Magistrados de lo sagrado y de la República: la formación del Estado e
Iglesia en el Paraguay poscolonial, 1840-1864
Magistrates of the
sacred and of the Republic: the formation of the State and the Church in
post-colonial Paraguay, 1840-1864
Michael Kenneth Huner
Grand Valley State University,
Michigan, (Estados Unidos)
Hunerm@gvsu.edu
Resumen
Este
artículo rastrea las formas cotidianas de formación del estado a mediados del
siglo XIX en Paraguay a través del prisma de la iglesia provincial. Demuestra
cómo el nuevo régimen gobernante de Carlos Antonio López, que consolidó su
poder en 1844, reformó un bastión de la antigua soberanía imperial española, el
monolito iglesia-estado, en un anclaje renovado de la soberanía de la república
paraguaya poscolonial. Entre fines de la década de 1840 hasta principios de la
de 1860, lo que buscó fue contrarrestar las incertidumbres de las décadas
anteriores y lograr el desarrollo conjunto del estado paraguayo y su alcance
legal y administrativo. Este esfuerzo produjo, principalmente, un cuadro de
sacerdotes nativos para ocupar los puestos ministeriales de lo que luego se
convertirá en una diócesis nacional. Los sacerdotes eran en esencia agentes del
estado, que ocupaban las primeras líneas de interacción con la gente común y
elaboraban nociones centrales del republicanismo: ciudadanía y libertad.
La hipótesis
presentada aquí sugiere que este esfuerzo, más que otros factores, proporcionó
la cohesión sociopolítica exhibida por la población paraguaya durante la Guerra
de la Triple Alianza (1864-1870).
Palabras Clave
Nación;
Religión; Formación del Estado
Abstract
This article traces
everyday forms of state formation in mid-nineteenth-century Paraguay through
the focused prism of the provincial church. It demonstrates how a new ruling
regime under Carlos Antonio López that consolidated power by 1844 refashioned a
bastion of old Spanish imperial sovereignty—the church-state monolith—into a
renewed anchor of sovereignty of the postcolonial Paraguayan republic. Doing so
over
the late 1840s to early 1860s sought to counter the uncertainties and
irresolution of previous decades and proceeded in tandem with the overall
growth of the Paraguayan state and its legal and administrative reach. The
effort produced, most notably, a cadre of native-born priests to fill the
ministerial posts of what was turned into a national diocese. The priests were
in essence agents of the state, occupied the front lines of interactions with
everyday people, and elaborated central notions of republicanism: citizenship
and liberty. The hypothesis advanced here suggests that this effort—more so
than other factors—provided for the socio-political cohesion exhibited by the
Paraguayan population during the Triple Alliance War (1864-1870).
Keywords
Nation; Religion; State Formation
Introducción
Jaime Antonio
Corvalán solamente conocía la vida bajo una república autónoma en el territorio
conocido como el Paraguay. Nacido en Asunción en 1821, llegó a ser adulto e
iniciar una carrera de letras justo en medio de una nueva ola de congresos
populares que establecieron y consolidaron un nuevo orden constitucional para
esta República. Tales sucesos vinieron después del fallecimiento del primer
dictador perpetuo —un gobierno definido tanto por su poder autócrata y personal
como por sus ambigüedades sobre cuestiones de soberanía. Corvalán pasó las
primeras dos décadas de su vida bajo ese gobierno con el orden constitucional
suspendido y la vida religiosa-institucional estancada, aunque la existencia y
la autonomía de la república fuera aceptada por él como un hecho misterioso e
indefinido de la naturaleza.
Los tres Congresos
entre 1841 y 1844 le brindaron la emoción de haber visto —y puede ser, quizá,
de haber participado— algo desconocido para él: asambleas constituyentes de
centenares de delegados elegidos por docenas de juntas electorales donde se
juntaban para delibrar sobre qué bases debían edificar nuevamente la soberanía
de esa entidad que se llamaba la República del Paraguay.
Durante su adolescencia seguramente había
escuchado alguna referencia sobre la primera ola de congresos que hacía tres
décadas atrás habían dado a la República su origen ambiguo. Pero en el Congreso
de noviembre de 1842, él sí vivió de manera cercana la votación que afirmó y
consagró, en la iglesia de la Encarnación de la capital, uno acta de
independencia que proclamaba al Paraguay “una nación libre e independiente bajo
el sistema republicano”, como “un hecho solemne e incontestable en el espacio
de más de treinta años”; un acta y un lenguaje que la primera ola parlamentaria
nunca había producido. Es probable que también haya participado en los actos
públicos de juramento de la “independencia nacional” que siguieron a ese
Congreso, todo en el mismo año en que él ingresó a la Academia Literaria,
creada también por ese mismo Congreso (Areces,
2010).[1]
Como muchos de sus
compañeros que se educaban en la nueva academia, Corvalán quiso ser sacerdote.
Era una meta de vida que él no podría haber realizado durante el tiempo de la
dictadura. Sin embargo, el Congreso de 1841, que restableció la institución de
un consulado para provisionalmente gobernar la República, también reabrió el
colegio seminario que había sido clausurado hacía más de veinte años; y el
Congreso de 1842 lo ratificó de nuevo como la Academia Literaria.
Corvalán continuaba
sus estudios allí cuando otro Congreso, en 1844, ratificaba un nuevo
experimento para el territorio referente a la soberanía republicana: la
creación de una presidencia constitucional. El cónsul Carlos Antonio López fue
elegido presidente por un término de diez años y los congresos se reunirían
cada cinco años bajo el nuevo orden constitucional.
El presidente López
llevó a cabo su proyecto de hacer revivir el gobierno eclesiástico del
territorio al mismo tiempo que solidificaba el sistema político de gobierno.
No podemos saber con
precisión los motivos morales y espirituales de Corvalán al querer ingresar en
el sacerdocio, pero sí sabemos que el contexto político animaba a dar un paso
en esa dirección: en el ambiente discursivo corrían palabras como
“independencia”, “nación” y “libertad” con nuevos significados, al tiempo que
el nuevo gobierno de la República reclutaba de manera activa a hijos nativos
del país como sacerdotes para servir a Dios y a esa misma “nación”.
Varios de los que participaron como
delegados en el Congreso de 1842, después solicitaron sus órdenes para ser
sacerdote. En 1847, al terminar sus estudios en la Academia, Corvalán solicitó
la ordenación. Realizó la solicitud atendiendo al requisito del protocolo
judicial de presentar tres testigos honorables de su pueblo que afirmasen su
“limpieza de sangre” y el de ser “blanco de linaje”, como también confirmar su
reputación, la de ser “adicto a la sagrada causa de nuestra libertad e
independencia de nuestra República como también obediente al Jefe Supremo que
nos preside y demás autoridades dependientes de este Señor”. Su compañero,
Manuel Antonio Palacios, también solicitante al sacerdocio en ese entonces,
firmó como escribano ratificador del acto ( Schupp, 1982:67; Gaona, 1961: 28).[2]
Ellos estaban
viviendo y participando de una época decisiva en el proceso socio-ideológico de
la formación del Estado en el Paraguay. Los dos aspirantes a clérigos, que en
1847 ni contaban aún con treinta años de edad, formaron parte de una nueva
generación poscolonial que respondía a la llamada patriótica de una política
moderna para perseguir una carrera antigua, con ciertos protocolos y ritos del
antiguo régimen eclesiástico todavía vigentes. Ambos fueron ordenados el año
siguiente y tomaron sus puestos como pastores parroquiales en pueblos del
interior donde servirían durante la siguiente década. Palacios se instaló en
Villeta y Corvalán asumió a su cargo las parroquias de Caapucú
y Quiquió. “Presbiterios Ciudadanos” ahora eran sus
títulos oficiales. Oficiaban las misas que rezaban por la República y su
presidente, daban sus sermones exhortando a que un buen cristiano implicaba ser
un buen ciudadano. Velaban, además, sobre las juntas electorales en las
iglesias parroquiales que elegían delegados a los congresos sucesivos bajo el
gobierno de Carlos Antonio López.
También realizaban la labor de pastor de
almas: bendecían las imágenes religiosas; escuchaban las confesiones;
administraban los sacramentos del bautismo, el matrimonio y la extrema unción.
Proveían una presencia sacerdotal donde ésta había estado ausente por muchos
años.[3] En cuestiones
matrimoniales, fueron testigos de un aumento en la cantidad de personas que
buscaban dicho sacramento, a pesar del vasto campo de antojos profanos y
transgresiones de sus feligresías. Así, en 1851, fueron nombrados por el
gobierno como jueces eclesiásticos para velar sobre el estado matrimonial de
sus feligreses. La moralidad
pública tradicional católica volvía a ser cada vez más la moralidad política de
la república (Heyn Schupp,
1982: 111-112, 150-156, 174-196).
Fue en 1851, en la parroquia de Quiquió, en su cargo de magistrado, que Jaime Corvalán tuvo
que vérselas con un caso de un “matrimonio desavenido”. Hacía veinte y cinco
años que los consortes Cayetano Villar y Juana Inés Ibáñez vivían separados
“sin sentencia ni conocimiento de juez competente”. El padre Corvalán insistió
en la reconciliación “a fin de cortar tanto mal y escándalo en perjuicio de la
moral pública y tranquilidad de la República”. Llamó a los consortes a su presencia,
escuchó las razones de su separación, y, según él, logró la reconciliación “a
beneficio de sus almas”.[4]
Es menester hacer una
pausa y señalar aquí dos pistas de análisis sobre el caso. Primero, la
presencia ambivalente de una piedad ortodoxa en las vidas de la gente común del
campo paraguayo del siglo XIX. Seguramente, Villar e Ibáñez no eran los únicos
consortes “desavenidos” que Corvalán conocía, pero él sí los marcó a ellos para
dirigirles un discurso moral y documentarlo para el Estado. Villar e Ibáñez, de
hecho, habían buscado el sagrado sacramento del matrimonio sólo para dejarlo a
un lado —como muchos hacían con las uniones comunes que eran tan prevalentes en
esos tiempos— y vivir casi una vida entera separados (Potthast-Jutkheit,
1996). Solamente al afrentar la presión moral de un
representante encarnado de la madre Iglesia —y del Estado con que esa Iglesia
quedaba ligada— que los consortes decidieron volver a una unión piadosa.
Segundo, y
relacionado con lo anterior, la idea ambigua de pertenecer a dicha “República”
en la que mucha gente, como Villar e Ibáñez, habían vivido previamente ajenos a
tales injerencias como la de Corvalán. Es poco probable, por ejemplo, que ellos
en sus veinticinco años que habían vivido separados entendiesen cómo dicha
separación perjudicaba a la “tranquilidad de la República”. Sin embargo, tales
injerencias morales hechas por los sacerdotes, aunque aún sin tanta fuerza, se
replicaban cada vez más en las redes discursivas, materiales y espirituales de
poder reciproco que la gente sí conocía bien.
Lo que perseguimos en
este artículo, entonces, es ver el proceso de la construcción de la soberanía
moderna de una nación republicana sobre la base de una resurrección
eclesiástica (Eastman, 2012).
Nuestra
hipótesis es que este proceso, llevado a cabo por el régimen de los López en el
Paraguay entre 1841 y 1864, proveía de sentido a la población, el de pertenecer
a una nación-república, y es la clave para comprender la cohesión política
exhibida por el llamado pueblo paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza
(1864-1870).
Iniciamos el
argumento con un repaso general del proyecto político modernizante del régimen
de los López entre 1841 y los 1860 que incluía la reactivación institucional de
la jurisdicción eclesiástica que se correspondía con la de la República.
Enfatizamos que el legitimar la soberanía de una nación-república independiente
con la reanimación de un gobierno espiritual era altamente significativo para
recanalizar las prácticas de la soberanía del antiguo régimen hacia nuevos
fines.
Continuamos luego
viendo cómo este proceso reestableció la recaudación de los diezmos minando así
la economía espiritual viva de los feligreses en el campo paraguayo para
reforzar la economía política del Estado. A continuación, reflexionamos sobre
la implicancia de otro pilar de este proceso: la creación de un clero nacional
compuesto por hijos nativos del país que efectivamente funcionaba como agente
del Estado. Finalmente, exploramos cómo una nueva generación poscolonial de
sacerdotes, sirviendo a las parroquias de una diócesis con dimensiones
nacionales, se relacionaba como pastores de almas y jueces eclesiásticos con
sus feligreses. Lo que encontramos es que en el vasto campo de ‘antojos profanos’
y transgresiones, la metáfora de la República como familia y los conceptos de
pertenencia a una nación-república ganaban vida a través de sus vínculos con
los juegos cotidianos de poder y los reclamos básicos para una vida digna.
República y diócesis
Es importante, para nuestros fines,
resaltar la presencia entre los delegados del Congreso de 1842 de sacerdotes y
de los que aspiraban a serlo. Del último grupo, nos detendremos en dos
delegados: Bartolomé Aguirre y Agustín Gavilán. Eran ya hombres mayores en
1842, parte de la última generación colonial y nacidos durante la última década
del siglo XVIII. Guardaban memoria de cuando los súbditos de la provincia
prestaban aún juramento de fidelidad al rey de España. Eran ya mayores de edad
cuando se forjó la República autónoma en los tres Congresos entre 1813 y 1816.
Es posible que Gavilán haya participado en las juntas electorales de Pirayú para la elección de delegados para los Congresos de
1813 y 1814. Es probable que los dos hayan tenido una educación
letrada-religiosa avanzada
cuando la
política del dictador cortó, por un buen tiempo, cualquier pretensión que
tuvieran para lograr el sacerdocio. Aguirre, por ejemplo, había entrado en el
convento de las Mercedes en 1818 y estaba formándose allí cuando en 1824 el
dictador Francia forzó la secularización de todas las órdenes religiosas en el
territorio y el Estado se apoderó de sus bienes —antes que Aguirre se ordenase
(Caballero Campos, 2008, p. 141-145).
Los dos disfrutaban de la reputación de ser
hombres letrados en sus respectivos pueblos —Aguirre en Villarrica, Gavilán en Pirayú— cuando fueron elegidos por las juntas electorales
correspondientes como delegados para el Congreso de 1842. Allí votaron el acta
de la independencia. Seguramente habrán participado en los actos públicos en
sus respectivos pueblos de jurar “ante Dios” —no a un rey distante como se
hacía durante su adolescencia— pero para “reconocer y sostener la integridad,
libertad, e independencia de nuestra República”, actos que el mismo Congreso
fijó para que se desarrollasen el 25 de diciembre con sus misas y festejos
correspondientes (Caballero Campos,
2008).
El júbilo, y la consagración religiosa,
con la nueva formación política era notable. Aguirre y Gavilán podían sentirlo
en el aire con los votos, los rezos, los juramentos y los fuegos artificiales.
Recordemos que el mismo Congreso de 1842 culminó sus funciones en la iglesia de
la Encarnación. También allí se aprobó la construcción de una nueva Catedral en
la capital que incorporaría la nueva iconografía de la República en su pintura
y arquitectura (Pavetti, 2008: 445-449).
En 1842 no sólo se había consagrado el
acta de independencia, sino que se comenzó a utilizar explícitamente el término
“nación” para entender lo que era la República del Paraguay —un término que
hasta en los tiempos de la dictadura solamente se aplicaba a los reinos viejos
coloniales y, en otro contexto, a los pueblos indígenas no-conquistados.[5] La idea era reclamar
el mismo estatus que tenían los viejos poderes y muchos de los nuevos Estados
del mundo atlántico —el de nación. Con razón, Carlos Antonio López hablaba
extensivamente en sus mensajes a los Congresos de las relaciones exteriores y
de sus esfuerzos para conseguir el reconocimiento de tal estatus por los
Estados extranjeros —así podían reforzar entre los delegados la misma idea: que
la República del Paraguay era una nación libre a la par de otras potencias del
mundo y no meramente una provincia autónoma.[6] Es significativo entonces que haya podido
reportar que uno de los primeros Estados extranjeros que estableció relaciones
diplomáticas con la República fue el Vaticano, y tales relaciones dieron como
frutos la nominación de un obispo y un obispo auxiliar para administrar la
diócesis. De esta manera, Carlos Antonio López pudo designar en 1842 a su
hermano Basilio para el obispado y, a pesar del nepotismo -acto para consolidar
su poder en el consulado-, la diócesis sería manejada por primera vez por un
hijo nativo del país república (Heyn Schupp, 1982: 37-51, 77-79, 128).
Para personas como Aguirre y Gavilán, que
vivieron durante los tiempos de la dictadura, realmente podían sentir los
cambios en la política del Estado y en la política de la Iglesia comparando con
el régimen anterior. Durante la dictadura, toda la jerarquía eclesiástica tuvo
que prestar juramento de fidelidad al gobierno de la República; el Estado, por
su parte, asumía la administración fiscal de la Iglesia diocesana.
Por un lado, como hemos enfatizado, el acto
de fundar la autonomía de una República sobre el control de una jurisdicción
eclesiástica en los tiempos de la dictadura era bastante significativo. Las
misas cantadas para la República —y no para el rey— tuvieron un profundo poder ideológico así como el secularizar todas las órdenes
religiosas y expropiar sus bienes y sus tierras. Al tomar en propiedad de la
República toda una economía espiritual que operaban las órdenes religiosas
señalaba muy bien donde residía la soberanía. Pero, por otro lado, el régimen
de Francia dejó decaer la economía política eclesiástica: clausuró el
seminario; no reemplazaba a los sacerdotes que morían; no se mantenía
apropiadamente el estado material de las iglesias parroquiales; no había
consistencia en la cobranza de los diezmos y quedó vacante el cargo de la
jefatura de la diócesis. Al final de 1830, había más de ochenta parroquias en
el territorio con menos de cincuenta sacerdotes para atenderlas. Los sacerdotes
existentes ya eran ancianos. Los feligreses dejaban cumplir con los sacramentos
en masa (Telesca, 2009; Schupp,
1982: 147-48; Williams, 1973: 421-436; Cooney,
1979: 177-98; Kleinpenning, , 2003: 787).
Al participar en los Congresos que
construían un nuevo orden constitucional y forjaban la idea de la República
como nación, e incluso al tomar conocimiento de la consagración en 1845 de un
obispo paraguayo para la República y la diócesis del Paraguay, cobraba nuevo
sentido el tema de la ciudadanía. En 1846 Gavilán y Aguirre aspiraban entrar al
sacerdocio como una muestra de expresión de su patriotismo. Otros aspirantes
más jóvenes como Jaime Corvalán y Manuel Palacios los seguirían en los próximos
años.
La consagración de un nuevo gobierno
eclesiástico para la diócesis y para la República fue importante por la
ampliación del aparato judicial y burocrático del Estado. El impulso
modernizante del régimen presidencial de Carlos Antonio López, que se concretó
en el congreso de 1844, sin embargo, seguía ciertos impulsos borbónicos. El
Estado, encabezado por el presidente, sería definitivamente dominante en este
nuevo arreglo entre el Estado y la Iglesia diocesana. Se mantenían en la
administración judicial los tres fueros interrelacionados: el civil, el militar
y el eclesiástico; y los códigos españoles y canónicos seguían vigentes. La
Iglesia diocesana con la administración de los sacramentos del bautismo, el
matrimonio y el entierro seguía como base principal del Estado para documentar
la existencia legal de los que vivían bajo su jurisdicción (Cooney,
1994).
En 1846 el Estado organizó el primer censo
de toda la república y fueron los mismos sacerdotes parroquiales quienes lo
ejecutaron y tomaron cuenta de sus habitantes (Williams, 1976, p. 424-37). El
Obispo Basilio López, con su auxiliar, manejaba la reactivación de esta rama de
la burocracia que era la Iglesia diocesana y, a pesar de lo expresado por un
viajero extranjero que vio al Obispo López como un haragán y dominado por su
hermano, su labor letrada era constante (Eyzaguirre, 1859, p. 212-16; Bermejo,
1908). Quedaba como juez de última instancia en el juzgado eclesiástico, donde
se experimentaba cada vez más un aumento de los casos matrimoniales
—impedimentos y casos de divorcios. En tales procesos circulaba cada vez más el
apelativo legal de “nativo de la República” para los feligreses parroquiales
que testificaban y que se identificaban civilmente (Heyn
Schupp, 1982: 136-37, 198-200; Potthast-Jutkheit,
1996: 85-89, 167-174, 198-202, 406-407).[7] Las labores rituales y espirituales
también se vieron reforzadas después que el Estado haya asumido a su cargo el
rol eclesial. Los obispos hacían sus visitas pastorales a las parroquias;
inspeccionaban el estado material de las iglesias y los cementerios; oficiaban
el sacramento de la confirmación para los centenares que lo buscaban; y en sus
rezos y sermones durante sus visitas siempre recordaban a los feligreses “la
sagrada causa de la independencia de la República” así como la obediencia a su
“Jefe Supremo” (Pérez Acosta, 1948: 545-546).
En sus cartas pastorales se preocupaban por
la ignorancia doctrinal de los feligreses y las faltas rituales de los
sacerdotes parroquiales. A estos últimos también les enfatizaba la necesidad de
predicar en el idioma guaraní para llegar a la gente común. En las misas se
incluían ahora los festivos cívicos-religiosos —como la celebración anual del
25 de diciembre que también conmemoraba el juramento de la independencia
nacional, o la celebración del onomástico del presidente el 4 de noviembre.
Mezclaban en sus mensajes conceptos del vasallaje piadoso con el de ciudadanía;
veían a la religión católica como el cimiento de la sociedad y el fundamento de
toda pretensión de soberanía política. Entendían al presidente como elegido por
Dios y por el pueblo y proclamaban que para ser un buen ciudadano había que ser
un buen cristiano.[8]
Sería un error pensar que esta resurrección
institucional de la Iglesia diocesana significaba convertirse en una
herramienta de control totalitario de la sociedad por parte del Estado. Como
veremos, la reconstrucción tomaba su tiempo, y tanto los feligreses como los
sacerdotes seguían encontrando las formas para expresar una religiosidad por
fuera de la ortodoxia política-religiosa naciente. Sin embargo, este empuje sí
proveía una base institucional amplia para centrar el imaginario político-religioso
en la idea de pertenencia a una nación-república. Las celebraciones del 25 de
diciembre y del 4 de noviembre, por ejemplo, ligaban, cada vez más, nociones de
un tiempo político moderno —la creación y la consolidación de una
nación-república poscolonial— a un plano cosmológico antiguo (Caballero Campos,
2017, p. 171-185). Y así el ejercicio concreto de la ciudadanía podía inspirar
el abrazo a una carrera religiosa —con todos los impulsos patrióticos y las
ambiciones personales mezclados entre sí.
Minando una economía espiritual
Un testimonio de las visitas pastorales
hechas en 1850 por Obispo López a las parroquias de la Cordillera y otras
alrededor de la capital nos demuestra dos aspectos. Primero, las condiciones
materiales de muchas de las parroquias que él visitó. Encontró edificios de
iglesias cayendo a pedazos y con dimensiones inadecuadas, altares en desorden,
campanas rotas o inexistentes, y en un caso un cementerio “despidiendo un fetor
[sic] insufrible” por cuerpos no bien enterrados. Es decir que, a pesar de que
la Catedral fuese reconstruida en la capital, el decaimiento del estado
material de las iglesias de la diócesis que venía del régimen anterior
continuaba tras casi una década de la restauración eclesiástica. Segundo, las
evidencias de las prácticas de la religiosidad popular que persistían en
relación con la Iglesia institucional. Es llamativo, por ejemplo, que el Obispo
López encontró en los altares laterales de varias iglesias parroquiales
imágenes “indecentes” que, según él, “más excitaban a una irrisión que a
devoción”. Y aunque muchas veces ordenaba la destrucción de tales imágenes,
podemos especular que a los ojos de quienes las fabricaban y les prendían velas
la perspectiva era otra. En cambio, en la nueva parroquia de Caacupé, también
encontró imágenes “muy imperfectas” pero solamente pidió que se arreglasen.
Además, él describía allí “un cajoncillo regular con varias y muchas alhajas de
oro, y piedras preciosas, sin destino, donadas a esta Virgen de los Milagros
por los Fieles”.[9] Se refería a la Virgen de los Milagros de
Caacupé que en ese entonces estaba ganando fama y ofrendas como una devoción
popular. Pidió que se vendieran las ofrendas para poder comprar útiles para la
iglesia —un pedido que probablemente no se haya cumplido porque el control de
las ofrendas no estaba en las manos del cura parroquial (Maíz, 1898: 115-123).
Aún en 1850 las iglesias estaban casi en
ruinas, las parroquias quedaban vacantes de curas y los feligreses no cumplían
con los sacramentos. Sin embargo, las devociones populares centradas en las
imágenes religiosas de Cristo, la Virgen y los santos seguían arraigadas y
atraían riquezas que circulaban en el campo. Las imágenes no siempre seguían
las formas esperadas por ojos ortodoxos y así el Obispo López se encontraba en
sus visitas pastorales con las que eran “indecentes” y hasta con crucifijos mal
formados; o como en otro caso cuando una mujer expuso que su marido rezaba y
prendía velas a una imagen roja cornuda a la que él llamaba “San Katu” cada vez que entraba apostar en juegos de azar (Wright-Rios, 2009; Rugeley, 2001; Telesca, 2007: 55-59).[10]Prender una vela y dejar una ofrenda a
cambio por una súplica cumplida eran las expectativas reciprocas de esa
economía espiritual. Y era una economía viva que todavía podía movilizar y
capitalizar bastante riqueza extraída del campo paraguayo (Burns, 1999).
Con la reforma de la República iniciada con
el congreso de 1841, el Estado paraguayo buscaba manejar esta economía
espiritual. Primero suprimió las capellanías restantes en el país y asumió el
cargo de las propiedades correspondientes. Quiso minimizar las fuentes de
ingresos a los sacerdotes de la iglesia diocesana independiente del control
estatal. El Congreso reintrodujo en todo el territorio la recaudación de los
diezmos bajo la administración del Estado. Los mejoramientos materiales de las
iglesias parroquiales y los sueldos pagados a los sacerdotes ahora se harían a
costa del llamado “ramo de los diezmos” que el gobierno manejaría (Cooney, 1994: 57-58). Llama la atención, entonces, que en el Congreso
de 1842 también se hayan propuesto suprimir todos los pueblos de indios. Y por
un decreto presidencial en 1848 sus bienes, sus animales y sus tierras
comunales fueron liquidados por el gobierno y los habitantes de dichos pueblos
fueron declarados “ciudadanos”. Siendo “indios” no pagaban el diezmo; ahora,
como los demás “nativos de la República”, tendrían que pagarlo (Telesca, 2007: 161-97; Williams, 1979).
Durante la época colonial el pago del
diezmo se fijó como un deber más
en las relaciones reciprocas, con alcance espiritual, en la vida campesina
diaria. Se pagaba el diez por ciento de los frutos de la tierra y de los
animales al Dios que los proveía, la venta de estos diezmos proveía para la
representación del Dios en la tierra, la santa madre iglesia. La reactivada
recaudación del diezmo bajo la administración de la reactivada República de los
López seguía con la misma justificación religiosa, aunque sus recaudadores lo
veían cada vez más como un simple derecho del Estado. Los ingresos del diezmo
nunca llegaron a representar la mayor proporción de los ingresos totales para
el gobierno de los López. Pero sí era uno de los impuestos que tocaba la vida
de casi todos los habitantes del campo. Ellos pagaban ahora por las dos
cosechas del año y una vez quienes mantenían en las estancias vacas, caballos y
ovejas. Calculaban lo que debían en liños plantados de mandioca, maíz, arroz,
porotos, tabaco, sandias, en tierras propias o alquiladas, y en la cantidad de gallos
y pollos que corrían por sus patios (Telesca, 2009: 64-71;
Brading, 1994:211-220; Pastore, 1994: 295-324).[11] El pago del diezmo era tema de
conversación mundana, después de las comidas, mientras los compadres fumaban
sus cigarros.[12]
Monetizar los frutos de la tierra como
ofrendas a Dios y derechos del Estado se volvió un negocio. El gobierno
remataba los derechos para recaudar los diezmos de diferentes distritos a
individuos privados. Era un esquema clásico de cobrar impuestos regresivos de
la época agraria. En la almoneda de un diezmo, el rematador inversionista prometía
pagar su remate en efectivo para la cosecha futura. Su apuesta era una cosecha
buena y contratar por un precio total más alto de lo que prometía pagar el
trabajo de recaudación a comerciantes menores y allí tenía su ganancia. Con los
límites en la circulación de dinero duro y las expectaciones de cosechas
pobres, especialmente durante los primeros años del régimen de los López, era
más difícil encontrar remates para los precios básicos de los derechos de
recaudación que pedía el gobierno. Al quedar sin remate la responsabilidad de
cobrar los diezmos de un distrito quedaba en los jueces civiles. Pero cuando se
abrió el comercio exterior, después de 1852, y las cosechas mejoraban, el
mercado de los diezmos saltó. No simplemente se alzaban los precios básicos de
los distritos que el gobierno podía pedir, sino que en las almonedas los
remates encimas de esos precios se multiplicaban. Para principios de 1860, el
mercado de los diezmos estaba generando cientos de miles de pesos de ingresos
para el gobierno. Grandes comerciantes invertían en el mercado para
diversificar sus intereses allí.[13]
El salto del mercado de diezmos
correspondía al crecimiento económico y a una modernización material del país en
general. La expansión del comercio exterior en la exportación de la yerba mate,
maderas y tabaco —con un monopolio estatal mantenido sobre los primeros dos
productos— sostenía los mayores ingresos para el gobierno. Con esta expansión
económica venían proyectos modernizantes como la construcción de un
ferrocarril, la instalación de una fundación de hierro y la edificación de
palacios para la familia del gobierno. También se expandía el ejército nacional
con nuevas divisiones, cuarteles, y campamentos (Pastore, 1994; Pérez Acosta, 1948:
116-286; Whigham, 1991: 63-74; Williams, 1979: 177-188).
Esto incluía una gran fortaleza que guardaba el Río Paraguay al sur del
territorio, en Humaitá, dentro de la cual se edificó una iglesia. En 1861 se
inauguraron la fortaleza y su iglesia con una celebración y misa donde también
se ordenaron varios sacerdotes. Nuevas iglesias también se construyeron en Carajao, Guarambaré, Arroyos, Carapeguá, Quindy, Villeta, y Villa Rica (Whigham,
2002: 180-189).[14] Es así la construcción de nuevas iglesias
y la ordenación de nuevos sacerdotes, financiados por el ramo de los diezmos,
complementaban la modernización material general de la República, que el
campesinado también sostenía con su labor y su sudor.
Al monetizar los frutos de la tierra como
ofrendas a Dios y derechos del Estado, quedaba para el mismo Estado la mayor
parte de los ingresos del diezmo. Los gastos totales del ramo no superaban el
cincuenta por ciento de lo que anualmente.[15] El Estado prefería acumular los recursos
del culto a Dios para tenerlos disponibles cuando tuviese necesidad. Por
ejemplo, en 1857 el gobierno ordenó que se confisque directamente animales
debidos al diezmo de la cuatropea para reemplazar las pérdidas en las estancias
estatales.[16] Mientras tanto, así como los feligreses
comunes prendían velas y dejaban ofrendas a imágenes “indecentes”, también
buscaban formas de engañar a los recaudadores contratados y evitar pagar todos
los diezmos que debían. Esconder sandias en las casas de vecinos, hacer
deducciones arbitrarias de sementaras invertidas y asumir el clásico ñembotavy (hacerse el tonto) pretendiendo que
no sabían de la obligación eran tácticas documentadas entre la gente común.[17] Catecismos políticos publicados por el
gobierno durante los 60 recordaban a los feligreses que no pagar el diezmo era
un pecado que podía traer los castigos de enfermedad, muerte y la misma
condena. En una oportunidad un feligrés le confesó a su cura parroquial que él
escondía vacas de los recaudadores y que buscaba cómo recompensar lo que debía
para librar su conciencia (Durán, 2005: 60-67).[18]
Formando un clero nacional
Sin embargo, la economía espiritual del
ramo de los diezmos que monetizaba las ofrendas a Dios y los derechos del
Estado, proveía para la creación de un clero nacionalizado. El esfuerzo era más
que importante. En los tiempos de la colonia tardía y del régimen de Francia,
una gran parte del clero no eran nativo de la provincia. Provenían de Europa o
de otros territorios del viejo imperio español. Entre fines de 1845 y febrero
de 1868, en medio ya de la cruel guerra, la gobernación diocesana-estatal del
régimen de los López ordenó a más de cien nuevos sacerdotes, casi todos nacidos
en el Paraguay.[19] Es difícil encontrar otro territorio
poscolonial hispanoamericano del siglo XIX que haya llegado a alcanzar tal
contundencia en este aspecto (Di Stefano, 2004; Sullivan-González, 1998; Connaughton, 2003; Mecham, 1934).
Datos más específicos sobre los origines de
la nueva generación de sacerdotes nos brinda una idea más precisa sobre esta
cohesión. La cantidad de pueblos de los cuales provienen estos nuevos
sacerdotes alcanza a más de treinta, pero geográficamente estos pueblos se
concentran en las poblaciones tradicionales de la provincia: la capital y su
alrededor. Más allá de la zona central: tres curas eran de San Ignacio, de la
región de las antiguas reducciones jesuíticas; otros tres eran de Pilar; cinco
de la zona de Villa Rica. Nadie provenía de los distritos norteños como San
Pedro y Concepción. De Asunción eran 27, otros diez eran de Itauguá, siete de Pirayú, siete más de Limpio, y cinco de Capiatá. Algunos
venían de los viejos pueblos de indios de la Cordillera y tenían apellidos
guaraníes. Como hemos mencionado, algunos formaban parte de la última
generación colonial y ahora aprovechaban la política del nuevo régimen para
ordenarse y servir en una república poscolonial: hombres como Bartolomé Aguirre
y Agustín Gavilán, y también José Teodoro Escobar y Juan Inocencio Gauto. Pero la gran mayoría —93— había nacido entre 1818 y
1846 y, como Jaime Antonio Corvalán, solamente conocían la vida bajo una
República autónoma. De esta generación un importante contingente de veinte
sacerdotes había nacido entre 1818 y 1825 y formó parte de la primera ola de
sacerdotes quienes se ordenaron entre 1847 y 1853. Sin embargo, la gran mayoría
de esta generación —44— había nacido entre 1828 y 1835 y llegaron a ser adultos
mientras el nuevo orden constitucional se consolidaba.[20] Podían identificarse con el régimen
generacionalmente.
También podían identificarse con la
feligresía a la que servirían. Fueron criados mayoritariamente en el campo
hablando guaraní. Era su lengua materna y seguían usándola en su vida diaria.
Sin duda muchos de la nueva generación de sacerdotes habían llegados a conocer
los dogmas de fe a través de los catecismos en guaraní que circulaban todavía
en la diócesis. Tales catecismos preguntaban “Mba’e jarecevi jacomulgaramo” (“¿Que recibimos cuando
comulgamos?”) y “Mba’epa oime
Hostiape Pa’i oconsagrarire” (¿Que es en la hostia después que el
cura la consagra?) La respuesta: “Ñandejara JesuCristorete ha’e huguy marangatu” (El cuerpo de
Nuestro Señor Jesús Cristo y su sangre sagrada). Otra pregunta repasaba porque
“Nuestro Señor” se hizo hombre; por amor y “ñandelibra
haguã mba’epochy retãgui” (“para librarnos del infierno”) era la respuesta
designada. Y así con el uso de un guaraní paraguayo que no temía incorporar
préstamos en su sintaxis para comunicar ideas dogmáticas también los sacerdotes
de la nueva generación compartirían sus consejos y enseñanzas en el
confesionario y desde el púlpito (Macedo Soares, 1880: 165-189).[21]
Por supuesto que los sacerdotes tenían una
educación superior comparándolos con los demás. Pasaban hasta cuatro años
estudiando en la recién fundada Academia Literaria —que en 1859 fue designada
simplemente como el Seminario. Cursaban latín, gramática y retorica española y
teología. Tenían que rendir exámenes orales públicos que a veces fueron
presenciados por el mismo presidente de la República. Regresaban así letrados a
sus comunidades; podían formar documentos oficiales-legales en español mientras
la mayoría de sus contemporáneos apenas podían firmar sus nombres. Los
aspirantes al sacerdocio también tenían que aprender a decir las liturgias de
la misa en latín (Schupp, 1982: 157-162; Heinz Peters,
1996: 124-126 Perez Acosta, 1948: 515-518). [22]
Con la educación vino el protocolo legal de
probar su honradez. Este proceso legal que todos los aspirantes al sacerdocio
tenían que pasar demostraba como los valores del antiguo régimen se combinaban
con una política moderna. Hombres honrados de sus pueblos nativos prestaban
testimonios en las probanzas afirmando la legitimidad y la buena reputación del
candidato y de su familia. Una pregunta siempre se concentraba en su “limpieza
de sangre” y las respuestas normalmente aseguraban que ellos eran conocidos
como “blancos de linaje” y “sin mezcla extraña de raza”. En el imaginario
social del campo paraguayo las pretensiones de honor quedaban cargadas de una
jerarquía racial que estaba vinculada con conceptos de pureza religiosa y
superioridad blanca, un legado profundo del colonialismo español que la
gobernación eclesiástica-estatal todavía abrazaba (Martínez, 2008; Twinam, 1999). Del hecho, el campesinado también lo asumía
en sus reclamos de estatus en otros procesos legales, así como en su lenguaje
diario en guaraní.[23] Con las afirmaciones de un linaje
“limpio”, los candidatos completaban las probanzas con el ser “adicto a la
sagrada causa de nuestra libertad e independencia de nuestra República”. Hacia
la década del 50, los candidatos escribían sus propias declaraciones de querer
“servir a Dios en este sagrado ministro… y prestar mis servicios a la Patria”.
Para la década siguiente, los testigos en los procesos de probanza seguían
confirmando las reputaciones de los candidatos y de sus familias, de ser
“blancos de linaje” así como “ciudadanos patrióticos, amantes de su Patria,
sumisos y obedientes a la Suprema autoridad de la República, manifestando
siempre mucho interés por la causa pública, Instituciones y Leyes Patrias”.[24]Conseguir el título de “Presbiterio
Ciudadano” en la República era disfrutar de un título honorifico con el
compromiso de servir al Estado-nación. Tales conceptos de ciudadanía también se
conformaban con el valor de la obediencia al poder patriarcal. Relevante de
esto, por ejemplo, el testimonio, en noviembre de 1864, cuando el aspirante al
sacerdocio Juan Galeano se refería a sí mismo como “de vida y costumbres
irreprehensible por ser en primer lugar temeroso de Dios y en segunda lugar
obediente a sus padres y a la Patria”.[25] Se presumía que la exigida sumisión y
obediencia “a la Suprema autoridad de la República” venía de las mismas
costumbres cultivadas en los hogares ‘virtuosos’. Por tal razón el presidente
Carlos Antonio López aprobaba personalmente las peticiones para el orden
sagrado de los candidatos. Podía reafirmarse como el patrón político de la
Iglesia diocesana y gran padre de una república cristiana que se entendía cada
vez más con la metáfora de la familia patriarcal.[26] Cuando los líderes de la Iglesia diocesana
enfatizaban que un buen cristiano hacía a un bueno ciudadano, la metáfora de la
república como familia estaba explícita. La idea que comunicaba era que al
cumplir con los deberes patriarcales en una familia se formaba un buen
cristiano y un buen ciudadano. El catecismo político escrito por Carlos Antonio
López en 1855 también empleaba la metáfora y proclamaba al Paraguay como una
“república cristiana” donde la virtud ciudadana y la libertad se guardaban en
el cumplimiento de los deberes familiares y espirituales. Un catecismo político
adaptado del de San Alberto y usado en las escuelas públicas durante el
gobierno de Francisco Solano López empleaba un discurso similar, aunque más
acentuado. Aquí la obediencia y el amor debido a los padres y a Dios era la
manera más directa de comunicar lo que los súbditos/ciudadanos debían a un
“Magistrado Supremo” que era “elegido” por el pueblo y que exigía un
tratamiento de rey.
En el campo pastoral
Tal era la formación ideológica-cultural
que los nuevos sacerdotes llevaban consigo cuando entraban en los campos
pastorales de la República del Paraguay. Eran agentes de un Estado que
activamente buscaba imponer una moralidad patriarcal católica como la moralidad
política de la república. De hecho, su mayor presencia ofrecía mayores
oportunidades a los feligreses para cumplir, por ejemplo, con el sacramento del
matrimonio. De hecho, en 1851 fueron nombrados jueces eclesiásticos para velar
sobre el estado matrimonial de sus feligreses, una nueva posibilidad para
relacionar los dramas de la familia con cuestiones de ciudadanía, derechos y
libertad (Taylor, 1996; Seed, 1988; Chambers, 1999; Shumway, 2005; Guardino, 2005).
Los sacerdotes se encontraban en medio de
las paradojas de sus propios campos pastorales donde se mezclaba lo sagrado con
lo profano. Abrazar la moralidad política de la República y la sumisión a
“Suprema Autoridad” traía las oportunidades de ejercer un poder personal. Ser
sacerdote parroquial —“el pa’i” como se decía
en guaraní— implicaba un prestigio público y místico. En cuestiones de
importancia pública, al nivel local, tenían influencia las otras autoridades
locales —los jueces de paz, los jefes de milicia y los comandantes militares— especialmente
si podían mantener entendimientos de beneficio mutuo como parece que normalmente . Administrar los sacramentos y las bendiciones,
manejar la pluma para escribir documentos oficiales proveía de una amplia red
de influencia, aunque el pa’i también disfrutaba de
sus propios vicios. No era que un cura tuviera amante, tomara aguardiente o
tocara el arpa en fiestas que duraban hasta la madrugada (Huner, 2018: 131-157 .[27] Reportes de costumbres profanas no
faltaban. Quejas de que los sacerdotes se apuraban en decir las misas con
cantos incomprensibles y gestos brutos continuaron hasta los años 60. Viajeros
extranjeros se burla de su poco conocimiento añadiendo notas de color como
cuando una vez, por ejemplo, observaron que se usaba un orinal como una bautismal.[28] Igualmente, los curas disfrutaban de una
vida material relativamente cómoda. Los pagos trimestrales de 75 pesos
divididos en moneda dura, billetes y bienes daban para llenar los almacenes de
sus casas. Además, cobraban por los actos sacramentales y por misas cantadas
especiales. Eran dueños de estancias medianas e invertían en negocios. Tenían
criados y esclavos a su servicio.[29]
Ocupaban sus sillas magistrales
eclesiásticas para conservar la autonomía relativa de su propio poder
patriarcal como padre sacerdotal. Su obligación era reportar al gobierno cada
tres meses todos los casos que arbitraron en sus juzgados. Al tomar la
iniciativa y reconciliar consortes muchas veces incluían una descripción de
dichas acciones en el reporte trimestral. La idea era reconciliar matrimonios
en conflicto y no dejar que llegasen casos de divorcio al juzgado mayor del
obispado. Pero lo más común era simplemente anotar en sus reportes que no hubo
casos.[30] Tenemos indicaciones que mentían cuando lo
hacían. Para proteger las reputaciones de hombres influyentes, presionaban y
amenazaban a esposas para no proseguir con pedidos de divorcio
aunque las infidelidades de sus maridos eran bien conocidas —y tampoco
reportaron lo que ellos en tales casos de “reconciliación”.[31] Anularon matrimonios y negaron los pedidos
de anular sin levantar una pluma para informar oficialmente lo que decidieron.[32] En muchos casos preferían mantener a
Asunción lejos y decidir a su manera en la esfera informal.
Igualmente, los feligreses buscaban los oficios
sacerdotales. Exigían las bendiciones para sus devociones populares por la
importancia espiritual que la sanción oficial traería. Pedían en gran número el
perdón oficial de la iglesia diocesana por sus impedimentos matrimoniales.[33] De esta manera, querían legitimar hijos
por la dignidad pública que ese acto y un matrimonio formal les traería a pesar
de los años viviendo en uniones comunes. El sacerdote parroquial ayudaba a
formar el escrito y oficiaba sobre la penitencia de rezos que el obispo exigía
para remover los impedimentos.[34] Los feligreses también llegaban a las
puertas de los sacerdotes buscando sus oficios y la ventaja y recompensa
material que se podía lograr mientras navegaban las profundas inconsistencias
entre las costumbres populares y la moralidad pública oficial. En un caso una
mujer casada llegó al juzgado del cura de Villeta, Manuel Palacios, amenazando
proseguir un pedido de divorcio contra su marido quien era notorio en su infidelidad,
si es que él no desistía de participar en la división de los bienes de la
herencia del padre de ella.[35] En otros casos varias mujeres solteras
negociaban en el juzgado del cura de Itauguá recompensas de dinero extraídos de
amantes por la violación de su “honor”. Reclamaban que los hombres les
prometieron matrimonio para tener relaciones y después no cumplieron. [36]
Así los consortes que llegaban a los
juzgados eclesiásticos con sus reclamos tenían ideas concretas de los derechos
que podían exigir dentro de los vínculos patriarcales del matrimonio y la moralidad
pública correspondiente promovida por el Estado. Los hombres veían la
obediencia y la sumisión exigida de sus esposas en la preparación de la comida
por ellas, el control sobre los bienes de ellas y —de mucha importancia— en la
labor de ellas en las chacras. No era por nada que los hombres decían
vernáculamente che serviha (“la que me sirve”)
o che rembiguái (“mi sirviente”) por sus
esposas y se inclinaban a utilizar el látigo para exigir tal derecho de
“sumisión”. El control de su labor en el hogar era un punto clave desde su
perspectiva.[37]Las esposas, mientras tanto, reclamaban el
amor y cuidado de “su superior” demostrado en la preservación de sus bienes
traídos al matrimonio —para que no fueran perdidas en las malas apuestas en
juegos de azar y las malas inversiones de sus maridos— y en el abastecimiento
básico de hogar y ropa, carencia frecuente debido a la ausencia de los varones.[38]Pero también reclamaban la dignidad y el
honor de ser esposa, para no sufrir las indignidades -como la infidelidad del marido
con las criadas de la casa- o, muy comúnmente, los castigos corporales que los
maridos le hacían sentir cual meras esclavas. De hecho, la metáfora de la
esclavitud y la servidumbre injusta era usada por los representantes legales de
las mujeres en sus procesos judiciales de divorcio eclesiástico para protestar
contra los maltratos de los maridos. Citaban el refrán de la liturgia
matrimonial que decía “os doy esposa, no sierva,” y veían el divorcio como un
reclamo para la libertad de la tiranía. En una oportunidad una mujer
explícitamente buscó tal libertad y usó un proceso de divorcio para proclamar
los malos hechos de su marido por “esta vasta república” mientras él defendía
su honor afirmando que era un buen marido cristiano y “buen ciudadano”, a pesar
de los múltiples hijos que tuvo con una amante.[39]
Conclusiones
En la República del Paraguay entre 1841 y
1864 todavía faltaban sacerdotes en varias parroquias. Los sacerdotes recién
ordenados manifestaban un genio rústico en el ejercicio de su ministerio. Los
feligreses escondían lo que debían en los diezmos y prendían velas a imágenes
religiosas “indecentes”. Se casaban para legitimar hijos nacidos en relaciones extra-matrimoniales que duraban años. Los que se casaban
incluso tenían amantes. En general los antojos profanos y las transgresiones de
costumbre persistían. Pero ahora se mezclaban con una infraestructura bastante
amplia del poder sagrado ligado íntimamente con una pertenencia a una
nación-república poscolonial. Un sacerdote podía proteger su autonomía
magistral en el nivel parroquial-local pero también entendía que el prestigio
de su oficio emanaba no solamente de Dios y de la madre Iglesia, sino también
del Estado a quien prometió servir. Verdaderamente se entendía a sí mismo como Presbtero Ciudadano; y de tal comprensión salía la
inspiración para los rezos cantados por la sagrada causa de la libertad y la
independencia de la República y los sermones profesados en guaraní exigiendo
una obediencia patriarcal a la “Autoridad Suprema”. Dentro de la jungla de
inconsistencias, entre las costumbres populares y la moralidad pública-política
promovida por el Estado, los feligreses podían relacionarse con una República
entendida como familia y ver los juegos de poder en sus dependencias reciprocas
familiares como parte del drama de la pertenencia política.
La gran infraestructura de esta economía
política-religiosa ya estaba registrando consecuencias a niveles ideológicos y
materiales para los años 60. Docenas de nuevos sacerdotes habían recibidos sus órdenes
sagradas y estaban orando y predicando desde los pulpitos de iglesias
renovadas. Cuando en octubre de 1862 Francisco Solano López subió a la
presidencia de la República bajo el mismo orden constitucional inaugurado en
1844 por su padre, él nombró al sacerdote parroquial de Villeta, Manuel
Palacios, como nuevo obispo principal de la diócesis —un puesto vacante tras
las muertes de Basilio López y su reemplazante— y el ahora Obispo Palacios se
volvió un obrero político-religioso infatigable para el nuevo régimen.[40]
El aparato eclesiástico del Estado era
fundamental para la movilización militar colectiva que se intensificaría bajo
el nuevo presidente y sería esencial para conseguir la conformidad activa de la
población durante la Guerra Grande extrayendo los recursos materiales
necesarios para combatirla. Señalamos que este aparato, antes que otros
factores, proveería el alto grado de cohesión socio-política en la población
paraguaya exhibido durante la contienda.
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Recibido: 23/05/2019
Evaluado: 13/06/2019
Versión Final: 30/07/2019
[1] Jaime Antonio Corvalán, Archivo del Arquidiócesis de Asunción (en
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firmó el acto del congreso de 1842 ratificando el sello y el pabellón nacional,
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vol. 3, n° 2, 2008, pp. 141-145.
[2] Jaime Antonio Corvalán, AAA, Libro de Orden
Sacro, 1845-1849.
[3] Instrucciones a Blas Ignacio Duarte, 20 de octubre 1852, AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Decretos,
Circulares y Cartas del Obispo López.
[4] Quiquió, 30
septiembre 1851, AAA, Juzgado Eclesiástico, Libro 1844-1852.
[5] Para ejemplos del uso de tales términos por el
dictador Francia, ver Francia, vol.
I, Asunción, Editorial Tiempo de Historia, 2009, documento n. 749 y Bouvet, N.
(2009). Poder y escritura: El doctor
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180-185. Para los conceptos de “nación” e “independencia” en Hispanoamérica
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[6] Mensajes de Carlos Antonio López. Asunción, Fundación
Cultural Republicana, 1987, pp. 61-89.
[7] Libro 1852-53, AAA, Impedimentos Matrimoniales.
[8] Libro parroquial de Caapucu,
Borrador de cartas pastorales, 1852-64, Cartas pastorales de Obispo López,
1850-51, AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Decretos, Circulares y Cartas del
Obispo López. Cartas pastorales del Obispo Juan Gregorio Urbieta, 1861-1864,
AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Obispo Urbieta.
[9] Caraguatay, Altos,
y Caacupé, Visitas pastorales a las parroquias de la Capital y la campaña por
Obispo López, 1850, AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Decretos, Circulares y
Cartas del Obispo López. Informe del Mayordomo de la Iglesia Francisco Antonio Doldán y el comandante Miguel José Rojas a Carlos Antonio
López, Noviembre 1848, Correspondencia de Villa Rica,
Archivo Nacional de Asunción-Sección Historia (en adelante ANA-SH), vol. 404,
n. 1, ff. 471-73.
[10] Proceso a Magdalena y Patricia López por el suicidio de Benedicto
López, San Lorenzo, 1856, Archivo Nacional de Asunción-Sección Civil y Judicial
(en adelante ANA-SCJ) vol. 1430, n.5, ff. 90-92.
Proceso contra Juan de la Cruz Ortigoza por herir a su mujer y otras personas,
1853, ANA-SCJ vol. 1553, n. 1, ff. 4-17. Proceso a
Ezequiel Benítez por hechicería, Santa María, 1864-67, Archivo Nacional de
Asunción-Sección Civil y Judicial, vol. 1525, n. 4, ff.
92-110.
[11] Cuenta de diezmos, 1829-30, Archivo Nacional
de Asunción-Sección Nueva Encuadernación (en adelante ANA-SE), vol. 3171.
Expediente de recurso de Luis Valdovinos sobre recaudación de diezmos de frutos
de la frontera que no pagaban puntualmente del año 1859, ANA-SCJ vol. 1915, n.
3, ff. 1-10.
[12] Sumario sobre el intento de suicidio de Pedro Ydoyaga,
Villeta, 1854, ANA-SCJ vol. 1490, n. 5, ff. 75-94
[13] Noviembre 1853, ANA-SNE vol. 3155; Noviembre 1854, ANA-SNE vol. 3159; Noviembre 1855, Noviembre
1856, ANA-SNE vol. 3172; Noviembre 1857, ANA-SNE vol. 2163; Noviembre 1858,
ANA-SNE vol. 1567; Noviembre 1859, ANA-SNE vol. 3189; Noviembre 1860, ANA-SNE
vol. 2218; Noviembre 1861, ANA-SNE vol. 2225; Noviembre 1862, ANA-SNE vol.
2249. Almoneda de diezmo de cuatropea: Junio 1851,
ANA-SNE vol. 2696; Mayo 1853, ANA-SNE vol. 2721; Junio 1854, ANA-SNE vol. 3161;
Junio 1855, ANA-SNE vol. 3172; Mayo 1856, ANA-SNE vol. 3171; Junio 1859,
ANA-SNE vol. 1583; Junio 1860, ANA-SNE vol. 2220; Junio 1862, ANA-SNE vol.
3251. Juan Bautista Rivarola, El régimen jurídico de la tierra: Época del
Dr. Francia y de los López. Asunción, e/a, 2004, pp. 155-70.
[14] Francisco Hermogenes
Flores, Juan Bautista Cespedes, and Policarpo Paez in AAA, Libro de Orden Sacro 1861-1862. 1852-55,
Cuaderno de la caja de diezmos, ANA-SNE vol. 2997. Pérez Acosta, Carlos
Antonio López…, Op. Cit. pp. 582-86.
Correspondencia de Villa Rica, ANA-SH vol. 404, n. 1, ff.
675-78.
[15] 1852-55, Cuaderno de la caja de diezmos, ANA-SNE vol. 2997.
[16] ANA-SNE vol. 3044.
[17] Expediente de recurso de Luis Valdovinos, 1859, ff. 1-10.
[18] “Ley de diezmos,” El Semanario (Asunción)
30 de enero 1864. 23 de julio 1852, Cuaderno de la caja de diezmos, ANA-SNE
vol. 2997.
[19] AAA, Libros de Orden Sacro, 1845-49, 1849-1852, 1853, 1856,
1857-1866, 1861-1862, 1862-1865, 1865-1883.
[20] Según la compilación de datos encontrados en los Libros de Orden
Sacro, ver nota #38.
[21] Carta pastoral, 12 de octubre 1853, Libro
parroquial de Caapucu, Borrador de cartas pastorales,
1852-64, AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Decretos, Circulares y Cartas del
Obispo López; Carta pastoral, 21 de febrero 1851, AAA, Archivo de la Iglesia,
Decretos, Carpeta: Circulares y Cartas del Obispo López.
[22] Ver, por ejemplo, José Román González and
Manuel Antonio Adorno, AAA, Libro de Orden Sacro, 1845-1849; Sebastián Ramon Venegas,
Juan Evangelista Barrios, José María Patiño, AAA, Libro de Orden Sacro,
1849-1852; José Gregorio Moreno and Juan Vicente Benítez, AAA, Libro de Orden
Sacro, 1856.
[23]Michael
Kenneth, “How Pedro Quiñónez Lost His Soul: Suicide,
Routine Violence, and State Formation in Nineteenth-century Paraguay,” Journal
of Social History, 20, en prensa.
[24] Según la compilación de datos encontrados en
los Libros de Orden Sacro.
[25] Juan Galeano, AAA, Libro de Orden Sacro, 1862-1865.
[26] AAA, Libro de Orden Sacro, 1861-1862. Heyn Schupp, Iglesia y Estado…,
Op. Cit. pp. 72-73, 81-92.
[27] Ver también Disputa en Salvador, 1859, ANA-SH vol. 328, n. 1-26.
[28] Carta pastoral, 7 de mayo 1852, Libro parroquial de Caapucú, Borrador de cartas pastorales, 1852-64, AAA,
Archivo de la Iglesia, Carpeta: Decretos, Circulares y Cartas del Obispo López.
Carta pastoral, 6 de agosto 1860, AAA, Archivo de la Iglesia, Carpeta: Juan
Gregorio Urbieta. Charles Blachford Mansfield, Paraguay,
Brazil, and the Plate: Letters Written in 1852-1853. Cambridge, MacMillan and Co., 1856, pp.
370-71. Bermejo, Republicas americanas…, Op.
Cit. p. 101. Eyzaguirre, Los intereses católicos…, Op.
Cit. pp. 212-216.
[29] Recibos de pago, 1853, ANA-SNE vol. 2724.
Proceso contra Juan de la Cruz Medina por robo en casa del Presbiterio Manuel
Antonio Palacios, Villeta, 1857-58, ANA-SCJ vol. 1504, n. 18, foja 153-64.
Recibos, julio 1865, ANA-SNE vol. 3270. Junio 1857, ANA-SNE vol. 3044.
Expediente formado contra la conducta del Cura de Ybitimi,
Pedro Pablo Azuaga, 1866, AAA, Archivo de la Iglesia, foja 1-9.
[30] AAA, Juzgado Eclesiástico, Libros 1844-52; 1853-55; 1856-59;
1856-64.
[31] Demanda de María Lorenza Vargas contra Luis
Tadeo Ayala, 1852-59, AAA, Demandas de divorcio, Libros 1851-52, 1854, 1855-58,
ff. 1-142. Demanda de divorcio de Tomasa Garayo contra José Miguel Careaga, 1850-51, AAA, Demandas
de divorcio, Libro 1850, ff. 1-69.
[32] Causa de nulidad de matrimonio entre Macedonia
Corvalán y Victoriano Coronil, 1859-61, AAA, Demandas de divorcio, Libro
1858-74, ff. 1-57. Demanda de Concepción Romero
contra José Rocendo Recalde, 1858, AAA, Demandas de
divorcio, Libro 1858-74, ff. 1-12. Demanda de
Saturnino Roa contra Cándida Ocampos, 1863-64; Demanda de Celedonia Samudio
contra Juan José Medina, 1858-63, AAA, Demandas de divorcio, Libro 1855-58, ff. 6-7.
[33] Potthast-Juktheit, ‘Paraíso de
Mahoma’…, Op. Cit. pp. 363-65.
[34] Libro 1852-53, AAA, Impedimentos
Matrimoniales.
[35] Demanda de María Lorenza Vargas contra Luis Tadeo Ayala, 1852-59,
AAA.
[36] Itauguá, 30 de septiembre 1851 (2 casos),
AAA, Juzgado Eclesiástico, Libro 1844-52. Itauguá, Capiatá 30 de septiembre
1853; Capiatá, 30 de junio 1854; Itauguá, 30 de septiembre 1854, AAA, Juzgado
Eclesiástico, Libro 1853-55
[37] AAA, Juzgado Eclesiástico, Libros 1844-52; 1853-55; 1856-59;
1856-64. Ver también Proceso a Rafaela Funes por intento de suicidio a su
marido José Domingo Ñandutĩ, San Ignacio, 1858-60,
ANA-SCJ vol. 1648, n. 2, ff. 1-42.
[38] San Pedro, 31 de diciembre 1858, AAA,
Juzgado Eclesiástico, Libro 1844-52. Demanda de Simeona
Abezada contra Pedro Doncel, 1852-54, AAA, Libros de
divorcio, Libro 1852-57, ff. 6-7. Demanda de divorcio
de Saturnino Roa contra Cándida Ocampos, 1863-64, AAA, ff.
1-6, 13-23, 31-38. Demanda de Dorotea Fariña contra Juan Miguel Almada,
1855-59, AAA, Libros de divorcio, Libro 1852-57, ff.
1-12. Demanda de Modesta Sosa contra Roque María Elizeche, 1853-55, AAA, Libros
de divorcio, Libro 1851-52, ff. 1-42.
[39] Demanda de divorcio de Victoriana de Jesús
Barbosa contra Pedro Juan Bogarín, 1858-62, AAA, Libros de divorcio, Libro
1858-74, ff. 1-43. Demanda de Simeona
Abezada contra Pedro Doncel, 1852-54, AAA, ff. 25-27. Demanda de Tomasa Garayo
contra José Miguel Careaga, 1850-51, AAA, ff. 6-9,
51-54; Demanda de María Lorenza Vargas contra Tadeo Ayala, 1852-59, AAA, Libro
1851-52, ff. 35-44, 56-64; Demanda de Pedro Mártir
Benítez contra María Mercedes Meza, 1855-57, AAA, ff.
9-14.
[40] Obispo Manuel Antonio Palacios a Francisco
Solano López, Carapeguá, 15 febrero, 1864, ANA-SNE vol. 2806; Informe de Obispo
Manuel Antonio Palacios a Francisco Solano López, 12 noviembre 1864,
Correspondencia de San Pedro, ANA-SH; Informe de Isidro Rasquin a Francisco
Solano López, 24 octubre 1864, Correspondencia de Concepción, ANA-SH vol. 369,
n. 1, ff. 1362-65