Memorias
trans y violencia estatal.
La Ley Integral para Personas Trans y los debates sobre el pasado reciente en
Uruguay
Trans memories and State violence.
The comprehensive law for trans people and discussions about the recent past in
Uruguay
Universidad de la República,
Facultad de Ciencias Sociales (Uruguay)
sempol.diego@gmail.com
Resumen
En el marco de la aprobación de la Ley Integral para Personas Trans se
produjo la emergencia en Uruguay de una serie de testimonios trans que
denunciaron violencias estatales históricamente invisibilizadas. En este
artículo se analizan los factores que ayudan a comprender su emergencia y las
disputas sobre el pasado reciente que esos sentidos instalan.
Palabras Clave
Memorias trans; Uruguay; violencia; terrorismo de
Estado
Abstract
After the comprehensive law for trans people was
passed, a series of trans testimonies that denounced historically invisible
state violence emerged in Uruguay. This paper analyzes the factors that help to
understand their emergence and the disputes around the recent past that these
recollections installed.
Keywords
Trans memories; Uruguay; violence; State
terrorism
Había bastante gente en la sala Acuña de Figueroa. Era el 20 de setiembre
de 2017 y en el marco del mes de la diversidad sexual el Consejo Nacional de
Diversidad Sexual (CNDS) y el Ministerio de Desarrollo Social (Mides)
decidieron presentar el borrador del proyecto de la Ley Integral para Personas
Trans en el Parlamento uruguayo.[1] Cuando
le tocó el turno de hablar a la activista trans[2]
Antonella Fialho[3], para
sorpresa de todos los participantes, se paró de la mesa, bajo la tarima y
acercándose a los asistentes dijo de pie:
“… ahora más que nunca no nos van a callar. Es hora de romper el
silencio…, nos hicieron pichí encima, submarinos, nos hicieron limpiar
calabozos… tantas atrocidades… nosotras estamos politizadas… por eso no más
lágrimas, no más silencio, no más callar. ¡Sí a la ley integral! Señores
legisladores, ya rompimos el silencio, ¿nos escuchan?”
Y
agitando las manos con el puño cerrado comenzó a corear —mientras invitaba a
todos los asistentes a acompañarla—: “¡Trans, conciencia, memoria y
resistencia! ¡Trans, conciencia, memoria y resistencia!”. La sala se
enardeció de golpe y todos los asistentes corearon la consigna al unísono
repetidas veces justo antes de cerrar su intervención con un apretado aplauso.
Esta
presentación marcó la irrupción de una serie de testimonios o memorias trans[4] que
rompieron un silencio prolongado y pusieron en discusión el pasado reciente
uruguayo y los relatos oficiales sobre las violencias estatales de ese período.
En este
artículo me propongo analizar los debates producidos durante la discusión de la
Ley Integral Trans vinculados al pasado reciente y la violencia estatal a
efectos de intentar contestar las siguientes preguntas analíticas: ¿qué cambios
fomentaron la emergencia por primera vez en el espacio público de estas
memorias trans sobre el período autoritario y la violencia estatal? ¿Qué
disputas sobre el pasado reciente instalan estas memorias trans? El corpus utilizado para
la investigación que aquí se presenta fueron las intervenciones públicas que
hicieron diferentes militantes trans durante el debate sobre la ley integral
trans (2017-2019) en actos y encuentros ligados a la lucha por lograr su
aprobación. También se abordaron las discusiones parlamentarias y las
declaraciones de distintos actores implicados en la discusión de la ley en
medios de prensa uruguayos durante esa etapa. Además, se realizó una revisión
de los documentos sobre el tema disponibles en el Archivo del Colectivo Ovejas
Negras y la Asociación Trans del Uruguay, así como de fuentes secundarias
existentes (producción historiográfica y publicación de testimonios de personas
travestis y trans). La metodología utilizada para interpretar la información
fue el análisis de contenido cualitativo simple, siguiendo la estrategia
tripartita que presenta tanto la escuela americana (Strauss y Corbin, 2002;
Miles y Huberman, 1994; Glaser y Strauss, 1967) como la española (Canales,
2014; Valles, 2014; Ibáñez, 1979). A lo largo del artículo se presentan varias
citas que ejemplifican e ilustran el análisis.
El
artículo aborda primero una breve revisión de los antecedentes sobre el tema,
para luego analizar tanto las condiciones que permitieron la emergencia de una
“memoria trans” sobre el pasado reciente en Uruguay, así como algunos puntos
clave que introdujo ésta en el debate público sobre ese pasado. El texto busca subrayar dos aspectos: en
primer lugar, el régimen autoritario (1973-1984) en Uruguay, a diferencia de lo que sucedió en la región,
trajo aparejada una inflexión en la violencia estatal sobre las personas
travestis y homosexuales con respecto a lo que venía sucediendo en las décadas
anteriores. En segundo lugar, si bien el
contexto de la aprobación de la ley habilitó la emergencia pública de estas
memorias trans sobre el pasado reciente, también las enmarcó en forma
significativa estimulando la visibilización de todos los aspectos ligados a la
represión y la violencia estatal, dejando en un segundo plano todo aquello
vinculado con su agencia y estrategias de resistencia.
Como
señala Jelin (2017) lo que es silenciado en determinada época puede emerger con
voz fuerte en otro momento y lo que es considerado importante en un momento
dado puede perder en otro por completo su peso y ser eclipsado por un nuevo
asunto que despierte más atención o interés. Analizar estas memorias desde una
perspectiva histórica permite abordar, entre otras cosas claves, su diálogo con
diferentes temporalidades y escenarios.
Algunos antecedentes
En el
Cono Sur los estudios que exploran la relación entre violencia y Estado han
tenido una fuerte acumulación (D’Antonio, 2015), cobrando interés en el último
lustro en particular dentro de este campo la situación de la población
homosexual y travesti bajo los regímenes autoritarios. En Brasil, Freitas
(2014) confirma la existencia en San Pablo durante la dictadura brasilera de
formas de persecución sobre homosexuales y travestis con el propósito de
regular el mercado de la prostitución y establecer áreas vigiladas. La
represión sobre la población homosexual y travesti fue explícita pero no
sistemática —agrega Freitas (2014) —, y tuvo apoyo de diversos sectores
sociales. Algo similar señala Cowan (2014) para quien la homosexualidad y la
disidencia sexogenérica formaron parte de un conjunto de ansiedades que
nucleaban las ideas de amenaza y subversión del régimen militar.
Por su
parte, tanto Bazán (2004), en un trabajo más de tipo periodístico, como
Rapisardi y Modarelli (2001), en un acercamiento de corte académico, señalan
coincidentemente la existencia de formas de persecución a homosexuales y
travestis en la ciudad de Buenos Aires durante la última dictadura argentina. A
su vez, Anabitarte (2008:235) en su relato testimonial señala que tanto la
dictadura franquista como la argentina pretendieron suprimir la «desviación
sexual, no enmendarla, ni curarla: eliminarla de la vida social». Además,
Anabitarte se hace eco de las versiones que afirman la existencia de
detenidos-desaparecidos homosexuales durante la última dictadura Argentina y
trata de inscribir estas formas de violencia en una temporalidad más amplia.
También
Insausti (2015: 73) propone pensar las violencias estatales de la dictadura en
un marco temporal más amplio desde los años 40 hasta la década del noventa del
siglo pasado, problematizándose así la supuesta excepcionalidad represiva de la
última dictadura argentina. A su vez, para este autor durante el autoritarismo
existió un «círcuito desaparecedor» y otro contravencional que tuvieron metas
no coincidentes: mientras el primero buscó la desaparición física de la
subversión política y la obtención rápida de información el contraventor
pretendió disciplinar la sexualidad y excluir a los infractores del espacio
público. Ambos círculos, agrega Insausti (2015: 74), en ocasiones se cruzaron
al compartir locales o porque los militantes políticos detenidos son
homosexuales.
Estos
textos - en coincidencia con buena parte de las investigaciones más recientes
que trabajan la relación entre violencia y Estado en Argentina[5] -
subrayan la existencia de una continuidad en la violencia estatal sobre
homosexuales y travestis durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, en
Uruguay la investigación histórica y los testimonios confirman hasta el momento
un proceso diferente: el régimen autoritario en este caso si implicó una inflexión significativa en el relacionamiento
entre el estado y las personas travestis y homosexuales al incrementarse la
violencia estatal sobre estos grupos.
El
trabajo pionero de Perelli (1990) destacó cómo en el Cono Sur los regímenes
militares desarrollaron en su discurso una noción de orden que idealizó el
Occidente cristiano e hizo centro en la familia heteropatriarcal. El discurso
autoritario trazó así una frontera entre lo uruguayo y lo extranjero (Perelli,
1987; Cosse y Markarian, 1996) definiendo a la identidad nacional sobre la base
de una serie de «valores esenciales» que no eran más que una interpretación de
los valores católicos de los sectores más conservadores eclesiásticos. Valores
que sustentaban un «orden natural» a partir del cual se enfrentaban el bien y
el mal (Perelli, 1987). Todo aquello que cuestionaba estos valores era
considerado foráneo, y una amenaza a la familia, pilar de la sociedad.
La
subversión pasó así a ser cualquier tipo de actividad o actitud «destinada a
socavar la fuerza militar, económica, sicológica, moral o política de un
régimen… acciones… en todos los campos de la actividad humana» (El
Soldado, 80, diciembre de 1981). La Policía de Montevideo no permaneció al
margen de este proceso. El 26 de mayo de 1971 se aprobó la Ley 13963, conocida
como la Ley Orgánica Policial, que reorganizó profundamente esta fuerza al
crear varias dependencias nuevas y al unificar los criterios de funcionamiento
en todo el país. A su vez, la intervención de las Fuerzas Armadas en la Policía
implicó la militarización y la sustitución de los cargos políticos por
militares, el desarrollo de una férrea disciplina interna y el adoctrinamiento
en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN). La Dirección Nacional de
Información e Inteligencia (DNII) cobró un papel preponderante en el
funcionamiento de la Policía, y se produjo la pérdida creciente de las
garantías procedimentales con los detenidos.
Sempol
(2013) realizó los primeros acercamientos al tema y demostró la existencia de
formas de persecución policial a homosexuales y travestis durante la dictadura
uruguaya y los primeros años de democracia al analizar la forma y las olas de
estos dispositivos de vigilancia y control estatal. Por su parte, Calvo (2013)
analizó el impacto que tuvo en las vejeces de homosexuales y travestis estas
experiencias de persecución estatal. Por último, la tesis de Gutiérrez (2018)
explora nuevamente la persecución estatal a travestis durante la dictadura y su
impacto al momento de definir una línea divisoria entre las militantes “viejas”
y las más “jóvenes”.
En
Uruguay predominó —a diferencia de Argentina, donde hubo una fuerte continuidad
en la represión estatal hacia la población no heteroconforme durante el siglo
XX (Insausti, 2015) —, la discriminación social sobre la estatal, teniendo esta
última algunos picos puntuales. Un primer momento fuerte de persecución se
produjo en los años veinte, según Barrán (2002: 178), gracias a la acción de
Juan Carlos Gómez Folle, jefe de Policía de Montevideo entre 1923 y 1927, quien
buscó «limpiar» la capital de «depravados sexuales», «afeminados indecorosos» y
«pervertidas».
Pero en
Uruguay la Policía no gozó en ningún momento de potestades judiciales o
legislativas. A su vez, en ninguna parte del territorio uruguayo existieron
figuras legales similares a las contravenciones o edictos policiales, herramientas
a partir de los cuales la policía logró en varios países latinoamericanos
grados importantes de autonomía en su acción y el desarrollo de una economía
política centrada en la gestión, antes que el combate, de los circuitos de
ilegalidad.
Además,
en termino comparativos el estado uruguayo durante la primera mitad del siglo
XX desplegó sólo en forma esporádica la violencia estatal contra distintos
sectores de la población, casi siempre sólo cuando ya habían fracasado antes
diferentes formas de negociación o integración que buscaban encontrar otro
camino para gestionar las tensiones, los conflictos sociales y políticos, o
asegurar el orden social. Salvo la
violencia y persecución que tuvo lugar durante la dictadura terrista
(1933-1938), no hubo en Uruguay nada parecido a la semana trágica de 1919 o a
la represión contra la movilización obrera en la Patagonia en 1921.
Esta
diferencia pude comprenderse a partir del proceso histórico uruguayo. El primer
impulso reformita (1911-1916) implicó el acceso a la ciudadanía y la
legalización de la actividad sindical, así como el desarrollo de un
anticlericalismo beligerante y una perspectiva medicalizada que interpeló las
visiones religioso sobre la prostitución y la sexualidad.
A su vez,
a principios de los 40 aparecieron mediaciones corporativas de nuevo tipo para
la clase trabajadora (Lanzaro, 1985). Los consejos de salarios cumplieron su
función específica pero también se volvieron una manera descentralizada de
micro producción política: además de atender la regulación del salario y de las
relaciones laborales, la institucionalización de esta forma específica de
concertación corporativa afectó las pautas de intercambio político y moderó el
conflicto social. Se consolidó así una civilidad “moderada” que buscó en forma
recurrente el compromiso, un “régimen de conciliación” (Real de Azúa, 1988),
que intentó construir la estabilidad más a través del entendimiento y la
participación que mediante el sometimiento. [6]
En este
contexto durante los años sesenta y principios de los setenta surgió en
Montevideo una zona de levante y sociabilidad homosexual y la población
travesti comenzó a ocupar el espacio público durante la noche, instalando un
precario circuito de comercio sexual. Pero a medida que el autoritarismo avanzó
estos espacios se redujeron y las prácticas policiales se volvieron cada vez
más arbitrarias. En 1976, coincidiendo con el intento fundacional de la
dictadura cívico-militar [7] y a
raíz del asesinato de un homosexual, el jefe de Policía de Montevideo, coronel
Alberto Ballestrino, detuvo a más de trescientos homosexuales y se propuso
limpiar la ciudad de «la actividad perniciosa del homosexualismo» (El Diario,
27/10/76: 31)
La
población travesti, conocida por ese entonces como los travestis fue uno de los grupos en que se focalizó la acción
policial, por lo que en esta etapa experimentó una inflexión importante en su
relacionamiento con la policía. Si bien la persecución policial al comercio
sexual callejero siempre existió[8], lo que
cambió con el incremento del autoritarismo fueron los lapsos de detención y los
niveles de violencia institucional: a fines de los sesenta los arrestos de
Orden Público o en una comisaría no superaban en general las 24 horas, mientras
que a partir de 1974 pasaron a durar 7 o 15 días (Sempol, 2013, Sempol y Graña,
2012). Y los malos tratos y la tortura para obtener información sobre
delincuentes (narcotráfico, contrabando, robos) al principio casi ausentes se
fueron instalando progresivamente en forma frecuente. A la represión policial
se sumó la existencia de secuestros por parte del Ejército o la Armada, donde
muchas travestis sufrieron maltratos, golpizas y violencia sexual (Gutiérrez,
2018, Sempol, 2013).
En las
elecciones nacionales de 1984 triunfó el candidato del Partido Colorado, Julio
María Sanguinetti, con el 41 % de los votos, bajo la consigna «Cambio en
paz». Comenzó así el proceso de transición, durante el cual las prácticas de la
Policía mantuvieron grandes continuidades con la dictadura, ya que durante el
gobierno de Sanguinetti (1985-1989) no hubo reformas internas ni recambio
importante entre sus cuadros, así como ninguno de sus miembros fue juzgado por
sus implicancias en la violación de derechos humanos durante el régimen
cívico-militar. Durante esta etapa hubo varias denuncias en los medios masivos
de comunicación de maltrato, y tortura policial[9]
y la policía volvió a realizar razias al amparo de la vigencia del Decreto
680/980[10] en la
supuesta necesidad de identificar a las personas, prevenir el delito y el
consumo de drogas. Las detenciones podían llevar entre 24 y 72 horas. Esta
modalidad fue utilizada contra jóvenes, homosexuales y travestis.
En 1989
se creó la Coordinadora Anti Razzias, la que, luego del asesinato de Guillermo
Machado en una comisaría[11], logró
convocar una importante movilización social en contra de este dispositivo de
control. Las marchas en la calle y las críticas de la oposición política en año
electoral permitieron frenar finalmente
este tipo de práctica represiva.
La
aplicación de este tipo de dispositivos de control social no fue un fenómeno
excepcional. Las razias policiales también fueron frecuentes en Argentina y
Brasil durante los años ochenta y principios de los noventa como una forma de
hacer números estadísticos, demostrar eficacia en el accionar policial y
construir una economía política a partir de la gestión de la ilegalidad. No es
casualidad por ello que en los tres países estas formas de control policial
recayeron —además de a otros grupos— sobre la población travesti en situación
de prostitución.
Historiando
memorias, silencios y emergencias
Para
entender la ausencia completa de visibilidad de la violación de los derechos
humanos de las personas travestis durante la dictadura y los primeros años de
democracia es necesario analizar el contexto histórico. Durante el gobierno de
Sanguinetti (1985-1989) el tema de la violación de los derechos humanos durante
la dictadura ocupó un lugar relevante en el debate público en la medida en que
el Poder Ejecutivo promovió la aplicación de amnistías para los militares
implicados. La subordinación del poder militar a la
autoridad civil fue un proceso complejo, lleno de retrocesos y avances durante
los cinco primeros años de la democracia. El factor más irritante para las
Fuerzas Armadas fue el desarrollo de causas judiciales que citaban a los
tribunales a militares acusados por violación de derechos humanos durante la
dictadura cívico militar. El riesgo de desacato que anunciaban los militares citados
promovió entre el Partido Colorado y el Partido Nacional la aprobación de la
Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, el 22 de diciembre de
1986, el mismo día en que debían comparecer a la Justicia los primeros
militares.[12] En
respuesta a su aprobación en 1987 se constituyó la Comisión Nacional Pro
Referéndum, que reunió al movimiento de derechos humanos uruguayo, un vasto
número de organizaciones sociales, y a sectores político partidarios, con el
propósito de derogar la norma. Las 634.702 firmas recolectadas para someter la
ley a referéndum se entregaron el 17 de diciembre de 1987 a la Corte Electoral.
Pero los resultados del referéndum del 16 de abril de 1989 dieron la victoria
al Voto Amarillo (a favor de mantener vigente la ley), con el 57 % de los
votos.
De esta
forma, en Uruguay el tema de los derechos humanos no se volvió un marco
fundacional de la nueva democracia y no hubo durante la siguiente década ningún
tipo de investigación judicial sobre la violación de los derechos humanos
durante la dictadura cívico-militar. Y la publicación del informe Nunca Más en Uruguay (elaborado a
iniciativa del Servicio Paz y Justicia, Serpaj, Uruguay y no del Estado) no
tuvo tanto impacto social.
Las
razias tuvieron lugar en Montevideo al mismo tiempo que se procesó este debate
social y político sobre los derechos humanos y la necesidad de consolidar la
democracia. La exclusión de esta temática, tanto entre las organizaciones
sociales de izquierda como entre los partidos políticos, estuvo vinculada a la
centralidad que tuvo en la agenda la violación de los derechos humanos por
motivos políticos, y el rechazo a ligar la democratización con temas como la
sexualidad y el género.
Las
primeras organizaciones que politizaron la sexualidad y la identidad de género
en Uruguay (Escorpio y Homosexuales Unidos) no introdujeron el problema de la
represión policial durante la dictadura y centraron sus denuncias en la
existencia de razias policiales en plena democracia. La estrategia fue generar
condiciones sociales y políticas de habitabilidad en ese contexto histórico y
combatir la continuidad de la violencia estatal, dejando de lado temas del
pasado, que dado el alto grado de homo-lesbo-transfobia y rechazo social eran
inaudibles.
En
Uruguay las primeras organizaciones travestis aparecieron en 1991 (Mesa
Coordinadora de Travestis y luego la Asociación de Travestis del Uruguay, ATRU)
y centraron su trabajo en el problema del VIH-Sida y la exclusión social. El
silencio en las organizaciones travestis sobre la violación de los derechos
humanos durante la dictadura y la violencia policial en los años ochenta fue
también persistente. En una entrevista que realizó el semanario Mate Amargo en 1991 a varias integrantes
de la Mesa Coordinadora de Travestis emergió esta realidad en forma explícita.
El cronista primero les preguntó «¿Cómo vivieron los travestis durante la
dictadura?» y anotó a continuación en la nota la reacción de las entrevistadas «(intercambian
miradas y por primera vez noto algo parecido al espanto)». Finalmente, Fanny,
una de las entrevistadas, contestó: «Mirá, nadie te va a hablar de esto. Para
nosotras es una página cerrada. Cambiá de tema, por favor». El cronista
insistió: «¿Y la situación actual cuál es?». Adriana, otra de las chicas
entrevistadas, entonces respondió: «Te diría que normal. A menudo nos detienen,
estamos 12 horas y nos largan» (Mate Amargo, Año VI, 128 11/9/1991: 12-13).
Este
silencio de la población trans sobre la violencia estatal que sufrió durante la
dictadura es difícil de interpretar. El silencio como señala Jelin (2017: 237)
muchas veces es fruto del miedo y producto de una persistente historia de
dominación social. Hablar a veces es peligroso y el silencio opera como una
forma de protección. Esta interpretación resulta plausible para el caso
analizado. En los ochenta y noventa no había ninguna normativa que protegiera a
la población travesti, y el temor a no ser tomadas en serio en sus denuncias
fue importante. A su vez, en ese momento seguían siendo hegemónicas las
visiones que patologizaban sus identidades, lo que desacreditaba sus
potenciales denuncias. También muchos perpetradores seguían estando en cargos
claves en la Policía y las Fuerzas Armadas, aun cuando las personas cuyos
derechos humanos fueron violados por motivos políticos, eran consideradas
víctimas y sus denuncias eran reconocidas por una parte importante de la
población, algo que no sucedía para nada con las víctimas trans.
Esto pudo
promover una evaluación resignada ante la situación de vulnerabilidad social
que terminó por visualizar como inconducente y hasta peligrosa cualquier tipo
de denuncia. De esta forma, el escenario distaba de ser alentador para iniciar
acciones judiciales o denuncias de este tipo y promovía el miedo y estrategias
de autopreservación individuales entre las afectadas. A esto hay que agregarle
los posibles efectos de la naturalización de este tipo de violencias o su
comprensión como algo inevitable e inmodificable.
Esta
suerte de borramiento simbólico tuvo uno de sus puntos más alto con la
inauguración del espacio de la diversidad sexual en 2005, cuando se levantó en
Montevideo un monolito con forma de triángulo invertido en homenaje a las
víctimas homosexuales y lésbicas del holocausto nazi. El monumento fue la
primera política de memoria del sistema político uruguayos que incluía la
diversidad sexual en forma explícita y central.
Como
señalan Jelin y Langland (2003) las marcas territoriales son, por su propia
naturaleza, locales y localizadas, pero sin embargo sus sentidos adquieren
distintas escalas y alcances. Precisamente, si bien los sentidos del monolito
buscaban inscribirse en un episodio internacional (holocausto) e integrar
nuevos temas al imaginario social local supuestamente «tolerante» y
«cosmopolita», contribuían al mismo tiempo a invisibilizar la violación de los
derechos humanos que enfrentaron homosexuales y travestis uruguayos durante la
dictadura y los primeros años de democracia al recurrir a un episodio europeo
sin mencionar la experiencia local.
Pese a
ello, es claro que los silencios y los recuerdos dolorosos subsisten en el
tiempo hasta que aparece un momento propicio que les permite salir de las
catacumbas al espacio público (Pollak, 2006). Esto es lo que parece haber
sucedido en los últimos tres años, cuando se rompió el silencio y varias
personas trans comenzaron a testimoniar en lugares públicos y espacios
institucionales sus experiencias de persecución policial durante la dictadura y
los primeros años de democracia.
Este
proceso implicó superar el temor a no ser comprendidas y el temor a sufrir
represalias por parte de los perpetradores que aún siguen vivos y activos en la
policía. La acción estatal y su política de memoria, afirma Jelin (2017), entra
en diálogo con las consignas de los movimientos sociales y la subjetividad de
los afectados, los que ante cambios en la configuración de la escena modifican
una y otra vez la negociación entre lo que se dice y lo que se silencia, entre
lo que se olvida y lo que se recuerda, reinscribiendo así sus narrativas en
nuevas genealogías y asignado sentidos cambiantes a un pasado siempre vivo.
Cabe preguntarse entonces qué cambios se produjeron en la escena que
propiciaron esta nueva negociación entre silencio y recuerdo en las memorias
trans.
En primer
lugar, en Occidente existe hace ya algunas décadas una explosión de la memoria
y del coleccionismo que coexiste con la aceleración y la fragilidad de la vida
cotidiana (Jelin, 2002). Fenómeno, que más allá de las modulaciones locales,
tiene su desembarco e impacto también en el Cono Sur, lo que ha terminado por
estimular la proliferación en la región de testimonios de todo tipo.
Asimismo,
parece claro que en los últimos 15 años se ha producido un avance significativo
en el reconocimiento de los derechos de la población
lésbica-gay-trans-bisexual-intersexual-queer (LGTBIQ) en Uruguay y el
desarrollo de políticas públicas focalizadas en particular en la población
trans. Esto permitió que el Estado se relacionara por primera vez de otra forma
con esta población en todo el territorio nacional y que se difundiera entre
muchas personas trans la idea del derecho a tener derechos y la
desnaturalización de tradicionales formas de discriminación y violencia. Lo
«memorable» surge muchas veces cuando algunas rutinas aprendidas y esperadas se
quiebran, y un cambio irrumpe y obliga a repensar, a buscar sentidos,
transformando la narrativa, volviendo comunicable así algo que hasta el momento
no lo era. Como señala Koselleck (1993) la experiencia es un pasado presente,
un proceso en donde el sujeto reinterpreta los sentidos de ese pasado, a la luz
de un posible futuro y las expectativas que despierta.
Además,
el primer censo de personas trans realizado por el Mides en 2016 permitió
generar información de primera mano que iluminó en forma contundente la extrema
vulnerabilidad y exclusión que vive esta población, sensibilizando a una parte
de la sociedad sobre su problemática.
A su vez,
el movimiento de la diversidad sexual y el movimiento feminista han
incrementado en forma significativa su capacidad de movilización e impacto en
la agenda política, instalando visiones alternativas a las hegemónicas sobre
las personas trans. Frente a las visiones tradicionales patologizadoras cobró
fuerza una visión que subraya las vulnerabilidades que atraviesa esta
población, su situación de emergencia social y desprotección. Esto terminó por
generar un cambio en el marco interpretativo a partir del que se lee y
comprende su experiencia actual y pasada, lo que implicó un reconocimiento
simbólico, la disminución del estigma y la vergüenza, y el surgimiento de
nuevas narrativas.
Todas
estas cosas generaron para las personas trans una ampliación de los espacios
públicos de enunciación y una mayor legitimidad social para hablar y denunciar
en primera persona, lo que fortaleció la construcción de un sujeto político
trans que tuvo su emergencia en los años noventa con el surgimiento de la
Coordinadora Travesti.
Por
último, existe una cuestión de ciclo de vida, de conciencia de estar
transitando el tramo final de sus vidas. Muchas de las trans que testimonian
sobre la violencia que vivieron en la dictadura y los primeros años de
democracia se autodenominan «sobrevivientes», término que alude a dos sentidos
simultáneos y complementarios. El primero vinculado con haber sobrevivido a la
violencia policial y el segundo ligado al hecho de aún siguen vivas pese a que
buena parte de sus compañeras ya fallecieron. Es que una de las cosas que
demostró en forma contundente el censo fue que la población trans es una
población juvenil en una sociedad uruguaya envejecida, mientras el 14 % de
la población general tiene 65 y más años, entre la población trans este
porcentaje se reduce a un 2 %.
Desmenuzando
las memorias trans
Las
memorias trans sobre la cárcel, las comisarías y las detenciones están marcadas
por la centralidad del cuerpo, la deshumanización y la violencia física, moral
y sexual. Aparece así un cuerpo disidente humillado, abusado, sexualizado,
ridiculizado, torturado y patologizado, cuya falta de inteligibilidad lo volvió
objeto de dispositivos de control policial y fuertes exclusiones sociales. Los
testimonios se anclan en episodios concretos a efectos de ejemplificar
prácticas institucionales y la complejidad y los desafíos que tenía la vida
cotidiana durante la dictadura y los primeros años de democracia para la
población travesti. Karina Pankievich, presidenta de ATRU, recordaba durante
una actividad sobre terrorismo de Estado y mujeres trans en la Institución
Nacional de Derechos Humanos en 2017:
«Recuerdo
cuando nos llevaban a Jefatura, y nos encerraban en el patio. Éramos 10, 15, 20
chicas que no dormíamos 48 o 72 horas, temblando por la chicharra. Cada vez que
sonaba no sabía si íbamos a la picana o al submarino. No deseábamos que esa
puerta se abriera. … nos mataron a palos pero nunca dijimos. Eso nos marcaba
día tras día. Era Hurto, Narcóticos, Brigada de Asalto. Eran todos los
departamentos que se iban turnando. No solo nos llevaban detenidas, sino que
hacíamos fajina y comíamos la comida que nos daban, una polenta dura y fría. …
La policía nos reprimía de una manera tan, tan, tan brutal … Me acuerdo que una
vez estábamos frente al Templo Inglés, con dos finaditas, Mariela y Edy.
Mariela cumplía 19 años y compramos una rosca de esas que se venden en Semana
de Turismo y me prestaron un radiograbador. Apareció de repente el FUSNA
[Fusileros Navales]. Nos tiraron la torta y el grabador. Nos pusieron arriba de
la muralla con una piola a la cintura y nos tiraron al agua. Y nos decían si en
5 minutos logras hacer 15 metros nadando te soltamos, cuando te querías acordar
te soltaban de nuevo y caías para atrás. Era un 7 de agosto, un frio mal…»
(Pankievich, Mujeres trans y terrorismo de Estado: relatos invisibles del
pasado reciente, 15/6/2017)[13]
Mientras
que Patricia Apud, otra de las participantes trans en la sesión que realizó la
Comisión de Desarrollo del Senado, señaló:
«tengo casi 60 años, y he sufrido toda clase de tortura por parte de la
policía…limpiábamos la Jefatura. De los 365 días del año 360 estábamos presas.
Ellos iban a nuestra casa —cuando alguien nos daba lugar para vivir, porque
nadie nos quería por miedo a que viniera la policía—… te mataban a palos…»
(CPDI Carpeta 816/2017 Distribuido N 2145 10/10/18).
Además,
varios testimonios denuncian la migración forzosa que muchas tuvieron que
emprender ante los graves niveles de violencia institucional y las continuas
detenciones arbitrarias. Esta suerte de exilio
trans nunca ha sido trabajado académicamente hasta el momento y futuras
investigaciones deberán determinar su impacto en la construcción de redes
activistas trans trasnacionales. Los destinos más frecuentes, se afirma, fueron
Argentina, Brasil, España e Italia.
A estas
memorias en primera persona se suman, como capas, recuerdos de otros actores
que a partir del debate social comenzaron a evocar información que recibieron o
experiencias que presenciaron en calidad de testigos. Dos asuntos especialmente
remarcables aparecieron durante el debate: algunos políticos subrayaron como
muchas de estas violencias institucionales hacia las personas travestis se
produjeron ante la mirada de vecinos y transeúntes, algo que legitimaba las
denuncias de las personas afectadas. Por ejemplo, la senadora Mónica Xavier
(Frente Amplio, FA) señalaba: «todos, por lo menos los montevideanos,
recordamos determinadas zonas donde se las persiguió —decreto de razias
mediante— de manera muy selectiva y particular» (DSCS N35 T 587 16/10/18:274).
En segundo lugar, se denunció la existencia de episodios de persecución por
fuera de la capital, algo que prácticamente no había estado presente en el
debate ni en las memorias de la represión de las personas trans. El diputado
por el departamento de Colonia, Nicolás Viera (FA) señaló en ese sentido que,
en Rosario, su ciudad natal, «existió un comisario de la dictadura, Atilio
Delgado, que reprimió y torturó a homosexuales, trans y prostitutas por el solo
hecho de serlo, una práctica que se extienden a lo largo y ancho de nuestro
territorio en diferentes puntos del interior del país…» (DSCR 53.ª Sesión
(Extraordinaria) Nro 4199 18/10/2018: 67).
En los
testimonios —haciéndose eco de los cambios sociales que tuvieron lugar en los
últimos 15 años, y la visibilidad que tuvo la violencia sexual durante la
dictadura luego de la primera denuncia colectiva en 2011— se enumeran todas las
violencias como perlas equivalentes de un collar. La presentación en conjunto
tiene la virtud de dar fuerza a todas y no minimizar ni naturalizar ninguna
respecto a otra. Pero genera el problema que homogeniza la experiencia de
persecución al volverla un bloque integrado que salvo excepciones casi no tiene
modulaciones personales. Esta falta de especificidad que dificulta analizar con
más precisión qué fue lo más recurrente, qué no y dónde tiene que ver con tres
cosas diferentes: estas «emprendedoras de memoria»[14]
(Jelin, 2002: 11), ejercen en sus testimonios una forma de representación de un
colectivo que no puede hablar por miedo, por falta de oportunidad o porque ya
ha fallecido, aspecto este último que se filtra muchas veces en los
testimonios. Es lo que autores como Beverley (1987) han llamado más
precisamente “efectos metonímicos” del género testimonial, en donde se equipara
la situación del narrador con una situación social colectiva más amplia que lo
implica y trasciende al mismo tiempo, algo que a veces se logra gracias a la
existencia de un compromiso y/o responsabilidad política específica del
narrador (como parece ser este caso), o en otros casos se produce el mismo
efecto simplemente por la mera convención narrativa del propio género
testimonial.
A su vez,
las denuncias realizadas no van a tener consecuencias penales: nadie va a ser
procesado por estos delitos (ni siquiera se planteó como una posibilidad
durante la discusión del proyecto), por lo que es inconducente introducir
información más fina (nombre de policías, número de seccionales, etc.), lo que
vuelve las denuncias más genéricas.
Por
último, esta lógica más homogeneizante puede estar relacionada con el hecho de
que los testimonios sufren una suerte de condensación fruto del intento de
traducir en palabras experiencias de persecución que tuvieron decenas de
episodios y que se extendieron durante décadas como una suerte de goteo
continuo. Más que un episodio o un período específico, las personas que
testimonian atravesaron muchos eventos de diferente magnitud y violencia
extendidos en arcos temporales significativamente amplios.
La
periodización en disputa
Frecuentemente,
los relatos oficiales y los discursos sobre el retorno a la democracia de
diferentes líderes políticos ubican el año 1985 como un mojón en ese proceso,
como el fin del autoritarismo y el principio de la democracia.
Esta
visión política y social tan dicotómica viene siendo interpelada por la
historiografía uruguaya. Varios historiadores[15] subrayan la existencia en
1985 de cambios, pero también de grandes continuidades con la dictadura,
tensión que ha promovido cierto consenso en visualizar al gobierno de
Sanguinetti como la transición a la democracia propiamente dicha. Después de
todo, durante esta etapa se resolvieron asuntos claves pendientes del período
autoritario como el lugar de las Fuerzas Armadas en el nuevo régimen político y
el problema de la violación de los derechos humanos durante el terrorismo de
Estado.
Pero las
discrepancias no son solo sobre cuándo se terminó el autoritarismo, sino
también sobre cuándo comenzó: mientras para algunos políticos la dictadura
comienza en 1973, para historiadores como Rico (2005) y para organizaciones de
derechos humanos como Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos y Crysol
el proceso autoritario se inició mucho antes, en 1968 de la mano de las Medidas
Prontas de Seguridad, la violación de los derechos humanos y el quiebre de la
división de poderes y el marco jurídico existente. Este tema estuvo presente en
la discusión pública cuando se aprobó en 2009 la Ley 18596 (que amplió la Ley
18033 aprobada en 2006) que establece prestaciones reparatorias para víctimas
del terrorismo de Estado durante el período desde el 27 de junio de 1973 hasta
el 28 de febrero de 1985, pero también para víctimas de la actuación ilegítima
del Estado que se llevaron a cabo entre el 13 de junio de 1968 y el 26 de junio
de 1973.
La
discusión de la Ley Integral trans volvió a avivar el debate, en esta
oportunidad sobre la fecha de extinción del autoritarismo en nuestro país y
sobre la existencia en plena democracia de formas de violencias institucional y
violación de derechos humanos sobre esta población en particular.
El primer
punto cuestionado fue los motivos por los que se estableció como condición
excluyente haber nacido antes del 31 de diciembre de 1975 (como establece el
artículo 10 de la ley) para poder ser considerado parte del grupo de
potenciales beneficiarios de las medidas reparatorias.
Este
límite cronológico se incluyó ya en los primeros borradores del proyecto
elaborados en el CNDS. Federico Graña, Director Nacional de Promoción
Sociocultural del Mides, y uno de los actores calves en la redacción de la ley,
explicó que se llegó al año 1975 cruzando dos datos: las personas travestis
femeninas eran expulsadas de sus casas aproximadamente a los 14 años y si bien
el decreto que autoriza a hacer razias siguió vigente hasta 2005, la Policía
dejó de utilizarlo gradualmente a partir de 1989. Del diálogo entre ambos datos
es que surge el año 1975: «Las personas travestis a los 14 años ya estaban en
la calle en situación de explotación sexual, por eso tomamos 1989 y contamos 14
años para atrás y ahí nos pusimos de acuerdo en el año 1975» (Entrevista Graña,
14/8/2019).
El
segundo punto tuvo que ver con que la norma reconoció (artículos 1 y 10) que
históricamente el Estado (y actores privados que contaran con su autorización)
ejerció violencia institucional sobre la población travesti, abriendo así la
posibilidad a que las personas afectadas denuncien la existencia de prácticas
discriminatorias, privación de libertad, daño moral o físico, así como
restricciones al ejercicio de los derechos de libre circulación, acceso a
trabajo y estudio.
El no
establecimiento en la ley de otra fecha tope, salvo la de 1975, obedeció a que
si bien los promotores de la norma consideraban que el lapso en el que se
produjo el grueso de estas prácticas discriminatorias y formas de violencia
estatal fue durante la dictadura cívico-militar y los dos primeros gobiernos
posdictatoriales (Sanguinetti, 1985-1989 y Luis Alberto Lacalle, 1989-1994), se
pensó de todas formas que se debía ser laxo para facilitar que se concretara la
presentación de denuncias.
Nahia
Mauri, activista trans del Colectivo Ovejas Negras señalaba en ese sentido en
la Comisión del Senado: «las trans fueron perseguidas durante el terrorismo de
Estado, práctica que continuó en los primeros años de democracia, en los que
hubo mucha violencia institucional por medio de las razias, que tenían como uno
de sus principales objetivos a la población trans» (CPDI, Carpeta N 816/2017,
Distribuido 1856, 7/5/2018), mientras que para ATRU hay que ir incluso un poco
más lejos, ya que a su entender la violencia estatal hacia personas trans
subsistió hasta principios del siglo XXI.
Este
reconocimiento de la existencia de violencia estatal en democracia generó
muchos cuestionamientos en los legisladores de la oposición. Por ejemplo, la
senadora del Partido Colorado Carol Aviaga interpelaba el artículo 10 y
advertía:
«no es
sano que se diga que la situación luego de 1985 era la misma que en la época de
la dictadura … o se repara a quienes estuvieron en desventaja y que sus
derechos estuvieron violentados solamente durante la dictadura o lo hacemos
hasta el día de hoy, pero no entiendo por qué se pone como fecha límite el año
1975. ¿Qué quiere decir esta fecha? ¿Qué durante los gobiernos de los doctores
Sanguinetti, Lacalle y Batlle se violentaron los derechos de estas personas y
luego mágicamente eso dejó de suceder?» (CPDI, Carpeta 816/2017. Distribuido N
2145 10/10/2018)
Además de
una discusión sobre los alcances y las permanencias del autoritarismo esta
intervención introdujo una clara disputa politicopartidaria: Aviaga intentaba
evitar que los gobiernos de los partidos tradicionales (PC y PN) quedaran
asociados a formas de violencia institucional que permitieran incluirlos en una
genealogía que tuviera su emergencia en el régimen dictatorial. En definitiva,
que se subrayen más las continuidades que las rupturas y que 1985 aparezca ya
no más como separando dos momentos radicalmente diferentes, sino como uno
marcado por continuidades que denuncian la existencia de un escenario con
graves déficit democráticos, escenario que afectaba la narrativa del PC sobre
la transición democrática y su rol protagónico en ese proceso democratizador.
Además,
este debate puso en el centro la difícil relación entre democracia y
autoritarismo, ambos presentados tradicionalmente como fenómenos mutuamente
excluyentes, que encuentran en la población trans un caso que interpela esta
disociación discursiva y política. La ley avanzó en ese cuestionamiento cuando
reconoció la responsabilidad del Estado uruguayo en la violación de los
derechos humanos durante la dictadura y la etapa democrática. Esta inclusión en
forma explícita en la ley rompió con la naturalización de prácticas represivas
policiales y dispositivos de control sobre este grupo social, permitió subrayar
la continuidad de la violencia estatal en el tiempo más allá de tipo del
régimen político en cuestión, así como logró problematizar las nociones que
reducen la democracia a sus aspectos meramente procedimentales.
El debate
sobre la reparación y el lugar de las víctimas
¿Cómo
pensar a las víctimas de estas violencias? ¿Cómo fueron tratados estos casos
por la sociedad? El debate durante la aprobación de la Ley Integral Trans y su
posterior impugnación y sometimiento a una instancia de prerreferéndum[16]
tuvieron en la dimensión reparatoria un asunto recurrente. Esta dinámica de
defensa e impugnación redujo a las memorias trans el espacio social de
enunciación pública estimulando selectivamente la visiblización de algunos
aspectos con respecto a otros.
Esta
lógica dicotómica se puede sintetizar de la siguiente forma: por un lado, entre
los políticos y grupos religiosos opositores a la aprobación de la ley se
apostó a convertir a las víctimas en victimarios. Las prestaciones reparatorias
fueron presentadas entonces como una «pensión» por el simple hecho de ser
trans, una forma de inequidad, un «privilegio» fruto de la supuesta lucha
corporativa de las organizaciones LGTBIQ, que desconocía la existencia de
muchos más grupos que también habían sido perseguidos y que pese a eso no eran
incluidos en esta norma. Por ejemplo, la senadora Verónica Alonso (PN) afirmó
durante el debate parlamentario: «estos ya no son derechos, son privilegios…
esta ley no solo no elimina la discriminación sino que la reafirma porque
establece una categoría de personas a las que se otorga un tratamiento
diferente y un subsidio vitalicio…» (DSCS N35, T 587 16/10/2018: 266).
En
cambio, entre los que apoyaron la nueva norma la reparación fue vista como un
acto de justicia para «los más olvidados de los olvidados, discriminados y
perseguidos en dictadura, y muchas veces también en democracia» (DSCS N35, T
587 16/10/18:294) y una forma de «saldar una deuda histórica… y reconocer los
derechos omitidos desde siempre»(DSCR 53.ª Sesión Nro 4199 18/10/18:39). En
esta visión se restituye el lugar de víctima de las personas trans y su
relación con la violencia estatal en los años ochenta y noventa, y la
discriminación social y laboral que vivían en forma cotidiana. Pero los
estrechos límites que impuso la acusación de que se estaba generando un
privilegio terminó exacerbando en los discursos y testimonios que apoyaban la
ley el lugar de víctima pasiva, lo que terminó por invisibilizar la agencia de
las personas travestis y sus estrategias para enfrentar y sobrevivir esa
persecución. En ese sentido, los
testimonios trans públicos realizados durante esta coyuntura fueron
coincidentes: se hizo hincapié, una y otra vez, en describir las diferentes
formas de violencia estatal que sufrieron, pero no se acompañó esas reflexiones
con aspectos que rescataran la pluralidad de formas que se crearon para
sortear, resistir o minimizar su impacto. De esta forma, desapareció de los
testimonios púbicos el humor y la ironía, que permitieron tantas veces
gestionar la angustia y la exclusión; las fiestas y las redes formales e
informales de apoyo, las trasgresiones y picardías, las conquistas eróticas y
los amores. Aspectos todos ellos presentes en forma predominante en los pocos
testimonios públicos de travestis producidos en otras coyunturas previas al
debate de la ley integral, cuando existía aún un silencio significativo sobre
las violencias estatales. Un ejemplo en ese sentido, puede ser el libro de Argañaraz
y Ladra (1991) con los testimonios de Gloria Meneses -quien se
autodenominaba como “el travesti más viejo de América del Sur”- sobre el
carnaval montevideano, sus amistades y novios, las fiestas y los templos
afroumbandistas a los que supo integrarse.
Estas
restricciones para visibilizar otras cosas más allá de la persecución y la
violencia tienen que ver también con factores más estructurales sobre cómo se
construyen las víctimas en una sociedad. Como señala John Conroy (2001), en
toda sociedad existe una clase de individuos que la mayoría social admite como
potencialmente susceptibles de ser torturados. Esta categoría va variando en el
tiempo y es la base que permite identificar en cada contexto cuáles víctimas
reciben reconocimiento oficial, cuáles van a ser consideradas libres de toda
culpa y cuáles son ignoradas por completo en un momento dado (Elias, 1986). En
este caso fue decisivo para que se lograra el reconocimiento de las personas
trans como víctimas el apoyo estatal, la difusión de los datos del censo de
personas trans y el reconocimiento del movimiento LGTBIQ, feminista, de
derechos humanos y del FA. Todos estos actores lograron generar visiones
alternativas que facilitaron el desarrollo de una mayor empatía social con sus
problemas.
Es que
los procesos de reconocimiento oficial de las víctimas dependen, como señala
Elias (1986), de una cantidad de factores jurídicos y culturales, pero esta
configuración y este proceso de selección se vuelven aún más estrictos al
momento de determinar aquellas víctimas que son consideradas como libres de
cualquier culpa. Analizar las «víctimas culturales» (Elias 1986: 17), aquellos
cuyo estatuto de víctima no es reconocido por el sistema jurídico o la sociedad,
nos permite comprender mucho, no solo sobre la víctima en sí, sino sobre las
percepciones culturales y dispositivos de poder que atraviesan a estos
individuos y los ubican en ciertos lugares de no legitimidad enunciativa y
vulnerabilidad legal y social. En este caso, habitar una identidad de género
socialmente no esperada instala dificultades en el reconocimiento social que
contribuyen a su deshumanización, así como estar en situación de prostitución y
explotación sexual generan una fuerte deslegitimación enunciativa y no
facilitan sus condiciones de audibilidad, aspectos todos que terminan arrojando
sospechas que culminan culpabilizando a la propia víctima.
A su vez,
también se puede analizar estos silencios y pérdida de integralidad como una
estrategia de una memoria subalterna para llevar adelante, en un contexto de
alta impugnación, la construcción de su propia autoridad narrativa, negociando
así –dentro de lo posible- sus condiciones de representación y audibilidad. Una
forma de agenciamiento subalterno (Beverley, 2004) que visualiza su propio
testimonio en términos de una intervención coyuntural que busca dialogar y dar
respuesta a una urgencia estratégica: ser reconocidas como víctimas y
transformar los estrechos márgenes de una configuración social y política, así
como a las normas que definen la frontera entre lo humano y lo no humano.
Tanto las
características momentáneas del debate sobre la ley como estos factores de más
largo aliento, terminaron enmarcando la memoria trans reforzando en forma
excluyente los testimonios ligados a la violencia estatal y su construcción
cómo víctimas pasivas carentes de agencia o formas de resistencia.
Reflexiones
finales
La
emergencia pública de estas memorias trans instalaron importantes desafíos
analíticos, políticos y éticos: ¿cómo desarrollar maneras nuevas de escuchar lo
que las personas trans tienen para decir sobre la violencia estatal y el pasado
reciente?
Estas
memorias trans introducen el desafío de pensar el problema de la violencia
estatal y sus inflexiones durante la dictadura sin sobredimensionar el
paradigma que visualiza al periodo autoritario como un paréntesis sin ningún
tipo de continuidad con el período previo y posterior de la historia uruguaya.
Una primera hipótesis provisoria es que este cambio en la relación entre estado
y homosexuales y travestis tiene su explicación en el factor castrense y su
vulneración de las formas de negociación e ideas morales de la cultura política
batllistas. A su vez, - y sin minimizar esta inflexión-, es necesario inscribir
y leer ese cambio en algunas continuidades que trascienden cronológicamente la
dictadura cívico-militar. Las ideas de peligrosidad, de orden, de amenaza
fueron forjándose en los años previos a la dictadura, en diálogo con el
contexto de la Guerra Fría, el desarrollo de la Doctrina de la Seguridad
Nacional, y la apelación a nuevas estrategias represivas para enfrentar el
conflicto social.
La
novedad es que estas ideas de orden y peligrosidad y una construcción de “otro”
visto como amenaza e incompatible con el nuevo orden que se buscó fundar
confluyeron y articularon en forma variable durante el período autoritario
impregnando los cambios en la estructura policial, los diferentes dispositivos
de seguridad y las prácticas de vigilancia y exclusión llevadas adelante por
los distintas dependencias estatales. Este influjo creciente estimuló prácticas
estatales que ensayaron un disciplinamiento social en el que confluyeron
anticomunismo, ideales de patria y tradición, y visiones rígidamente heteronormativas
en torno a la familia nuclear como base de la estructura y la organización
social.
Además,
estos testimonios también impugnan las visiones oficiales y las politológicas
más tradicionales que marcan 1985 como un antes y después en el proceso de democratización
uruguayo, así como disputa los sentidos de la categoría democracia y su
reducción a sus meros aspectos procedimentales y formales. En definitiva, estas
memorias trans ponen en juego la necesidad de complejizar la periodización
histórica e introducir analíticamente la idea de la coexistencia de múltiples
transiciones con diferentes ritmos y problemas pendientes, así como permite
pensar la difícil relación existente entre democracia y enclaves de violencia
autoritarios.
Por otro
lado, la respuesta estatal y social actual a estos testimonios —una por cierto
nada despreciable— fue reconocer su legitimidad e incorporar lo que instalaban
a una lógica reparatoria en un escenario de disputa e impugnación. Pero esta
lógica dicotómica parece, junto a factores más estructurales, haber enmarcado
estas narrativas y haber producido a su vez nuevos silencios. Si bien durante el debate no existió una
espectacularización de la violencia que experimentaron estas «sobrevivientes»,
la futura reconstrucción de sus procesos personales y colectivos va a requerir
nuevas nociones sobre lo privado y lo público que permitan narrativas que den
visibilidad a esas violencias y a otros asuntos a través de un acercamiento que
reduzca al mínimo la exposición de la intimidad.
Así
mismo, estas memorias trans están fuertemente feminizadas. Poco y nada sabemos
aún sobre que sucedió con las personas que habitaban expresiones de género
socialmente no esperadas o no binarias en los setenta y ochenta. Poco y nada se
habló públicamente sobre los discursos y prácticas que ayudaron en su momento a
reconocerse y afirmarse a nivel identitario. También muy pocos relatos
rescataron públicamente las estrategias de resistencia y sobrevivencia que
permitieron a ese colectivo prevalecer pese a la adversidad y la violencia.
Recuperar esta integralidad de sentidos es importante, ya que el pasado, si
facilita múltiples modelos, relatos o imágenes, permite estimular la
imaginación ontológica y política, y construir estrategias políticas
alternativas.
De todas
formas, esta emergencia abrió nuevas posibilidades analíticas en el campo de
estudios uruguayo sobre sexualidad y pasado reciente: desde problematizar el
lugar de la clase en los estudios sobre la población LGTBIQ, pasando por
estimular el análisis de la estrecha relación entre la disidencia sexual y
sectores populares, así como el estudio de la relación entre contextos
políticos y procesos de subjetivación sexo-genéricas, y el intenso diálogo
entre lo travesti, lo transformista, lo marica y lo homosexual. Un continuum
este último que convoca a trascender, como proponen Cutuli e Insausti (2015:
22), una interpretación de esas identidades cómo meros resabios atemporales o
como una simple alteridad de la “modernidad gay global”.
Además,
como ha trabajado Theidon (2007) las memorias tienen diferentes temporalidades
y estas memorias trans no son la excepción. Sus experiencias de discriminación,
exclusión y violencia se inscriben en procesos en los cuales las temporalidades
involucran procesos más macro y estructurales. Poner la mirada en esta otra
temporalidad ayuda a comprender la naturalización de la violencia y los
silencios persistentes que existieron en las organizaciones sobre este asunto.
El debate
político y social contribuyó a ampliar la categoría de víctimas del terrorismo de Estado y los aspectos a los que alude la
categoría de derechos humanos, hasta
ahora muy vinculada a la persecución política durante la dictadura
cívico-militar. En primer lugar, porque reconoció —y esto fue un eje importante
en la discusión— que esta violación de derechos humanos trasciende los
estrictos márgenes cronológicos de la dictadura. En segundo lugar, porque
permitió reforzar y difundir la relación entre derechos humanos, sexualidad e
identidad de género, algo que el movimiento LGTBIQ viene explorando hace
décadas en su trabajo cotidiano. El completo apoyo del movimiento de derechos
humanos a la aprobación de la ley cerró años de acercamientos y trabajos
conjuntos con el movimiento de la diversidad sexual.
Finalmente,
el debate parlamentario y social puso en discusión, una vez más, la relación
nada fácil entre memoria, justicia y democracia. En este caso, la memoria de la
violación de los derechos humanos de la población travesti permitió y justificó
la instrumentación de medidas reparatorias, una forma de justicia. Además, aquí
la memoria parece haber permitido recuperar lo sucedido y paliar así la
invisibilización histórica que experimentaron estas violencias a nivel social.
Este reconocimiento aparece así como algo clave, en la voz de las que
testimonian, para alcanzar una integración y una ciudadanía democrática en el
futuro.
El pasado
es un objeto cuyos sentidos están en continua disputa. Esta lucha política que
se cierra contribuye a ampliar el reconocimiento de la pluralidad de
trayectorias vitales y a resignificarlas mediante su legitimación y rescate del
silencio y el olvido. Un cambio que alimenta otros futuros posibles. Unos en
donde las identidades trans y no binarias no estén más signados por la explotación
sexual obligatoria y exclusión social y simbólica. Un futuro en donde el pleno
derecho a la ciudadanía de los «otros» no esté ya más mediado por atravesar la
experiencia de ser víctima de violencias estatales de todo tipo como condición
sine qua non para acceder a la polis.
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Recibido: 13/09/2019
Evaluado: 17/10/2019
Versión Final: 18/11/2019
[1] La Ley Integral para Personas Trans
fue elaborada por el CNDS (un espacio de coordinación interinstitucional
presidido por el Mides en el que también tienen representación las
organizaciones de la diversidad sexual) y fue aprobada por el Parlamento en
2018. La ley es integral porque abarca temas de educación, trabajo, salud,
vivienda (asuntos que no se abordan en este artículo), así como incluye la
posibilidad para las víctimas de violencia estatal durante los años setenta,
ochenta y noventa a acceder a tres bases de prestaciones y contribuciones (BPC)
mensuales (unos US$ 370) en forma vitalicia. La ley establece como
limitante —al igual que las normas pensadas para ex presos políticos— que no
pueden cobrar esa prestación quienes que ya cobren una jubilación, retiro,
pensión o subsidio transitorio por incapacidad parcial, así como tampoco
aquellos que cuenten con ingresos superiores a 15 BPC calculados en promedio
anual.
[2] A
efectos de evitar anacronismos, utilizo en el presente texto el término
travesti cuando se alude a períodos previos a los años noventa, y el término
trans cuando trabajo asuntos y organizaciones ubicadas cronológicamente entre
fines de los años noventa y el presente. Durante los años setenta y ochenta no
existía a nivel social en Uruguay la diferenciación analítica entre identidad de género y orientación sexual, por lo que se
pensaba a las travestis como el punto más «extremo» de la homosexualidad. Para
un análisis de la historia del término homosexual en Uruguay y su relación con
el término travesti véase Sempol (2018).
[3] Fiahlo integró Homosexuales Unidos,
fue fundadora del Movimiento de Integración Homosexual y de la Coordinadora
Travesti y participó durante varios años en la Asociación Trans del Uruguay.
Hace una década volvió a su departamento de origen (Cerro Largo) y fundó allí
la organización Campesinas Rebeldes, desde donde sigue militando hasta la
actualidad.
[4] Por memorias trans me refiero a los sentidos sobre el pasado reciente
instalados en el espacio público por organizaciones y personas trans que
impugnan la cisnormatividad en la que recurrentemente caen las narrativas de
memoria sobre el pasado reciente.
[5] Para un análisis de la relación entre violencia y Estado en
Argentina véase, entre otros, Franco (2016a, 2012), D’Antonio (2016), Eidelman (2012), D ́Antonio y Eidelman (2010),
Servetto (2010), Garaño (2008) y Calveiro (2004).
[6] En los últimos años el trabajo de
Iglesias (2011) sobre la aplicación de las Medidas Prontas de Seguridad en
Uruguay (formas constitucionales de estados de excepción) ha tratado de matizar
el alcance de su cultura negociadora.
[7] El término cívico-militar comenzó a
ser utilizado en la historiografía uruguaya a efectos de subrayar la
participación civil en el régimen militar y la confluencia de intereses de
grupos sociales y régimen autoritario. Su uso en Uruguay ha sido laxo e
impreciso, al igual que en la región, no resolviéndose hasta el momento a qué
tipo de relación alude entre militares y civiles, ni lo que significa exactamente
el término civil, palabra demasiado amplia y homogeneizante. Para una reflexión
crítica sobre el término y sus usos para el caso argentino véase Franco
(2016b).
[8] Si bien la Ley 8080 de 1927
reglamentaba el comercio sexual consideró como un delito su ejercicio en la vía
pública. Esto recién se modificó en 2002 con la Ley 17515.
[9] Véase
por ejemplo el testimonio de Ricardo Ferri en Asamblea (20/11/1985), el
asesinato de Daniel Romero en Jefatura (Búsqueda 21/1/1988), y los casos de
tortura de Jorge Barboza (Brecha 20/4/1988), de un empelado de una empresa de
Correo (Brecha 3/6/1988) y de Guillermo Cicerchia (Brecha, 2/2/1989).
[10] La detención en Averiguaciones
(Decreto 680/980) era inconstitucional (artículos 15 al 17), iba en franca
oposición al Código Penal (Código de Procedimiento Penal, artículos 118 al 124)
y era contrario al derecho internacional reconocido por Uruguay. Los
funcionarios policiales solo debían, según la Constitución, tener derecho a
detener a un individuo si se estaba antes un delito flagrante, cuando hay
pruebas o por orden escrita del juez, pero nunca podían detener a los
ciudadanos por no tener documento de identidad, constancia laboral y /o carné
de estudiante.
[11] Guillermo Machado fue detenido el domingo 16
de julio de 1989 en una plaza frente al hospital Pasteur, donde se encontraba
almorzando con su novia. Durante su detención en la 15.ª seccional policial,
aparentemente Machado discutió con los policías y unas horas más tarde fue
ingresado en coma al hospital Pasteur, lugar en el cual falleció ocho días más
tarde.
[12] La ley 15848
estableció que había caducado el ejercicio de la pretensión punitiva del Estado
respecto de los delitos cometidos entre 1973 hasta el 1.º de marzo de 1985 por
funcionarios militares y policiales. A su vez, el artículo 3 disponía que los
jueces elevaran todas las denuncias al Poder Ejecutivo para que este
dictaminara si estaban comprendidos bajo la Ley de Caducidad, a efectos de
ordenar su archivo si fuera el caso, mientras que el artículo 4 encargaba al Poder
Ejecutivo la investigación sobre el destino de los detenidos-desaparecidos, en
especial de los niños secuestrados junto a sus padres o nacidos en cautiverio.
[13] Esta actividad fue organizada 15 de
junio de 2017 por el Colectivo Ovejas Negras, ATRU, Crysol (Asociación de ex
presos políticos del Uruguay) y Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos
en la sede de la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del
Pueblo. Una filmación de esta está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=iwJN4BqvksU
[14] Jelin (2002) define a los
«emprendedores de la memoria» como sujetos activos en un escenario político del
presente que ligan en su accionar el pasado y el futuro.
[15] Los ochenta han sido caracterizados
por la historiografía uruguaya (Caetano, 2005; Rilla, 1997; Caetano y Rilla,
1987) y la politología (González, 1985) como un período subdividido en dos
momentos: a) la dictadura transicional, que se inicia en 1980 con la derrota
del plebiscito a favor de una reforma constitucional que buscaba perpetuar a las
Fuerzas Armadas en el poder y se cierra en 1984, cuando se concreta una salida
pactada y el triunfo en las elecciones de Julio María Sanguinetti, y b) la
transición democrática, que se inicia en 1985 y se cierra en 1989 con la
ratificación vía referéndum de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva
del Estado. Para un análisis que problematiza en la región las visiones
politológicas tradicionales sobre la transición véanse los dossier “Los años
ochenta y las transiciones del Cono
Sur”, coordinado por Manzano y Sempol, en Contemporánea: historia y problemas
del siglo XX, Vol. 10, 2019, (disponible en http://revistacontemporanea.fhuce.edu.uy/index.php/Contemporanea/issue/view/3), el dossier «Transiciones a la
democracia: nuevos enfoques y perspectivas», Historia social y de las
mentalidades, vol. 22, no. 2, 2018 (disponible en http://www.revistas.usach.cl/ojs/index.php/historiasocial/issue/view/391) y el dossier «Historizar los ochenta», coordinado por
Franco y Manzano, disponible en
<http://www.historiapolitica.com/dossiers/historizar-los-ochenta/>
(puesto en línea en 2017)
[16] Una vez aprobada la Ley Integral
Trans los dirigentes del PN Carlos Lafigliola y Álvaro Dastugue juntaron
setenta mil firmas para solicitar que se convocara a un prerreferéndum para
derogar la norma. El 4 de agosto de 2019 la Corte Electoral realizó el prerreferéndum,
en el cual los dirigentes blancos lograron obtener solo el 10 % del apoyo
del total de personas habilitadas para votar (necesitaban el 25 % para que
el proceso de impugnación siguiera adelante), lo que permitió mantener firme la
ley.