Patronos, jerarcas y franquistas
Actitudes y recursos coercitivos ante el
surgimiento de la protesta obrera, 1962-1976
Masters, hierarchs and francoists
Attitudes and coercive resources
before the emergence of the workers’ protest, 1962-1976
Universitat Autònoma
de Barcelona (España)
cristian.ferrer@uab.cat
Resumen
Este artículo explorará la relación entre el surgimiento de la
protesta obrera y el desarrollo de nuevos recursos para su contención y
neutralización durante la segunda mitad del régimen de Franco. Focalizará en el
caso de Tarragona, una ciudad catalana de industrialización reciente que hasta
finales del franquismo figuró entre las provincias menos movilizadas de España.
La ausencia de tradición contestataria, la falta de experiencia en el trabajo
industrial o la memoria de la violencia fundacional del franquismo, fueron
algunos de los elementos que condicionaron la aparición del movimiento obrero
antes de la década de 1970. Incluso tras el acelerado proceso de
industrialización de los años sesenta, el orden laboral y político permaneció
bajo control de las autoridades y el surgimiento de la protesta socio-laboral
se encontró frente a unas autoridades poco avezadas a combatirlo. El
debilitamiento de los mecanismos de disciplinación
laboral por parte del movimiento obrero y la impericia de las fuerzas policiales
par descabezar las organizaciones que sostenían la protesta, propició el
desarrollo de nuevas y diversificadas respuestas patronales, del sindicalismo
oficial y de los apoyos sociales de la dictadura, que tras el desborde de la
movilización tomarían caminos divergentes.
Palabras clave
movimiento obrero; violencia política: extrema derecha; antifranquismo.
Abstract
This article will explore the relationship
between the emergence of the workers' protest and the development of new
resources for containment and neutralization during the second half of Franco's
regime. It will focus on the case of Tarragona, a Catalan city of recent
industrialization that until the end of Franco was among the least mobilized
provinces in Spain. The absence of a rebellious tradition, the lack of
experience in industrial work or the memory of the foundational violence of
Franco, were some of the elements that conditioned the emergence of the labor
movement before the 1970s. Even after the accelerated industrialization process
in the sixties, the labor and political order remained under the control of the
authorities and the emergence of the socio-labor protest was faced with a few
experienced authorities to fight it. The weakening of the mechanisms of labor
discipline by the labor movement and the inability of the police forces to
break up the organizations that supported the protest, led to the development
of new and diversified employer responses, official unionism and social support
of the dictatorship , that after the overflow of the mobilization would take
divergent paths.
Keywords
labor movement;
political violence; extreme right; anti-Francoism
1. Una dictadura de clase
La
dictadura franquista nació como alternativa a la apertura democrática que
significó la Segunda República española. Desde un punto de vista social, los
años treinta habían establecido en España el marco propicio para que el
movimiento sindical planteara sus propuestas sociales y políticas, que la
confabulación derechista vencedora en la Guerra Civil consideraba necesario
extirpar de raíz. Desde esta perspectiva, el nuevo régimen se erigió en el
garante de una «paz social» sustentada en la negación de los antagonismos de
clase —subsumidos en la empresa común nacional-sindicalista— que, a la sazón,
hacía necesaria la erradicación física, material y cultural del obrerismo.
Cataluña había sido des de la segunda mitad del siglo XIX la región más
industrializada de España, todavía reuniendo a inicios de la década de 1970 más
del 20% del global industrial español (Riquer, 2010, 815). Mayoritariamente, la
industria catalana se concentraba en los entornos de Barcelona, conformados por
medianas ciudades que se extendían a lo largo de su cinturón industrial en un
radio de unos 60 kilómetros (Balfour, 1994); un espacio que aglutinaban a esas
alturas el 68% del empleo fabril catalán (Rodríguez & D’Alós-Moner,
1978).
El
control social sobre Barcelona y su entorno, una región de gran importancia
para el movimiento obrero español y que el régimen siempre la identificó como
potencialmente desafecta, demandó el empleo de un gran número de recursos
represivos a lo largo de la dictadura. Pero no sólo
allá. La violencia constituyente del proyecto de construcción del Nuevo Estado
—lo que Paul Preston (2011, 615) ha llamado la «inversión en terror» del
franquismo— se mostró en entornos mucho menos
conflictivos que la ciudad de Barcelona. Tarragona, una pequeña capital
provincial de apenas 40.000 habitantes en los años treinta, da muestra del
carácter clasista de la represión de postguerra: hasta el 52% de los
represaliados de dicha ciudad eran trabajadores industriales o agrícolas y de
ese mismo grupo social eran el 80% del total de ejecutados (Solé Sabaté, 1985;
Recasens, 2005).
La
represión bajo el franquismo, aunque masiva, fue siempre selectiva. Más allá
del límite económico que aconsejaba salvaguardar manos para trabajar, la
violencia fundante del franquismo perseguía un fin político: socializar el
terror en el seno de las clases trabajadoras y, más extensamente, entre las
bases de apoyo del proyecto republicano. Este hecho, junto al sistema de
delaciones ciudadanas que pretendía crear nuevas redes de apoyo a la dictadura,
aspiraba, en última instancia, a destruir las formas en que se relacionaban los
sectores populares e inhabilitarles, así, para confiar los unos en los otros;
un elemento, el de la confianza, imprescindible para
relacionarse, solidarizarse y, eventualmente, organizarse (Mir, 2002; Sánchez
Mosquera, 2008; Gómez & Marco, 2011). Y aunque ningún régimen político
sobrevive cuatro décadas sin construir mínimas bolsas de consentimiento, los
estudios llevados a cabo al respeto dan muestra de lo limitado de dichas
pretensiones (Molinero, 2004; Lanero, 2013). Asunto distinto son la amplia gama
de actitudes adaptativas registradas entre las clases populares, que asumieron
la dictadura como un hecho consumado, y que mayoritariamente carecían de
recursos organizativos para oponerse a ella (Hernández Burgos, 2013).
La
represión consiguió acabar con la organización obrera, pero no con las causas
que habían propiciado su surgimiento. Las primeras muestras de malestar laboral
bajo el franquismo en Cataluña se registraron en Barcelona y su cinturón
industrial —debido a la protección que ofrecía el medio con respeto a ciudades
de menor tamaño— y, particularmente, entre los
sectores de mayor tradición sindical, como el textil o la metalurgia. La huelga
había sido tipificada como delito punible por la legislación dictatorial, por
lo que el «rechazo pasivo» (Ysàs, 2008, 170) del
proletariado se expresó en paros cortos, trabajo lento o, incluso, en
pequeños hurtos y absentismo laboral. Aunque se produjeron estallidos de
protesta obrera en forma de huelga general en municipios del primer y segundo
cinturón barcelonés en los años cuarenta, el surgimiento de una conflictividad
organizada y sostenida en el tiempo no cabe buscarla antes de la década de
1960.
La
huelga general de 1951 en Barcelona —la llamada «huelga de los tranvías»—
mostró, al menos, dos cosas: la incapacidad del franquismo para desactivar el
conflicto social en los espacios urbanos, por un lado, y que entre las clases
populares había muchos sectores dispuestos a movilizarse pese a los riesgos que
comportaba, por el otro. Junto a la sempiterna represión y ante lo limitado de
las políticas asistenciales, el régimen pretendió apagar las protestas
laborales cada vez más frecuentes de la década de 1950 mediante el decreto de
incrementos salariales generalizados, que beneficiaban tanto a los sectores
movilizados como a lo que no. Pero si ello permitió la recuperación general de
los niveles retributivos anteriores a la Guerra Civil, estos también
contribuyeron a una inflación galopante que, a su vez, motivó nuevas protestas.
Los pactos ofrecidos por los patronos a sus trabajadores al margen de los
canales oficiales buscaban evitar los paros laborales, pero su proliferación
produjo la erosión de los mecanismos de disciplinamiento laboral del primer franquismo. La
introducción de los convenios colectivos respondía a las exigencias del proceso
de liberalización económica, pero a su vez, tuvieron efecto sobre la morfología
de la acción colectiva.[1]
Si por un lado estos permitían vincular los salarios a la productividad y
acabar con una inflación congénita, por otra, segmentaban a nivel de
fábrica o de ramo los conflictos que anteriormente se habían planteado a nivel
local, comarcal y, al fin, en grandes oleadas que forzaban al gobierno a
conceder incrementos generalizados (Balfour, 1994; Domènech, 2008). Y al hacer
eso, también rompieron el mecanismo que permitía las mejoras salariales de
forma «pasiva» fuera de los principales
centros fabriles, creando las condiciones, o al menos la necesidad, para la
movilización laboral en aquellos entornos hasta la fecha no movilizados.
En 1962
una masiva oleada huelguística agitó los cimientos de la España industrial,
expandiéndose desde Asturias hacia toda la geografía peninsular (Vega, 2002).
En Cataluña, las protestas llegaron a través de la región minera de las
comarcas interiores de Barcelona, y alcanzaron poco después la capital
provincial, desde donde la protesta se extendió, como en precedentes ocasiones,
por su primer y segundo cinturón. Aunque aquella oleada tuvo repercusiones tan
alejadas de las principales urbes del país —como las minas del Mequinenza,
entre el limes provincial entre
Lleida y Zaragoza, así como en algunas industrias de Girona y entre los
trabajadores de limpieza municipales de Lleida capital— lo cierto es que en la
mayor parte del territorio catalán apenas llegaron ecos audibles de la
agitación obrera que se estaba produciendo en la España industrial.[2]
El
Gobierno Civil de Tarragona podría haber zanjado sin más el informe requerido
por el ministro de la Gobernación, aduciendo que nada digno de mención había
sucedido durante la oleada huelguística en la provincia. Sin embargo, las
autoridades constataron que bajo una calma sólo aparente se dieron actitudes
expectantes de cuánto estaba sucediendo en otros lugares más movilizados. El
informe reconocía que el «desarrollo de los pasados sucesos, ha sido observado
con un relativo interés» por los obreros, que «merecen especial atención por
sus reacciones y actitudes». Este interés había motivado que muchos
asalariados, procurando sortear la férrea censura, hubiesen sintonizado
emisoras extranjeras —principalmente radio Pirenaica, la estación de difusión
de los comunistas españoles que emitía en onda corta desde Rumanía— que fueron
«escuchadas por una gran mayoría de personas y las noticias eran rápidamente
conocidas» por ser, aquella, «una situación nueva, desconocida y olvidada ya
por muchos».[3] Pero
la pasiva expectación obrera no se redujo a la escucha de emisoras prohibidas.
Algunos ferroviarios y estibadores, que eran los sectores de mayor tradición
obrera de la ciudad, confeccionaron octavillas llamando a la huelga y las
esparcieron por la zona portuaria. Y aunque fueron desoídas, este hecho nos
habla de la presencia —de una presencia débil, si se quiere— de todo un mundo
anterior que el franquismo no fue capaz de erradicar por completo y que, pese a
todos los constreñimientos, miedos e incertidumbres, de algún modo seguía ahí.
2. Disputa obrera, pactismo patronal y contención
sindical
Estos sectores tradicionales tendrían una incidencia modesta en el ciclo
de conflictividad registrado a partir de 1970, del que se hablará más adelante,
pero fueron los que dieron mayor muestra de resistir en los entornos laborales
a la implementación de la nueva organización del trabajo de tipo «fordista» que
traían con sigo los convenios colectivos en los años sesenta (Ferrer, 2018b).
Una organización que no estaba basada tanto en la automatización de los
procesos productivos como en la implantación de un modelo intensivo en trabajo,
que era tan brutal, que hay investigadores que sostienen que sólo era posible
en el contexto de una dictadura (Babiano, 1995; Domènech, 2012). La
prolongación de jornadas laborales y el desequilibrio entre incrementos de la
productividad y los salarios, son algunos datos que podrían traerse a colación
para ilustrarlo (Molinero & Ysàs, 1998).
Las resistencias a este sistema intensivo en trabajo en los espacios sin
tradición contestataria como Tarragona, empezaron a registrar pequeños
conflictos que rara vez quedaban reflejados en las estadísticas oficiales, cuya
sistematización no se inició antes de 1966. El tipo de conflictividad laboral
que en aquella década se produciría en los entornos cuya clase obrera carecía
de recursos para la movilización era de «baja intensidad»,
equiparable, aunque no exactamente igual, a la de epicentros industriales de
los años cuarenta. Generalmente, una parte de la plantilla disminuía el ritmo
de trabajo ante la negativa de la empresa de cumplir alguna de sus demandas.
Aunque la ley penara este tipo de prácticas,[4]
tal modelo de conflictividad permitía esquivar la represión —especialmente la
policial— mejor que no otro más disruptivo. Igualmente, su carácter de protesta
impulsada desde pequeños círculos, forzosamente basados en la confianza,
establecía una base sólida desde la que más adelante podrían ir extendiéndose
los desafíos. Sin duda, el hecho de que se mostrara un modelo exitoso, al
lograr ir arrancando pequeñas mejoras laborales, también contribuyó a ello. En
un contexto de crecientes movilizaciones de este tipo, la represión patronal
contra individuos concretos —sanciones, suspensiones, despidos— podían
desactivar la actitud desafiante de parte de la plantilla, especialmente en
unos años en que todavía no existían formas organizadas de lucha en las
fábricas ni un tradición de protesta que sirviera de
aglutinante entre los asalariados.
Pero la
actitud de los empresarios cambió a media que se fue desarrollando y extendido
una cultura de la protesta entre crecientes segmentos de la clase obrera. Es
decir, una cultura cimentada en la constatación de que sólo mediante la acción
colectiva —y no las salidas individuales o aquellas ofrecidas por los jerarcas
sindicales— podía esperarse cambiar la propia vida (Domènech, 2012, 201). Claro
está que muchos trabajadores seguirían permaneciendo al margen de las
reivindicaciones laborales, bien por el temor a sufrir represalias, bien por
—como ha investigado Hernández Burgos (2013, 363)— estimar que convenía evitar
los actos de protesta, «por formar parte del terreno de lo político». Y aunque
las actitudes obreras fluctuarían a lo largo del tiempo, su relación con la
represión patronal también lo haría. El recurso represivo ante el éxito
continuado de las reivindicaciones obreras, podía propiciar la cohesión de la
plantilla de una empresa, más que desincentivarla. Un buen ejemplo lo
encontramos en una multinacional textil tarraconense, en la que las costureras
de una ala de la fábrica llegaron a estar horas en pie
sin confeccionar una sola camisa como queja por sus condiciones de trabajo.
Cuando la dirección despidió a una de las alborotadoras, confiando que cundiría
el ejemplo, el paro se extendió entre gran parte de las seiscientas
trabajadoras en plantilla. Lograron, así, no sólo que se anulara el despido,
sino también que se cumplieran sus reivindicaciones.[5]
Resulta
significativo que los patronos no siempre notificaran estas actitudes
desafiantes a las autoridades sindicales, cuya teórica función consistía en
mediar y evitar los conflictos, ni tampoco a la fuerza pública, cuya actuación
la reservaban para casos extremos de insumisión, que todavía no se habían
producido. La inexperiencia patronal ante la contestación obrera era, sin duda,
un factor explicativo. Pero a menudo el motivo era que el amplio repertorio de
protesta fabril —desde negarse a comer en las cantinas de la empresa, a la
entonación de canciones en tono de mofa con referencias a los capataces,
pasando por la negativa a realizar horas extraordinarias, que al fin y al cabo
eran voluntarias— difícilmente podía ser considerado un conflicto laboral en
sentido estricto. No era inusual que los trabajadores elevaran sus demandas
simultáneamente al sindicato vertical y a la dirección de la empresa,
acompañando dicha actuación legal con medidas a-legales de presión de baja
intensidad como las descritas. Lo relevante es que estas movilizaciones que
llamamos «silenciosas» —en tanto que no eran abiertas y visibles más allá de
los implicados— fueron consiguiendo pequeñas mejoras laborales y, más relevante
en términos históricos, extendiéndose por otras empresas y dotando a las
plantillas de la cohesión que les permitiría dar un salto desde las protestas
de baja intensidad a las huelgas productivas.
Pero
hay también un factor político vinculado a lo anterior que permite interpretar
las actitudes patronales. Y es que el éxito de buena parte de las
reivindicaciones laborales por parte de un movimiento obrero en fase formativa
cabe comprenderlo desde un marco más amplio, caracterizado por el surgimiento
de un nuevo instrumento de oposición al franquismo de base obrera que había
irrumpido en las principales regiones industrializadas de España: las
Comisiones Obreras (CCOO). Se trataba de un movimiento sociopolítico —no un
sindicato sensu stricto— surgido como
alternativa al agotamiento estratégico del ciclo de conflictividad laboral por
oleada de 1956 a 1962 en las principales áreas
industriales y que vehicularía el grueso de la protesta laboral durante el
franquismo (Molinero & Ysàs & Tébar, 1994). Si con anterioridad las CCOO se formaban y desaparecían tras el
conflicto, a partir de 1964 se vieron como un espacio que permitía tejer
realidades fabriles, locales y regionales diversas, por lo que empezaron a
organizarse como una estructura permanente. De 1964 a 1966 las CCOO en Cataluña
eran una realidad estrictamente barcelonesa, pero entre 1966 y 1967, los
comunistas del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) y los cristianos
de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) —los dos grandes actores
políticos del nuevo movimiento obrero bajo el franquismo— fomentaron su
articulación territorial en la llamada Comisión Obrera Nacional de Cataluña
(CONC).
La
confianza de algunos sectores movilizados de la clase obrera ante los patronos
y la actitud de éstos ante las protestas fue parejo al despliegue territorial
de las CCOO. Su desarrollo desde 1966 se habían amparado en la participación
obrera en el sindicato vertical que el propio franquismo había propiciado
(Amaya, 2013), lo que favoreció su infiltración por opositores encuadrados en
CCOO. Sin embargo, a primeros de 1967 el Tribunal Supremo sentenciaba la ilegalidad
del movimiento al considerarlo «una filial del Partido Comunista de España
tendente a la violenta disolución de la actual estructura del Estado español»,[6] por
lo que su ulterior crecimiento tuvo que desarrollarse en la clandestinidad. El
papel de CCOO en las protestas de baja intensidad en
Tarragona fue subsidiario, como también lo fueron los opositores infiltrados en
el sindicato vertical, siendo mayor su rol en movilizaciones sociales ajenas a
las fábricas, como las manifestaciones que empezaron a proliferar en torno al
primero de mayo, o en el nuevo ciclo de conflictividad laboral abierto en 1968.
Una movilización convocada por CCOO en toda España para octubre de 1967,
sin embargo, vendría a alterar esta relación. La violenta disolución de la
manifestación en Terrassa por parte de la policía, que dejó treinta y cuatro
detenidos y dos heridos de bala, anticipaba el giro represivo contra CCOO en el
área de Barcelona, donde la patronal aprovechó la doble represión judicial y
policial para depurar plantillas reivindicativas, pretextando la situación de
crisis por la que atravesaba la economía. La represión a la que fueron objeto
las CCOO entre 1967 y 1969 produjo su repliegue organizativo y un sinfín de
debates muy polarizados en torno a las posiciones que apostaban por seguir
actuando a cara descubierta, como hasta entonces, o, contrariamente, por su clandestinización absoluta; debates que produjeron la
división del movimiento en múltiples organizaciones que se consideraban
herederas de las primeras y por ende auténticas CCOO. Ello coincidió,
paradójicamente, con una actitud de confianza por el naciente movimiento obrero
tarraconense, que propició que CCOO virara de acciones callejeras de escasa
entidad a reivindicaciones en el seno de las empresas, hecho que fortaleció su
estructura organizativa sectorial. Ello cabe vincularlo, por un lado, a la ausencia
represiva en su entorno, pero especialmente por el éxito obtenido por las
demandas obreras en tiempo reciente. La extensión de protestas de
baja intensidad generó el contexto proclive para que las CCOO empezara a
arraigar en algunas factorías y, de ahí, se pudiera dar el salto hacia un nuevo
modelo de conflictividad laboral más disruptivo.
El
proceso de rápida industrialización del área de Tarragona en los años sesenta
se fundamentó en la química (Llop, 2002), formándose
un entramado de empresas mutuamente dependientes que las hacía muy sensibles a
la conflictividad laboral, donde un pequeño grupo de activistas en una sola
empresa podía afectar a la producción química de toda la ciudad. Entre estos
sectores sería donde las CCOO de Tarragona empezaron a arraigar en las fábricas
y a plantear demandas laborales con el aval de muchos compañeros de trabajo, que a diferencia de las acciones previas, ahora empezaban a
participar directamente en las asambleas de empresa impulsadas por los
militantes de CCOO. Ello significaba que cualquier actuación podría empezar a
contar con un mayor respaldo por parte de la plantilla y, potencialmente, se
ampliaba la capacidad de acción de los trabajadores, al tiempo que los
dirigentes obreros contaban con la seguridad que les confería la multitud de la
asamblea.
La
primera huelga productiva en el corazón de las industrias química tarraconenses
a principios de 1968 significó el franqueamiento de un límite no antes cruzado:
el paro abrupto de la producción.[7] Ello
elevaría a los trabajadores de aquella empresa a referentes del movimiento
obrero tarraconense y sus recursos de protesta empezaron a ser imitados en
otras plantas (Ferrer, 2018a). Y aunque aquel paro fue muy relevante en la
maduración del movimiento obrero, para los fines de este artículo conviene
resaltar el hecho de que dicha huelga se encontró con menor estupor por parte
del sindicalismo vertical y de la patronal que los siguientes paros laborales.
El motivo lo mostró el salto que, poco después, darían los trabajadores que
estaban construyendo la que era la segunda central nuclear de España en una
población cercana a Tarragona: la ocupación del espacio público. Y es que fue
la relación entre la protesta obrera en la esfera productiva y las dinámicas de
movilización en el espacio público —un ciclo iniciado no antes de 1969— lo que
convencería tanto a la patronal como al sindicalismo oficial y a las
autoridades civiles de la necesidad de cambiar su estrategia para desactivar la
protesta obrera.
3. Resistencia y la reacción patronal ante la
ofensiva obrera
La
huelga en la construcción de la central nuclear Vandellós I empezó como tantas otras. El malestar por las
condiciones de trabajo llevó a un grupo de activistas —ya organizados en CCOO—
a proponer reuniones vespertinas en espacios seguros, alejados de los tajos y
de la mirada patronal, con el fin de confeccionar una plataforma reivindicativa
que superara la atomización del millar largo de trabajadores encuadrados en una
veintena de empresas que realizaban labores en las obras de la central. Cuando
presentaron sus demandas, los patronos se negaron a acatarlas. Pequeños grupos
empezaron entonces a recorrer los tajos, invitando a sus compañeros a dejar de
trabajar. Como factor de presión, decidieron reunirse en las cantinas que había
instaladas cerca de las obras, en lo que al final del día se convirtió en un
encierro de varios centenares de huelguistas. A diferencia de otras ocasiones,
los patronos solicitaron la presencia de la Guardia Civil, que desalojó a los
huelguistas tras cinco días de encierro.[8]
La construcción de la central era estratégica para el régimen franquista (Campubrí, 2017) y no parecían dispuestos a dejar
amedrentarse por las reivindicaciones de unos trabajadores precariamente
organizados. El hecho relevante es que la intervención policial —la primera que
tengo registrada en estas latitudes— propició que la protesta se trasladara,
por primera vez, del lugar de trabajo a las barriadas obreras de Tarragona,
donde la mayoría de los huelguistas residían y donde la propia huelga se había
fraguado. La huelga encontró ahí la solidaridad de otros trabajadores, que
participaron en las movilizaciones callejeras, pese a ser en principio ajenos a
sus motivaciones.
La
dimensión extra-laboral que tomó el conflicto —con
asambleas diarias en las iglesias y concentraciones de centenares de personas
ante el sindicato vertical, en el corazón de la ciudad— tensionó las relaciones
entre las autoridades civiles, garantes del orden público transgredido por la
huelga, y la patronal de la construcción. Tras diversas manifestaciones en el
centro de Tarragona, las primeras que se producían masivamente durante la
dictadura, las autoridades enviaron a la Policía Armada a dispersarlas, pese a
la intermediación de José Romero, uno de los líderes de la huelga. La violencia
policial fue in crescendo a medida
que avanzaba el tiempo, hasta que en el décimo día de huelga el Gobernador
Civil ordenó desalojar una asamblea en una iglesia de barrio y detener a
Romero.[9] La
policía custodió al detenido ante representantes de la patronal, donde se le
obligó a aceptar la vuelta al trabajo. Pese a la cerrazón patronal, las
manifiestas irregularidades por las que protestaban los trabajadores —que
contravenían el convenio provincial (Heras, 1991, 51)— dejaban poco margen a
los empresarios de la construcción. Éstos, a cambio de que se les garantizara la
hegemonía en la organización laboras en sus obras, accedieron a las demandas de
tipo salarial. Las autoridades acallaban, así, la protesta en la calle, pero
resultaba evidente que cabía evitar el desborde de las reivindicaciones
laborales y para ello era imprescindible acabar con las CCOO.
La
primera huelga «abierta» registrada en Tarragona fue considerada un éxito sin
paliativos por el movimiento obrero, y no sólo en términos laborales. Era la
primera ocasión que un conflicto obrero enturbiaba el orden público en aquellas
latitudes; un orden público del que el franquismo era garante como defensor de
la «paz social». Las reacciones de los patronos y de las autoridades —que
mostraron su división de pareceres de manera pública— oscilaron entre la
negociación y la represión. Pero finalmente, ante la constatación que el paro
no era un conflicto aislado en unas pocas empresas alejada de la ciudad, sino
una protesta sostenida por muchas personas en principio ajenas a ella, las
autoridades consideraron que la primera de las opciones era necesaria para
acabar con la huelga.
Ciertamente,
fue una negociación totalmente condicionara por la actitud beligerante de las
fuerzas policiales y la patronal. Muestra de ello es que algunos meses después,
el conflicto en Vandellós I rebrotaría.[10]
Pero los nuevos métodos del movimiento obrero en Tarragona —asambleas, paro
productivo y ocupación del espacio público— habían venido para quedarse, como
también lo habían hecho la contundencia de la patronal y de las fuerzas del
orden. Y si por primera vez la protesta era abierta y visible, también lo era
su represión. Ello empezó a condicionar los debates estratégicos en el seno de
las CCOO de Tarragona, como lo había hecho en Barcelona durante el trienio
1967-1969. Si hasta entonces la represión había afectado de una manera extensa
al movimiento obrero en la primera y segunda corona barcelonesa, en el resto
del territorio los golpes de la dictadura contra los opositores habían sido
selectivos, buscando descabezar el movimiento antifranquista y esperando
desmovilizar a sus bases con la amenaza de la coacción. Incluso tras el Estado
de Excepción decretado en enero de 1969, que comportó numerosos arrestos por
todo el territorio.[11]
1969
supuso un punto de inflexión en muchos sentidos. Desde entonces, la
conflictividad socio-laboral comenzó a expandirse geográficamente lo suficiente
como para que en 1970 el número de trabajadores de provincias españolas donde
casi no se habían producido protestas anteriormente superasen a las
tradicionalmente más conflictivas.[12]
En efecto, a la concentración de los recursos represivos en las provincias más
conflictivas, le siguió la expansión de conflictos en otras. Las autoridades y
los patronos se veían desbordadas y pedían más represión para contener y desactivar
las protestas, pero la policía no podía más que constatar que ya no le era
posible detener a nadie más, pues, tras la manga ancha que habían tenido
durante el Estado de Excepción vigente de enero a marzo de 1969, ya no sabían a
quien más detener. Este hecho nos habla de un relieve militante superior a la
capacidad del franquismo para descabezar a los movimientos de protesta y, al
mismo tiempo, que el antifranquismo, que había madurado un nuevo modelo de
conflictividad que justo empezaba a brollar entonces, ya no era un fenómeno
geográficamente reducido a unos pocos lugares.
La
patronal, que con anterioridad había optado por la negociación —fuera
directamente con los trabajadores o, más a menudo, a través del sindicato
vertical— para desactivar los conflictos, reaccionó haciendo uso de los
resortes de poder del estado, cuya principal atribución al fin y al cabo era
garantizar su hegemonía en la esfera laboral. A corto plazo, la violencia
policial contra el movimiento obrero logró su objetivo, con la atomización de
las organizaciones de los trabajadores. En agosto de 1970 la policía sobrepasó
un límite no antes franjeado, que tendría consecuencias permanentes en el
movimiento obrero tarraconense: la tortura de diversos detenidos en una
movilización en solidaridad por la muerte de tres obreros en Granada en el
contexto de una huelga del sector de la construcción (Tudela, 2010).[13] De
hecho, hubo menos detenciones en 1970 que en 1969 y en 1971 (Tabla 1), pero el
maltrato extremo de los detenidos condicionó a muchos de los trabajadores que
se habían mostrado dispuestos a movilizarse, reactivando lo que Sánchez
Mosquera (2008) ha llamado el «miedo genético». A la tortura se le sumó la condena a dos y tres años de cárcel a dos
militantes católicos de CCOO.
Desde
entonces, las CCOO no representarían ya la única opción sindical de la
oposición, pues una parte de la Juventud Obrera Católica (JOC) las abandonaron
por desavenencias estratégicas con los comunistas y los católicos más
veteranos. Paradójicamente, la división del movimiento obrero acabaría
propiciando un incremento espectacular de la conflictividad laboral a partir de
1973, cuando se consolidaran las nuevas opciones sindicales de raíz católica,
que se ubicaban en la órbita de la extrema izquierda, como el Topo Obrero o,
más relevante, las Plataformas Anticapitalistas (Arnabat,
2012; Sans, 2017). Al auge de la protesta obrera le siguió un endurecimiento de
las posiciones de la patronal, que empezaron a hacer uso de nuevos recursos
coercitivos.
En
efecto, el desalojo de los huelguistas por parte de la policía, algo inédito
antes de 1969, pasó a estar al orden del día desde entonces. Sin embargo,
pronto se comprobó que con ello no bastaba para amedrentar las protestas. La
sensación de fortaleza por parte de las organizaciones obreras se tradujo en la
expansión de la conflictividad entre otras empresas menores.[14] Los
informes del sindicato vertical dejan constancia de este aumento de conflictos
en 1973, que se «han dejado sentir a finales del año».[15]
Para hacerles frente, la patronal combinó los desalojos con los despidos de los
activistas más significados y, des de principios de 1974, empezó a hacer uso de
nuevos métodos de carácter ofensivo: los cierres patronales. El lockout, como medida de presión excepcional,
perseguía tensionar la unidad de los trabajadores durante el conflicto, evitar
la ocupación cada vez más frecuentes de las fábricas y recuperar la iniciativa
en la esfera laboral.
Estos métodos más disruptivos por parte de los patronos y de la policía,
lejos de amedrentar la protesta, motivaban la solidaridad de otras personas,
que empezaban a ir más allá de la clase obrera. Ello se aprecia
nítidamente en una carta enviada por el párroco de una barriada periférica
—donde se habían producido un seguido de huelgas y violentas actuaciones
policiales— al Gobernador Civil, en el que le decía: «Lo que ciertamente me ha
dejado perplejo es que la policía … tomase una postura, no de poner orden sino
de sembrar el desconcierto entre los trabajadores. Creo que sinceramente fue
esto lo que consiguió la policía con 7 jeeps, dos autocares y varios coches
particulares de la policía con cascos, fusil en mano … Ahora la mayoría de los
obreros no dudan a favor de quién se halla la fuerza pública».[16]
Un
factor que explica este incremento paralelo de la violencia policial y de los
conflictos obreros es el debilitamiento del sindicalismo vertical. Con
anterioridad, el vertical había sido un instrumento útil para los patronos y
las autoridades, al lograr canalizar el descontento obrero hacia cauces legales
y, por lo tanto, más o menos controlables. Su eficacia decayó a partir de las
elecciones de 1971, que se saldaron con una infiltración notable de opositores
en los ramos más movilizados.[17]
Igualmente, con la proliferación de alternativas organizativas a CCOO, que a
menudo rechazaban la infiltración en los sindicatos franquistas como principio,
particularmente Plataformas Anticapitalistas, se hizo más difícil la
negociación entre huelguistas y empresarios en su seno para poner fin a los
conflictos. Allá donde no bastaba con los instrumentos de coerción del régimen,
pues, empezaron a llegar los apoyos sociales más radicalizados del franquismo.
En efecto, a partir del debilitamiento de los medios de control social y del
raquitismo de la hegemonía del régimen en determinados espacios que servían
para amplificar las protestas laborales, como la universidad —que entonces
comenzaba su «extensión» en las provincias con la apertura de las delegaciones
universitarias en Lleida, Girona y Tarragona— o las barriadas obreras —con el
surgimiento de un potente movimiento vecinal (Bordetas
& Sánchez, 2010)— se empezó a sentir la actuación de grupos de ultraderecha
que decidieron pasar a la acción directa contra la oposición democrática «para
llegar allí donde era imposible hacerlo por vías legales» (Casals, 1995, 77).
Su desarrollo correría paralelo a la crisis del franquismo y, en Tarragona,
maduraría en el bienio 1976-1977, pero podemos rastrar su presencia ocasional
por lo menos desde 1970 y un incremento de sus acciones de 1973 en adelante.
Este hecho nos habla del desgaste de algunos mecanismos de control social y de
la erosión creciente de la hegemonía del régimen, que resultaría apabullante en
los últimos años de vida de Franco.
4. El desbordamiento sindical y la carta de
la violencia
Desde
1973 alguna cosa había cambiado en la composición social del antifranquismo. Se
habían consolidado espacios de oposición que iban más allá del movimiento
obrero, particularmente los movimientos vecinal y estudiantil. La mayoría de
los detenidos en protestas callejeras en Tarragona seguían siendo trabajadores
industriales, pero, junto a ellos, empezaron a aparecer estudiantes y
profesionales liberales que se movilizaban junto a los obreros, fuera por
cuestiones laborales, por reivindicaciones sociales para los barrios
periféricos o en movilizaciones políticas en torno al Primero de Mayo o al 11
de Septiembre, diada nacional de Cataluña.
Detenciones conocidas y
militancia atribuida por la policía
Tabla 1. Elaboración propia
a partir de datos base de Heras (1991, 258-272).
La
represión ya no se metabolizaba de la misma manera que pocos años atrás. Un
abismo parecía separar 1973 de la disyuntiva de 1970, cuando la acción policial
y la tortura de unos pocos detenidos provocó la división del movimiento obrero.
En términos generales puede decirse que la represión empezó a volverse
contraproducente para el régimen, pues a cada nuevo acto represivo le seguían
movilizaciones anti-represivas que, a su vez, eran
respondidas por el régimen con más represión. Ello no la hacía disminuir, pues
de hecho se incrementó notablemente en los últimos años del franquismo (Tabla
1). Pero un análisis de los datos disponibles sobre su extracción da muestra de
cuánto se había transformado la oposición en tan poco tiempo. Si hasta entonces
los detenidos eran mayoritariamente personas conocidas por la policía y con una
militancia concreta, aquel 1973 tomó cuerpo una nueva hornada de
antifranquistas que participarían en las iniciativas de la oposición, pero que
no siempre se encontrarían encuadrados en organizaciones formales, o cuya
militancia era tan reciente que para la policía eran gente nueva y totalmente
desconocida. Este fue uno de los factores que permitieron que el antifranquismo
diese el salto hacia un movimiento de masas.
Los
movimientos sociales —con el movimiento obrero a la cabeza— habían iniciado un
tipo de acción pública y abierta que también transformó la represión del
régimen, que pasó a ser también pública y abierta, pues ya nunca más recaía
sobre militantes clandestinos y anónimos, sino sobre luchas que muchos conocía y de las que no menos se beneficiaban. El
hecho que los represaliados no fueran anónimos sino gente conocida y respetada
en sus barrios y empresas propició que la lucha contra la represión continuara
siendo un punto de unidad mínima entre un antifranquismo cada vez más plural y
que a menudo se encontraba en competencia entre sí. Pero los protagonistas ya
no eran los partidos sino un nuevo tejido social capaz de establecer un
continuum entre lucha política, social y cultural representado por la Asamblea
de Cataluña, la primera plataforma unitaria de la oposición cuyos integrantes
eran partidos, movimientos sociales, personalidades a título individual, así
como asociaciones cívicas legales de todo tipo. El apoyo a los represaliados y,
más extensamente, al antifranquismo por parte de las jerarquías eclesiásticas
de la provincia, con el arzobispo a la cabeza, eran viva muestra de la
cambiante relación entre la sociedad y un régimen crecientemente aislado y
abandonado por el que había sido uno de sus apoyos fundamentales.[18]
La proliferación de protestas en los barrios obreros fueron
respondidas con extrema dureza y en algunos casos —como durante un boicot a los
autobuses en 1974, que prácticamente derivó en una huelga general de barrio— en
la militarización de facto de la
zona. Desde que se estrenara en el cargo en 1971, el Gobernador Civil Antonio Aigé Pascual empezó a utilizar de manera sistemática a las
fuerzas del orden para desactivar las protestas laborales, vecinales y
estudiantiles, produciéndose durante su mandato numerosos lockout patronales y el cierre de la universidad en diversas
ocasiones. No era una situación excepcional de aquella pequeña ciudad de poco
más de 100.000 habitantes. En 1974 prácticamente todas las provincias españolas
presentaron alguna huelga laboral, mientras que diez años antes, las
conflictivas no alcanzaban la decena.[19]
Fue en
verano de aquel año que un conflicto laboral ubicó a la provincia de Tarragona
como la segunda en horas no trabajadas a nivel español, sólo por detrás de
Barcelona, pero por delante de Valencia, Vizcaya, Sevilla o Madrid.[20] El
motivo fue el conflicto que durante setenta días paralizó la producción en
multinacional textil Valmeline —una de las mayores
empresas de Tarragona, cuya plantilla era muy joven, mayoritariamente femenina
y que en los años anteriores había dado muestras de tener una gran
disponibilidad para la movilización— que contó con un apoyo muy extendido entre
la población (Ferrer, 2017; Fuente, 2019). Aquella huelga, de hecho, inauguró
una nueva fórmula de lucha antisindical, que fue la «batalla» por la opinión
pública a través de la prensa provincial, que ya no desaparecería hasta el
final del franquismo. En efecto, en las páginas del Diario Español, el portavoz provincial del partido único, se
pudieron empezar a seguir los conflictos laborales. Lejos de su ocultación,
como en tiempos precedentes, a partir de entonces los franquistas intentaron
disputar el relato de las huelgas, destacando su daño económico, la
aleatoriedad y caprichoso de sus reivindicaciones, su instrumentalización por
parte del antifranquismo y, en particular, del comunismo, así como la coacción
practicada por los piquetes contra los trabajadores «honrados» que solamente
querían proveer a sus familias. Y es que, como reconociera el propio sindicato
vertical reconocía en sus informes internos, «el conflicto de Valmeline SA ha polarizado la atención laboral de la
provincia».[21] La
disputa por la opinión pública se explica por esta dimensión que cobró el
conflicto y, especialmente, por el apoyo social que recibió —ya fuera en forma
de ayuda económica o de huelgas en solidaridad.
El liderazgo de la huelga lo llevaron trabajadoras del Topo Obrero, que si bien no rechazaban la infiltración sindical como
principio, asumían que la soberanía decisoria en las negociaciones
dirección-plantilla debía residir en la asamblea de fábrica. Ni las autoridades
ni la dirección de la empresa reconocían la legitimidad de la asamblea ad hoc, por lo que la resolución
negociada al conflicto se presentó como muy compleja. La
dirección de Valmeline no dudó en requerir la
intervención policial, que desalojó la ocupación de la fábrica producida al
inicio de la huelga, después sancionó y despidió a todas las huelguistas —cerca
de 200 en los primeros días— para, finalmente, clausurar la fábrica por
diversas jornadas.[22]
Pero nada sirvió para desalentar la huelga más dilatada que vivió Tarragona, y
una de las más largas bajo el franquismo a nivel español. El presidente
provincial del ramo textil —que según informes internos se esperaba que actuara
como «hombre bueno» de cara a las obreras—[23]
y un procurador en Cortes llegaron a mediar directamente en el conflicto, sin lograr
su resolución.[24]
Para
las autoridades civiles, la huelga en Valmeline se
había convertido en el principal problema de orden público de la provincia,
tras dos meses de un conflicto que no parecía agotarse. Más bien al contrario,
pues fluía la ayuda económica desde otras fábricas, se multiplicaban las
huelgas en solidaridad y muchos ciudadanos mostraron su apoyo a las «batas
rojas», como se las conocía, en nutridas manifestaciones frente al sindicato
vertical. Este apoyo popular a la huelga, la cerrazón de la dirección de Valmeline y el temor que albergaban otros sectores de la
patronal tarraconense, temerosas de un efecto contagio, precipitaron un
actuación inédita por parte de los jerarcas sindicales: mintieron en sus
alegaciones en favor de las huelguistas y en contra de la empresa ante la
Magistratura de Trabajo, la cual obligó a las multinacional textil a readmitir
a todas las despedidas y a que les fuera abonado el salario de los días no
trabajados (Ferrer, 2017). Casos análogos en otros lugares de España hacen
difícil concebir que las autoridades civiles no estuvieran al corriente de este
tipo de actuaciones y no cabe descartar que fueran quienes lo precipitaran.[25]
Éxitos
como aquellos aumentaron la confianza de las plantillas y dispararon el número
de horas perdidas en Tarragona,[26]
pasando de unas 20.000 en 1974 a cerca de 250.000 el año siguiente; un salto
que quedó empequeñecido cuando en 1976 el sindicato vertical contabilizara en
más de 1.300.000 las horas perdidas en conflictos laborales.[27] El
espectacular aumento de la conflictividad tenía su propio correlato en términos
de mejoras salariales, pues durante el trienio 1974-1976 los sueldo crecieron,
de media, tres veces más de lo que lo hizo la productividad, recortando a
menudo la tasa de beneficios patronales (Domènech, 2012). En este contexto se
celebraron las elecciones de 1975 a los sindicales verticales, que debían
renovar la totalidad de cargos en cada uno de sus niveles. La mayor preparación
y experiencia acumulada por parte de los antifranquistas, así como la posición
defensiva de sectores de la patronal y la desorientación de los apoyos sociales
del verticalismo, hizo que numerosos miembros de la oposición consiguieran
posiciones muy relevantes en zonas dónde hasta entonces la infiltración había
sido dificultosa y, por ello, reducida a unos pocos ramos. Con una
participación provincial cercana al 90% y una renovación de los cargos superior
a 9 de cada 10, la infiltración comunista en los niveles inferiores del
sindicato vertical tarraconense fue más que notoria, llegando a obtener también
diversas vocalía en los niveles superiores e, incluso,
la presidencia de la Unión de Técnicos y Trabajadores provincial del sindicato
de la construcción. En este sentido, la eficacia del sindicalismo vertical para
desactivar los conflictos de clase se mostró muy limitada a partir de entonces.
Informes internos constataban que la «actividad de un número de estos Enlaces
Sindicales, se empezó prontamente a sentir … En el ambiente sindical y laboral
se ha empezado a percibir, propensión hacia el planteamiento de la huelga no
regulada, tanto por motivos laborales como políticos».[28]
En el
contexto abierto con la muerte de Franco en noviembre de 1975, CCOO y la
católica Unión Sindical Obrera (USO) lanzaron un comunicado conjunto llamando a
la huelga general de 24 horas para el 11 de diciembre. Junto a reivindicaciones
económicas, el llamamiento expresaba la voluntad de romper con un régimen que
intentaba perpetuarse más allá de la vida del dictador que le dio nombre.[29] Sin
embargo, y pese a la extensa movilización en otras regiones de España, los
jerarcas sindicales tarraconenses la calificaron como «un fracaso» para la
oposición.[30]
Demás, durante las manifestaciones poco concurridas, algunos jóvenes comunistas
y maoístas fueron detenidos y puestos a disposición judicial, que decretó
prisión preventiva.[31] Sin
embargo, la expectativa que abría la posibilidad de un cambio político venció a
la incertidumbre y ya desde inicios de 1976 empezaron a producirse
movilizaciones de distinta naturaleza, reivindicando la amnistía y las
libertades democráticas. De nuevo, estas campañas fueron respondidas por la
prensa oficial con extensos artículos difamando la idea de democracia sostenida
por la oposición, pues consideraban la «democracia orgánica» del franquismo
como la única y genuinamente española.[32]
5. Movilización social y división en los apoyos al
régimen
La
patronal daría muestra de una actitud cambiante ante la situación de creciente
conflictividad socio-laboral y de la perspectiva que se abría con la muerte de
Franco. Combinaría el recurso de la fuerza a través de la policía y la
negociación con los huelguistas, aunque solamente cuando la primera opción
había sido desbordada por la movilización.[33]
Ello se vio muy claramente durante la huelga general que vivió el sector de la
construcción en Tarragona entre finales de enero y mediados de febrero de 1976,
cuando algunos dirigentes patronales negociaron la vuelta al trabajo con uno de
los promotores de la huelga y militante de CCOO, que fue encarcelado durante
los disturbios, José Estrada. Aunque le quedara año y medio de vigencia, la
huelga se amparó formalmente en la petición de un nuevo convenio; pero su
motivación última fue claramente política, pues pretendía conectar con la
situación de paro general en la comarca del Baix Llobregat, así como en lo que
estaba sucediendo en otros lugares de España en aquella coyuntura clave
(Ferrer, 2018c; Riera & Botella, 1976).
Sin
embargo, la negociación patronal tenía claros límites, pues poco podían hacer
para cumplir las expectativas últimas de los segmentos de población movilizados;
es decir, para dar satisfacción a las reivindicaciones de amnistía y libertades
políticas. Además, el incumplimiento sistemático de los acuerdos alcanzados una
vez restablecido el orden laboral, dio argumentos a un número nada despreciable
de trabajadores —cerca de un 40%, según votación celebrada en asamblea—[34]
para seguir presionando en movilizaciones callejeras, tal como reivindicaban
las organizaciones de la izquierda radical y a las que el PSUC y CCOO, más
partidarios de la concertación y de forzar una negociación política, se sumaron
ante la evidencia de los hechos.
Por
otro lado, las autoridades civiles de la provincia tampoco tenían en sus manos
dar cumplimiento a las reivindicaciones últimas de las movilizaciones, pues
dependían del gobierno y los planes de éste pasaban por un rígido control del
orden público. En el contexto de 1976, a diferencia de anteriormente, no podían
permitirse mediar en favor de la resolución negociada de unos conflictos con
clara carga política: «No puede permitirse que fuerzas empeñadas en la
destrucción de lo que hoy es España, declaren una guerra de desgaste en la que
los perdedores sean los propios españoles».[35]
Incapaces de ofrecer otra salida a las protestas, se dedicaron a intentar
contenerlas, aumentando la presión sobre los manifestantes. La violencia
alcanzó un punto no antes visto en Tarragona, llegándose a desplegar fuerzas
venidas de otras provincias y haciendo uso de recursos no antes utilizados,
como «botes de humo y balas de goma».[36]
La respuesta de los manifestantes también incrementaron su contundencia, con el
levantamiento de «barricadas mediante la utilización de automóviles y containers de
recogida de basura»,[37]
para luego «con piedras, siguieron hostigando a la Policía Armada».[38]
El
cenit de las movilizaciones llegaría a primeros de marzo, cuando se produjo una
protesta espontánea al conocerse el asalto policial en una iglesia en Vitoria
en el contexto de una huelga general, que dejó cinco muertos y numerosos
heridos (Carnicero, 2009). Un manifestante fallecería por la acción policial
durante aquella manifestación de duelo en Tarragona. La oposición criticó al
gobierno de la monarquía por «precipitar una situación de violencia que
justifique sus intentos antidemocráticos» y les acusaba de quererles
«retornar a los tiempos del miedo».[39]
Las huelgas laborales disminuyeron notablemente tras los trágicos incidentes,
si bien aumentaron el número de manifestaciones convocadas por la Asamblea de
Cataluña en Tarragona. El grueso de las autoridades aceptaba —de forma
entusiasta o no, más sincera o menos— la necesidad de acometer reformas del
ordenamiento franquista, pero la directriz gubernamental era que ésta se
hiciera sin sobresaltos y evitando que fuera la presión popular la que marcara
la agenda política. La presión desde abajo y la imposibilidad de abrir válvulas de escape sin trasgredir las
directrices gubernamentales, llevó a movimientos autónomos entre la clase
política en los niveles locales y provinciales que daban la sensación de
desbandada. En Tarragona, por ejemplo, un concejal municipal llevó una
proposición al pleno para que el ayuntamiento de la ciudad se adhiriese a los
puntos de la Asamblea de Cataluña, que fue aprobado por unanimidad.[40]
6. Consideraciones finales
Era
evidente que la adhesión del ayuntamiento de Tarragona a los objetivos de la
oposición era un movimiento destinado a calmar los ánimos sociales en un
contexto de ostracismo de las autoridades franquistas y de una movilización
que, pese a todo, seguía. Se trata de una muestra significativa a nivel micro
de cómo la movilización social contribuyó al cambio político. La moción en
favor de las libertades democráticas exacerbó los ánimos de los
ultraderechistas y también del gobierno, que destituyó al gobernador Aigé Pascual por su permisividad con la votación. En su
lugar se nombró a Agustín Castejón Roy, otro hombre forjado en el falangismo
universitario y cuyo corto mandato se caracterizó por su connivencia con las
bandas violentas de ultraderecha, que se dedicaban a amedrentar a la oposición
y a imprimir propaganda falsa en su nombre para intentar deslegitimarla. Poco
después de la caída del gobierno de Carlos Arias Navarro, en julio de 1976,
Castejón sería sustituido por un nuevo Gobernador de carácter aperturista, lo
que motivaría que miembros de ultraderecha trataran de incendiar el edificio
del Gobierno Civil con el objetivo de inculparlo a los comunistas, de quienes
se temía su legalización.[41]
Pese a
lo limitado de estas actuaciones, eran viva muestra de la profunda crisis de
hegemonía del régimen franquista, que se debía fundamentalmente al desgaste
político producido por la movilización social. Una movilización que contribuyó
a agudizar las contradicciones entre los sustentos del franquismo,
particularmente entre una patronal posibilista ante las incertidumbres del
nuevo contexto político, unas autoridades civiles atrapadas entre el
inmovilismo gubernamental y la presión desde abajo y unos apoyos sociales muy
radicalizados, que veían como el régimen que se había levantado cuatro décadas
atrás, en la Guerra Civil, iba camino de desnaturalizarse. Enfrente, una
oposición unida en sus objetivos mínimos y cuya capacidad por condicionar el
devenir político no se limitó a unas pocas grandes ciudades españolas, sino que
se extendió a entornos periféricos como Tarragona. La violencia del régimen
durante largo tiempo tuvo capacidad para moldear las actitudes sociales, para
condicionar los debates entre la oposición y para determinar sus modelos de
organización. Pero no de manera permanente. En los últimos años del franquismo,
fue la movilización social la que acabó condicionando las posiciones políticas
de los apoyos a la dictadura, dejando a la patronal sin los instrumentos de
contención sindical, aumentando la división de las autoridades civiles y
aislando en posiciones marginales a la ultraderecha.
Bibliografía
Amaya, Á. (2013). El acelerón sindicalista. El aparato de propaganda de
la Organización Sindical Española entre 1957 y 1969. Madrid: Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales.
Arnabat, R. (2012). El moviment obrer
autogestionari i el Topo Obrero (1972-1982). En M. Loff y C. Molinero. Sociedades en cambio: España y
Portugal en los años sesenta. Bellaterra: CEFID.
Balfour, S. (1994). La dictadura, los trabajadores y la ciudad. El
movimiento obrero en el área metropolitana de Barcelona (1939-1988).
Valencia: Alfons el Magnànim.
Bordetas, I. y Sánchez, A. (2010). El moviment veïnal en (la) transició,
1974-1979. En Molinero, C. e Ysàs, P. (coords.). Construint la
ciutat democrática. El moviment
veïnal entre el tardofranquisme
i la transició. Barcelona: Icaria.
Campubrí, L. (2017). Los ingenieros de Franco. Ciencia, catolicismo y Guerra
Fría en el Estado franquista. Barcelona: Crítica.
Casals, X. (1995). Neonazis en España. De las audiciones wagnerianas a
los skinheads (1966-1995). Barcelona: Grijalbo.
Casanellas, P. (2014). Morir matando. El franquismo ante la práctica armada,
1968-1977. Madrid: Catarata.
Domènech, X. (2008). Clase obrera, antifranquismo y cambio político.
Pequeños grandes cambios, 1956-1969. Madrid: Catarata.
Domènech, X. (2012). Cambio político y movimiento obrero bajo el
franquismo. Lucha de clases, dictadura y democracia (1939-1977). Barcelona:
Icaria.
Ferrer, C. (2017). Las batas rojas de Valmeline
(Tarragona, 1974). Trabajadoras, huelguistas y referentes del movimiento
obrero. Historia del Presente (30), 125-142.
Ferrer, C. (2018a). Sota els peus del franquisme. Conflictivitat social i oposició
política a Tarragona, 1956-1977. Tarragona: Arola.
Ferrer, C. (2018b). Solidaridades y cultura de la protesta. Una mirada
desde las periferias de Catalunya en los años sesenta. En G. Román y J. A.
Santana (coords.). Tiempo de dictadura.
Experiencias cotidianas durante la guerra, el franquismo y la democracia.
Granada: EUG.
Ferrer, C. (2018c). El pulso de 1976. Las movilizaciones de Tarragona en el
contexto española. Segle XX (11),
91-118.
Fuente, Á. de la (2019). Una història de dones
en lluita. La conflictivitat
laboral en empreses tèxtils
multinacionals (1961-1980). Tarragona: URV/Arola.
Gómez, G. y Marco, J. (2011). La obra del miedo. Violencia y sociedad en
la España franquista, 1936-1950. Barcelona: Península.
Heras, P. (1991). La oposición al franquismo en las comarcas de
Tarragona (1939-1977). Tarragona: Mèdol.
Hernández Burgos, C. (2013). Franquismo a ras de suelo. Zonas grises,
apoyos sociales y actitudes durante la dictadura (1936-1976). Granada: EUG.
Lanero, D. (2013). Las «políticas sociales» del franquismo: las obras
sindicales. En M. A. del Arco, et. al. No solo miedo. Actitudes políticas y
opinión popular bajo la dictadura franquista (1936-1977). Granada: Comares.
Llop, J. (2002). La industrialització de Tarragona (1957-1971) i les seves circumstàncies. Tarragona:
Arola.
Mir, C. (2002). La colaboración en la represión. En: J. Casanova (coord.). Morir,
matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco. Barcelona:
Crítica.
Molinero, C. (2004). La captación de las masas. Política social y
propaganda en el régimen franquista. Madrid: Cátedra.
Molinero, C. e Ysàs, P. (1998). Productores
disciplinados y minorías subversivas. Clase obrera y conflictividad laboral en
la España franquista. Madrid: Siglo XXI.
Molinero, C., Ysàs, P. y Tébar, J. (1994).
Comisiones Obreras de Cataluña: de movimiento sociopolítico a confederación
sindical. En D. Ruiz (coord.). Historia de Comisiones Obreras (1958-1988).
Madrid: Siglo XXI.
Preston, P. (2011). El holocausto español. Odio y exterminio en la
Guerra Civil y después. Barcelona: Debate.
Recasens, J. M. (2005). La repressió a
Tarragona. Tarragona: CEHS.
Riera, I. y Botella, J. (1976). El Baix Llobregat. 15 años de luchas
obreras. Barcelona: Blume.
Rodríguez, Á. y D’Alós-Moner, R. (1978). Economía
y territorio en Catalunya. Los centros de graveda de
población, industria y renta. Barcelona: Alba.
Sánchez Mosquera, M. (2008). Del miedo genético a la protesta. Memoria
de los disidentes del franquismo. Sevilla: Fundación de Estudios
Sindicales.
Sans, J. (2017). Militancia, vida y revolución en los años 70: la
experiencia de la Organización de Izquierda Comunista (OIC). Bellaterra:
UAB.
Solé Sabaté, J. M. (1985). La repressió
franquista a Catalunya, 1938-1953. Barcelona: Edicions
62.
Tudela, E. (2010). Nuestro pan. La huelga del 70. Granada: Comares.
Vega, R. (coord.) (2002). Hay una luz en Asturias. Las huelgas de 1962
en Asturias. Gijón: Trea.
Ysàs, P. (2008). El
movimiento obrero durante el franquismo. De la resistencia a la movilización
(1940-1975). Cuadernos de Historia Contemporánea (30), 164-184.
Recibido: 20/08/2019
Evaluado: 11/10/2019
Versión Final: 12/11/2019
[1] Ley sobre convenios colectivos sindicales, Boletín Oficial del Estado, núm. 99, 25 de abril de 1958. Aunque la
ley fuera de 1958, hasta después de 1962 los convenios no empezaron a
introducirse extensivamente.
[2] Informe sobre el impacto de las huelgas de Asturias en las
cuencas mineras de Lleida, 5 de julio de 1962, Archivo Histórico Provincial de
Lleida, Fondo del Gobierno Civil, caja 1777; «Memoria de Gestión de Gobiernos
Civiles del año 1962», 1963, Archivo General de la Administración (AGA), Fondo
de Gobernación, Tarragona, caja 44, leg. 11331;
«Informe del Comitè Executiu
al IV Ple del Comitè Central», enero de 1963, Archivo
Nacional de Cataluña (ANC), Fondo del Partido Socialista Unificado de Cataluña
(PSUC), núm. 41, carpeta 4.
[3] Informe sobre la situación provincial ante las huelgas de 1962,
12 de julio de 1962, Archivo Histórico Provincial de Tarragona (AHPT), Fondo
del Gobierno Civil (GC), caja 4367.
[4] En el Fuero del Trabajo, la primera de las Leyes Fundamental del
franquismo, establecía en su título noveno que «Los actos individuales o
colectivos que de algún modo turben la normalidad de la producción o atenten
contra ella, serán considerados como delitos de lesa patria», estableciendo
igualmente que «La disminución dolosa del rendimiento en el trabajo habrá de
ser objeto de sanción adecuada». Boletín
Oficial del Estado, núm. 505, 10 de marzo de 1938.
[5] «Carta de’n Sitges», 29 de agosto de
1966, Archivo Histórico del Partido Comunista de España (AHPCE), Fondo
Nacionalidades y Regiones (NR), Cataluña, caja 65, carpeta 3. «Trabajadoras de Seidensticker», CCOO de Tarragona, octubre de 1966, ANC,
Fondo PSUC, núm. 1603, caja 130.
[6] «Comisiones Obreras y Partido Comunista. Informe», febrero de
1967, AGA, Presidencia, Secretaría General del Movimiento, caja 18.820.
[7] Treball,
num. 295, marzo de 1968.
[8] La Vanguardia Española,
29 de agosto de 1969.
[9] J.A. Serrano Montalvo había sido designado Gobernador Civil de
Tarragona tras la huelga en la química de 1968, coincidiendo con el estallido
de un escándalo de corrupción que afectaba a su predecesor y a varios cargos
del ayuntamiento de Tarragona, incluido el alcalde. Hombre formado en las filas
del falangismo universitario, sus métodos se mostraron mucho más agresivos e
intransigentes con el movimiento obrero que los de su predecesor, si bien no
puede afirmarse que su nombramiento guarde relación con el auge de la protesta
laboral.
[10] Treball,
núm. 317, marzo de 1970.
[11] El Estado de Excepción afectó a los artículos 12, 14, 15, 16 y 18
del Fuero de los Españoles, tercera Ley Fundamental del franquismo, por lo que
quedaba en suspensión la libre fijación del domicilio, su inviolabilidad y se
alargaba sine die la detención
preventiva. La policía contabilizó más de 1.200 detenciones hasta primeros de
abril en el conjunto español. Vid. «Consecuencias políticas de la suspensión
del artículo 18 del Fuero de los Españoles», 12 de abril de 1969, AGA, Fondo
Cultura, Ministerio de Información y Turismo (MIT), caja 671.
[12] «Informe sobre conflictos colectivos de trabajo, 1970», 1971,
Ministerio de Trabajo del Gobierno de España. Archivo Central del Ministerio de
Trabajo (ACMT).
[13] «Carta de Serós», 25 de agosto de 1970,
AHPCE, NR, Cataluña, caja 59, carpeta 2; «Informe (Tarragona)», s.f.
[septiembre de 1970], AHPCE, NR, Cataluña, caja 63, carpeta 16; Entrevista a
José Arjona Luque, 2001 Archivo Histórico de la Comisión Obrera Nacional de
Cataluña (AHCONC), Colección de Biografía Obreras. Véase Ferrer (2018a).
[14] «Informe mensual», Organización Sindical Española (OSE) de
Tarragona, junio y julio de 1973, AHPT, Fondo Central Nacional de Sindicatos
(CNS), caja 341-B.
[15] «Memoria 1973», copia fechada el 3 de enero de 1975, AHPT, CNS,
caja 11.
[16] Carta del párroco de La Floresta (Tarragona) al Gobernador Civil,
10 de febrero de 1974, AHPT, Fondo Federación de Asociaciones Vecinales de
Tarragona, caja 5, carpeta 5/1.
[17] Tras las elecciones sindicales de 1966, que sirvieron para que
CCOO desarrollara su estructura tanto sectorial como territorial, el gobierno
anuló las previstas para 1969. Las de 1971 solamente renovaron la mitad de los
cargos. Pero en espacios donde la infiltración había sido minoritaria en 1966,
como en Tarragona, aquellas elecciones parciales significaron un avance notable
en la presencia de antifranquistas en los ámbitos inferiores del sindicato
vertical, particularmente en la química y la construcción, donde en 1972 se
formó una coordinadora inter-ramos (Ferrer, 2018a).
[18] «Informe de Tarragona», 26 de noviembre de 1973, AHPCE, NR,
Catalunya, jacq. 2526.
[19] «Informe sobre conflictos colectivos de trabajo», Ministerio de
Trabajo del Gobierno de España, 1964 y 1974, ACMT.
[20] Cambio 16, núm. 148,
16-22 de septiembre de 1974.
[21] «Informe mensual», OSE de Tarragona, 19 de septiembre de 1974,
AHPT, CNS, caja 342.
[22] ABC, 16 de agosto de
1974.
[23] «Informe…», cit., 19 de
septiembre de 1974, AHPT, CNS, caja 342.
[24] Lluita,
núm. 16, octubre de 1974.
[25] Durante las huelgas de Vitoria de 1976 el comisario de la policía
se ofreció a los trabajadores como mediador con la patronal a cambio de cesar
en las alteraciones del orden público (Carnicero, 2009, 54).
[26] La dinámica se produjo en toda España, pasando las horas
perdidas, según la organización sindical, de 18,2 millones en 1974 a 110
millones dos años después. Véase Molinero & Ysàs
(1998).
[27] «Memoria de actividades», Secretariado de Asuntos Sociales de la
OSE de Tarragona, años 1974-1976, AHPT, CNS, caja 352.
[28] «Memoria de actividades, Secretariado de Asuntos Sociales de la
OSE de Tarragona, 1975, AHPT, CNS, caja 352.
[29] Luchas Obreras, núm.
79, 30 de noviembre de 1975.
[30] «Memoria mensual», OSE de Tarragona, 31 de diciembre de 1975, AHPT,
CNS, caja 343.
[31] «Informació», 22 de diciembre de 1975,
ANC, PSUC, núm. 939, caja 54.
[32] «Reflexión entre amnistía y crimen», Diario Español, 10 de febrero de 1976.
[33] Ello la diferenciaría, por ejemplo, de la patronal alabesa, que
se mostraría intransigente ante las reivindicaciones laborales (Carnicero,
2009).
[34] «El conflicto de la construcción en Tarragona quedó resuelto», Diario Español, 13 de febrero de 1976.
[35] «Lo de Vitoria», Diario
Español, 5 de marzo de 1976.
[36] Diario Español, 11 de
febrero de 1976.
[37] Anexo de la nota de la agencia informativa Europa Press del 5 de marzo de 1976, AGA, MIT, caja 42, legajo
9112, carpeta 14.
[38] Diario Español, 6 de
marzo de 1976.
[39] Llamamiento de la Asamblea de Cataluña en Tarragona, 7 de marzo
de 1976, reproducido en Heras (1991, 160).
[40] «El Ayuntamiento de Tarragona pide el Estatut
de 1932», El Correo Catalán, 27 de
marzo de 1976.
[41] El País, 10 de febrero
de 1977.