Los cuerpos como
espacios de inscripción del poder: la experiencia de la prisión política en la
Argentina durante los años sesenta y setenta
The bodies as spaces of inscription
of power: the experience of the political prison in Argentina during the 60’s
and 70’s
Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Buenos Aires,
Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (Argentina)
deboradantonio@hotmail.com
Resumen
En
este artículo me propongo demostrar, en primera instancia, que el proceso de
puesta en valor del sistema penitenciario de mediados de los años sesenta, lo
que las elites gobernantes llamaron “modernización carcelaria”, fue compatible
con un uso amplificado de la violencia. Es en tal sentido que la administración
del castigo de un número creciente de personas acusadas de cometer delitos
políticos formó parte de un sistema represivo cada vez más centralizado. La
“modernización carcelaria”, no solo no trajo aparejado el decrecimiento de la
violencia del Estado, sino que, por el contrario, se profundizó al calor del
ascenso del conflicto social. Específicamente, la trama de la ortopedia
carcelaria en los años de la última dictadura militar estuvo obsesivamente
unida a la idea de reformar a los “subversivos” con técnicas de
disciplinamiento rigurosos, reglamentos requisitorios y restrictivos, y
clasificaciones penitenciarias. En tal sentido, y en segunda instancia, me
propongo demostrar que los “tratamientos de recuperación” incluyeron a la
dimensión de género como un elemento constituyente de la tecnología
disciplinadora. La penalización de la condición de género y de la sexualidad
fue utilizada como una estrategia para ultrajar a prisioneros y prisioneras y para colocarlos en posición de
víctimas y no de adversarios políticos. Así, los cuerpos se transformaron en
espacios donde se inscribieron y dirimieron lógicas de poder y se convirtieron,
a la vez, en un área de disputa en torno a estas atribuciones. El cuerpo de las
mujeres y de los varones prisioneros políticos se delimitó como un territorio
ostensible de cuya apropiación dependía el ejercicio del poder, y si bien la
destrucción ideológica fue el objetivo prioritario del régimen ésta se consumó
de hecho por medio del sistema sexo-género.
Palabras Clave
modernización carcelaria; violencia; penalización;
género; sexualidad; cuerpos
Abstract
In this article my proposal is to, in first instance,
demonstrate that the enhancing process of the penitentiary system of the mid
70’s, what the governing elites called “modernization of prison”, was
compatible with an amplified utilization of violence. Hence, the penalty’s
administration of an increasing number of people being accused of committing political
offences took part of a repressive system, each time more centralized. The
“modernization of prison”, not only did not bring the decrease of state
violence along, but also, in the contrary, brought a deepening in the heat of
the rising social conflict. Specifically, the weft of the prison discipline,
during the last military dictatorship, was obsessively tied to the idea of
reforming the “subversives” with rigorous control techniques, requisite and
restrictive regulations and penitentiary classifications. Along these lines
and, in second instance, my proposal is to demonstrate that the “recovery
treatments” included the gender dimension as a constituent element of
disciplinary technology. The criminalization of gender and sexuality was
used as a strategy to outrage male and female prisoners and to place them in
the position of victims and not as political adversaries. Therefore, the bodies
were transformed into spaces where power logics were written and settled and,
at the same time, became an area of dispute over these attributions. The body
of women and male political prisoners was delimited as an ostensible territory
of which appropriation depended of the exercise of power, and despite the fact
that the main objective of the regime was the ideological destruction, it was,
in fact, consumed through the sex-gender system.
Keywords
modernization of prison; violence;
penalty; gender; sexuality; bodies
Introducción
Todavía con la inercia de la
administración humanista de Roberto Pettinato, Director Nacional de Institutos
Penales, en enero de 1958 durante el gobierno de facto de Pedro Ignacio
Aramburu, fue aprobada la primera ley Penitenciaria Nacional. La misma tuvo por
finalidad, y en el marco de la creación de distintos territorios provinciales,
unificar legalmente al régimen carcelario y limitar o erradicar las
irregularidades existentes. [1] En tal
sentido, fijó, por ejemplo, que a los condenados no se las podría denominar más
como reos sino como internos, y que no se los podría emplazar más por medio de
números o apodos sino a través de sus nombres y apellidos. Reglamentó,
asimismo, que la vestimenta no debía ser humillante, correspondiéndole a la
misma un aseo regular, y orientó el suministro de la alimentación con un
criterio nutricional impartido por el personal del servicio de salud del
servicio. La nueva ley expresó prohibiciones explícitas en torno al uso de
esposas, ganchos, grilletes, chalecos o camisas de fuerza, a excepción de que
existiesen tentativas de evasión o uso de armas de blancas o de fuego por parte
de la población carcelaria. Coherente con estos anhelos globales, en su cuarto
capítulo, estableció que el trabajo penitenciario, siendo obligatorio, debía
ser utilizado únicamente como medio de tratamiento ajustado a la aptitud física
y mental de los internos, y no como simple castigo añadido. Existía de tal modo
en la nueva normativa, la convicción de que la persona detenida podía
regenerarse por medio de labores manuales en los talleres carcelarios y no a
través del uso de la violencia física. La ley ponía coto a “toda sanción cruel
e inhumana, infamante o degradante, los aislamientos en celdas oscuras o
desmanteladas, la reducción de alimentos y todo otro método que pudiera alterar
la salud física o mental del interno” (Marcó del Pont, 1982: 142).
Tan solo una década más tarde, sin
embargo, cuando la administración del gobierno militar de Juan Carlos Onganía
definió que era necesario poner en valor al sistema penitenciario por el
significativo incremento del número de personas apresadas por razones
políticas, lejos de apostar a “un encierro digno”, profundizó las
transformaciones por medio de la utilización estructural de métodos coercitivos
y violentos. De modo que el proceso de adecuación de las cárceles guardó
relación directa con la estrategia represiva integral del Estado que por
entonces era congruente con el ideario antisubversivo dominante durante la
Guerra Fría. Si bien las instituciones penitenciarias desde sus orígenes habían
incluido dentro de su agenda de tareas la represión a las actividades políticas
calificadas como opositoras, desde mediados de los años sesenta y, en
particular en el último tramo de la década, la misma se tornó un motor central.
Esto fue así tanto por el papel que le asignó el Poder Ejecutivo a las espacios
de detención, ante el ascenso del conflicto social, como por la colaboración
directa que trabaron las Fuerzas Penitenciarias con las Fuerzas Armadas, y que
finalmente se consumó en la política de subsunción de la primera a la segunda a
través de la figura del control operacional.[2]
Sin embargo, la traducción institucional de la Doctrina de Seguridad Nacional,
que colocaba en el centro de la persecución al delito político y al “enemigo
interno”, no se reflejó en la ley penitenciaria nacional, que, por el
contrario, seguía ofreciendo una cobertura formal a las mecanismos represivos
mientras sus presupuestos eran vulnerados.
En este nuevo contexto ya no se
dispuso de un espacio para la rehabilitación y reforma de los sujetos
caracterizados como “subversivos”, tal como lo había practicado en otros
períodos históricos el sistema penitenciario con el delincuente común. Sino por
el contrario, progresivamente, y con un pico durante la dictadura militar que
tuvo inicio con el golpe de marzo del año 1976, el sistema aplicó
procedimientos y reglamentos enmarcados en una “lógica de guerra interna” cada
vez más rigurosos. De modo tal que, la perspectiva reformista que la ley
penitenciaria había intentado implantar, se mostró en abierta contradicción con
un Estado que redefinía sus órganos de vigilancia, espionaje y control a fin de
tornar más eficaz la persecución a los distintos sectores sociales y políticos
que se encontraban ampliamente movilizados. No se trata, sin embargo, de
presentar un pasado idílico penitenciario que, antes del radical ascenso de la
lucha entre las clases de los años sesenta y setenta en Argentina, cumplía con
sus postulados reformadores. Es fundamental señalar, no obstante, que antes de
que las instituciones de castigo se acoplaran abiertamente en favor de la lucha
antisubversiva, aunque hubiesen existido personas apresadas por razones
políticas, el eje de las mismas pasaba por el control social del crimen y no
por el del delito político. Por tal motivo, la prisión durante estas décadas no
puede ser concebida como una anomalía respecto del desarrollo histórico
“normal” de la historia argentina, sino por el contrario, debe ser considerada
en estrecha relación con otros aparatos de Estado que procesaban los conflictos
sociales y políticos de un modo cada vez más represivo. En octubre de 1972,
durante el gobierno dictatorial de Alejandro Lanusse, fue aprobado, por
ejemplo, el decreto ley N. º 19.863, conocido como “Reglamento de Detenidos de
Máxima Peligrosidad”. Este involucraba tanto a personas detenidas a disposición
del Poder Ejecutivo Nacional -encarceladas por decisión presidencial sin
proceso judicial ni condena alguna-, como a condenados por la justicia federal.[3] El mismo
se proponía elaborar un régimen único para quienes hubiesen sido apresados por
razones políticas, diferente del que se aplicaba a los presos que habían
cometidos delitos comunes. El decreto introdujo, además, en su fundamentación
la idea de las “personas peligrosas”: una calificación que no exigía haber
incurrido en la concreción efectiva y material del delito sino tan solo en
portar la intencionalidad de cometerlo (Foro
de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos, 1973: 93-94).
Este, por otro lado, debía ser aplicado fundamentalmente en las instituciones
penitenciarias caracterizadas como de máxima seguridad y abocadas al
tratamiento de prisioneros políticos. Este fue el caso, por ejemplo, del buque
Granadero[4], del penal
de Resistencia en el Chaco, del de Rawson en la provincia de Chubut y del de
Villa Devoto en la capital del país. En sus considerandos también se
establecían pabellones enteros divididos por sexo con encierros de 24 horas al
día y en celdas individuales. Se imponía el uniforme de color naranja, se
restringían las lecturas de diarios, revistas y libros, se impedía la escucha
de canales de radiodifusión, y junto a ello, también la visita de los abogados
defensores. A la vez sus considerandos dejaban un margen discrecional para la
aplicación de tormentos y castigos arbitrarios. El “Reglamento de Detenidos de
Máxima Peligrosidad” fue el primer intento sistemático y centralizado que
apuntó a desarticular todo intento de ejercicio de oposición por medio de la
destrucción física y psíquica de los prisioneros (Bergalli, 1972; Baigún,
1973b). Entre los años 1974 y 1976, primero durante el gobierno de Juan Domingo
Perón, y luego durante el de María Estela Martínez de Perón, cuando todavía se
conservaba algún viso de legalidad y en seguida de la liberación masiva de
presos y presas de mayo de 1973, tuvo lugar un nuevo y revelador deterioro de
las condiciones de vida penitenciarias. En primera instancia porque se habían
profundizado los esfuerzos de especialización del sistema penitenciario a
través de la existencia de unidades carcelarias donde se reforzaban las
condiciones de aislamiento e inmovilización. Y, en segundo lugar, porque toda
la arquitectura jurídica del Estado apuntó a engrosar la población de las
prisiones políticas, por entonces espacio exclusivo de reclusión ante la
amplificada persecución estatal. Ya durante los años de la última dictadura
militar (1976-1983), donde tuvo lugar el novedoso dispositivo de encierro
plasmado en la figura de los centros clandestinos detención, las cárceles
volvieron a sufrir cambios virulentos al convertirse en la cara visible de una
represión que se llevaba a cabo fuertemente de manera oculta.
En este artículo me propongo, en
primera instancia, mostrar que el proceso de puesta en valor del sistema
penitenciario de mediados de los años sesenta, lo que las elites gobernantes
llamaron “modernización carcelaria”, fue compatible con un uso amplificado de
la violencia. Es en tal sentido que la administración del castigo de un número
creciente de personas acusadas de cometer delitos políticos formó parte del
sistema represivo cada vez más centralizado. La “modernización carcelaria”, no
solo no trajo aparejado el decrecimiento de la violencia del Estado, sino que,
por el contrario, es posible afirmar que la misma se profundizó al calor del
ascenso del conflicto social. Específicamente, la trama de la ortopedia
carcelaria en los años de la última dictadura militar estuvo obsesivamente
unida a la idea de reformar a los “subversivos” con técnicas de
disciplinamiento rigurosos, reglamentos requisitorios y restrictivos, así como
también de clasificaciones penitenciarias que tenía por finalidad dividir
internamente a la población penitenciaria. En segunda instancia, me propongo
mostrar que los “tratamientos de recuperación” incluyeron a la dimensión de
género como un elemento constituyente de la tecnología disciplinadora. La
penalización de la condición de género y de la sexualidad fue utilizada como
una estrategia para ultrajar a los
prisioneros y las prisioneras, y colocarlos en posición de víctimas y no
de adversarios políticos. Así, sus cuerpos se transformaron en espacios donde
se inscribieron y dirimieron lógicas de poder y se convirtieron, a la vez, en
un área de disputa en torno a estas atribuciones. El cuerpo de las mujeres y de
los varones prisioneros políticos se delimitó como un territorio ostensible de
cuya apropiación dependía el ejercicio del poder. Y si bien la destrucción
ideológica fue el objetivo prioritario del régimen penitenciario ésta se
consumó de hecho por medio del sistema sexo-género.
Mientras en la primera parte analizo
las formas en que la violencia tomó forma en el cuerpo de las prisioneras
políticas a partir del examen de las fichas médicas elaboradas por el personal
penitenciario del penal de Villa Devoto entre 1976 y 1983[5];
en la segunda, por medio de la lectura de la causa judicial No. 500 sobre
apremios ilegales practicados en el penal de Rawson en el mismo período
histórico, exploro la estrategia represiva que se aplicó sobre los varones
presos políticos[6].
Devoto
campo de batalla sexual
Como ya se ha señalado, en el período
que se aplicó en las cárceles la Doctrina de Seguridad Nacional, la violencia
política se enlazó de modo profundo con la violencia de género y sexual. En tal
sentido, en Villa Devoto, por ejemplo, un penal federal donde fueron
centralizadas las presas políticas, no primó un tratamiento de resocialización como el que habían practicado las monjas de la Congregación del Buen
Pastor en su larga administración del castigo femenino. Mientras las religiosas
buscaban la refeminización de las prisioneras por medio del ensayo de tareas
asociadas con los roles de género tradicionales como la elaboración de
manualidades o la confección de prendas, por un lado, y el recogimiento devoto,
por otro; la propuesta del sistema penitenciario se centró en diversos
mecanismos de disciplinamiento que partían del ultraje a la condición de
género. Esto se expresó, por ejemplo, en el tratamiento que el penal ofreció a las madres presas políticas, al desentenderse de implementar cualquier estrategia institucional mínima para
garantizarles los derechos a ellas y a sus pequeños hijos e hijas. Si en una
primera instancia el Servicio Penitenciario Federal, dependiente del Poder
Ejecutivo nacional, las reunió en el pabellón original de contraventoras, donde
hasta junio de 1976 habían nacido diecisiete criaturas, en un gesto inicial que
pareció de preservación, rápidamente las condiciones de higiene, de
alimentación y, en general, de salubridad se mostraron colosalmente
deficitarias. Por lo que los menores solían enfermarse continuamente por no
contar sus madres con agua caliente, mantas de abrigo o colchones en buen
estado, y porque los vidrios rotos no se reparaban ni siquiera durante el crudo
invierno porteño. Como la atención médica era, además, precaria o inexistente,
en los primeros meses después del golpe de Estado de marzo de 1976, se
desataron epidemias de gripe y hepatitis. Por medio de políticas sanitarias y
habitacionales desubjetivantes se ejercía en el “pabellón de las madres” una
fuerte violencia institucional que alteraba la relación entre las prisioneras y
sus hijos e hijas.
Como he advertido en otros trabajos[7], las
políticas de género desplegadas por el gobierno de la última dictadura se
presentaban como operaciones sumamente contradictorias, ya que, por ejemplo, se
enaltecía a la mujer y a la maternidad en los discursos públicos, mientras,
como es sabido, un cuerpo especializado de médicos, enfermeros, parteras y
sacerdotes, bajo órdenes militares, ejercía en los centros clandestinos de detención
operaciones de exterminio sobre las militantes parturientas, apropiándose
además de sus hijos e hijas recién nacidos. Si bien en las cárceles estas
prácticas no alcanzaron tal salvajismo, de igual modo, apuntaron a horadar el
vínculo materno-filial. Así, médicos, psicólogos y asistentes sociales tenían
por misión infundir entre las prisioneras sentimientos de culpa, mostrando que
sus compromisos políticos las habían llevado a abandonar sus descendencias y
que, en tal caso, para remediar esa desatención, lo mejor era permitirles a
esos hijos e hijas crecer en casas donde se les proporcionasen valores morales
auténticos. En ese sentido, cuando no hubo familias a las que se les pudiese
entregar a los menores, el servicio penitenciario intentó promover adopciones
no consentidas por las madres. Cuestiones que, por cierto, no eran tan
diferentes de las practicadas por las Juntas Militares respecto de los menores
que eran convertidos en “botines de guerra” en los centros clandestinos de
detención. La idea de entregar
ilegalmente a muchos de esos bebés a familias afines a los militares y
sustituirles su identidad suprimiendo los cuerpos biológicos de sus
madres, se sostenía en la presunción de que esas prisioneras eran mujeres
amorales, desviadas de la verdadera esencia de su sexo, y que, por lo tanto,
eran merecedoras de todo tipo de violencia física y psíquica.
El análisis de las historias clínicas
originadas en la división asistencia médica del penal de Villa Devoto permite
comprender en mejor grado cómo afectó a los cuerpos femeninos la represión
estatal, y comprender también las formas con las que se intentó ahondar en la
desubjetivación de las prisioneras políticas.
En esta documentación se registraron
las fechas en las que las prisioneras ingresaban al penal y dónde habían sido
detenidas, revelando que el traslado masivo de mujeres a la cárcel de Villa
Devoto tuvo lugar entre los últimos meses de 1975 y los primeros de 1976.
Asimismo, a partir de los testimonios ofrecidos por las prisioneras políticas años
después en sede judicial o en la de los organismos de derechos humanos, se sabe
que los traslados a los penales de máxima de seguridad, como el de Villa
Devoto, se llevaron a cabo por medio de aviones “Hércules” del Ejército
Argentino. El “Hércules” era una máquina de guerra con un compartimiento de
carga libre que permitía adaptar con rapidez el espacio para el traslado de
seres humanos, camillas o tropas. Las prisioneras viajaban encadenadas al piso
de la aeronave, y tanto en el momento de subir a la misma, como durante el
viaje, o luego, una vez que eran movilizadas en los vehículos penitenciarios,
fueron golpeadas de manera deliberada, aun habiendo, entre ellas, mujeres
embarazadas y lisiadas. De hecho, al llegar al penal metropolitano, el personal
penitenciario que efectuaba el informe de ingreso, anotaba “burocráticamente”
en las fichas, sin indagar profundamente en ninguna razón, las penetrantes
lastimaduras y los magullones que portaban las prisioneras en distintas partes
de sus cuerpos. En las mismas historias clínicas se consignaba, además, la
existencia de desmayos y de severos cuadros de deshidratación provocados por
las condiciones de hacinamiento durante los traslados que en su mayoría se
efectuaron en un período del año en el que las condiciones climáticas eran
sumamente tórridas, entre octubre y marzo. En algunos de esos documentos se
detallaba, además, que las prisioneras mostraban hematomas dorsales o de
traumatismos costales, por lo que los médicos, frente al intenso dolor referido
por las flamantes internas, solicitaban la realización de estudios
radiográficos para cerciorarse, por ejemplo, de que no hubiese fracturas.
Asimismo, en algunas historias clínicas, curiosamente y, por el contrario, se
señalaba que “la ingresante no presenta lesiones de ningún tipo”, queriendo los
médicos deslindarse de responsabilidades futuras. [8]
Los médicos penitenciarios para
confeccionar estos documentos realizaban una primera entrevista en la que
obtenían información que centralmente remitía a épocas pretéritas de la
historia biológica de las prisioneras. De modo que con las preguntas se
profundizaba en las posibles enfermedades que hubiesen dejado secuelas en los
cuerpos de las prisioneras, en los antecedentes de la primera infancia o en las
operaciones que se les hubiesen practicado. En las historias clínicas se
atesoraban también las causas que motivaron a las presas a acudir a la consulta
clínica, las conclusiones diagnósticas de los médicos, el tratamiento propuesto
y las razones de la remisión cuando estas existieron.
En cada una de las historias clínicas
se anotaban obsesivamente datos sobre el peso de las prisioneras haciendo
ostensible a simple vista las importantes variaciones que cada una de ellas
sufría mes a mes, así como la pérdida sustantiva que tuvieron en la masa
corporal, sobre todo en los dos primeros años después del golpe. Si el peso
promedio que ronda a las mujeres en edad fértil es de entre 50 y 60 kilogramos;
las historias clínicas muestran que, en su mayoría, las prisioneras políticas ingresaron
al penal metropolitano con un peso muy por debajo del que deberían contar según
su edad biológica, producto de las detenciones ilegales, la subalimentación y
los fuertes maltratos físicos previos de cárceles provinciales o de sitios
temporarios de detención clandestina. Hay que señalar, además que en la misma
documentación u en otra[9], se
reponen los años de vida que tenían estas mujeres al momento de su ingreso a
Devoto, evidenciando, que, si bien muchas de ellas eran púberes, y otras
decanas, el promedio de edad de las prisioneras políticas no superaba el de los
25 años. De modo que, sabiendo que el período de fertilidad femenina se sitúa
entre la pubertad y la menopausia, fenómeno que sucede entre los 15 y los 50
años, aproximadamente, es posible asegurar que el encierro afectó en
estas mujeres tanto la etapa de mayor fecundidad como la de mayor actividad
sexual. Muchas prisioneras padecían fuertes alteraciones menstruales, por
ejemplo, tanto por las variaciones en el peso como por el estrés provocado por
el encierro. A veces directamente se les producía el retiro del sangrado
menstrual, cuestión que en términos técnicos es llamado amenorrea, algo que
sucedía para algunas de manera definitiva, y para otras, de forma temporaria.
En cualquier caso, en términos del funcionamiento de la subjetividad y del
inconsciente, los cuerpos se defendían de las condiciones de dominación
encierro y de las consecuencias de cualquier tipo de vejamen o humillación
sexual.
En las fichas médicas se puede ver,
también, una multiplicidad de patologías que aluden tanto a padecimientos
físicos como a psicológicos de estas mujeres. Se repiten en estos documentos,
insistentemente, por ejemplo, dolencias provocadas por una alimentación pobre
en fibras y en líquidos que potenciaban cuadros crónicos de estreñimiento.
Otras historias registran, por su parte, dolores por cólicos
gastrointestinales. También se aprecia en las fichas médicas que a muchas
prisioneras se les van detectando a lo largo de los muchos años de encierro distintas
displasias o nódulos mamarios que posteriormente se terminarían transformando
en tumores malignos. Algunas internas manifiestan a los médicos diversos
sufrimientos provocados por la inmovilidad que se les impone en las celdas
diminutas en las que habitaban. Así se narran edemas en las manos y en las
piernas, dolores agudos en la zona de inervación del ciático o lumbalgias o
neuritis producidas por la inflamación de uno o más tendones primordialmente
por la carencia en los alimentos de vitaminas y nutrientes. En algunas fichas,
se observa que a muchas mujeres se les cae el cabello con frecuencia y modo
abundante por el bajo consumo de hierro y de proteínas, y naturalmente, por las
brutales condiciones de encierro.
Desfilan, asimismo, en las fichas
médicas pólipos uterinos, trastornos vaginales, mastitis en las madres
lactantes o en las que dejaron recientemente de dar de mamar, poliquistosis de
ovarios, endometrosis y metrorragias que sumado a los estudios de biopsia que
se realizaban con frecuencia en útero y ovarios, así como a los estudios de
Papanicolau (PAP), completan un cuadro de patologías muy desarrollado y propio
del aparato genital femenino, en contraste con la baja cantidad de afecciones
que, en promedio, suelen contar las mujeres de la franja de edad que va de los
20 a los 30 años.[10]
Las historias clínicas nos permiten
imaginar también cómo tuvieron lugar los distintos focos epidemiológicos
producidos por las condiciones de hacinamiento de los pabellones, por lo que en
mismo período tuvieron lugar numerosos cuadros de hepatitis, bronquitis agudas,
dermatitis por invasión de piojos y chinches en las camas y, con otra
jerarquía, pero no por ello sin valor, la micosis interdigital.
Un aspecto sobresaliente de las
fichas médicas es el que registra en las internas dificultades de origen psiquiátrico.
En este rubro se observan casos de “viscosidad” o de inercia mental,[11] de fuerte
disminución o desmoronamiento en la memorización, de retorno a posiciones
fetales nocturnas, de risas agudas o chillidos histriónicos, así como de otras
formas de descompensación psicológica que pueden manifestarse en fuertes
cefaleas a crisis depresivas. [12] En
relación a este punto, en el libro de novedades del Hospital Penitenciario
Central, se detallan los movimientos del servicio, y entre ellos, el registro
del suministro a las internas de psicofármacos.[13]
Se deja en claro que los médicos penitenciarios manejaban a las reclusas,
narcotizándolas, por medio de un uso frecuente que tenía como propósito
fundamental evitar las autonomías de parte de las prisioneras.
Las historias clínicas exhiben, por
un lado, las biografías médicas extensas de las prisioneras políticas, y por
otro, la fuerte obsesión institucional por registrarlo todo. En ellas incluso
es posible hallar las firmas de los médicos que recepcionaron tales consultas,
dejando claro sus responsabilidades en tal actuación. Colisionaba con este
registro burocrático el maltrato, la desidia y la perversión que los mismos
médicos empleaban contra las prisioneras y su lejanía con los juramentos
hipocráticos. ¿Cuál era la respuesta médica, por ejemplo, frente a las
dolencias relacionadas con la imposibilidad de realizar ejercicios físicos?
“Recomendaban” algo que no era posible de ser efectivizado esto es, por
ejemplo, la aplicación de sesiones de masoterapia y de gimnasia. ¿Por qué estas
prescripciones clínicas nunca se cumplían? Porque el penal contaba con
reglamentaciones que anulaban la posibilidad de realizar cualquier tipo de
ejercicio físico.[14] Sin
embargo, en otras ocasiones, una dolencia menor, como puede ser una
torcedura de un tobillo, era utilizada por los mismos penitenciarios para
obligar a las presas a que hicieran reposo por largos días, llegando a negarles
las visitas de sus seres queridos. Pero también un dolor de muela no era
tratado con premura y siempre concluía con la extracción de la pieza dentaria.
En términos
generales, las fichas médicas nos permiten entender que las prisioneras
políticas estuvieron en el penal atravesadas por distintos tipos de violencia
física, una mala alimentación, el hacinamiento en pabellones y celdas, y
numerosas epidemias. Los síntomas y las enfermedades, por un lado, y los
tratamientos y las necesarias intervenciones quirúrgicas por otro, revelan a la
vez, el debilitado estado de salud psíquica y física de esta población. En tal
sentido, algunas de las ex prisioneras siguen
organizando parte de sus relatos en torno a las dolencias que están aún
presentes en sus cuerpos como consecuencia de aquellas antiguas prácticas de
maltrato.[15] También
las
torturas ejercidas en los centros clandestinos de detención, espacios por los
que algunas de estas mujeres pasaron antes de su legalización definitiva como
presas políticas y que han dejado marcas en sus cuerpos hasta hoy día. Vale
destacar, que un conjunto de ex prisioneras sigue
presentando síntomas degenerativos como los que se manifiestan en el cáncer. En tal
sentido, la escritora y ex presa política Alicia
Kozameh se refiere a esos síntomas como marcas “indelebles” que aparecen tanto en la
forma de temores, obsesiones y angustias o de trastornos mayores como la
depresión o las degeneraciones celulares. Sostiene, además, que los tumores que
han sido extirpados o que están controlados siguen siendo razones de ansiedad:
“ya sabemos que el estrés prolongado en el tiempo produce cáncer, y se
manifiesta años más tarde de la experiencia”.[16]
Si bien no contamos en nuestro país con estudios que prueben de modo efectivo
el vínculo entre las vejaciones y la producción de enfermedades orgánicas
degenerativas, no es posible soslayar que quienes estuvieron expuestos a la
violencia estatal, como en el caso de las ex presas políticas, actualizan
permanente aquel antiguo maltrato carcelario, algo que se expresa fuertemente
en los testimonios judiciales y en las memorias de estas comunidades. [17]
En síntesis, las fichas médicas nos
muestran el modo en que el Estado inscribió en los cuerpos de estas mujeres la
tecnología represiva tanto en el plano físico como en el psíquico, y cómo
intentó incidir y alterar la lógica biológica de sus cuerpos en la etapa de
mayor fertilidad. Muchos de estos síntomas fueron provocados por las sanciones
disciplinarias, el aislamiento, las restricciones del movimiento y en el
suministro de los nutrientes necesarios. Una cantidad significativa de estas
afecciones fueron de hecho estimuladas por el personal penitenciario con la
colaboración de psicólogos, médicos, sociólogos y asistentes sociales,
apuntando directa o indirectamente a una política de desubjetivación.
Rawson,
piel y hueso
La perspectiva del “hombre nuevo”
propuesta por Ernesto “Che” Guevara y que la militancia revolucionaria tomó en
su conjunto como un modelo a seguir, construía una subjetividad política
masculina centrada en las nociones de coraje y de heroísmo. A pesar de las diferencias
ideológicas que separaban a las fuerzas de seguridad de quienes tenían
compromiso militante político y social, las representaciones sobre las
masculinidades, y las formas de vivenciarlas se asemejaban mucho entre uno y
otro grupo, porque ambas se fundan en el estatuto de la destreza física y de la
resistencia corporal. En tal sentido, cuando se perfeccionaron los modos para
“quebrar” ideológicamente a los presos políticos en las cárceles se vislumbró
la posibilidad de vulnerar su integridad por medio de una estrategia de
desmasculinización.
El 30 de mayo de 1980, Carlos
Kunkel., abogado y preso político de los sectores juveniles del peronismo de
izquierda en el penal de Rawson, escribió un recurso de amparo solicitándole a
un juez federal que interviniese en favor de su traslado a un penal menos
violento que el de la Unidad No 6. En ese escrito Kunkel, denunciaba las
numerosas restricciones a las que los presos políticos estaban sometidos en
este penal patagónico, y la total restricción de movimiento, pues no tenían
permitido, ni siquiera durante el breve horario de recreo de una hora al día,
realizar ejercicios físicos, “siendo pasible de sanción cualquier gesto al que se le atribuya ese carácter”.[18] Dicho
reclamo revelaba, además, que los penitenciarios obligaban a los prisioneros a
permanecer dentro de las celdas recostados en sus camastros 23 horas del día,
provocando en brazos y piernas entumecimientos e inflamaciones.
Según ha relatado Joel G en sede
judicial, detenido en Rawson desde mediados de 1977, en tal sentido, a los
presos les suministraban comida por tan solo 450 calorías al día.[19] Se
trataba de una alimentación de raciones mínimas para que los internos no
desfallecieran, pero a la vez, para obligar a los cuerpos a consumir al máximo
de las reservas de energía y de grasa, quedando los detenidos sólo a piel y
hueso.[20] Un tipo
de manutención sumamente deficitaria que produjo en los prisioneros efectos a
corto, mediano y largo plazo. Si primeramente esta insuficiencia redundó en una
disminución notable del peso y de la masa muscular por la carencia de
vitaminas, proteínas y minerales, en una fase posterior, derivó en agudos
cuadros de desnutrición, trastornos hormonales, cuerpos fláccidos y en la caída
del vello en distintas partes del cuerpo, afectando la fisonomía masculina.
Al encierro en celdas poco
espaciosas, a la imposibilidad de realizar de ejercicio físico y a la débil
alimentación, se le sumaron los maltratos físicos directos. Este es el caso,
por ejemplo, de Carlos Samojedny, quien estuvo detenido 9 años en dicho penal,
y relató que, entre febrero de 1975 y noviembre de 1980, fue sometido a
doscientos treinta y cinco días de torturas, y dentro de este período, a
sesenta días de torturas corporales sistemáticas. Samojedny ha explicado también,
por ejemplo, que tanto de: “día y noche, en condiciones de desnudez, privación
de alimentos, era sometido a continuos baños de agua fría, con el calabozo
inundado, y golpeado con puños, porras, etc.” (Samojedny, 1985: 15-16). En el
testimonio que aportó a la Causa N.° 500/80, este ex preso político, amplió el
tema y señaló que, junto a ser conminados a ducharse con agua helada, si
alguien intentaba realizar algún movimiento para evitar el shock de frío, era
castigado aún más, obligándolo a permanecer bajo la ducha “porque si no éramos
fuertemente golpeado”.[21] Samojedny
declaró haber perdido 22 kilos de peso, y junto a ello, todos sus músculos,
todos cambios muy drásticos que lo llevaron a sufrir además la merma
transitoria del habla.
El proceso de desmasculinización se
sirvió entonces de distintos modos de devastar físicamente a los prisioneros
políticos, y este a la vez incluyó, la escasa, y en oportunidades nula,
atención médica. De modo que, si los internos contaban con alguna afección, los
médicos confeccionaban un diagnóstico a distancia pues no ingresaban en la
celda para revisarlos. Algo que, según argumentaron los penitenciarios en las
declaraciones judiciales, sucedía “por cuestiones de seguridad”. Abdo Ekjabit,
médico en el penal de Rawson, entre octubre de 1978 y hasta los primeros meses
del año 1980, confirmó que a los problemas de salud que tenían los presos
políticos se les daba en la mayoría de los casos, poca o nula significancia por
el personal médico, sin que mediasen, sin embargo, órdenes escritas para tal
cuestión. Lo que podría significar que los médicos no estaban obligados a no
tomar contacto con el cuerpo enfermo de los prisioneros políticos, sin embargo,
esto sucedía de forma sumamente excepcional. Y esas excepciones, por ejemplo,
sobrevenían cuando el enfermo estaba internado en la enfermería o en el
hospital del penal o cuando a través del diálogo, el médico intuía que podía
estar sucediéndole algún síntoma de gravedad, y en ese caso, se pasaba al
examen semiológico bajo la presencia de uno o dos celadores y de los
enfermeros.[22]
Otros galenos, por su parte,
avanzaban recentándoles a los prisioneros medicamentos inadecuados o en su
defecto ponían en marcha internaciones compulsivas. Si los internos sufrían de
cefaleas y de desequilibrios, producto, por ejemplo, de las pérdidas de la
visión, que sucedían todo el tiempo, por la monotonía del “paisaje carcelario”,
se les recomendaba realizar ejercicios oculares con objetos que se encontrasen
a mucha distancia, algo que evidentemente en las minúsculas celdas era
imposible de practicar. De tal forma, el discurso y la práctica médica quedaban
comprometidos con la idea de que el prisionero político era un “otro” al que no
había que acercarse ni tocar. El mismo Dr. Ekjabit, indagado en los procesos
judiciales por los maltratos llevados adelante por los carceleros en la zona de
los calabozos de castigo del penal de Rawson, sostuvo que:
“Me atrevería a decir
que con seguridad traería consecuencias nocivas para la salud de cualquier
persona desde problemas musculares o articulares por la falta de movilización a
problemas circulatorios por lo mismo, más la humedad o el frío, problemas
bronquiales, etc., pero posiblemente donde una persona se siente más
deteriorada es en el ámbito de lo psíquico”. [23]
Los enfermos crónicos como los
asmáticos o los cardíacos tenían prohibido guardar en sus celdas los
medicamentos que les permitirían aligerar los efectos adversos de sus
dolencias, lo que llevaba a que, en oportunidades, muchos de ellos se
desequilibraran gravemente. Esta descompensación implicaba situaciones de
estrés, gritos y tensiones, sobre todo cuando alguno de ellos alcanzaba un pico
de crisis pulmonar o cardíaca. Un abuso de poder por parte de los médicos que
colocaba al interno que necesitaba de su medicación, en una posición de extremo
debilitamiento, donde para curarse debía someterse al capricho de su
victimario. Los penitenciarios y los médicos se aprovecharon de esta situación
y, haciendo un uso arbitrario de sus saberes y prerrogativas, obligaron a los
internos a colocarse en situación de tutela, algo que atentaba, aunque estos
tuviesen restringida su libertad de movimiento, contra lo que se esperaba
socialmente de un varón. Portar la condición de varón en la sociedad en la que
actuaban los presos políticos, remitía a la idea de conservación del
autocontrol, de mantener la autoestima en alto, así como el estado de alerta y
de competitividad frente a sus pares. Recordemos que a las mujeres se les
atribuía el rol de locas, justamente porque experimentaban la politización y
cuestionaban de hecho el valor racional y controlado “propio” de lo masculino,
algo que producía incomodidades no solo entre los militares y penitenciarios
sino también entre sus propios compañeros de militancia.
Hubo también políticas
penitenciarias destructivas cuyos efectos se inscribieron en lo que tiene que
ver con lo anímico. Lo importante para destacar en este punto, tal como se ha
señalado para el caso del penal de Villa Devoto, es que la terapéutica
implementada por la psiquiatría se centraba en la utilización de drogas con
incidencia en el sistema nervioso central. Así, ciertas alteraciones comunes
como lo era el debilitamiento en la percepción producida por los prolongados
encierros a oscuras; los cuadros depresivos; de ansiedad; de insomnio o las
palpitaciones del corazón eran tratados casi exclusivamente con estos potentes
medicamentos. Señala Carlos Samojedny al respecto que, la misión de uno de los
médicos del penal, recordó en especial al Dr. Barck, se reducía a experimentar
con preparados que alteraban la psiquis de los internos, especialmente con la
droga de moda por esos años que llevaba el nombre comercial de Valium, un
depresor del sistema nervioso central. Explicó
este ex preso que “planchaban al interno o lo dormían como una seda (…) Al
interno S. que era un depresivo, le daban un depresivo, en lugar de darle un
antidepresivo, lo que lo aplastaba más y lo dormía y dormía”. [24]
Con distintas técnicas,
según los propios tiempos de los mecanismos represivos del Estado, los
especialistas crearon una clasificación en el penal patagónico para aplicarles
a los prisioneros un “tratamiento personalizado”. De modo que al que tenía un
cuadro psiquiátrico leve o a el que “lo fingía” se le podían sumar graves
consecuencias si era tratado con medicamentos sedantes, y a los que una vez
recetados estas pócimas se resistiesen abiertamente a su consumo podían
obligarlos a ingerirlos. Las técnicas de desubjetivación promovían el uso
copioso de drogas con el fin de quitar los estados de concentración y de
atención en los presos y de aturdirlos, minando toda tipo de identificación
positiva con otros varones y sin tener capacidad de reacción frente a los
golpes. Si algún médico intentaba socorrer a los internos, los carceleros los
amedrentaban con comentarios del tipo “a esta gente no hay que llevarle
demasiado el apunte...” o “usted pierde demasiado tiempo atendiendo a los
internos”, reduciendo así cualquier posición más compasiva[25].
Por otro lado, a los internos que mostraban trastornos mentales severos se los
trasladaba a la unidad N.° 20 en la capital del país, específicamente al
Hospital Municipal José Tiburcio Borda, uno de los centros de atención de salud
mental más importante del país, rompiendo toda relación con sus compañeros de
militancia, sostén fundamental, hasta ese momento, de las crisis anímicas.
Es así que en Rawson se
recurrió fuertemente al saber de la medicina psiquiátrica y de la psicología e
incluso, en oportunidades, a la sociología, con el fin de incidir en el proceso
de desubjetivación. En tal sentido es interesante subrayar, que en una nota que
remitieron los miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) al
ministro del Interior, Albano Harguindeguy, luego de una visita de supervisión durante
el año 1980, le solicitaban que el gobierno interviniese con premura para
descomprimir la alarmante tensión psíquica que el servicio penitenciario
provocaba entre los prisioneros políticos alojados en penal patagónico. [26]
En otra nota instaban directamente a las autoridades del penal a instrumentar
el decreto Nº 780/79 en el que se proponía “contribuir a una disminución de la
tensión psicológica”.[27]
Este decreto, a pesar de que disponía de un carácter microscópico en la
vigilancia de los presos, intentaba limitar ciertas acciones que el mismo
servicio penitenciario evaluaba como arbitrariedades llevadas a cabo por su
propio personal.
Debe señalarse además
que por oposición a lo que se experimentó en el caso de las mujeres en la
cárcel de Villa Devoto, el plan de desubjetivación y desmasculinización y la
conversión en una víctima pasiva del varón preso político, no aparejó en
consecuencia un plan de despaternalización. Una ausencia que pone en evidencia
ciertos pactos patriarcales en las formas generizadas del ejercicio de la
dominación ya que no era inteligible para el régimen militar hendir los lazos
paternales a través de la laceración del vínculo paterno-filial.
Conclusiones
En este artículo se
examinaron cómo se inscribió y encontró su forma específica en el servicio
penitenciario la Doctrina de Seguridad Nacional. Las cárceles que albergaron a
personas prisioneras políticas ensayaron durante las décadas del sesenta y
setenta, particulares estrategias de desubjetivación. Cuando todas las acciones
fueron objeto de escrutinio y los dispositivos represivos tuvieron una certera
unidad en torno al control de la lucha “subversiva”, el discurso oficial de las
elites penitenciarias y militares encontró en las pautas de género una forma
corrosiva de dominación que impactó en las técnicas de atomización y de
vigilancia. Así, por ejemplo, entre las prisioneras se intentó debilitar el
ejercicio de la maternidad, y en consecuencia erosionar el vínculo que podían
establecer con sus hijos e hijas. Y también, mientras se les remarcó su
culpabilidad por haber abandonado los roles de género establecidos socialmente,
se las acusó de locas con el fin de desprestigiar y despolitizar sus planteos
en sus propios términos.
Las declaraciones de
los ex presos políticos del penal de Rawson que integran la voluminosa causa
N.° 500/80, en la que además dieron su testimonio médicos, enfermeros,
carceleros, directores del penal y otras diversas figuras militares implicadas
en los circuitos represivos, muestran la existencia de una institución
represiva enmarcada en prácticas que, mientras contaban con dinámicas regulares
y consuetudinarias, a la vez desarrollaban prácticas propias de los años de
clandestinización de la faz más represiva. Unas y otras, no obstante, se
articularon para apuntalar y minar la subjetividad política de la mano del
ataque al cuerpo físico y psíquico de los prisioneros. Es lo
burocrático, por su parte, lo que exigía su materialización en registros,
memos, certificaciones, historias clínicas o fichas. Estos documentos
producidos en el transcurso de la actividad regular de esta institución dejaron
al descubierto los abusos, las iniquidades y las injusticias. A la vez permiten
entrever que el sistema penitenciario fue totalmente imprevisible en sus
decisiones ya que podía curar mientras apuntaba en detalle las huellas de un
cuerpo torturado, hacer (y hacía) caso omiso de los maltratos de su personal
mientras atendía con absoluta indolencia e impericia el sufrimiento de las y
los prisioneros. De modo que la institución no siempre reaccionaba de la misma
manera. Mientras se proponía aliviar el dolor, al mismo tiempo, esto pasaba a
ser una prerrogativa propiamente penitenciaria que ponía de manifiesto
centralmente la desigualdad del poder: la máxima de sanar o de dejar morir.
Dadores de vida y dadores de muerte es la expresión que ha utilizado Pilar
Calveiro en su análisis sobre el poder de los desaparecedores en los centros
clandestinos de detención respecto de los militares y de su pretensión de
convertirse en dioses (Calveiro, 2004). En las cárceles no se alcanzó esa
potencia, pero, no obstante, estas prácticas dejaron entrever los vasos
comunicantes con las lógicas, los dispositivos y los mecanismos represivos.
Si bien no ha sido
objeto de análisis de este texto, vale la pena señalar que el aprendizaje del
proceso de prisionización llevó a que las personas presas por razones políticas
comprendieran que la mejor forma para desarmar las estrategias de desubjetivación
requería de una organización colectiva. En tal sentido, las vivencias de la
lucha política, las experiencias carcelarias previas y, sobre todo, las
representaciones que estas personas manejaban sobre cómo debían transitarse los
tiempos en el encierro, les permitió sostenerse individual y colectivamente. Si
bien la unidad no fue fácil entre las prisioneras y los prisioneros con
formaciones y perspectivas diferentes, el alto nivel de politización que
acarreaban les permitió, no obstante, construir lazos solidarios para
mantenerse a distancia de las formas de sojuzgamiento y humillación
penitenciarias. Estos lazos, por otro lado, se prolongaron posteriormente en la
socialización que experimentaron luego de que alcanzaran la libertad.
Referencias bibliográficas
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Documentos consultados
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en Archivo Nacional de la Memoria
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Documentación
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Latina Cono Sur, Buenos Aires, obrante en Archivo Nacional de la Memoria
(1980).
Foro de Buenos Aires por la Vigencia de los Derechos Humanos (1973).
Ley del
“Reglamento de Detenidos de Máxima Peligrosidad” N. º 19.863 (1972)
Ley
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Ley N. º 19.594
(1972)
Historias
clínicas del Hospital Penitenciario de Villa Devoto obrantes en Archivo Nacional de la
Memoria.
Libros de
novedades obrantes en Archivo Nacional de la Memoria.
Recibido: 15/09/2019
Evaluado: 10/10/2019
Versión Final: 07/11/2019
[1] El decreto ley N.° 412 del 14 de enero
de 1958 fue ratificado por el parlamento por medio de la sanción de la Ley
Penitenciaria Nacional N. º 14.467, que se convirtió en una normativa
complementaria del Código Penal.
[2] Según la ley N. º
19.594, donde las Fuerzas Armadas se comprometían directamente en la lucha
antisubversiva por control operacional debía entenderse “la facultad de los
Comandantes en Jefe de las respectivas Fuerzas Armadas, de imponer misiones a
organismos con responsabilidad de brindar alojamiento de condenados, procesados
y detenidos por los hechos de referencia, y al personal de los mismos, como así
también ejercer el control del cumplimiento de las citadas misiones”. Ver Boletín Público del Servicio Penitenciario Federal, N. º 830, del
02/06/72.
[3] Ley N. º 19.863 ver en Boletín Oficial del 13/10/72.
[4] El buque Granadero era un carguero en desuso de la Empresa
Líneas Marítimas Argentinas (ELMA), que estaba anclado en una dársena del
puerto de Buenos Aires. Dependía de la Prefectura Naval Argentina y fue
entregado al Servicio Penitenciario Federal como un sitio de detención de personas
prisioneras políticas (Ver este tema en Eidelman, 2010).
[5] Secretaria de
Derechos Humanos (1977-1981). Historias Clínicas del Hospital Penitenciario de
Devoto. Serie SDH-S24. Fondo Secretaría de Derechos Humanos. Archivo
Nacional de la Memoria, Argentina.
[6]La causa N° 500/107/80 lleva por nombre
“Sobre apremios y torturas en la Unidad Nº 6 de la localidad de Rawson” y fue
agregada al expediente “Steding Jorge Osvaldo y Govi Ramon Miguel, infracción
artículo 144 bis y 142 del CP”. En ella se relatan a través de 260 declaraciones, las
violaciones a los derechos humanos cometidas en el penal de Rawson durante la última
dictadura militar. El expediente fue iniciado en el año 1980, a partir de un
recurso de amparo presentado por el entonces preso político, Carlos K. A este
expediente inicial se le anexaron otros que lo constituyeron posteriormente en
una investigación federal. Lo que permitió reconstruir la estructura represiva
de la región, la cadena de mandos del V Cuerpo del Ejército con asiento en Bahía
Blanca, así como también la identificación de los centros clandestinos zonales. Fondo
Secretaría de Derechos Humanos. Archivo Nacional de la Memoria, Argentina.
[7] Ver por ejemplo, D´Antonio, 2016.
[8] Ver Historia clínica N.° 0536, Archivo
Nacional de la Memoria. Vale señalar que muchas personas que caían presas por
esos años pasaban por violentos interrogatorios y torturas, de hecho, en los
informes que realizaban los médicos forenses al ingresar los internos a los
penales se asentaba que muchos llegaban con traumatismos múltiples, golpes en
las zonas torácicas y quemaduras en los órganos genitales.
[9] En oportunidades junto a las historias
clínicas se halló otro tipo de información como, por ejemplo, fichas de
traslado, fichas dactilares o de detención. Estos documentos revelan la
nacionalidad, la edad, la procedencia, los orígenes sociales familiares,
también la conducta que tuvieron en otros penales (si hubiese habido
detenciones previas), y a veces, hasta la “causa” que daba origen al encierro.
En tal sentido sabemos que los lugares de procedencia fueron mayoritariamente
de los centros urbanos más importantes del país como Buenos Aires, Rosario y
Córdoba, aunque en menor grado, se ven encuentran referencias de mujeres que
provenían de distintas franjas rurales de Tucumán, Salta o Chaco e incluso de
zonas del interior de las ciudades capitales de estas provincias. También,
según se detalla, es posible concluir que la mayoría de las presas políticas
eran mujeres alfabetizadas y con un grado de instrucción que podía variar entre
la primaria, la secundaria, el terciario o la universidad. Y que incluso,
muchas de ellas, portaban la condición de ser estudiantes de escuelas medias al
momento de su detención. En estos legajos se registraba además el tipo de inserción
laboral arrojando altos porcentajes de mujeres que trabajaban en rubros
industriales como el textil, químico o el de alimentación, mientras otras se
insertaban en el área de la administración pública, de la educación, de
servicios, comercios o finanzas. Finalmente se aprecian en detalle los lugares
de reclusión de origen de estas mujeres y se pone en evidencia la existencia de
un activismo femenino presente en numerosas provincias del país. Entre las
zonas más nombradas se destacan: Villa Gorriti en Jujuy, Villa Las Rosas en
Salta, la Alcaidía de Resistencia en Chaco, la Alcaidía de Mujeres de la
Jefatura de Policía de Rosario, el Buen Pastor y Jefatura de Policía en Santa
Fe, la Unidad N.° 1 de Córdoba, la cárcel de Villa Urquiza en Tucumán, la Cárcel
de Olmos de la Plata, y otras cárceles como las de Mendoza, Santiago del
Estero, La Rioja y Catamarca.
[10] Según información médica, la mayoría
de las patologías ginecológicas y mamarias femeninas se presentan a partir de
los 40 o 45 años de edad.
[11] Historia Clínica N.° 0402/180.981; N.° 811 y N.° 178.447,
Archivo Nacional de la Memoria.
[12] Historia
Clínica N.° 0178, Archivo Nacional de la Memoria.
[13] Ver los libros de novedades, Archivo Nacional de la Memoria.
[14] Se manifiesta esta prescripción en la
Historia Clínica N.° 176.792, ANM.
[15] También las mujeres uruguayas
centraron sus testimonios en torno a tres grandes ejes: la vida en el penal, la
relación con sus familiares y fundamentalmente las torturas psíquicas y físicas
sufridas Sapriza (2009). Ver también este tema en
Merenson (2003).
[16] Alicia
Kozameh citada en Boccanera
(2006): “El testimonio de ex presas políticas de Villa Devoto en el libro Nosotras. Presas políticas”
(para la agencia de noticias Télam). Ver
http://www.redroom.com/author/alicia-kozameh/bi
[17] Un dato interesante es el de la
investigación de la médica neuropsiquiatra Paz Rojas, la cual, mediante
estudios comparados entre distintas poblaciones víctimas de violencia estatal
ha encontrado un patrón de frecuencia de enfermedades degenerativas en
familiares de detenidos-desaparecidos en Chile. Rojas (1996).
[18] Causa N.° 500/80 sobre
apremios y torturas en el Penal U6 de Rawson. Expediente N.° 500/107/1980. Sin
fojas, ver carta inicial de Carlos K.al juez Omar Garzonio.
[19] Causa N.° 500/80 sobre apremios y torturas en el Penal
U6 de Rawson. Ver fojas 1938 y ss.
[20] Es importante destacar que el reglamento
prohibía el ingreso de todo tipo de alimentos enviados desde el exterior. De
modo que los internos solo podían consumir unos pocos de una lista muy reducida
de la proveeduría del penal que, por otro lado, se compraban, además, a precios
poco convenientes con el dinero que depositaban los familiares en sus cuentas.
[21] Causa N.° 500/80 sobre apremios y torturas en el Penal
U6 de Rawson. Ver fojas 444 y ss.
[22] Causa N.° 500/80 sobre apremios y torturas en el Penal
U6 de Rawson. Ver fojas 4179 y ss.
[23] Ídem.
[24] Causa N.° 500/80 sobre apremios y torturas en el Penal
U6 de Rawson. Ver fojas 4424 y ss.
[25] Causa N.° 500/80 sobre apremios y torturas en el
Penal U6 de Rawson. Ver fojas 4179 y ss.
[26] Nota del Comité Internacional de la Cruz
Roja, Delegación Regional para América Latina Cono Sur, Buenos Aires, s/número
con fecha del 14 de abril de 1980.
[27] Nota del Comité Internacional de la Cruz
Roja, Delegación Regional para América Latina Cono Sur, Buenos Aires, N.° 104
con fecha del 18 de abril de 1980.