas fueron aquellas que contienen datos significativos de
las viviendas y sus objetos, necesarios para el análisis propuesto. Ante las
extensas nóminas de objetos que encontramos en los inventarios, sistematizar se
volvió imperioso para organizar la información y cuantificar objetos
específicos, por ejemplo, muebles de las alcobas o ropa de cama, determinando
su frecuencia a lo largo del tiempo. Esta operación permitió identificar la
cantidad de veces que un objeto preciso aparece mencionado en el conjunto de
inventarios consultados y sus variaciones a lo largo del tiempo. Los datos relevados
de los inventarios fueron triangulados con los provistos por otras fuentes:
cartas dotales, testamentos y relatos de viajeros.
Al dirigir la mirada al mundo de lo cotidiano
se incurre en el desacierto de “dar por sentado” muchas cosas, presuponer que lo
que hoy en día se entiende por alcoba, cama o reposo, decanta por su obviedad,
“todo el mundo” lo sabe. Es aquí donde la mirada del historiador debe volverse
particularmente inquisitiva, cuestionando la lógica práctica, desnaturalizando
los espacios, objetos y prácticas cotidianas y trascendiendo el sentido común,
adoptando una postura de extrañamiento en el sentido antropológico del término,
es decir, convirtiendo lo familiar en exótico[2].
Para superar el pensamiento convencional, reivindicamos la labor descriptiva
como método nodal a la hora de conocer y explicar el pasado cotidiano. Howard
Becker sugiere la “descripción masiva” como ejercicio metodológico que da
cuenta de un fenómeno, un escenario, una persona o un grupo, en forma
minuciosa, detallada y directa, es decir, sin hacer interpretaciones. Habiendo
aceptado que una descripción libre de interpretaciones es inexistente, ya que
cualquier descripción requiere selección y refleja un punto de vista, podemos
avanzar en describir un estado de cosas hasta agotar los detalles más ínfimos,
lo “infraordinario”, evitando elaborar resúmenes analíticos de lo observado o
leído[3].
La presencia de cuartos designados como
alcobas o dormitorios era, en la ciudad de Córdoba, propia de las viviendas que
tenían varios ambientes, como las casas a patios. Con todo, esas alcobas
distaban de funcionar como lugares exclusivos del descanso nocturno, pues, como
veremos, allí tenían lugar otras prácticas cotidianas. Ello hacía de estas
habitaciones, lugares multifuncionales y multiactorales. Por su parte, las
casas más pequeñas y los ranchos, formados por apenas una o dos habitaciones,
carecían de espacios particulares para dormir: el lecho cotidiano era
provisorio y, en muchos casos, también precario.
En nuestro análisis de las alcobas, convergen
varias líneas de trabajo: la historia de la vivienda, la de la vida privada y
cotidiana y la de la cultura material; espacios de investigación que
cristalizan a partir del giro antropológico que dieron las ciencias sociales,
en general y la historia, en particular, entre las décadas del 70 y 80 del
siglo pasado. Al adentrarnos en esta habitación nos concentraremos en su
materialidad: sus cuatro paredes, techo, suelo, puertas y ventanas, y los
objetos que la habitaron: camas, baúles, cómodas y escritorios. El conjunto
todo conforma un escenario particular que producirá comportamientos y prácticas
específicos.
Una mirada
histórica de la cultura material y la vida cotidiana
Los objetos nos rodean, más aun, nos
constituyen. Somos una amalgama de lo natural y lo artificial. Un objeto es una
entidad física y tangible que fue imaginada, construida, nombrada, deseada,
vendida, comprada, utilizada, compartida y tal vez, termine desechada o
reutilizada. Estudiar la cultura material es analizar las dimensiones físicas
de los objetos, es decir, tamaño, material, color o estilo, como una vía para
aproximarse al pensamiento y acción humanos[4]. Las cosas, aparentemente inanimadas, actúan
sobre las personas y, a su vez, son utilizadas por éstas, para el desarrollo de
diferentes prácticas cotidianas, regular relaciones y dar significado y sentido
a la actividad humana[5]. La cultura material es una temática
multidimensional que reclama análisis desde la arqueología, geografía,
arquitectura, arte, diseño, antropología e historia. Desde los trabajos
fundacionales de Fernand Braudel,[6] Daniel Roche,[7] Arjun Appadurai,[8] y Sindey Mintz,[9] los historiadores vienen observando a
objetos y mercancías como actores y motores de los procesos históricos.
Cultura material es el concepto
convencionalmente utilizado en el estudio de los objetos y artefactos en
interacción con las personas. Arnold Bauer lo define como el conjunto de cosas
que hombres, mujeres y niños producen y usan para comer, cubrirse, morar y
trabajar[10]. En su investigación, pionera dentro de la
historia de la cultura material en Latinoamérica, se demuestra que investigar
los precios o la oferta y demanda no logra explicar el consumo de determinado
alimento, ropa o abrigo, sino que es necesario bucear en el ámbito de la
cultura para entender que también se consume como expresión de individualidad o
identidad étnica, cultural y de clase.
El referido giro cultural que dieron las
ciencias sociales implicó un viraje hacia lo cultural, lo simbólico y un
retorno al sujeto. La investigación histórica se acercó a la antropología, de
la que tomó prestados conceptos y métodos, ampliando, de este modo, su objeto
de estudio hasta provocar una multiplicación de temas de investigación. Todo, o
casi todo, podía ser objeto de estudio de la historia, y lo íntimo y privado
también fue puesto bajo la lupa del historiador. En este marco nacieron textos
fundamentales como la obra colectiva Historia
de la vida privada que dirigieran Philippe Aries y Georges Duby[11]. Allí se vislumbra una Edad Media donde
paulatinamente se abandona la gregariedad del ambiente común para descubrir la
interiorización del espacio doméstico que resguardaba lo más preciado y
secreto, ya fueran bienes, alimentos, hijas, hijos o sirvientes. El proceso de privatización
e individualización del espacio cotidiano será largo, y recién entre las
sociedades burguesas el concepto de privacidad adquirirá verdadero sentido. La
idea de espacio doméstico privado, íntimo y secreto cristalizará en una
habitación particular: la alcoba. Es allí donde dirigirá su mirada Pascal Dibie
en su Etnología de la Alcoba[12], obra
que manifiesta ese cercano vínculo entre historia y antropología. Su objetivo
fue construir una historia del espacio que las personas destinaron al reposo,
desde los más pretéritos tiempos hasta la actualidad. Claro que no solo se
trata del reposo nocturno, sino de las múltiples prácticas que se fueron
gestando en torno a la cama. El recorrido es espacial y temporalmente ambicioso
y ofrece un panorama acabado de este espacio doméstico que hoy vinculamos a lo
íntimo y privado.
La habitual asociación del dormitorio con las
ideas de intimidad y privacidad requiere repensarse y, para ello, historizarse.
Un camino posible es volver nuestra mirada a la Europa medieval, en la que
dormir y levantarse eran funciones que no se habían privatizado por completo ni
se las había excluido de la vida social. Más aún, se acostumbraba recibir
visitas en los espacios donde se dormía durante las noches. En aquella época,
muy lejos se estaba aún de la privatización e individualización de la alcoba,
era frecuente que varias personas pasaran la noche en la misma habitación, el
señor con sus criados y la señora con sus doncellas; en los otros grupos
sociales también se compartía el espacio y la experiencia. Así, solían dormir
juntos, no solo en la misma habitación sino en la misma cama, hombres y
mujeres, viejos y niños, dueños de casa y huéspedes.[13]
Ese carácter público y privado de la alcoba se expresa notoriamente en la
cámara de Luis XIV, en la que el acostarse y levantarse del rey eran verdaderos
actos políticos. Cargada de profundo significado simbólico, la habitación real
se encontraba en el centro mismo de un sistema de poder. Reglas, límites y
rituales rodeaban este espacio en el que nada se dejaba librado al azar, sino
que cada acto formaba parte de una cuidada organización. No en el sentido
moderno del término, sino que cada acto estaba investido de prestigio, acorde a
los actores intervinientes dentro del esquema de distribución de poder.[14]
Interesada en la historia social de la
vivienda, la historia de la vida privada y la historia de las mujeres, Michelle
Perrot[15] encontró en las alcobas el punto de
convergencia de esas líneas de investigación. Se valió de fuentes literarias,
tales como tratados de arquitectura o de artes decorativas, revistas
especializadas en mobiliario, manuales de higiene, investigaciones médicas y
sociales sobre el hábitat, diarios de viajes, literatura personal, novelas y
poesías; asimismo, algunas pinturas, grabados y fotografías complementan su
análisis. Perrot se concentra en el proceso de transformación del dormitorio
común en la habitación privada, máxima expresión de individualidad del sujeto
moderno. En este punto también insiste Rafaella Sarti al poner de manifiesto la
concurrencia y promiscuidad de las camas hasta bien avanzado el siglo XVIII[16]. La historiadora italiana reconoce en la cama
un objeto de ostentación entre las clases altas, un espacio de abrigo contra
los intensos inviernos europeos y un artefacto que con el tiempo fue
multiplicándose en número y especializándose en sus funciones.
El dormitorio experimentó, en gran parte de
Europa, notables transformaciones durante el siglo XVIII, período que Joan
Dejean denomina “la era del confort”,[17] cuyas características distintivas serán la
multiplicación, especialización y reubicación del mobiliario. Cada vez más
muebles poblando las casas, muebles que se destinaban a funciones específicas y
artefactos que dejaban su carácter móvil o “mueble”, para asentarse en una
habitación particular de la casa. Pequeños grandes cambios que significaron
nuevas formas de sociabilidad y cambios en las prácticas cotidianas que
tendieron a producir experiencias corporales más confortables.
En América Latina, algunos investigadores
coinciden en situar el proceso de especialización de las estancias de la casa
entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. Este desarrollo habría
implicado la privatización de ciertas habitaciones, como los dormitorios, que
estarían separados de espacios más públicos. En Santiago de Cuba, por ejemplo, Aida Morales Tejeda sitúa la cristalización de este proceso de
especialización de las piezas de la vivienda, en el cambio del siglo XVIII al
XIX. En este marco, la sala, por ejemplo, se erigió como el espacio para
recibir visitas; el estudio, para los caballeros; el tocador para las damas y
el sitio para dormir deja de ser una simple “habitación” para constituirse en
cámara. Allí, fue la cama el mueble destacado que acompaño la introducción de
variado mobiliario de influencia francesa[18]. En un período
equivalente, Arnaldo Moya Gutiérrez interpreta la tendencia hacia la
especialización de los distintos aposentos de las casas de San José de Costa
Rica, como una búsqueda de intimidad[19]. Por su parte, en la
ciudad de México, María Esther Pérez Salas extiende el fenómeno desde finales
del siglo XVIII hasta mediados del XIX. Es en este período cuando se
organizaron los interiores domésticos mediante la división de espacios
“públicos”, como sala u oratorio y los “privados” o íntimos como los
dormitorios[20]. En el Zacatecas
colonial, Francisco García Gonzalez introduce un matiz esencial vinculado a las
diferencias sociales y económicas de sus habitantes. Así, además de las
esperadas diferencias en términos de tamaño y materiales, lo significativo
radicaba en la independencia, y con ello, intimidad, de las habitaciones,
característica propia de las casas de familias acomodadas. Diferente era la
situación en las denominadas casas medias, donde se combinaban los espacios
para la habitación familiar y el trabajo. Ya en las casas bajas, la mixtura de
actividades era aún más profunda: en una misma habitación se comía y se dormía[21].
Los espacios
La arquitectura doméstica tiene capacidad
discursiva[22], es un texto en el que podemos leer
prácticas, interacciones, sensibilidades y relaciones de poder. El espacio
construido condiciona, a la vez que es condicionado por los vínculos sociales.
Así, el tamaño de la casa, los materiales con que está construida, el número de
habitaciones, su estética y el lugar que ocupa dentro de la ciudad influyen en las prácticas y vínculos que en él se desarrollan. El
espacio habitable, dice Gloria Franco, es un hecho social y cultural por lo que
es menester analizar no solo características físicas sino, principalmente, el
valor simbólico de la casa[23]. En esta misma línea, en su investigación
sobre las viviendas del Buenos Aires virreinal, Osvaldo Otero concibe al
espacio cotidiano, los objetos, formas y elementos decorativos, como un todo
que permite comprender las conductas y las formas recíprocas de interacción
entre los hombres.[24]
En la ciudad de Córdoba se alzaban espaciosas
viviendas a patios así como pequeñas casitas o ranchos de una o dos
habitaciones. Las primeras estaban organizadas en torno tres patios: el
principal, el secundario y el corral. El primero era el eje estructurador de
los espacios más importantes: la sala de recibo, el zaguán, las alcobas de la
familia, el comedor y las tiendas y trastiendas. Estas habitaciones se ubicaban
alrededor del patio y estaban comunicadas con éste y sus galerías, a través de
puertas y ventanas. El segundo patio se alzaba como punto central de los
espacios de servicio, integrados por cocina, despensa, horno de pan, pozo de
agua y lugares comunes. Finalmente, en el traspatio, estaba el corral para los
animales y la huerta; estos lugares conformaban el sector periférico de la
vivienda, “el fondo” de la casa. Edificios como éstos eran habitados,
especialmente, por familias acomodadas, conformadas por personas de etnia
blanca, es decir, españoles peninsulares y americanos, cuyos nombres iban
precedidos por el apelativo “Don-Doña”. El grueso de esta elite urbana se
dedicaba al comercio de importación y exportación; otro tanto, eran profesionales,
hacendados, religiosos y militares de alto rango. Propietarios de tierras,
esclavos, animales, inmuebles, apellido y capital social, tenían, a su vez,
alta participación en el poder político local.
En las viviendas como la que describimos, la
habitación destinada al descanso nocturno se registró con el nombre de alcoba o
“cuarto que sirve de dormitorio” y se situaba en torno al patio principal,
ocupando un lugar entre los cuartos más importantes de la casa. Esta
disposición espacial vislumbra la inexistencia de una separación taxativa entre
cuartos públicos, como la sala de recibo, y las alcobas; por el contrario,
éstas eran, en general, adyacentes de las primeras y estaban vinculadas a
partir de una puerta común. Así se observa en la vivienda del sombrerero Juan
Borton, en la que una puerta comunicaba el dormitorio con sala.[25] Del
mismo modo, en la residencia del escribano Bartolomé Matos de Acevedo, la única
habitación identificada como dormitorio se hallaba inmediatamente después de la
sala principal.[26] En su
tránsito por Córdoba, el naturalista alemán Hermann Burmeister reparó en la
disposición interna de algunas residencias de la ciudad que se conservaban “del
tiempo de los españoles”. En estas viviendas, la alcoba lindaba con la sala
principal: “al lado de la sala estaban las habitaciones, la del dueño de casa
por lo general”.[27]
La sala, dormitorios y demás habitaciones
estaban comunicadas entre sí; las puertas de la alcoba la conectaban con el
patio y con las habitaciones lindantes, es decir que, para pasar de una
habitación a otra, había que salir al patio y de allí ingresar a otro cuarto, o
bien, atravesar las habitaciones que se encontraran en medio. Esto implicaba
que cualquier actividad llevada a cabo en los diferentes cuartos, incluido el dormitorio,
podía quedar interrumpida por el paso de alguien. Las puertas y ventanas del dormitorio que
daban al patio, dejaban entrar algo de luz a la habitación, mientras que las
alcobas que se encontraban en los sectores más internos de la casa, alejadas
del patio, tenían la negativa singularidad de ser poco luminosas. Esto último
ocasionaba que fueran avaluadas en menor precio que aquellas más iluminadas.
Tal es el caso de uno de los dormitorios de la vivienda del comerciante Antonio
Benito Fragueiro, que fue tasado en menor precio que otras habitaciones por ser
“escaso de luz” y estar “mui en el interior”.[28]
La iluminación de la alcoba era,
efectivamente, apreciada, mientras que la ventilación, por su parte, era
valorada, sobre todo, en la teoría: airear el cuarto diariamente era clave para
mantener la higiene y salud del cuerpo. Así lo estipulaba el discurso
higienista del siglo XIX, del que se hizo eco Manuel Carreño en su Manual de urbanidad y buenas maneras,
donde se impelía a mantener la ventilación de los aposentos, para liberarlo de
las “exhalaciones de los cuerpos durante la noche”, que impregnaban el
ambiente; acciones imprescindibles para la “conservación de la salud”.[29] Más
que confirmar la periódica ventilación de los cuartos, la inclusión de este
precepto en un manual de urbanidad, evidencia lo inusual de esta práctica.
Evitar la entrada de aire en un cuarto era síntoma de la persistencia de las
tradicionales concepciones entorno a la salud/enfermedad, según las cuales,
envolverse y taparse, así como cerrar la habitación, impedían el contacto de la
piel con el aire corrupto[30].
En cuanto a su forma, las alcobas eran, en
general, cuadradas o ligeramente rectangulares y medían, en promedio, entre
cinco y seis varas[31] de largo por lo mismo de ancho. Considerables
dimensiones que permitían la instalación de varios muebles. En la alcoba del
comerciante Bernabé Las Heras, por ejemplo, que superaba los veinticuatro
metros cuadrados, tenía lugar una cuja matrimonial con pilares, colgadura y
cortinas; un catre y dos bancos para armar catres; tres papeleras de diferentes
tamaños; un escritorio con tapa; dos mesitas pequeñas; dos baúles; una caja
para guardar la ropa blanca; ocho sillas; dos frasqueras y varios cuadros.[32] Más
aún, dentro del dormitorio principal se ubicaba también el despacho del dueño
de casa, sitio que servía a los fines de organizar y ejecutar su actividad
comercial. Se trata, entonces, de una alcoba de notables proporciones y poblada
de numerosos objetos; su carácter multifuncional se evidencia en la diversidad
de los muebles que la habitaban: la cuja matrimonial para dormir convivía con
escritorios, sillas y papeleras que conformaban el despacho del comerciante.
Así pues, esta habitación funcionaba como lugar del reposo nocturno, pero también
constituía un sitio de trabajo. Ahora bien, la coexistencia de funciones que
vemos en la alcoba del comerciante Las Heras, no necesariamente formaba parte
de las experiencias cotidianas de todas familias de similar extracción
socio-profesional. En la residencia del comerciante Hilarión Funes, por
ejemplo, el despacho comercial ocupaba un lugar específico, una habitación
particular, estratégicamente ubicada junto a los almacenes, barracas y prensas
de enfardar[33]. En este “cuarto escritorio” se llevaba el
papeleo y documentación vinculadas a las actividades productivas y mercantiles
de la familia. La existencia de esta pequeña habitación manifiesta un mayor
grado de especialización de los espacios y las practicas, es decir, la
separación espacial de unas actividades de otras.
En las viviendas a patios como las que
venimos observando, los espacios estaban jerarquizados. Las habitaciones se
disponían en orden decreciente de importancia: espacios principales, primero y
de servicio, detrás. La clasificación del ambiente doméstico se basaba, según
Osvaldo Otero, más que en la función, en el usuario[34], esto quiere decir que, los espacios de
servicio eran habitados y frecuentados, principalmente, por esclavos, criados o
sirvientes, quienes dormían en los cuartos que estaban adyacentes a la cocina,[35] cuando no era la misma cocina su lugar de
descanso nocturno. Las diferentes categorías de las estancias de la casa, no
solo se advierte por su disposición dentro del conjunto habitacional o los
usuarios de cada uno, sino también, por los materiales con que estaban
construidos y el confort de los mismos. Los cuartos de los espacios de servicio
solían tener sus pisos de tierra, por ejemplo, a diferencia de las habitaciones
principales cuyos pisos eran enladrillados o de baldosa.
En cuanto a las casas de menores dimensiones
y ranchos, éstos eran los lugares donde vivían, en general, los individuos y
grupos familiares de los sectores subalternos. Esto es, personas que en
registros parroquiales y censales eran clasificadas como “pardas” “mulatas” o
“negras”; categorizaciones étnicas que, durante el siglo XIX, perdieron
vigencia, aunque sí se mantuvieron clasificaciones distintivas en el orden de
lo social, como “noble” o “plebeyo”[36]. Estas personas de los sectores menos
favorecidos, se dedicaban a oficios artesanales, al trabajo en pequeños
comercios, algunas eran costureras o bien, se desempeñaban en el servicio
doméstico. En sus viviendas, las funciones de cada habitación eran poco
específicas. Se mencionan, en forma genérica, algunos “cuartos” o “piezas” que
no superaban el par. En tales casas, era escasa la separación de actividades
según los espacios, y un mismo cuarto podía ser escenario del reposo nocturno,
el trabajo diario y la preparación de los alimentos. La costurera viuda María
del Tránsito Camargo, por ejemplo, habitaba una casa compuesta por una sala de
unos treinta metros cuadrados aproximadamente, en la que había dos mesas,
cuatro sillas, una cama, una caja y sus herramientas de trabajo: un devanador y
cuatro peines de tejer lienzo.[37] El
lugar para cocinar se conformaba a partir de una “ramadita” que tenía lugar en
el patio. Ciertamente, múltiples actividades tenían lugar en un mismo espacio:
en la sala se comía, se trabajaba y, a su vez, se dormía. La multifuncionalidad
de las habitaciones y la limitada sectorización de las mismas, se vuelve aún
más notoria en las viviendas de menores dimensiones y con pocas habitaciones.
En las residencias a patios, con numerosos cuartos, se observa una organización
espacial que categorizaba los espacios según su importancia social: división de
los espacios principales de los de servicio. Pero, aun así, dentro de ciertas
habitaciones, como la misma alcoba, podían coexistir múltiples actividades.
El
mobiliario
La cama era el mueble por excelencia de las
alcobas, allí se recostaban los cuerpos durante la noche o la siesta;[38] allí
se nacía, allí se enfermaba y allí se moría. La cama era también, espacio de la
intimidad sexual practicada así dentro como fuera de la institución
matrimonial. Las cujas matrimoniales tenían pilares que sostenían un techo o
cielorraso de cuero o tela y cortinas que, al correrse, conformaban un nuevo
habitáculo, separado y específico, dentro de una misma habitación. Ello
permitía construir una intimidad precaria, ocultando los que ocurría detrás de
las cortinas. Los biombos también servían a los fines de conformar nuevos
espacios, que escondían lo que estaba detrás.
El carácter de intimidad y privacidad que
intentaba atribuirse a la alcoba se evidencia en tratados de urbanidad como el
ya citado de Manuel Carreño. Allí se establecía un orden deseable de los
cuartos, donde sala de recibo y alcoba jamás debían estar una junto a la otra
y, dado el caso que fueran colindantes, era importante cuidar que las camas no
estuvieran jamás a la vista ya que “el tálamo nupcial, ofrecido a las miradas
de los que entran a la sala, no podrá menos que considerarse para las personas
cultas y juiciosas, como un signo de vulgaridad y mala educación”.[39] Reglas
como éstas se hacían eco de la idea burguesa de privacidad, donde la casa, y en
particular el dormitorio, debían estar ocultos.[40]
“El hogar es la quintaesencia del mundo burgués” escribía Eric Hobsbawm,[41] y tras
los muros de la casa tenía lugar el dominio de lo privado, valor primordial y
pilar del orden social burgués.
Además de lugar de descanso y espacio de
ejercicio de la sexualidad, la cama se constituía en escenario de otras
prácticas que tuvieron a las mujeres como protagonistas: en las camas se paría
y en las camas muchas mujeres recibieron maltratos. Así le ocurría a Gabriela
Cabrera, cuyo marido guardaba debajo de la almohada un cuchillo para
amedrentarla cada noche y lograr, de ese modo, que ésta cumpliera con sus
deberes de esposa.[42] Era la cama, también, el lugar donde se
atravesaba una enfermedad y se moría, era el “lecho de muerte.” Sabemos que
muchas personas dictaban su testamento estando “enfermas en la cama”, dolencia
que, en muchas ocasiones, terminaba en defunción. Era, pues, el lecho, un
escenario revestido de cierta solemnidad ya que en él se manifestaban los
postreros deseos del futuro difunto, su “última voluntad”.
A propósito del mobiliario, constatamos que
siete de cada diez inventarios consultados hacen referencia a muebles para
dormir, ya fueran camas, cujas, catres o marquesas. Proporción contundente que,
estimamos, en la realidad era aún mayor. Si en algunas listas de bienes no hay
referencias a muebles para dormir ¿significaba que en esa casa no había camas?
Si así fuera, esperaríamos este vacío en las viviendas de las familias de los
sectores subalternos y más pobres. Sin embargo, en los inventarios de prósperos
comerciantes como Tiburcio Valeriano Húmeres, José Manrique de Lara, Simón
Gutiérrez y Andrés Castellanos,[43] no se
menciona mobiliario para dormir. ¿Carecían de camas estas residencias o, por
algún motivo, se eludió mencionarlas en el inventario? ¿se concentró el tasador
en registrar los bienes económicamente más valiosos como terrenos, casas,
animales o mercaderías, en detrimento de objetos menos importantes? A este
respecto, el reclamo que realiza Francisca de León hecha algo de luz sobre esta
¿llamativa? inexistente mención de camas en algunos documentos. Francisca
solicitó se revisaran dos errores que, a su juicio, habían cometido quienes
inventariaron los bienes de su difunto marido Manuel Hurquiri. En primer lugar,
valuaron muchos de los bienes en precios sumamente elevados y en segundo,
cometieron el desacierto de incluir en la lista de bienes “el lecho y la
humilde ropa del mismo”[44]. Tal
reclamo sugiere que, en muchos casos, el lecho cotidiano no se incluía (o no
debía incluirse) en el inventario, no por escasez de valor económico sino, más
bien, porque los sujetos le otorgaron valoración simbólica, de allí que nos
encontremos con total ausencia de referencias a mobiliario para dormir en
algunos documentos, incluidos los inventarios de personas de los sectores
acomodados. Por otra parte, hay registros que, sin citar cama alguna, sí
mencionan colchón y ropa de cama[45], por
lo que es probable que algunas personas durmieran sobre un colchón o jergón
colocado directamente sobre el piso o un banco de madera.[46]
Ello da cuenta de un lecho ciertamente móvil. Los esclavos y sirvientes, por su
parte, dormían directamente sobre el suelo de la cocina, patio o azotea, según
observó William McCann en su paso por la ciudad de Córdoba. En la vivienda en
que se alojara el viajero inglés, eran los patios y azoteas los lugares donde
dormía la servidumbre femenina.[47]
A la hora del reposo nocturno, de la siesta,
del parto, de la sexualidad o de la enfermedad, las personas se recostaban en
cujas, marquesas o catres. El vocablo “cama” aludía al conjunto de colchón o
jergón, junto con sábanas, almohadas y colchas. Así se expresó en el inventario
de María del Rosario Arguello, en cuyo aposento había “una cuja con su cama”[48]. La
cama podía ir directamente sobre el piso o sobre un mueble de madera o hierro
denominado cuja o marquesa. En efecto, el Diccionario de la Academia Usual en
su edición de 1803, define el término “cama” de la siguiente manera: “el lecho
[compuesto de] xergón, colchón, sábanas, manta y colcha; todo lo cual puede
estar en el suelo y se llama cama; pero comúnmente se pone sobre alguna armazón
de madera o hierro, que por sí sola o junta con la ropa se llama también cama”.[49]
Las cujas tenían armazón de madera de
algarrobo, caoba, jacarandá, veta, naranjo, nogal o pino, o bien podían ser de
hierro o bronce. Las columnas o pilares que tenían en sus cuatro esquinas,
sostenían el cielorraso de cuero o tela y las colgaduras o cortinas que, al
correrse, protegían contra el frío y los insectos y resguardaban de miradas
ajenas, construyendo, como ya referimos, ciertas experiencias de intimidad y
privacidad. Las cujas podían albergar a una o dos personas y eran designadas,
respectivamente, “cuja de soltero”[50]
y “cuja matrimonial;”[51]
denominación que asociaba el tamaño del mueble con el estado conyugal de las
personas que en ella dormían. Así, el soltero dormiría solo y los casados,
juntos. Esta distinción entre cuja de soltero y matrimonial alude a la
concepción según la cual la sexualidad, que se propiciaba si dos personas
dormían juntas, era considerada legítima si se daba en el marco del matrimonio.
Sobra decir que no se trata más que de construcciones discursivas que no se
correspondían con la realidad. Pero, aun sin ajustarse a las prácticas
concretas, estos términos reproducían las representaciones sociales en torno a
la sexualidad legítima.
En cuanto a las denominadas marquesas, éstas
eran armazones o “marcos” sobre los que se colocaba el lecho; se distinguían de
las cujas por la ausencia de pilares, cielorraso y cortinas. Sus dimensiones
—1,80 metros de largo por 1 metro de ancho— sugieren que eran usadas por una
sola persona, algo similar a la “cuja de soltero”.
Más que cujas y marquesas, el mueble habitual
para recostarse era el catre, una “cama ligera”, cuyas piezas se doblaban “para
poderse llevar y usar cómodamente”,[52]
sus patas tenían forma de tijera, lo que facilitaba su pliegue para el
trasladado. Este tipo de cama era el que se usaba en las campañas militares que
exigían desplazamiento constante: “un catre de campaña de tres piezas” llevaba
consigo el Teniente Coronel Gil Domínguez.[53]
Dentro del catre, el espacio destinado a recostar el cuerpo, ya fuera con o sin
colchón, era de cuero, lona o tabla. Cujas y catres producían experiencias
corporales diferentes, recostarse en uno u otro mueble podía ser más o menos
confortable; la superioridad numérica de los catres, por sobre las cujas y
marquesas, evidencia el restringido acceso al reposo más confortable. Si
ensayamos una suerte de jerarquía de muebles para dormir, tenemos a los catres
como el mueble más básico, en que dormía el personal de servicio; esto, claro,
cuando no se acostaban directamente sobre el suelo. Joaquín de Oliveira, por
ejemplo, contaba con “dos catres de madera para cama de criados.”[54] El
catre representa, a su vez, el original carácter mueble (móvil) del mobiliario,
es decir, artefactos que se llevaban de un lugar a otro, de una habitación a
otra, lo que demuestra la esencial provisionalidad de muchos lechos cotidianos.
A pesar de las diferencias entre cujas y
catres en términos de comodidad, siempre será más confortable recostarse sobre
alguno de estos muebles antes que en el suelo, sin mediar más que un jergón o
un trozo de cuero. Esta última era la situación corriente de los esclavos y las
personas más pobres que, según el relato de Thomas Hutchinson, “no tienen más
cama sobre que dormir que los montones de vainas de algarroba, guardada para
provisiones del invierno”. Al pasar por el “puesto de Castro”, en el
departamento de Rio Seco, este viajero describió la manera en que vivía una
familia pobre del lugar. Aunque el relato se emplaza en el espacio rural, bien
vale de ejemplo para formarnos una imagen de cómo dormían las personas en
situación de pobreza. Hutchinson declara que “no hay adentro nada en forma de
cama a no ser un cuero de vaca, en el que duermen el padre, la madre, siete
hijos y un muchacho huérfano […] una familia compuesta por diez personas, todas
juntas en montón”.[55] Esta
disposición corporal y espacial, a la hora de dormir, era la mejor manera de
defenderse del frío y de eventuales ataques de animales. Por otra parte, esta
situación de contacto también engendraba un contexto doméstico que favorecía el
desarrollo y contagio de múltiples enfermedades y conformaba, a su vez, un
espacio de promiscuidad. El resultado era una débil separación entre adultos y
niños, hombres y mujeres, enfermos y sanos, vivos y muertos. El carácter
multiactoral del lecho encuentra aquí, su punto máximo de expresión.
Cujas, marquesas y catres se elevaban algún
trecho por encima del nivel general del suelo, dando lugar a un espacio debajo
donde tenían lugar objetos vinculados a prácticas vitales: las bacinicas,
artefactos de forma redonda más o menos profunda con un asa a un lado que
permitía su manipulación. En su cavidad se contenían las evacuaciones diarias
de los usuarios de la habitación, desechos que eran luego arrojados en los
lugares comunes, ese pequeño cuarto emplazado entre los espacios de servicio.
De este modo, a la diversidad de experiencias cotidianas que se vivían en las
alcobas, se anexa la satisfacción de las necesidades fisiológicas, confirmando,
pues, la versatilidad de los espacios domésticos y las dispares fronteras de
sensibilidad.
Finalmente, aunque aparecen en exiguas
cantidades, resulta relevante las referencias a cunas o camas para niños en los
inventarios. Entre los documentos elaborados durante la década de 1810,
contabilizamos solo un ejemplar de este tipo de objetos. En cambio, avanzado el
siglo XIX, hacia 1850, identificamos siete cunas o camas para niños. Estos
cortos números pueden constituir indicios de incipientes cambios en la
organización doméstica a la hora de dormir que expresaba la tendencia hacia la
individualización de los bebés y niños de la casa. La construcción,
comercialización y uso de muebles específicamente pensados para los menores de
la familia, indicarían una creciente atención otorgada a los niños. En la casa
de Rafael Barboza, por ejemplo, no solo había camas, sino también asientos
destinados exclusivamente a sus hijas menores: “el sillón del uso de Lucía” y
“el sillón de uso de Margarita.”[56] La modesta presencia de cunas o camas
destinadas para los niños en la Córdoba del siglo XIX, puede señalar una
incipiente individualización y autonomización del infante dentro de la familia,
tendencia que se insertó en un marco más amplio que se extiende desde fines del
siglo XVIII y el siglo XIX e involucra Europa, Latinoamérica y, también, la
región rioplatense. Para el espacio europeo, Philippe Ariés reconoce que recién
avanzada la edad moderna el niño comienza a ser objeto de una consideración
especial. Hasta ese momento, la infancia no era interpretada como una edad
diferenciada de la vida adulta[57].
Lawrence Stone sitúa ese cambio de actitud hacia los niños en la Inglaterra del
siglo XVIII. Ello implicó nuevas prácticas en cuanto a la crianza y educación
de los niños y las nuevas relaciones entre hijos y padres se expresaron en
objetos materiales como la ropa, libros para niños y juegos didácticos.[58] En
Argentina, Ricardo Cicierchia identifica un creciente interés por parte de la
medicina y de la justica del siglo XIX, hacia la minoridad. Desde estos
espacios se intentó atender a la crianza y la educación de los niños y también
a cuestiones aún más complejas como el abandono de menores, el infanticidio y
la entrega de niños.[59]
Los textiles
Sobre cujas y catres iba el lecho compuesto
por colchón, sábanas, almohadas, fundas, colchas y sobrecamas. El colchón
permitía, como expresaba el Diccionario de las Autoridades de 1729, “acostarse
blandamente”[60],
produciendo mayor confort que al dormir sobre una tabla rígida o directamente sobre
el piso. Los colchones estaban rellenos con paja o lana y forrados con lienzo,
cotín, algodón o brin. Los de lana perjudicaban la salud al “conservar las
exhalaciones y vapores malignos o abrasar de calor a los enfermos”. Se pensaba
que otros elementos, como la cerda, algodón, estopa, pluma, hojas de maíz o
paja seca eran mejores, más frescos y no tan peligrosos como la lana.[61]
Las sábanas que envolvían el colchón entraban
en contacto directo con el cuerpo, ya sea que este durmiera con prendas especiales
para dormir o, simplemente, desnudo. Las sábanas se confeccionaban, en su
mayoría, con géneros delgados hechos de lino o cáñamo, tales como bramante,
cambray, hilo, lienzo y estopilla. Telas asimismo utilizadas en la confección
de camisas, enaguas y calzoncillos. Al igual que éstas, las piezas textiles que
conformaban el lecho se asentaban bajo el rubro “ropa blanca”. La mayoría de
las sábanas registradas eran de este tipo de géneros, algunas pocas, de algodón
y solo ciertas piezas, especialmente en las primeras décadas del siglo XIX,
contaban con algún tipo de guarnición o adorno en forma de volados o encajes de
seda. Entre las almohadas y fundas, también predominaron los géneros livianos
hechos de lino o cáñamo y, aunque en menor medida, también se presentan telas
de algodón. En estas piezas se observan, con mayor frecuencia que en las
sábanas, algunos volados, encajes y bordados que otorgaban cierta distinción al
lecho en su conjunto. Las colchas o sobrecamas iban encima de sábanas y
frazadas cumpliendo una función de abrigo y, gracias a los flecos, bordados y
vuelos, también adornaban la cama. Eran, en su mayoría, de telas de algodón,
principalmente zaraza, y las había, también, de seda o lana.
En las cartas de dote encontramos a las
mujeres ingresando al matrimonio colchón, sábanas, almohadas y fundas.
Conseguir un conveniente ajuar de cama era el ideal de muchas novias, en
especial, aquellas con altas posibilidades económicas. Josefa Gutiérrez, por
ejemplo, llevó como dote al casarse con el coronel de los Reales Ejércitos
Francisco Xavier Tirry, la notable suma de 29.436 pesos. Entre los numerosos
bienes que componían la dote, se destacan los objetos para preparar un
confortable, y hasta ostentoso, lecho matrimonial: una colgadura de cama con
rodapié y colcha forrados y flecadura de seda carmesí, todo de damasco nuevo,
tasado en 292 pesos; cuatro fundas de almohada de tafetán nácar en siete pesos;
tres piezas de hilera para presilla de dicha colgadura; fundas de almohada de
coleta aplomadas en seis pesos; un colchón nuevo de buenos colores en doce
pesos.[62]
Avanzado el siglo XIX, continuamos observando esta particularidad en cuanto a
los bienes que ingresaban las mujeres al matrimonio. Manuela Irazoque entregó
como dote a su hija un colchón de cotín; tres sábanas de bramante; dos
almohadas; dos fundas de hilo bordadas de encajes; dos fundas de algodón; una
frezada; una colcha de zaraza y otra de algodón.[63]
La novia llevando colchón y sábanas a la morada conyugal era una práctica que
ya se observa en la Europa moderna[64]. Como escenario de la sexualidad legítima,
el lecho era el símbolo del matrimonio y la vida en pareja. Así, la cópula
conyugal llevada a cabo en la cama y alcoba, era el inicio simbólico del
matrimonio y la familia. En este marco, la impotencia sexual que significaba la
imposibilidad de procrear, objetivo sustancial de la sociedad conyugal, fue
considerada una justificada causa de nulidad matrimonial[65].
Resulta significativo que a medida que
avanzaba el siglo XIX, la ropa de cama dejaba de incluirse dentro del
inventario de bienes. Así, siete de cada diez documentos llevados a cabo
durante la década de 1810 registran colchones, sábanas, almohadas, fundas,
etc.; relación que va decreciendo, hasta encontrarnos, en la década de 1860,
con cuatro inventarios de cada diez que registran algún tipo de ropa de cama.
Concluimos, pues, que decreció la importancia otorgada a este rubro en las
tasaciones de bienes de difuntos. Cuando el proceso de industrialización
europeo, y el consecuente crecimiento del comercio, provocaron un aumento de
los bienes disponibles para el consumo, se acortó la vida útil de muchos
objetos, los que paulatinamente dejaron de circular de generación en generación
y de ser continuamente reciclados. Esto impactó en la inclusión o exclusión de
determinados bienes al hacer las correspondientes tasaciones y particiones. En
tanto las herencias giraban en torno a los bienes inmuebles y semovientes,
otros objetos, como la ropa de casa o prendas de vestir, antes presentes en
cada testamento o inventario, se convirtieron en rubros secundarios al interior
de las tasaciones y particiones de bienes. Lo anterior también se evidencia al
considerar el estado de la ropa de cama. Mientras que en la década de 1810 la
mayoría de los objetos que conformaban el lecho se registraron como “usados”,
avanzado el siglo XIX, pocas piezas de la ropa de cama fueron consignadas como
usadas o gastadas. Sin duda, a medida que se extendió el acceso a colchones,
sábanas, almohadas y colchas nuevas, compradas en tiendas de la ciudad o
confeccionadas con telas adquiridas en tales establecimientos, estas piezas
dejaron de circular entre generaciones mediante herencias y dotes.
Conclusiones
A lo largo del trabajo observamos una
habitación de las viviendas de la ciudad de Córdoba. Acotar la mirada a un
fragmento del espacio doméstico resultó una singular vía para pensar las formas
de organización de los espacios interiores y sus prácticas cotidianas. Hicimos
foco en las materialidades de esos cuartos, es decir, sus características
físicas y los muebles y objetos que los habitaban. Es en las interacciones
entre estas materialidades y los sujetos, que se producen múltiples formas y
sentidos de lo cotidiano. Ello implica reconocer las agencias de diferentes
actores: personas, pero también, cosas. Un particular tipo documental resultó
esencial para aproximarnos al espacio doméstico: los inventarios postmortem. Sus extensas y exhaustivas
nóminas de los objetos que poblaban las viviendas, así como las
especificaciones respecto a las características edilicias de esas residencias,
coadyuvaron en la construcción de un panorama general de algunas alcobas y
lechos. Cuantificar algunos objetos propios de estos cuartos y reconocer su
frecuencia a lo largo del tiempo, posibilitó la identificación de algunos
cambios, así como permanencias, en las formas de organizar los interiores
domésticos. Las fuentes permitieron, también, la producción de acabadas
descripciones de estas habitaciones. Operación básica para trascender el
pensamiento convencional, habitual a la hora de investigar el universo de lo
cotidiano.
El período observado es amplio, con más o
menos acelerados cambios en el orden de lo político y económico, ya para el
espacio rioplatense, ya para la ciudad de Córdoba. Frente a tales procesos
dinámicos, el universo de lo cotidiano parece sumido en la inmutabilidad. Pero,
aun siendo lentos y a veces imperceptibles, los cambios en el espacio doméstico
son un hecho. Así, durante este período reconocimos indicios de especialización
de las estancias de la casa, más visibles, por supuesto, en las viviendas de
mayores dimensiones, es decir, las casas organizadas en torno a dos o tres
patios centrales. Sin embargo, aun dentro de una tendencia hacia la
especialización e individualización del espacio doméstico, en las alcobas
convivían diversidad de objetos que encarnaban múltiples actividades que no se
reducían al reposo nocturno. Era, pues, la alcoba escenario de la sexualidad,
de la enfermedad, de la muerte, de violencia doméstica, de trabajo y de la
satisfacción de necesidades fisiológicas.
De la diversidad de prácticas e interacciones
que se desarrollaban en las alcobas emergen ciertos sentidos y significados que
encarnaba este espacio. Así, la “cama matrimonial” se instituyó como el espacio
símbolo de la vida conyugal y su ejercicio legítimo de la sexualidad, cuya
finalidad era la reproducción. Eran, pues, la alcoba y la cama símbolos de la
vida en pareja y, con ello, de la familia. Estaba claro que cuando se producía
“separación de cuerpos”, es decir, la disolución de lazo matrimonial, se
entendía que ello implicaba, antes que nada, “separación de lecho”[66].
Signos de incipiente individualización en la
organización hogareña de los cuerpos, fueron los pocos, pero significativos
ejemplares de cunas o camas para niños registradas en los inventarios. Ello
evidencia una progresiva atención otorgada a la infancia, al bebe o niño, como
sujeto que ocuparía espacios y objetos específicos, en este caso, un lugar para
dormir. Lo anterior forma parte de un proceso más amplio de individualización y
especialización, expresado en la producción y uso de objetos cada vez más
específicos, destinados a funciones diferenciadas unas de otras. Esto mismo
ocurría, por ejemplo, con el mobiliario de guardado: a los multifuncionales y
versátiles baúles y cajas se sumaron, a lo largo del siglo XIX, muebles
pensados, fabricados y usados para guardar cosas específicas, tal es el caso de
las cómodas y roperos para guardar ropa o los armarios para guardar loza[67].
En una sociedad donde primaban las
diferencias socio-étnico-económicas, los entornos materiales cotidianos no eran
en absoluto uniformes. Así, vimos familias compartiendo un trozo de cuero en el
suelo de la casa, juntos, amontonados, protegiéndose del frío, de los ataques,
rozando sus cuerpos, compartiendo enfermedades así como acercamientos sexuales.
Observamos esclavos durmiendo en el suelo de la cocina, en el patio y, en el
mejor de los casos, en un “cuarto para criados” estratégicamente ubicado en los
espacios de servicio. Esa tendencia hacia la especialización de los espacios y
los objetos no se visualiza entre los grupos subalternos, aquellas casas
compuestas de un solo cuarto implicaban que un mismo lugar hacía las veces de
dormitorio, cocina, comedor y lugar de trabajo. Por otra parte, en las casas a
patios, las alcobas formaban parte de los espacios principales colindando,
muchas veces, con la sala principal y otros cuartos con los que estaban
comunicados a través de puertas en común. En esta disposición espacial no se
vislumbran fronteras estrictas que diferencien espacios privados e íntimos de
los que no los son; para esta época el proceso de privatización de los
ambientes de la casa es una tendencia aún incipiente.
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[23] Gloria Franco Rubio. “La vivienda en el
Antiguo Régimen. De espacio habitable a espacio social” Chronica Nova N°35,
Granada, 2009, pp.63-103.
[24] Osvlado Otero. La vivienda porteña en tiempos virreinales, La vivienda porteña en
tiempos virreinales. Materiales, uso, función y valor simbólico, Tesis de
doctorado en Historia. La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2004, pp. 35, 36.
[25] “Inventario de Juan Borton”, Córdoba,
1820, Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba, Escribanía (esc.) 1, legajo
(leg.) 453, expediente (exp.) 13, f. 1v.
[26] “Sucesorio de Bartolomé Matos de
Acevedo”, Córdoba, 1824, AHPC, esc. 2, leg. 119, exp.2, f. 32.
[27] Hermann Burmeister. Viaje por los Estados del Plata. Buenos
Aires, 1944 en Carlos Segreti, Córdoba. Ciudad y provincia siglo XVI-XX.
Según relatos de viajeros y otros testimonios. Córdoba, Junta Provincial de
Historia de Córdoba, 1973, p. 414.
[28] “Inventario de Antonio Benito
Fragueiro”, Córdoba, 1813, AHPC, Esc. 1, Leg. 442, Exp. 1, f. 8.
[29] Manuel Carreño. Manual de urbanidad y buenas maneras, para uso de la juventud de ambos sexos, en el cual se encuentran las
principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas
situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales
del hombre. Córdoba, Buena Vista, 2010, p. 28. Este tipo de literatura
circuló en todo el espacio latinoamericano; en la ciudad de Córdoba, por
ejemplo, identificamos la presencia de un libro de similar temática, denominado
“Código de Urbanidad” en manos de Félix María Olmedo, Córdoba, 1879, AHPC, Esc.
1, Leg. 568, Exp. 14, F.12.
[30] Cecilia Moreyra. “Cultura
material e higiene cotidiana en la Córdoba del Ochocientos”. Anuario de
Estudios Americanos Vol. 74, N° 1, Sevilla, 2017, pp. 211-234; Cfr. Alain Corbin. El perfume o el miasma. El
olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX. México, Fondo de Cultura
Económica, 2002.
[31]
La vara española es una medida de distancia que equivale a 0,8359
metros. Luis García Montes. "Medidas antiguas: la vara." Toletum:
boletín de la Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo N°27,
Toledo, 1991, p. 154.
[32] “Testamentaria de Bernabé Las Heras”,
Córdoba, 1821, AHPC, Esc. 3, Leg. 69, Exp.1, f. 78. Fue posible identificar
cada uno de los muebles que componían la alcoba ya que el tasador especificó
cuidadosamente los objetos que se encontraban en la sala y los que estaban en
el dormitorio.
[33] Testamentaria de Mercedes Roldán de
Funes (viuda de Hilarión Funes), AHPC, Escribanía 1, Año 1873, Leg. 186, Exp.
1.
[34] Osvaldo Otero, La vivienda porteña… Op. Cit.
[35] En el segundo patio de la vivienda del
comerciante Felipe Antonio González se ubicaban en forma contigua, la despensa,
la cocina y “dos cuartos para criados.” “Testamentaria de Felipe Antonio
González”, Córdoba, 1818, AHPC, Esc. 4, Leg. 51, Exp. 13, f. 2v.
[36] Estas categorías se observan,
específicamente, en el empadronamiento de la provincia de Córdoba de 1840.
[37] “Inventario de María del Tránsito
Camargo”, Córdoba, 1813, AHPC, Esc. 1, Leg. 442, Exp. 11, f. 1.
[38] Con respecto a la siesta decía José
Manuel Eizaguirre que avanzado el siglo XIX los cordobeses seguían durmiendo
las prolongadas siestas coloniales de hasta cinco horas, costumbre considerada
por él mismo como “símbolo de atraso y manifestación de muerte” José Manuel
Eizaguirre. Córdoba. Primera serie de
cartas sobre la vida y costumbres en el interior. Córdoba, R. Bruno y Ca.
Editores, 1898, pp. 135, 136.
[39] Manuel Carreño, Manual de
urbanidad… Op. Cit., p. 51
[40] Michelle Perrot. “Formas de Habitación” en Georges Duby y Michelle Perrot (directores) Historia de la vida privada T. 4 De la
Revolución Francesa a la Primera Guerra Mundial. Madrid, Taurus, 2005, pp.
301, 302.
[41] Eric Hobsbawm. La era del capital, 1848-1875. Buenos Aires, Crítica, 2010, p. 239.
[42]
Archivo del Arzobispado de Córdoba, Causas matrimoniales, Juicios de
divorcio, Años 1811 – 1814, tomo VIII, leg. 201, exp. 16, f. 1 vto. Citado por
Mónica Ghirardi. Matrimonios y familias
en Córdoba. Prácticas y representaciones. Córdoba, Universidad Nacional de
Córdoba, 2004, p. 301.
[43] “Inventario de Tiburcio Valeriano
Húmeres”, Córdoba, 1811, AHPC, Esc. 1, Leg. 440, exp.1; “Inventario de José
Manrique de Lara”, Córdoba, 1818, AHPC, Esc. 1, Leg. 450, Exp.5; “Inventario de
Simón Gutiérrez”, Córdoba, 1828, AHPC, Esc. 3, Leg. 82, Exp.3; “Inventario de
Andrés Castellanos”, Córdoba, 1845, AHPC, Esc. 4, Leg. 92, Exp. 11.
[44] “Inventario de Manuel Hurquiri”,
Córdoba, 1811, AHPC, Esc. 1, Leg, 440, Exp. 20, f. 209.
[45] Tal es el caso del pardo Manuel
Hurquiri, (“Inventario de Manuel Hurquiri”, Córdoba, 1811, AHPC, Esc.1, Leg.
440, Exp.20, f. 197) y del pulpero Anselmo Flores (“Inventario de Anselmo
Flores”, Córdoba, 1848, AHPC, Esc. 1, Leg. 480, Exp.1, f. 4v).
[46] Miguel Antonio Fernández, por ejemplo,
contaba con “un par de bancos ordinarios que sirven para cama”, “Inventario de
Miguel Antonio Fernández”, Córdoba, 1791, AHPC, Esc. 1, Leg. 412, Exp. 1, f.
21v.
[47] William Mac Cann. Viaje a caballo por las provincias argentinas. en Carlos Segreti. Córdoba.
Ciudad y provincia… Op. Cit., p. 368.
[48] “Testamentaria de María del Rosario
Argüello”, Córdoba, 1850, AHPC, Esc. 4, Leg. 98, Exp. 20, f. s/d.
[49] Diccionario de la Academia Usual.
Madrid, Real Academia Española, 1803, p. 160.
[50] “Sucesorio de Xaviera Torres”,
Córdoba, 1836, AHPC, Esc.2, Leg. 126, Exp.30, f. 2.
[51] “Inventario, tasación y partición de
Juan Borton”, Córdoba, 1820, AHPC, Esc. 1, Leg, 453, Exp. 13, f. 6; “Inventario
de Pablo Cires”, Córdoba, 1822, AHPC, Esc. 2, Leg. 116, Exp.12, f. 5.
[52] Diccionario de la Academia Usual,
(Madrid: Real Academia Española, 1822), 173.
[53] “Inventario de Gil Domínguez”,
Córdoba, 1829, AHPC, Esc. 3, Leg. 84, Exp.5, f. s/d.
[54] “Inventario, tasación y partición de
Joaquín Xavier de Oliveira”, Córdoba, 1811, AHPC, Esc. 1, Leg. 450, Exp.9, f.
4v.
[55] Thomas J. Hutchinson. Buenos
Aires y otras provincias argentinas. Buenos Aires, 1945, en Carlos Segreti Córdoba. Ciudad y provincia… Op. Cit.,
pp. 425, 430, 431.
[56] “Juicio Testamentario de Rafael
Barboza, Córdoba, 1851, AHPC, Esc. 1, Leg. 486, Exp. 5, f. 8.
[57] Philippe Ariès. El niño y la
vida familiar en el Antiguo Régimen. Madrid, Taurus, 1987.
[58] Lawrence Stone. Familia, Sexo y
matrimonio en Inglaterra 1500-1800. México, Fondo
de Cultura Económica, 1990. Cfr. Sharon Brookshaw. "The Material Culture of Children and
Childhood: Understanding Childhood Objects in the Museum Context". Journal of Material Culture Vol. 14,
N°3, 2009, pp. 365-383.
[59] Ricardo Cicerchia. Historia de la vida privada en Argentina.
Buenos Aires, Troquel, 1998, pp. 75-86.
[60] Diccionario de las Autoridades.
Madrid, Real Academia española, 1729, p. 407.
[61] Semanario
de Agricultura, Industria y comercio, enero de 1807, f. 123, 124 y 134-136.
Citado por Nelly Porro, Juana
Astiz y María Róspide. Aspectos de la
vida cotidiana en el Buenos Aires Virreinal. Buenos Aires, Universidad de
Buenos Aires, 1982, p. 61.
[62] “Dote de
Josefa Gutiérrez”, Córdoba, 1785, AHPC, Registro 1, Inv.
[63] “Inventario de Manuela Irazoque”,
Córdoba, 1865, AHPC, Esc. 2, Leg. 164, Exp.16, f. 12v.
[64] Rafaella Sarti. Vida en familia… Op. Cit., pp. 66, 67.
[65] Mónica Ghirardi. Matrimonios y familias…Op. Cit., p. 239.
[66] Mónica Ghirardi, Matrimonios y familias…Op. Cit., p. 296.
[67] Cecilia Moreyra. “En
busca del confort cotidiano. El mobiliario doméstico en Córdoba (Argentina),
siglo XIX”. Anuario de Historia Regional y de las Fronteras, Vol. 23 No. 1, pp.
73-91.