Memorias trans y violencia estatal.
La Ley Integral para Personas Trans y los debates sobre el pasado reciente en Uruguay

 

 

Trans memories and State violence.
The comprehensive law for trans people and discussions about the recent past in Uruguay

 

 

 

 

Diego Sempol

 Universidad de la República,

 Facultad de Ciencias Sociales (Uruguay)

sempol.diego@gmail.com

 

 

Resumen

En el marco de la aprobación de la Ley Integral para Personas Trans se produjo la emergencia en Uruguay de una serie de testimonios trans que denunciaron violencias estatales históricamente invisibilizadas. En este artículo se analizan los factores que ayudan a comprender su emergencia y las disputas sobre el pasado reciente que esos sentidos instalan.

 

 

Palabras Clave

Memorias trans; Uruguay; violencia; terrorismo de Estado

 

 

Abstract

After the comprehensive law for trans people was passed, a series of trans testimonies that denounced historically invisible state violence emerged in Uruguay. This paper analyzes the factors that help to understand their emergence and the disputes around the recent past that these recollections installed.

 

 

Keywords

Trans memories; Uruguay; violence; State terrorism

 

Había bastante gente en la sala Acuña de Figueroa. Era el 20 de setiembre de 2017 y en el marco del mes de la diversidad sexual el Consejo Nacional de Diversidad Sexual (CNDS) y el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) decidieron presentar el borrador del proyecto de la Ley Integral para Personas Trans en el Parlamento uruguayo.[1] Cuando le tocó el turno de hablar a la activista trans[2] Antonella Fialho[3], para sorpresa de todos los participantes, se paró de la mesa, bajo la tarima y acercándose a los asistentes dijo de pie:

 

“… ahora más que nunca no nos van a callar. Es hora de romper el silencio…, nos hicieron pichí encima, submarinos, nos hicieron limpiar calabozos… tantas atrocidades… nosotras estamos politizadas… por eso no más lágrimas, no más silencio, no más callar. ¡Sí a la ley integral! Señores legisladores, ya rompimos el silencio, ¿nos escuchan?”

 

Y agitando las manos con el puño cerrado comenzó a corear —mientras invitaba a todos los asistentes a acompañarla—: “¡Trans, conciencia, memoria y resistencia! ¡Trans, conciencia, memoria y resistencia!”. La sala se enardeció de golpe y todos los asistentes corearon la consigna al unísono repetidas veces justo antes de cerrar su intervención con un apretado aplauso.

Esta presentación marcó la irrupción de una serie de testimonios o memorias trans[4] que rompieron un silencio prolongado y pusieron en discusión el pasado reciente uruguayo y los relatos oficiales sobre las violencias estatales de ese período.

En este artículo me propongo analizar los debates producidos durante la discusión de la Ley Integral Trans vinculados al pasado reciente y la violencia estatal a efectos de intentar contestar las siguientes preguntas analíticas: ¿qué cambios fomentaron la emergencia por primera vez en el espacio público de estas memorias trans sobre el período autoritario y la violencia estatal? ¿Qué disputas sobre el pasado reciente instalan estas memorias trans? El corpus utilizado para la investigación que aquí se presenta fueron las intervenciones públicas que hicieron diferentes militantes trans durante el debate sobre la ley integral trans (2017-2019) en actos y encuentros ligados a la lucha por lograr su aprobación. También se abordaron las discusiones parlamentarias y las declaraciones de distintos actores implicados en la discusión de la ley en medios de prensa uruguayos durante esa etapa. Además, se realizó una revisión de los documentos sobre el tema disponibles en el Archivo del Colectivo Ovejas Negras y la Asociación Trans del Uruguay, así como de fuentes secundarias existentes (producción historiográfica y publicación de testimonios de personas travestis y trans). La metodología utilizada para interpretar la información fue el análisis de contenido cualitativo simple, siguiendo la estrategia tripartita que presenta tanto la escuela americana (Strauss y Corbin, 2002; Miles y Huberman, 1994; Glaser y Strauss, 1967) como la española (Canales, 2014; Valles, 2014; Ibáñez, 1979). A lo largo del artículo se presentan varias citas que ejemplifican e ilustran el análisis.

El artículo aborda primero una breve revisión de los antecedentes sobre el tema, para luego analizar tanto las condiciones que permitieron la emergencia de una “memoria trans” sobre el pasado reciente en Uruguay, así como algunos puntos clave que introdujo ésta en el debate público sobre ese pasado.  El texto busca subrayar dos aspectos: en primer lugar, el régimen autoritario (1973-1984) en Uruguay,  a diferencia de lo que sucedió en la región, trajo aparejada una inflexión en la violencia estatal sobre las personas travestis y homosexuales con respecto a lo que venía sucediendo en las décadas anteriores.  En segundo lugar, si bien el contexto de la aprobación de la ley habilitó la emergencia pública de estas memorias trans sobre el pasado reciente, también las enmarcó en forma significativa estimulando la visibilización de todos los aspectos ligados a la represión y la violencia estatal, dejando en un segundo plano todo aquello vinculado con su agencia y estrategias de resistencia.

Como señala Jelin (2017) lo que es silenciado en determinada época puede emerger con voz fuerte en otro momento y lo que es considerado importante en un momento dado puede perder en otro por completo su peso y ser eclipsado por un nuevo asunto que despierte más atención o interés. Analizar estas memorias desde una perspectiva histórica permite abordar, entre otras cosas claves, su diálogo con diferentes temporalidades y escenarios.

Algunos antecedentes

En el Cono Sur los estudios que exploran la relación entre violencia y Estado han tenido una fuerte acumulación (D’Antonio, 2015), cobrando interés en el último lustro en particular dentro de este campo la situación de la población homosexual y travesti bajo los regímenes autoritarios. En Brasil, Freitas (2014) confirma la existencia en San Pablo durante la dictadura brasilera de formas de persecución sobre homosexuales y travestis con el propósito de regular el mercado de la prostitución y establecer áreas vigiladas. La represión sobre la población homosexual y travesti fue explícita pero no sistemática —agrega Freitas (2014) —, y tuvo apoyo de diversos sectores sociales. Algo similar señala Cowan (2014) para quien la homosexualidad y la disidencia sexogenérica formaron parte de un conjunto de ansiedades que nucleaban las ideas de amenaza y subversión del régimen militar.

Por su parte, tanto Bazán (2004), en un trabajo más de tipo periodístico, como Rapisardi y Modarelli (2001), en un acercamiento de corte académico, señalan coincidentemente la existencia de formas de persecución a homosexuales y travestis en la ciudad de Buenos Aires durante la última dictadura argentina. A su vez, Anabitarte (2008:235) en su relato testimonial señala que tanto la dictadura franquista como la argentina pretendieron suprimir la «desviación sexual, no enmendarla, ni curarla: eliminarla de la vida social». Además, Anabitarte se hace eco de las versiones que afirman la existencia de detenidos-desaparecidos homosexuales durante la última dictadura Argentina y trata de inscribir estas formas de violencia en una temporalidad más amplia.

También Insausti (2015: 73) propone pensar las violencias estatales de la dictadura en un marco temporal más amplio desde los años 40 hasta la década del noventa del siglo pasado, problematizándose así la supuesta excepcionalidad represiva de la última dictadura argentina. A su vez, para este autor durante el autoritarismo existió un «círcuito desaparecedor» y otro contravencional que tuvieron metas no coincidentes: mientras el primero buscó la desaparición física de la subversión política y la obtención rápida de información el contraventor pretendió disciplinar la sexualidad y excluir a los infractores del espacio público. Ambos círculos, agrega Insausti (2015: 74), en ocasiones se cruzaron al compartir locales o porque los militantes políticos detenidos son homosexuales.

Estos textos - en coincidencia con buena parte de las investigaciones más recientes que trabajan la relación entre violencia y Estado en Argentina[5] - subrayan la existencia de una continuidad en la violencia estatal sobre homosexuales y travestis durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, en Uruguay la investigación histórica y los testimonios confirman hasta el momento un proceso diferente: el régimen autoritario en este caso si implicó   una inflexión significativa en el relacionamiento entre el estado y las personas travestis y homosexuales al incrementarse la violencia estatal sobre estos grupos.

El trabajo pionero de Perelli (1990) destacó cómo en el Cono Sur los regímenes militares desarrollaron en su discurso una noción de orden que idealizó el Occidente cristiano e hizo centro en la familia heteropatriarcal. El discurso autoritario trazó así una frontera entre lo uruguayo y lo extranjero (Perelli, 1987; Cosse y Markarian, 1996) definiendo a la identidad nacional sobre la base de una serie de «valores esenciales» que no eran más que una interpretación de los valores católicos de los sectores más conservadores eclesiásticos. Valores que sustentaban un «orden natural» a partir del cual se enfrentaban el bien y el mal (Perelli, 1987). Todo aquello que cuestionaba estos valores era considerado foráneo, y una amenaza a la familia, pilar de la sociedad.

La subversión pasó así a ser cualquier tipo de actividad o actitud «destinada a socavar la fuerza militar, económica, sicológica, moral o política de un régimen… acciones… en todos los campos de la actividad humana» (El Soldado, 80, diciembre de 1981). La Policía de Montevideo no permaneció al margen de este proceso. El 26 de mayo de 1971 se aprobó la Ley 13963, conocida como la Ley Orgánica Policial, que reorganizó profundamente esta fuerza al crear varias dependencias nuevas y al unificar los criterios de funcionamiento en todo el país. A su vez, la intervención de las Fuerzas Armadas en la Policía implicó la militarización y la sustitución de los cargos políticos por militares, el desarrollo de una férrea disciplina interna y el adoctrinamiento en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN). La Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII) cobró un papel preponderante en el funcionamiento de la Policía, y se produjo la pérdida creciente de las garantías procedimentales con los detenidos.

Sempol (2013) realizó los primeros acercamientos al tema y demostró la existencia de formas de persecución policial a homosexuales y travestis durante la dictadura uruguaya y los primeros años de democracia al analizar la forma y las olas de estos dispositivos de vigilancia y control estatal. Por su parte, Calvo (2013) analizó el impacto que tuvo en las vejeces de homosexuales y travestis estas experiencias de persecución estatal. Por último, la tesis de Gutiérrez (2018) explora nuevamente la persecución estatal a travestis durante la dictadura y su impacto al momento de definir una línea divisoria entre las militantes “viejas” y las más “jóvenes”.

En Uruguay predominó —a diferencia de Argentina, donde hubo una fuerte continuidad en la represión estatal hacia la población no heteroconforme durante el siglo XX (Insausti, 2015) —, la discriminación social sobre la estatal, teniendo esta última algunos picos puntuales. Un primer momento fuerte de persecución se produjo en los años veinte, según Barrán (2002: 178), gracias a la acción de Juan Carlos Gómez Folle, jefe de Policía de Montevideo entre 1923 y 1927, quien buscó «limpiar» la capital de «depravados sexuales», «afeminados indecorosos» y «pervertidas».

Pero en Uruguay la Policía no gozó en ningún momento de potestades judiciales o legislativas. A su vez, en ninguna parte del territorio uruguayo existieron figuras legales similares a las contravenciones o edictos policiales, herramientas a partir de los cuales la policía logró en varios países latinoamericanos grados importantes de autonomía en su acción y el desarrollo de una economía política centrada en la gestión, antes que el combate, de los circuitos de ilegalidad.

Además, en termino comparativos el estado uruguayo durante la primera mitad del siglo XX desplegó sólo en forma esporádica la violencia estatal contra distintos sectores de la población, casi siempre sólo cuando ya habían fracasado antes diferentes formas de negociación o integración que buscaban encontrar otro camino para gestionar las tensiones, los conflictos sociales y políticos, o asegurar el orden social.  Salvo la violencia y persecución que tuvo lugar durante la dictadura terrista (1933-1938), no hubo en Uruguay nada parecido a la semana trágica de 1919 o a la represión contra la movilización obrera en la Patagonia en 1921.

Esta diferencia pude comprenderse a partir del proceso histórico uruguayo. El primer impulso reformita (1911-1916) implicó el acceso a la ciudadanía y la legalización de la actividad sindical, así como el desarrollo de un anticlericalismo beligerante y una perspectiva medicalizada que interpeló las visiones religioso sobre la prostitución y la sexualidad.

A su vez, a principios de los 40 aparecieron mediaciones corporativas de nuevo tipo para la clase trabajadora (Lanzaro, 1985). Los consejos de salarios cumplieron su función específica pero también se volvieron una manera descentralizada de micro producción política: además de atender la regulación del salario y de las relaciones laborales, la institucionalización de esta forma específica de concertación corporativa afectó las pautas de intercambio político y moderó el conflicto social. Se consolidó así una civilidad “moderada” que buscó en forma recurrente el compromiso, un “régimen de conciliación” (Real de Azúa, 1988), que intentó construir la estabilidad más a través del entendimiento y la participación que mediante el sometimiento. [6]

En este contexto durante los años sesenta y principios de los setenta surgió en Montevideo una zona de levante y sociabilidad homosexual y la población travesti comenzó a ocupar el espacio público durante la noche, instalando un precario circuito de comercio sexual. Pero a medida que el autoritarismo avanzó estos espacios se redujeron y las prácticas policiales se volvieron cada vez más arbitrarias. En 1976, coincidiendo con el intento fundacional de la dictadura cívico-militar [7] y a raíz del asesinato de un homosexual, el jefe de Policía de Montevideo, coronel Alberto Ballestrino, detuvo a más de trescientos homosexuales y se propuso limpiar la ciudad de «la actividad perniciosa del homosexualismo» (El Diario, 27/10/76: 31)

La población travesti, conocida por ese entonces como los travestis fue uno de los grupos en que se focalizó la acción policial, por lo que en esta etapa experimentó una inflexión importante en su relacionamiento con la policía. Si bien la persecución policial al comercio sexual callejero siempre existió[8], lo que cambió con el incremento del autoritarismo fueron los lapsos de detención y los niveles de violencia institucional: a fines de los sesenta los arrestos de Orden Público o en una comisaría no superaban en general las 24 horas, mientras que a partir de 1974 pasaron a durar 7 o 15 días (Sempol, 2013, Sempol y Graña, 2012). Y los malos tratos y la tortura para obtener información sobre delincuentes (narcotráfico, contrabando, robos) al principio casi ausentes se fueron instalando progresivamente en forma frecuente. A la represión policial se sumó la existencia de secuestros por parte del Ejército o la Armada, donde muchas travestis sufrieron maltratos, golpizas y violencia sexual (Gutiérrez, 2018, Sempol, 2013).

En las elecciones nacionales de 1984 triunfó el candidato del Partido Colorado, Julio María Sanguinetti, con el 41 % de los votos, bajo la consigna «Cambio en paz». Comenzó así el proceso de transición, durante el cual las prácticas de la Policía mantuvieron grandes continuidades con la dictadura, ya que durante el gobierno de Sanguinetti (1985-1989) no hubo reformas internas ni recambio importante entre sus cuadros, así como ninguno de sus miembros fue juzgado por sus implicancias en la violación de derechos humanos durante el régimen cívico-militar. Durante esta etapa hubo varias denuncias en los medios masivos de comunicación de maltrato, y tortura policial[9] y la policía volvió a realizar razias al amparo de la vigencia del Decreto 680/980[10] en la supuesta necesidad de identificar a las personas, prevenir el delito y el consumo de drogas. Las detenciones podían llevar entre 24 y 72 horas. Esta modalidad fue utilizada contra jóvenes, homosexuales y travestis.

En 1989 se creó la Coordinadora Anti Razzias, la que, luego del asesinato de Guillermo Machado en una comisaría[11], logró convocar una importante movilización social en contra de este dispositivo de control. Las marchas en la calle y las críticas de la oposición política en año electoral permitieron  frenar finalmente este tipo de práctica represiva.

La aplicación de este tipo de dispositivos de control social no fue un fenómeno excepcional. Las razias policiales también fueron frecuentes en Argentina y Brasil durante los años ochenta y principios de los noventa como una forma de hacer números estadísticos, demostrar eficacia en el accionar policial y construir una economía política a partir de la gestión de la ilegalidad. No es casualidad por ello que en los tres países estas formas de control policial recayeron —además de a otros grupos— sobre la población travesti en situación de prostitución.

 

Historiando memorias, silencios y emergencias

Para entender la ausencia completa de visibilidad de la violación de los derechos humanos de las personas travestis durante la dictadura y los primeros años de democracia es necesario analizar el contexto histórico. Durante el gobierno de Sanguinetti (1985-1989) el tema de la violación de los derechos humanos durante la dictadura ocupó un lugar relevante en el debate público en la medida en que el Poder Ejecutivo promovió la aplicación de amnistías para los militares implicados. La subordinación del poder militar a la autoridad civil fue un proceso complejo, lleno de retrocesos y avances durante los cinco primeros años de la democracia. El factor más irritante para las Fuerzas Armadas fue el desarrollo de causas judiciales que citaban a los tribunales a militares acusados por violación de derechos humanos durante la dictadura cívico militar. El riesgo de desacato que anunciaban los militares citados promovió entre el Partido Colorado y el Partido Nacional la aprobación de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, el 22 de diciembre de 1986, el mismo día en que debían comparecer a la Justicia los primeros militares.[12] En respuesta a su aprobación en 1987 se constituyó la Comisión Nacional Pro Referéndum, que reunió al movimiento de derechos humanos uruguayo, un vasto número de organizaciones sociales, y a sectores político partidarios, con el propósito de derogar la norma. Las 634.702 firmas recolectadas para someter la ley a referéndum se entregaron el 17 de diciembre de 1987 a la Corte Electoral. Pero los resultados del referéndum del 16 de abril de 1989 dieron la victoria al Voto Amarillo (a favor de mantener vigente la ley), con el 57 % de los votos.

De esta forma, en Uruguay el tema de los derechos humanos no se volvió un marco fundacional de la nueva democracia y no hubo durante la siguiente década ningún tipo de investigación judicial sobre la violación de los derechos humanos durante la dictadura cívico-militar. Y la publicación del informe Nunca Más en Uruguay (elaborado a iniciativa del Servicio Paz y Justicia, Serpaj, Uruguay y no del Estado) no tuvo tanto impacto social.

Las razias tuvieron lugar en Montevideo al mismo tiempo que se procesó este debate social y político sobre los derechos humanos y la necesidad de consolidar la democracia. La exclusión de esta temática, tanto entre las organizaciones sociales de izquierda como entre los partidos políticos, estuvo vinculada a la centralidad que tuvo en la agenda la violación de los derechos humanos por motivos políticos, y el rechazo a ligar la democratización con temas como la sexualidad y el género.

Las primeras organizaciones que politizaron la sexualidad y la identidad de género en Uruguay (Escorpio y Homosexuales Unidos) no introdujeron el problema de la represión policial durante la dictadura y centraron sus denuncias en la existencia de razias policiales en plena democracia. La estrategia fue generar condiciones sociales y políticas de habitabilidad en ese contexto histórico y combatir la continuidad de la violencia estatal, dejando de lado temas del pasado, que dado el alto grado de homo-lesbo-transfobia y rechazo social eran inaudibles.

En Uruguay las primeras organizaciones travestis aparecieron en 1991 (Mesa Coordinadora de Travestis y luego la Asociación de Travestis del Uruguay, ATRU) y centraron su trabajo en el problema del VIH-Sida y la exclusión social. El silencio en las organizaciones travestis sobre la violación de los derechos humanos durante la dictadura y la violencia policial en los años ochenta fue también persistente. En una entrevista que realizó el semanario Mate Amargo en 1991 a varias integrantes de la Mesa Coordinadora de Travestis emergió esta realidad en forma explícita. El cronista primero les preguntó «¿Cómo vivieron los travestis durante la dictadura?» y anotó a continuación en la nota la reacción de las entrevistadas «(intercambian miradas y por primera vez noto algo parecido al espanto)». Finalmente, Fanny, una de las entrevistadas, contestó: «Mirá, nadie te va a hablar de esto. Para nosotras es una página cerrada. Cambiá de tema, por favor». El cronista insistió: «¿Y la situación actual cuál es?». Adriana, otra de las chicas entrevistadas, entonces respondió: «Te diría que normal. A menudo nos detienen, estamos 12 horas y nos largan» (Mate Amargo, Año VI, 128 11/9/1991: 12-13).

Este silencio de la población trans sobre la violencia estatal que sufrió durante la dictadura es difícil de interpretar. El silencio como señala Jelin (2017: 237) muchas veces es fruto del miedo y producto de una persistente historia de dominación social. Hablar a veces es peligroso y el silencio opera como una forma de protección. Esta interpretación resulta plausible para el caso analizado. En los ochenta y noventa no había ninguna normativa que protegiera a la población travesti, y el temor a no ser tomadas en serio en sus denuncias fue importante. A su vez, en ese momento seguían siendo hegemónicas las visiones que patologizaban sus identidades, lo que desacreditaba sus potenciales denuncias. También muchos perpetradores seguían estando en cargos claves en la Policía y las Fuerzas Armadas, aun cuando las personas cuyos derechos humanos fueron violados por motivos políticos, eran consideradas víctimas y sus denuncias eran reconocidas por una parte importante de la población, algo que no sucedía para nada con las víctimas trans.

Esto pudo promover una evaluación resignada ante la situación de vulnerabilidad social que terminó por visualizar como inconducente y hasta peligrosa cualquier tipo de denuncia. De esta forma, el escenario distaba de ser alentador para iniciar acciones judiciales o denuncias de este tipo y promovía el miedo y estrategias de autopreservación individuales entre las afectadas. A esto hay que agregarle los posibles efectos de la naturalización de este tipo de violencias o su comprensión como algo inevitable e inmodificable.

Esta suerte de borramiento simbólico tuvo uno de sus puntos más alto con la inauguración del espacio de la diversidad sexual en 2005, cuando se levantó en Montevideo un monolito con forma de triángulo invertido en homenaje a las víctimas homosexuales y lésbicas del holocausto nazi. El monumento fue la primera política de memoria del sistema político uruguayos que incluía la diversidad sexual en forma explícita y central.

Como señalan Jelin y Langland (2003) las marcas territoriales son, por su propia naturaleza, locales y localizadas, pero sin embargo sus sentidos adquieren distintas escalas y alcances. Precisamente, si bien los sentidos del monolito buscaban inscribirse en un episodio internacional (holocausto) e integrar nuevos temas al imaginario social local supuestamente «tolerante» y «cosmopolita», contribuían al mismo tiempo a invisibilizar la violación de los derechos humanos que enfrentaron homosexuales y travestis uruguayos durante la dictadura y los primeros años de democracia al recurrir a un episodio europeo sin mencionar la experiencia local.

Pese a ello, es claro que los silencios y los recuerdos dolorosos subsisten en el tiempo hasta que aparece un momento propicio que les permite salir de las catacumbas al espacio público (Pollak, 2006). Esto es lo que parece haber sucedido en los últimos tres años, cuando se rompió el silencio y varias personas trans comenzaron a testimoniar en lugares públicos y espacios institucionales sus experiencias de persecución policial durante la dictadura y los primeros años de democracia.

Este proceso implicó superar el temor a no ser comprendidas y el temor a sufrir represalias por parte de los perpetradores que aún siguen vivos y activos en la policía. La acción estatal y su política de memoria, afirma Jelin (2017), entra en diálogo con las consignas de los movimientos sociales y la subjetividad de los afectados, los que ante cambios en la configuración de la escena modifican una y otra vez la negociación entre lo que se dice y lo que se silencia, entre lo que se olvida y lo que se recuerda, reinscribiendo así sus narrativas en nuevas genealogías y asignado sentidos cambiantes a un pasado siempre vivo. Cabe preguntarse entonces qué cambios se produjeron en la escena que propiciaron esta nueva negociación entre silencio y recuerdo en las memorias trans.

En primer lugar, en Occidente existe hace ya algunas décadas una explosión de la memoria y del coleccionismo que coexiste con la aceleración y la fragilidad de la vida cotidiana (Jelin, 2002). Fenómeno, que más allá de las modulaciones locales, tiene su desembarco e impacto también en el Cono Sur, lo que ha terminado por estimular la proliferación en la región de testimonios de todo tipo.

Asimismo, parece claro que en los últimos 15 años se ha producido un avance significativo en el reconocimiento de los derechos de la población lésbica-gay-trans-bisexual-intersexual-queer (LGTBIQ) en Uruguay y el desarrollo de políticas públicas focalizadas en particular en la población trans. Esto permitió que el Estado se relacionara por primera vez de otra forma con esta población en todo el territorio nacional y que se difundiera entre muchas personas trans la idea del derecho a tener derechos y la desnaturalización de tradicionales formas de discriminación y violencia. Lo «memorable» surge muchas veces cuando algunas rutinas aprendidas y esperadas se quiebran, y un cambio irrumpe y obliga a repensar, a buscar sentidos, transformando la narrativa, volviendo comunicable así algo que hasta el momento no lo era. Como señala Koselleck (1993) la experiencia es un pasado presente, un proceso en donde el sujeto reinterpreta los sentidos de ese pasado, a la luz de un posible futuro y las expectativas que despierta.

Además, el primer censo de personas trans realizado por el Mides en 2016 permitió generar información de primera mano que iluminó en forma contundente la extrema vulnerabilidad y exclusión que vive esta población, sensibilizando a una parte de la sociedad sobre su problemática.

A su vez, el movimiento de la diversidad sexual y el movimiento feminista han incrementado en forma significativa su capacidad de movilización e impacto en la agenda política, instalando visiones alternativas a las hegemónicas sobre las personas trans. Frente a las visiones tradicionales patologizadoras cobró fuerza una visión que subraya las vulnerabilidades que atraviesa esta población, su situación de emergencia social y desprotección. Esto terminó por generar un cambio en el marco interpretativo a partir del que se lee y comprende su experiencia actual y pasada, lo que implicó un reconocimiento simbólico, la disminución del estigma y la vergüenza, y el surgimiento de nuevas narrativas.

Todas estas cosas generaron para las personas trans una ampliación de los espacios públicos de enunciación y una mayor legitimidad social para hablar y denunciar en primera persona, lo que fortaleció la construcción de un sujeto político trans que tuvo su emergencia en los años noventa con el surgimiento de la Coordinadora Travesti.

Por último, existe una cuestión de ciclo de vida, de conciencia de estar transitando el tramo final de sus vidas. Muchas de las trans que testimonian sobre la violencia que vivieron en la dictadura y los primeros años de democracia se autodenominan «sobrevivientes», término que alude a dos sentidos simultáneos y complementarios. El primero vinculado con haber sobrevivido a la violencia policial y el segundo ligado al hecho de aún siguen vivas pese a que buena parte de sus compañeras ya fallecieron. Es que una de las cosas que demostró en forma contundente el censo fue que la población trans es una población juvenil en una sociedad uruguaya envejecida, mientras el 14 % de la población general tiene 65 y más años, entre la población trans este porcentaje se reduce a un 2 %.

 

Desmenuzando las memorias trans

Las memorias trans sobre la cárcel, las comisarías y las detenciones están marcadas por la centralidad del cuerpo, la deshumanización y la violencia física, moral y sexual. Aparece así un cuerpo disidente humillado, abusado, sexualizado, ridiculizado, torturado y patologizado, cuya falta de inteligibilidad lo volvió objeto de dispositivos de control policial y fuertes exclusiones sociales. Los testimonios se anclan en episodios concretos a efectos de ejemplificar prácticas institucionales y la complejidad y los desafíos que tenía la vida cotidiana durante la dictadura y los primeros años de democracia para la población travesti. Karina Pankievich, presidenta de ATRU, recordaba durante una actividad sobre terrorismo de Estado y mujeres trans en la Institución Nacional de Derechos Humanos en 2017:

«Recuerdo cuando nos llevaban a Jefatura, y nos encerraban en el patio. Éramos 10, 15, 20 chicas que no dormíamos 48 o 72 horas, temblando por la chicharra. Cada vez que sonaba no sabía si íbamos a la picana o al submarino. No deseábamos que esa puerta se abriera. … nos mataron a palos pero nunca dijimos. Eso nos marcaba día tras día. Era Hurto, Narcóticos, Brigada de Asalto. Eran todos los departamentos que se iban turnando. No solo nos llevaban detenidas, sino que hacíamos fajina y comíamos la comida que nos daban, una polenta dura y fría. … La policía nos reprimía de una manera tan, tan, tan brutal … Me acuerdo que una vez estábamos frente al Templo Inglés, con dos finaditas, Mariela y Edy. Mariela cumplía 19 años y compramos una rosca de esas que se venden en Semana de Turismo y me prestaron un radiograbador. Apareció de repente el FUSNA [Fusileros Navales]. Nos tiraron la torta y el grabador. Nos pusieron arriba de la muralla con una piola a la cintura y nos tiraron al agua. Y nos decían si en 5 minutos logras hacer 15 metros nadando te soltamos, cuando te querías acordar te soltaban de nuevo y caías para atrás. Era un 7 de agosto, un frio mal…» (Pankievich, Mujeres trans y terrorismo de Estado: relatos invisibles del pasado reciente, 15/6/2017)[13]

Mientras que Patricia Apud, otra de las participantes trans en la sesión que realizó la Comisión de Desarrollo del Senado, señaló:

 

«tengo casi 60 años, y he sufrido toda clase de tortura por parte de la policía…limpiábamos la Jefatura. De los 365 días del año 360 estábamos presas. Ellos iban a nuestra casa —cuando alguien nos daba lugar para vivir, porque nadie nos quería por miedo a que viniera la policía—… te mataban a palos…» (CPDI Carpeta 816/2017 Distribuido N 2145 10/10/18).

 

Además, varios testimonios denuncian la migración forzosa que muchas tuvieron que emprender ante los graves niveles de violencia institucional y las continuas detenciones arbitrarias. Esta suerte de exilio trans nunca ha sido trabajado académicamente hasta el momento y futuras investigaciones deberán determinar su impacto en la construcción de redes activistas trans trasnacionales. Los destinos más frecuentes, se afirma, fueron Argentina, Brasil, España e Italia.

A estas memorias en primera persona se suman, como capas, recuerdos de otros actores que a partir del debate social comenzaron a evocar información que recibieron o experiencias que presenciaron en calidad de testigos. Dos asuntos especialmente remarcables aparecieron durante el debate: algunos políticos subrayaron como muchas de estas violencias institucionales hacia las personas travestis se produjeron ante la mirada de vecinos y transeúntes, algo que legitimaba las denuncias de las personas afectadas. Por ejemplo, la senadora Mónica Xavier (Frente Amplio, FA) señalaba: «todos, por lo menos los montevideanos, recordamos determinadas zonas donde se las persiguió —decreto de razias mediante— de manera muy selectiva y particular» (DSCS N35 T 587 16/10/18:274). En segundo lugar, se denunció la existencia de episodios de persecución por fuera de la capital, algo que prácticamente no había estado presente en el debate ni en las memorias de la represión de las personas trans. El diputado por el departamento de Colonia, Nicolás Viera (FA) señaló en ese sentido que, en Rosario, su ciudad natal, «existió un comisario de la dictadura, Atilio Delgado, que reprimió y torturó a homosexuales, trans y prostitutas por el solo hecho de serlo, una práctica que se extienden a lo largo y ancho de nuestro territorio en diferentes puntos del interior del país…» (DSCR 53.ª Sesión (Extraordinaria) Nro 4199 18/10/2018: 67).

En los testimonios —haciéndose eco de los cambios sociales que tuvieron lugar en los últimos 15 años, y la visibilidad que tuvo la violencia sexual durante la dictadura luego de la primera denuncia colectiva en 2011— se enumeran todas las violencias como perlas equivalentes de un collar. La presentación en conjunto tiene la virtud de dar fuerza a todas y no minimizar ni naturalizar ninguna respecto a otra. Pero genera el problema que homogeniza la experiencia de persecución al volverla un bloque integrado que salvo excepciones casi no tiene modulaciones personales. Esta falta de especificidad que dificulta analizar con más precisión qué fue lo más recurrente, qué no y dónde tiene que ver con tres cosas diferentes: estas «emprendedoras de memoria»[14] (Jelin, 2002: 11), ejercen en sus testimonios una forma de representación de un colectivo que no puede hablar por miedo, por falta de oportunidad o porque ya ha fallecido, aspecto este último que se filtra muchas veces en los testimonios. Es lo que autores como Beverley (1987) han llamado más precisamente “efectos metonímicos” del género testimonial, en donde se equipara la situación del narrador con una situación social colectiva más amplia que lo implica y trasciende al mismo tiempo, algo que a veces se logra gracias a la existencia de un compromiso y/o responsabilidad política específica del narrador (como parece ser este caso), o en otros casos se produce el mismo efecto simplemente por la mera convención narrativa del propio género testimonial.

A su vez, las denuncias realizadas no van a tener consecuencias penales: nadie va a ser procesado por estos delitos (ni siquiera se planteó como una posibilidad durante la discusión del proyecto), por lo que es inconducente introducir información más fina (nombre de policías, número de seccionales, etc.), lo que vuelve las denuncias más genéricas.

Por último, esta lógica más homogeneizante puede estar relacionada con el hecho de que los testimonios sufren una suerte de condensación fruto del intento de traducir en palabras experiencias de persecución que tuvieron decenas de episodios y que se extendieron durante décadas como una suerte de goteo continuo. Más que un episodio o un período específico, las personas que testimonian atravesaron muchos eventos de diferente magnitud y violencia extendidos en arcos temporales significativamente amplios.

 

La periodización en disputa

Frecuentemente, los relatos oficiales y los discursos sobre el retorno a la democracia de diferentes líderes políticos ubican el año 1985 como un mojón en ese proceso, como el fin del autoritarismo y el principio de la democracia.

Esta visión política y social tan dicotómica viene siendo interpelada por la historiografía uruguaya. Varios historiadores[15] subrayan la existencia en 1985 de cambios, pero también de grandes continuidades con la dictadura, tensión que ha promovido cierto consenso en visualizar al gobierno de Sanguinetti como la transición a la democracia propiamente dicha. Después de todo, durante esta etapa se resolvieron asuntos claves pendientes del período autoritario como el lugar de las Fuerzas Armadas en el nuevo régimen político y el problema de la violación de los derechos humanos durante el terrorismo de Estado.

Pero las discrepancias no son solo sobre cuándo se terminó el autoritarismo, sino también sobre cuándo comenzó: mientras para algunos políticos la dictadura comienza en 1973, para historiadores como Rico (2005) y para organizaciones de derechos humanos como Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos y Crysol el proceso autoritario se inició mucho antes, en 1968 de la mano de las Medidas Prontas de Seguridad, la violación de los derechos humanos y el quiebre de la división de poderes y el marco jurídico existente. Este tema estuvo presente en la discusión pública cuando se aprobó en 2009 la Ley 18596 (que amplió la Ley 18033 aprobada en 2006) que establece prestaciones reparatorias para víctimas del terrorismo de Estado durante el período desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985, pero también para víctimas de la actuación ilegítima del Estado que se llevaron a cabo entre el 13 de junio de 1968 y el 26 de junio de 1973.

La discusión de la Ley Integral trans volvió a avivar el debate, en esta oportunidad sobre la fecha de extinción del autoritarismo en nuestro país y sobre la existencia en plena democracia de formas de violencias institucional y violación de derechos humanos sobre esta población en particular.

El primer punto cuestionado fue los motivos por los que se estableció como condición excluyente haber nacido antes del 31 de diciembre de 1975 (como establece el artículo 10 de la ley) para poder ser considerado parte del grupo de potenciales beneficiarios de las medidas reparatorias.

Este límite cronológico se incluyó ya en los primeros borradores del proyecto elaborados en el CNDS. Federico Graña, Director Nacional de Promoción Sociocultural del Mides, y uno de los actores calves en la redacción de la ley, explicó que se llegó al año 1975 cruzando dos datos: las personas travestis femeninas eran expulsadas de sus casas aproximadamente a los 14 años y si bien el decreto que autoriza a hacer razias siguió vigente hasta 2005, la Policía dejó de utilizarlo gradualmente a partir de 1989. Del diálogo entre ambos datos es que surge el año 1975: «Las personas travestis a los 14 años ya estaban en la calle en situación de explotación sexual, por eso tomamos 1989 y contamos 14 años para atrás y ahí nos pusimos de acuerdo en el año 1975» (Entrevista Graña, 14/8/2019).

El segundo punto tuvo que ver con que la norma reconoció (artículos 1 y 10) que históricamente el Estado (y actores privados que contaran con su autorización) ejerció violencia institucional sobre la población travesti, abriendo así la posibilidad a que las personas afectadas denuncien la existencia de prácticas discriminatorias, privación de libertad, daño moral o físico, así como restricciones al ejercicio de los derechos de libre circulación, acceso a trabajo y estudio.

El no establecimiento en la ley de otra fecha tope, salvo la de 1975, obedeció a que si bien los promotores de la norma consideraban que el lapso en el que se produjo el grueso de estas prácticas discriminatorias y formas de violencia estatal fue durante la dictadura cívico-militar y los dos primeros gobiernos posdictatoriales (Sanguinetti, 1985-1989 y Luis Alberto Lacalle, 1989-1994), se pensó de todas formas que se debía ser laxo para facilitar que se concretara la presentación de denuncias.

Nahia Mauri, activista trans del Colectivo Ovejas Negras señalaba en ese sentido en la Comisión del Senado: «las trans fueron perseguidas durante el terrorismo de Estado, práctica que continuó en los primeros años de democracia, en los que hubo mucha violencia institucional por medio de las razias, que tenían como uno de sus principales objetivos a la población trans» (CPDI, Carpeta N 816/2017, Distribuido 1856, 7/5/2018), mientras que para ATRU hay que ir incluso un poco más lejos, ya que a su entender la violencia estatal hacia personas trans subsistió hasta principios del siglo XXI.

Este reconocimiento de la existencia de violencia estatal en democracia generó muchos cuestionamientos en los legisladores de la oposición. Por ejemplo, la senadora del Partido Colorado Carol Aviaga interpelaba el artículo 10 y advertía:

«no es sano que se diga que la situación luego de 1985 era la misma que en la época de la dictadura … o se repara a quienes estuvieron en desventaja y que sus derechos estuvieron violentados solamente durante la dictadura o lo hacemos hasta el día de hoy, pero no entiendo por qué se pone como fecha límite el año 1975. ¿Qué quiere decir esta fecha? ¿Qué durante los gobiernos de los doctores Sanguinetti, Lacalle y Batlle se violentaron los derechos de estas personas y luego mágicamente eso dejó de suceder?» (CPDI, Carpeta 816/2017. Distribuido N 2145 10/10/2018)

Además de una discusión sobre los alcances y las permanencias del autoritarismo esta intervención introdujo una clara disputa politicopartidaria: Aviaga intentaba evitar que los gobiernos de los partidos tradicionales (PC y PN) quedaran asociados a formas de violencia institucional que permitieran incluirlos en una genealogía que tuviera su emergencia en el régimen dictatorial. En definitiva, que se subrayen más las continuidades que las rupturas y que 1985 aparezca ya no más como separando dos momentos radicalmente diferentes, sino como uno marcado por continuidades que denuncian la existencia de un escenario con graves déficit democráticos, escenario que afectaba la narrativa del PC sobre la transición democrática y su rol protagónico en ese proceso democratizador.

Además, este debate puso en el centro la difícil relación entre democracia y autoritarismo, ambos presentados tradicionalmente como fenómenos mutuamente excluyentes, que encuentran en la población trans un caso que interpela esta disociación discursiva y política. La ley avanzó en ese cuestionamiento cuando reconoció la responsabilidad del Estado uruguayo en la violación de los derechos humanos durante la dictadura y la etapa democrática. Esta inclusión en forma explícita en la ley rompió con la naturalización de prácticas represivas policiales y dispositivos de control sobre este grupo social, permitió subrayar la continuidad de la violencia estatal en el tiempo más allá de tipo del régimen político en cuestión, así como logró problematizar las nociones que reducen la democracia a sus aspectos meramente procedimentales. 

 

El debate sobre la reparación y el lugar de las víctimas

¿Cómo pensar a las víctimas de estas violencias? ¿Cómo fueron tratados estos casos por la sociedad? El debate durante la aprobación de la Ley Integral Trans y su posterior impugnación y sometimiento a una instancia de prerreferéndum[16] tuvieron en la dimensión reparatoria un asunto recurrente. Esta dinámica de defensa e impugnación redujo a las memorias trans el espacio social de enunciación pública estimulando selectivamente la visiblización de algunos aspectos con respecto a otros.

Esta lógica dicotómica se puede sintetizar de la siguiente forma: por un lado, entre los políticos y grupos religiosos opositores a la aprobación de la ley se apostó a convertir a las víctimas en victimarios. Las prestaciones reparatorias fueron presentadas entonces como una «pensión» por el simple hecho de ser trans, una forma de inequidad, un «privilegio» fruto de la supuesta lucha corporativa de las organizaciones LGTBIQ, que desconocía la existencia de muchos más grupos que también habían sido perseguidos y que pese a eso no eran incluidos en esta norma. Por ejemplo, la senadora Verónica Alonso (PN) afirmó durante el debate parlamentario: «estos ya no son derechos, son privilegios… esta ley no solo no elimina la discriminación sino que la reafirma porque establece una categoría de personas a las que se otorga un tratamiento diferente y un subsidio vitalicio…» (DSCS N35, T 587 16/10/2018: 266).

En cambio, entre los que apoyaron la nueva norma la reparación fue vista como un acto de justicia para «los más olvidados de los olvidados, discriminados y perseguidos en dictadura, y muchas veces también en democracia» (DSCS N35, T 587 16/10/18:294) y una forma de «saldar una deuda histórica… y reconocer los derechos omitidos desde siempre»(DSCR 53.ª Sesión Nro 4199 18/10/18:39). En esta visión se restituye el lugar de víctima de las personas trans y su relación con la violencia estatal en los años ochenta y noventa, y la discriminación social y laboral que vivían en forma cotidiana. Pero los estrechos límites que impuso la acusación de que se estaba generando un privilegio terminó exacerbando en los discursos y testimonios que apoyaban la ley el lugar de víctima pasiva, lo que terminó por invisibilizar la agencia de las personas travestis y sus estrategias para enfrentar y sobrevivir esa persecución.  En ese sentido, los testimonios trans públicos realizados durante esta coyuntura fueron coincidentes: se hizo hincapié, una y otra vez, en describir las diferentes formas de violencia estatal que sufrieron, pero no se acompañó esas reflexiones con aspectos que rescataran la pluralidad de formas que se crearon para sortear, resistir o minimizar su impacto. De esta forma, desapareció de los testimonios púbicos el humor y la ironía, que permitieron tantas veces gestionar la angustia y la exclusión; las fiestas y las redes formales e informales de apoyo, las trasgresiones y picardías, las conquistas eróticas y los amores. Aspectos todos ellos presentes en forma predominante en los pocos testimonios públicos de travestis producidos en otras coyunturas previas al debate de la ley integral, cuando existía aún un silencio significativo sobre las violencias estatales. Un ejemplo en ese sentido, puede ser el libro de Argañaraz y Ladra (1991) con los testimonios de Gloria Meneses -quien se autodenominaba como “el travesti más viejo de América del Sur”- sobre el carnaval montevideano, sus amistades y novios, las fiestas y los templos afroumbandistas a los que supo integrarse.   

Estas restricciones para visibilizar otras cosas más allá de la persecución y la violencia tienen que ver también con factores más estructurales sobre cómo se construyen las víctimas en una sociedad. Como señala John Conroy (2001), en toda sociedad existe una clase de individuos que la mayoría social admite como potencialmente susceptibles de ser torturados. Esta categoría va variando en el tiempo y es la base que permite identificar en cada contexto cuáles víctimas reciben reconocimiento oficial, cuáles van a ser consideradas libres de toda culpa y cuáles son ignoradas por completo en un momento dado (Elias, 1986). En este caso fue decisivo para que se lograra el reconocimiento de las personas trans como víctimas el apoyo estatal, la difusión de los datos del censo de personas trans y el reconocimiento del movimiento LGTBIQ, feminista, de derechos humanos y del FA. Todos estos actores lograron generar visiones alternativas que facilitaron el desarrollo de una mayor empatía social con sus problemas.

Es que los procesos de reconocimiento oficial de las víctimas dependen, como señala Elias (1986), de una cantidad de factores jurídicos y culturales, pero esta configuración y este proceso de selección se vuelven aún más estrictos al momento de determinar aquellas víctimas que son consideradas como libres de cualquier culpa. Analizar las «víctimas culturales» (Elias 1986: 17), aquellos cuyo estatuto de víctima no es reconocido por el sistema jurídico o la sociedad, nos permite comprender mucho, no solo sobre la víctima en sí, sino sobre las percepciones culturales y dispositivos de poder que atraviesan a estos individuos y los ubican en ciertos lugares de no legitimidad enunciativa y vulnerabilidad legal y social. En este caso, habitar una identidad de género socialmente no esperada instala dificultades en el reconocimiento social que contribuyen a su deshumanización, así como estar en situación de prostitución y explotación sexual generan una fuerte deslegitimación enunciativa y no facilitan sus condiciones de audibilidad, aspectos todos que terminan arrojando sospechas que culminan culpabilizando a la propia víctima.

A su vez, también se puede analizar estos silencios y pérdida de integralidad como una estrategia de una memoria subalterna para llevar adelante, en un contexto de alta impugnación, la construcción de su propia autoridad narrativa, negociando así –dentro de lo posible- sus condiciones de representación y audibilidad. Una forma de agenciamiento subalterno (Beverley, 2004) que visualiza su propio testimonio en términos de una intervención coyuntural que busca dialogar y dar respuesta a una urgencia estratégica: ser reconocidas como víctimas y transformar los estrechos márgenes de una configuración social y política, así como a las normas que definen la frontera entre lo humano y lo no humano.

Tanto las características momentáneas del debate sobre la ley como estos factores de más largo aliento, terminaron enmarcando la memoria trans reforzando en forma excluyente los testimonios ligados a la violencia estatal y su construcción cómo víctimas pasivas carentes de agencia o formas de resistencia.

 

Reflexiones finales

La emergencia pública de estas memorias trans instalaron importantes desafíos analíticos, políticos y éticos: ¿cómo desarrollar maneras nuevas de escuchar lo que las personas trans tienen para decir sobre la violencia estatal y el pasado reciente?

Estas memorias trans introducen el desafío de pensar el problema de la violencia estatal y sus inflexiones durante la dictadura sin sobredimensionar el paradigma que visualiza al periodo autoritario como un paréntesis sin ningún tipo de continuidad con el período previo y posterior de la historia uruguaya. Una primera hipótesis provisoria es que este cambio en la relación entre estado y homosexuales y travestis tiene su explicación en el factor castrense y su vulneración de las formas de negociación e ideas morales de la cultura política batllistas. A su vez, - y sin minimizar esta inflexión-, es necesario inscribir y leer ese cambio en algunas continuidades que trascienden cronológicamente la dictadura cívico-militar. Las ideas de peligrosidad, de orden, de amenaza fueron forjándose en los años previos a la dictadura, en diálogo con el contexto de la Guerra Fría, el desarrollo de la Doctrina de la Seguridad Nacional, y la apelación a nuevas estrategias represivas para enfrentar el conflicto social.

La novedad es que estas ideas de orden y peligrosidad y una construcción de “otro” visto como amenaza e incompatible con el nuevo orden que se buscó fundar confluyeron y articularon en forma variable durante el período autoritario impregnando los cambios en la estructura policial, los diferentes dispositivos de seguridad y las prácticas de vigilancia y exclusión llevadas adelante por los distintas dependencias estatales. Este influjo creciente estimuló prácticas estatales que ensayaron un disciplinamiento social en el que confluyeron anticomunismo, ideales de patria y tradición, y visiones rígidamente heteronormativas en torno a la familia nuclear como base de la estructura y la organización social. 

Además, estos testimonios también impugnan las visiones oficiales y las politológicas más tradicionales que marcan 1985 como un antes y después en el proceso de democratización uruguayo, así como disputa los sentidos de la categoría democracia y su reducción a sus meros aspectos procedimentales y formales. En definitiva, estas memorias trans ponen en juego la necesidad de complejizar la periodización histórica e introducir analíticamente la idea de la coexistencia de múltiples transiciones con diferentes ritmos y problemas pendientes, así como permite pensar la difícil relación existente entre democracia y enclaves de violencia autoritarios.

Por otro lado, la respuesta estatal y social actual a estos testimonios —una por cierto nada despreciable— fue reconocer su legitimidad e incorporar lo que instalaban a una lógica reparatoria en un escenario de disputa e impugnación. Pero esta lógica dicotómica parece, junto a factores más estructurales, haber enmarcado estas narrativas y haber producido a su vez nuevos silencios.  Si bien durante el debate no existió una espectacularización de la violencia que experimentaron estas «sobrevivientes», la futura reconstrucción de sus procesos personales y colectivos va a requerir nuevas nociones sobre lo privado y lo público que permitan narrativas que den visibilidad a esas violencias y a otros asuntos a través de un acercamiento que reduzca al mínimo la exposición de la intimidad.

Así mismo, estas memorias trans están fuertemente feminizadas. Poco y nada sabemos aún sobre que sucedió con las personas que habitaban expresiones de género socialmente no esperadas o no binarias en los setenta y ochenta. Poco y nada se habló públicamente sobre los discursos y prácticas que ayudaron en su momento a reconocerse y afirmarse a nivel identitario. También muy pocos relatos rescataron públicamente las estrategias de resistencia y sobrevivencia que permitieron a ese colectivo prevalecer pese a la adversidad y la violencia. Recuperar esta integralidad de sentidos es importante, ya que el pasado, si facilita múltiples modelos, relatos o imágenes, permite estimular la imaginación ontológica y política, y construir estrategias políticas alternativas.

De todas formas, esta emergencia abrió nuevas posibilidades analíticas en el campo de estudios uruguayo sobre sexualidad y pasado reciente: desde problematizar el lugar de la clase en los estudios sobre la población LGTBIQ, pasando por estimular el análisis de la estrecha relación entre la disidencia sexual y sectores populares, así como el estudio de la relación entre contextos políticos y procesos de subjetivación sexo-genéricas, y el intenso diálogo entre lo travesti, lo transformista, lo marica y lo homosexual. Un continuum este último que convoca a trascender, como proponen Cutuli e Insausti (2015: 22), una interpretación de esas identidades cómo meros resabios atemporales o como una simple alteridad de la “modernidad gay global”.

Además, como ha trabajado Theidon (2007) las memorias tienen diferentes temporalidades y estas memorias trans no son la excepción. Sus experiencias de discriminación, exclusión y violencia se inscriben en procesos en los cuales las temporalidades involucran procesos más macro y estructurales. Poner la mirada en esta otra temporalidad ayuda a comprender la naturalización de la violencia y los silencios persistentes que existieron en las organizaciones sobre este asunto.

El debate político y social contribuyó a ampliar la categoría de víctimas del terrorismo de Estado y los aspectos a los que alude la categoría de derechos humanos, hasta ahora muy vinculada a la persecución política durante la dictadura cívico-militar. En primer lugar, porque reconoció —y esto fue un eje importante en la discusión— que esta violación de derechos humanos trasciende los estrictos márgenes cronológicos de la dictadura. En segundo lugar, porque permitió reforzar y difundir la relación entre derechos humanos, sexualidad e identidad de género, algo que el movimiento LGTBIQ viene explorando hace décadas en su trabajo cotidiano. El completo apoyo del movimiento de derechos humanos a la aprobación de la ley cerró años de acercamientos y trabajos conjuntos con el movimiento de la diversidad sexual. 

Finalmente, el debate parlamentario y social puso en discusión, una vez más, la relación nada fácil entre memoria, justicia y democracia. En este caso, la memoria de la violación de los derechos humanos de la población travesti permitió y justificó la instrumentación de medidas reparatorias, una forma de justicia. Además, aquí la memoria parece haber permitido recuperar lo sucedido y paliar así la invisibilización histórica que experimentaron estas violencias a nivel social. Este reconocimiento aparece así como algo clave, en la voz de las que testimonian, para alcanzar una integración y una ciudadanía democrática en el futuro.

El pasado es un objeto cuyos sentidos están en continua disputa. Esta lucha política que se cierra contribuye a ampliar el reconocimiento de la pluralidad de trayectorias vitales y a resignificarlas mediante su legitimación y rescate del silencio y el olvido. Un cambio que alimenta otros futuros posibles. Unos en donde las identidades trans y no binarias no estén más signados por la explotación sexual obligatoria y exclusión social y simbólica. Un futuro en donde el pleno derecho a la ciudadanía de los «otros» no esté ya más mediado por atravesar la experiencia de ser víctima de violencias estatales de todo tipo como condición sine qua non para acceder a la polis.

 

 

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Recibido: 13/09/2019

Evaluado: 17/10/2019

Versión Final: 18/11/2019

 



[1] La Ley Integral para Personas Trans fue elaborada por el CNDS (un espacio de coordinación interinstitucional presidido por el Mides en el que también tienen representación las organizaciones de la diversidad sexual) y fue aprobada por el Parlamento en 2018. La ley es integral porque abarca temas de educación, trabajo, salud, vivienda (asuntos que no se abordan en este artículo), así como incluye la posibilidad para las víctimas de violencia estatal durante los años setenta, ochenta y noventa a acceder a tres bases de prestaciones y contribuciones (BPC) mensuales (unos US$ 370) en forma vitalicia. La ley establece como limitante —al igual que las normas pensadas para ex presos políticos— que no pueden cobrar esa prestación quienes que ya cobren una jubilación, retiro, pensión o subsidio transitorio por incapacidad parcial, así como tampoco aquellos que cuenten con ingresos superiores a 15 BPC calculados en promedio anual.

[2] A efectos de evitar anacronismos, utilizo en el presente texto el término travesti cuando se alude a períodos previos a los años noventa, y el término trans cuando trabajo asuntos y organizaciones ubicadas cronológicamente entre fines de los años noventa y el presente. Durante los años setenta y ochenta no existía a nivel social en Uruguay la diferenciación analítica entre identidad de género y orientación sexual, por lo que se pensaba a las travestis como el punto más «extremo» de la homosexualidad. Para un análisis de la historia del término homosexual en Uruguay y su relación con el término travesti véase Sempol (2018).

[3] Fiahlo integró Homosexuales Unidos, fue fundadora del Movimiento de Integración Homosexual y de la Coordinadora Travesti y participó durante varios años en la Asociación Trans del Uruguay. Hace una década volvió a su departamento de origen (Cerro Largo) y fundó allí la organización Campesinas Rebeldes, desde donde sigue militando hasta la actualidad.

[4] Por memorias trans me refiero a los sentidos sobre el pasado reciente instalados en el espacio público por organizaciones y personas trans que impugnan la cisnormatividad en la que recurrentemente caen las narrativas de memoria sobre el pasado reciente.

[5] Para un análisis de la relación entre violencia y Estado en Argentina véase, entre otros, Franco (2016a, 2012), D’Antonio (2016), Eidelman (2012), D ́Antonio y Eidelman (2010), Servetto (2010), Garaño (2008) y Calveiro (2004).

[6] En los últimos años el trabajo de Iglesias (2011) sobre la aplicación de las Medidas Prontas de Seguridad en Uruguay (formas constitucionales de estados de excepción) ha tratado de matizar el alcance de su cultura negociadora.

[7] El término cívico-militar comenzó a ser utilizado en la historiografía uruguaya a efectos de subrayar la participación civil en el régimen militar y la confluencia de intereses de grupos sociales y régimen autoritario. Su uso en Uruguay ha sido laxo e impreciso, al igual que en la región, no resolviéndose hasta el momento a qué tipo de relación alude entre militares y civiles, ni lo que significa exactamente el término civil, palabra demasiado amplia y homogeneizante. Para una reflexión crítica sobre el término y sus usos para el caso argentino véase Franco (2016b).

[8] Si bien la Ley 8080 de 1927 reglamentaba el comercio sexual consideró como un delito su ejercicio en la vía pública. Esto recién se modificó en 2002 con la Ley 17515.

[9] Véase por ejemplo el testimonio de Ricardo Ferri en Asamblea (20/11/1985), el asesinato de Daniel Romero en Jefatura (Búsqueda 21/1/1988), y los casos de tortura de Jorge Barboza (Brecha 20/4/1988), de un empelado de una empresa de Correo (Brecha 3/6/1988) y de Guillermo Cicerchia (Brecha, 2/2/1989).

[10] La detención en Averiguaciones (Decreto 680/980) era inconstitucional (artículos 15 al 17), iba en franca oposición al Código Penal (Código de Procedimiento Penal, artículos 118 al 124) y era contrario al derecho internacional reconocido por Uruguay. Los funcionarios policiales solo debían, según la Constitución, tener derecho a detener a un individuo si se estaba antes un delito flagrante, cuando hay pruebas o por orden escrita del juez, pero nunca podían detener a los ciudadanos por no tener documento de identidad, constancia laboral y /o carné de estudiante.

[11] Guillermo Machado fue detenido el domingo 16 de julio de 1989 en una plaza frente al hospital Pasteur, donde se encontraba almorzando con su novia. Durante su detención en la 15.ª seccional policial, aparentemente Machado discutió con los policías y unas horas más tarde fue ingresado en coma al hospital Pasteur, lugar en el cual falleció ocho días más tarde.

[12] La ley 15848 estableció que había caducado el ejercicio de la pretensión punitiva del Estado respecto de los delitos cometidos entre 1973 hasta el 1.º de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales. A su vez, el artículo 3 disponía que los jueces elevaran todas las denuncias al Poder Ejecutivo para que este dictaminara si estaban comprendidos bajo la Ley de Caducidad, a efectos de ordenar su archivo si fuera el caso, mientras que el artículo 4 encargaba al Poder Ejecutivo la investigación sobre el destino de los detenidos-desaparecidos, en especial de los niños secuestrados junto a sus padres o nacidos en cautiverio.

[13] Esta actividad fue organizada 15 de junio de 2017 por el Colectivo Ovejas Negras, ATRU, Crysol (Asociación de ex presos políticos del Uruguay) y Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos en la sede de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo. Una filmación de esta está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=iwJN4BqvksU

[14] Jelin (2002) define a los «emprendedores de la memoria» como sujetos activos en un escenario político del presente que ligan en su accionar el pasado y el futuro.

[15] Los ochenta han sido caracterizados por la historiografía uruguaya (Caetano, 2005; Rilla, 1997; Caetano y Rilla, 1987) y la politología (González, 1985) como un período subdividido en dos momentos: a) la dictadura transicional, que se inicia en 1980 con la derrota del plebiscito a favor de una reforma constitucional que buscaba perpetuar a las Fuerzas Armadas en el poder y se cierra en 1984, cuando se concreta una salida pactada y el triunfo en las elecciones de Julio María Sanguinetti, y b) la transición democrática, que se inicia en 1985 y se cierra en 1989 con la ratificación vía referéndum de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Para un análisis que problematiza en la región las visiones politológicas tradicionales sobre la transición véanse los dossier “Los años ochenta y las transiciones del  Cono Sur”, coordinado por Manzano y Sempol, en Contemporánea: historia y problemas del siglo XX, Vol. 10, 2019, (disponible en http://revistacontemporanea.fhuce.edu.uy/index.php/Contemporanea/issue/view/3), el dossier «Transiciones a la democracia: nuevos enfoques y perspectivas», Historia social y de las mentalidades, vol. 22, no. 2, 2018 (disponible en http://www.revistas.usach.cl/ojs/index.php/historiasocial/issue/view/391) y el dossier  «Historizar los ochenta», coordinado por Franco y Manzano, disponible en <http://www.historiapolitica.com/dossiers/historizar-los-ochenta/> (puesto en línea en 2017)

 

[16] Una vez aprobada la Ley Integral Trans los dirigentes del PN Carlos Lafigliola y Álvaro Dastugue juntaron setenta mil firmas para solicitar que se convocara a un prerreferéndum para derogar la norma. El 4 de agosto de 2019 la Corte Electoral realizó el prerreferéndum, en el cual los dirigentes blancos lograron obtener solo el 10 % del apoyo del total de personas habilitadas para votar (necesitaban el 25 % para que el proceso de impugnación siguiera adelante), lo que permitió mantener firme la ley.