El Valle de
los Caídos: la ruina y sus evocaciones
El Valle de
los Caídos: the ruin and its
evocations
Javier Tébar Hurtado
Universidad de Barcelona (España)
javiertebar@ub.edu
http://orcid.org/0000-0002-3497-7739
Resumen
Nuestro propósito es reflexionar sobre el concepto de ruina y las
evocaciones que suscita a partir de un espacio memorial como es el Valle de los
Caídos, situado a pocos kilómetros de Madrid (España), que generó el pasado año
2019 una fuerte controversia política y social en el país. A partir de cuatro
aproximaciones diferenciadas, pero que tienen su nexo de unión en el propio
monumento heredado de la dictadura franquista, nos interrogamos sobre la
relación entre memoria y espacialidad, así como sobre la configuración de un
monumento de exaltación de la victoria de la guerra civil cuyas significaciones
en el marco del actual sistema democrático son múltiples y contrapuestas,
imposibilitando hacer de él un espacio de reconciliación entre los españoles.
Palabras Clave
Memoria; Espacio; Dictadura Franquista; Presos Políticos;
Desapariciones Forzadas; Fosas Comunes.
Abstract
Our aim is to reflect
on the concept of ruin and the evocations it raises from a memorial space such
as the Valle de los Caídos, located a few kilometres
from Madrid (Spain), which generated last year, in 2019, a strong political and
social controversy in the country. Starting from four different approaches, but
which have their common grounds in the monument itself inherited from the
Francoist dictatorship, we wondered about the relationship between memory and
spatiality. As well as about the configuration of a monument of exaltation of
the victory in the Civil War whose meanings within the current democratic
system are multiple and opposed, making impossible to transform it into a space
for reconciliation between the Spaniards.
Keywords
Memory; Space;
Francoist Dictatorship; Political Prisoners; Forced Disappearances; Mass Graves.
«Necesitamos ruinas recientes, cenizas nuevas,
frescos despojos, eran precisos el ábside quebrado, el carbón en la viga y la
vidriera rota para purificar todos los salmos... Benditas las ruinas porque en
ellas están la fe y el odio y la pasión y el entusiasmo y la lucha y el alma de
los hombres... España varonil, desvelada, inesperada, tiende sobre la mesa sus
planos de ciudades en ruinas y exalta la arquitectura heroica de sus fortalezas
minadas…» (Foxá, 1937).
El aristócrata y diplomático de carrera Agustín
de Foxá (Madrid, 1906-1959) durante los años
republicanos era todavía poco conocido como literato, aunque se relacionaba con
alguno de los círculos culturales y participaba en la tertulia madrileña de
escritores falangistas. Iniciada la guerra se entregó al bando rebelde
interpretándolo como un triunfo propio de Falange, de una revolución que tenía
el objetivo de la imposición despótica de la cristiandad y de la justicia
social, de la posibilidad de recomponer un mundo que veía víctima del progreso
deshumanizado y de la defensa de una idea esencialista de España, medieval y
anacrónica (Amat, 2010). Algo que el autor expresaba en el artículo “Arquitectura hermosa de las ruinas” publicado en 1937.
El concepto ruina en la lengua española y en alguna de sus acepciones
hace referencia tanto a una acción como a su resultado. Así, las ruinas son los restos,
por ejemplo de uno o varios edificios derruidos o
caídos o bien derribados, constituyendo un conjunto de materiales, a los que
también puede denominárseles escombros cuando se sacan de una demolición. Pero las ruinas también evocan tiempo y
espacio, caída o decadencia ruina y destrucción completa de un territorio, una sociedad, un sistema, un imperio. Lo que conduce a
preguntarse por las causas que lo han podido provocar, cómo y cuándo.
El propósito de este artículo es reflexionar sobre el concepto
de ruina y las evocaciones que suscita. Son restos y rastros faltos de un
sentido unívoco. En este caso, la aproximación se hará a partir de un espacio
memorial como es el Valle de los Caídos, situado a pocos kilómetros de Madrid
(España), que generó el pasado año 2019 una fuerte controversia política y
social en el país. A partir de cuatro aproximaciones diferenciadas (memoria y espacialización;
trabajo de presos; desapariciones forzadas y fosas comunes; ruinas), pero que tienen su nexo de unión en el propio monumento
heredado de la dictadura española, nos interrogamos sobre la configuración de
un espacio simbólico de exaltación del Estado franquista y de la aparición de
significaciones múltiples y contrapuestas en torno a él.
Memoria y espacialización
Un año después de finalizada la Guerra Civil, el
1 de abril de 1940 el general Franco decretó la elección de “un lugar retirado
donde se levante el templo grandioso de nuestros muertos que, por los siglos,
se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria”. En aquella
celebración del “I Día de la Victoria”, la continuidad del espíritu de guerra
se consagraba a valores de una dictadura en la que su Dios protegía a unos y
castigaba a otros, y en una única patria donde no cabían todos los españoles.
El emplazamiento escogido para establecer ese “lugar perenne de peregrinación,
en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que
reposan los héroes y mártires (…)” dejándolos así insepultos “[y] perpetuar la
memoria de los que cayeron en nuestra Gloriosa Cruzada”, fue en una finca del
valle de Cuelgamuros, propiedad del Marquesado de
Muñiz, expropiada por algo más de medio millón de pesetas de la época. Este es
un paraje situado al suroeste de la sierra de
Guadarrama, dentro del municipio de San Lorenzo de El Escorial, tan sólo a 9
kilómetros del monasterio del mismo nombre.
Un año después, otro decreto
completaba aquel proyecto con la decisión del Estado de crear un monumento
dedicado de manera exclusiva a los “héroes” y los “mártires” que habían
combatido del lado de los insurrectos contra el legítimo régimen democrático
republicano nacido apenas 8 años antes, en la primavera de 1931. La prensa diaria de la época nombró como “Valle de
los Caídos” aquel espacio designado por Franco para la conmemoración y recuerdo
del símbolo de la contienda civil. Sin una idea claramente definida de cómo
llevarlo a cabo, se pretendía erigir «el monumento que simbolice, que
represente plásticamente las virtudes raciales, como las del heroísmo, el
ascetismo, el espíritu aventurero, el afán de conquista, el
"quijotismo", que forman el todo que inspira y define lo español como
una unidad de esencia sublime y una permanente aspiración hacia lo eterno». A
los ojos del dictador el Valle de los Caídos debía adquirir la naturaleza de
algo que rebasara lo normal y de dimensiones históricas, debía «ser nada más y
nada menos que el Altar de España, de la España heroica, de la España mística,
de la España eterna» (Sueiro,1976). En definitiva, el Valle de los Caídos se constituyó en un lugar de memoria oficial que alimentó el discurso legitimador de tradición
y orden, combinando al mismo tiempo y de manera peculiar dos culturas: la
católica y la fascista (Quintana, 2019), y así sería hasta el año 1975.
Esta relación entre memoria y espacialidad no es
ajena a un contexto como el período de entreguerras, cuando proliferaron los
ejemplos de conversión de los sitios
de violencia y de matanzas en masa en lugares de memoria nacional a partir de
decisiones políticas de cada uno de los Estados implicados en guerras y
conflictos. En Europa miles de tumbas de los soldados
caídos en el frente ocuparon espacios funerarios, haciendo efectiva la idea de
que “los que morían juntos, debían ser enterrados también juntos” (Winter,
1998). Así, en 1927 y en dos actos que
tuvieron lugar de manera simultánea en Francia y lo que entonces
era Alemania tuvieron lugar la inauguración de dos grandiosos monumentos (el
osario de Douaumont y el de Hohenstein)
para conmemorar Verdún y Tannenberg (Von der Goltz
y Robert Gildea, 2009); también se institucionalizó
la conmemoración de los ausentes con tumbas sin cuerpos, los cenotafios, como
el que había sido inaugurado en Londres en 1920. Entre estas políticas públicas
de memoria se incorporaron la elaboración de largas listas con los nombres de
los caídos que fueron instaladas en los pueblos y las villas (Laqueur, 1994). Cabe recordar que estas prácticas rituales
y símbolos también fueron utilizados en el espacio público por parte de la
dictadura franquista, fijando las listas de los “Caídos por Dios y por España”,
de los que a día de hoy quedan restos y rastros visibles (Ledesma &
Rodrigo, 2006; Arco Blanco, 2013).
Esta espacialización de
la memoria, tal como ha subrayado Míguez, es una cuestión a tener en cuenta
para “pensar en genocidio” el golpe militar fracasado que se produjo en el
verano de 1936 en España (2014) y que abrió las puertas a una guerra y una
revolución. Tal como Míguez propone, adoptar esta perspectiva permite
reflexionar sobre la disociación efectiva que tiene
lugar entre las distintas violencias ocurridas en el marco de un mismo proceso
violento y su posterior reificación memorial (2018). Existen otros ejemplos
comparables, situados en el mismo período de entreguerras, que expresarían una
común dificultad de combinar fenómeno genocida y conmemoración gloriosa del
pasado; este es el caso de la Guerra Civil finlandesa, en la que la gestión de
la memoria realizada por los “blancos” vencedores se refiere exclusivamente a
la victoria militar en la contienda y como conmemoración del orgullo nacional,
ignorando así la violencia sistemática de las ejecuciones sumarias e
internamiento en campos de detención llevada a cabo contra los vencidos (Kekkonen, 2012; Tikka,
2014; Heimo & Peltonen,
2003). Por el contrario, el memorial dedicado a las víctimas “rojas” en el país
finlandés que fue inaugurado en 1970, cincuenta años después de los hechos,
constituye la monumentalización de la vergüenza de aquello acontecido.
El reencuentro
En el caso español, pasados 35 años, y tras una larga y
cruel agonía que condujo a un «shock tóxico por peritonitis» en la Ciudad
Sanitaria de La Paz, Franco fallecía con 82 años el 20 de noviembre de 1975.
Cuando tres días más tarde su cuerpo embalsamado fue trasladado a la Basílica
del Valle de los Caídos, el entonces abad mitrado Luis María de Lojendio e Irure –antiguo responsable de la propaganda exterior del
régimen durante la Guerra Fría- recitó con voz estentórea "Nuestro hermano
ha muerto...”. Miembros de la Guardia de Franco cargaron el ataúd. Se retiró la
bandera que cubría el féretro. Las cuerdas se movieron con precisión en el foso
recubierto de plomo, después de la sorpresa de encontrar a un ex combatiente
sexagenario herido que nadie sabía cómo ha caído en el interior de la fosa de
la que fue rescatado. La ceremonia finalizó con la colocación de una losa de
1.500 kilos de piedra blanca, de Alpedrete, con una sola inscripción bajo una
cruz esquemática: "Francisco Franco" (Izquierdo, 1985). Se trataba de “El último caído” del Valle, tal como
pretendiera el director Sáenz de Heredia en el documental inacabado que se ideó
coincidiendo con la muerte del dictador (Rueda Laffond,
2013). El régimen dictatorial que había construido el monumento llegaría a su
fin después de las elecciones generales del 15 de junio de 1977 y tras aprobar
en referéndum la Constitución en diciembre de 1978.
Pasaron décadas para que se cerrara una elipsis. Un día de otoño de 2019 los trabajadores de Patrimonio
Nacional de España levantaron una inmensa losa de mármol en la Basílica del
Valle de los Caídos, haciendo posible un reencuentro
con los restos del dictador. Pero ¿qué había significado mantener un monumento como el
Valle de los Caídos en una democracia? y ¿qué hacer ahora con los restos de
Franco? Estas son dos cuestiones esenciales de un debate que se había
prolongado en el tiempo. Sus precedentes nos remontan
a los años de la transición política, haciendo evidente la existencia de una
memoria dividida, cuando no confrontada, sobre el monumento[1].
Posteriormente, a principios de los años noventa, el entonces abad del Valle de
los Caídos, Ernesto Dolado, se apoyó en el abad de Silos, Clemente Serna, y
pusieron en marcha una iniciativa para exhumar a Franco y enterrarlo en el
cementerio madrileño de Mingorrubio. Esta opción, sin
embargo, fue descartada tanto por el gobierno socialista de Felipe González,
por considerarla una operación inoportuna, como por parte de las jerarquías de
la Conferencia Episcopal española, que adoptaron una posición de prudencia
(Vidal, 2019). De esta forma, se contribuyó a dar persistencia a una anomalía en la memoria colectiva del país.
No ha sido hasta fechas más recientes cuando la cuestión sobre el
significado y el futuro del Valle de los Caídos se ha vivido con especial
intensidad. Concretamente desde julio de 2018, después de la moción de censura
al presidente Mariano Rajoy, la primera producida durante la democracia
española, y la posterior investidura de Pedro Sánchez. El nuevo presidente del
Gobierno hizo la promesa de trasladar lo antes posible, el mes de agosto de ese
mismo año, los restos del dictador a Mingorrubio,
situado en el barrio de El Pardo dentro del municipio de Madrid, para
depositarlos en la cripta familiar donde estaba enterrada la esposa del
dictador, María del Carmen Polo y Martínez-Valdés, y cuyo coste de 11,5
millones de pesetas de la época había sido sufragado por el Ayuntamiento de
Madrid en 1969.
La propuesta del nuevo gobierno socialista sobre la
retirada de los restos de Francisco Franco y del proyecto de redefinición del recinto del Valle los
Caídos, gestionado por un Patronato dependiente de Patrimonio Nacional desde
1982, provocó un bronco y continuado debate político, con un especial
protagonismo de los partidos de las derechas. El Partido Popular y Ciudadanos
se opusieron al Decreto aprobado por el gobierno el 24 de agosto de 2018, a
pesar de que cuando se aprobó en el Congreso de los diputados en mayo de 2017
la retirada de los restos del dictador del Valle de los Caídos, el grupo
parlamentario del PP se abstuvo y el de Ciudadanos votó a favor.
La Conferencia Episcopal española mantuvo
inicialmente una posición ambigua, y finalmente resolvió no mostrar oposición a
la decisión del Consejo de Ministros después de las negociaciones de la
vicepresidenta Carmen Calvo con las autoridades vaticanas. La decisión del nuevo gobierno socialista se encontró
también con la frontal oposición de la familia Franco, que la obstaculizó
mediante una batalla judicial en el intento de que los restos mortales del
dictador se depositaran en el panteón familiar situado en la céntrica catedral
de La Almudena de Madrid. Al producirse una suspensión cautelar de la
exhumación, se imposibilitó la decisión del ejecutivo, tomada tres meses antes,
de proceder al traslado de los restos mortales el 28 de abril de 2019.
Un informe de la Delegación de Gobierno en
Madrid, hecho público en el mes de septiembre de 2019, fue lo que despejó las
dudas sobre este asunto, al desaconsejar el traslado al centro de Madrid para
evitar problemas de orden público. Asimismo, posteriormente, el 24 de septiembre de 2019, el Tribunal Supremo
aprobó por unanimidad llevar a cabo la decisión del Gobierno de sacar los
restos del Valle y trasladarlos al cementerio de El Pardo-Mingorrubio.
Aquella decisión había tardado más de un año en llevarse a cabo y se producía
en el contexto de la campaña electoral, marcada por la tensión respecto al
conflicto político catalán, que tuvo lugar el 10 de noviembre de ese mismo año.
Finalmente, se decidió que la exhumación de los
restos embalsamados del dictador se llevará a cabo el 24 de octubre de 2019. En una fría mañana de otoño y en medio de un
dispositivo de seguridad de la Guardia Civil y la Policía Nacional, reuniendo
alrededor de un centenar de medios nacionales y 58 internacionales que se
congregaron para cubrir la noticia del acto, el acto reunió a un reducido grupo
de autoridades, al frente del que estaba la ministra de Justicia en funciones,
Dolores Delgado, en calidad de Notaria Mayor del Reino durante la exhumación. La familia Franco fue recibida al completo, 22
personas entre nietos y bisnietos, en el Valle de los Caídos por el prior
Santiago Cantera Montenegro, militante falangista activo y, hasta su ingreso en
la Orden de San Benito en 2002, profesor de la Universidad CEU San Pablo. La
ceremonia no dejó de ser una escenificación un tanto grotesca del desacuerdo de
la familia con la decisión del gobierno socialista. Se ponía punto y final a
quince meses de disputa sobre cuál debía ser el destino de los restos mortales
de Franco que, después de ser enterrado entre
honores, habían
permanecido bajo una losa de mármol durante 44 años.
Mientras tanto, en el interior del templo se
producía estruendo de mazas y radiales empleadas por los operarios de
Patrimonio Nacional para levantar la lápida de mármol y varias adyacentes,
hasta aparecer el fondo del féretro abombado, húmedo y con los laterales
desvencijados, por lo que se procedió a envolverlo en una bandera con intención
de dignificarlo.
El exterior de la Basílica, los 30 mil metros cuadrados
de la explanada del Valle, permanecía vacío. No se escuchaban ni cantos del Cara
al Sol, Yo
tenía un camarada, tampoco el himno tradicionalista Oriamendi, tal como se había producido en noviembre
de 1975 con motivo del entierro de Estado. El vasto espacio, antaño ocupado por
coloridas multitudes de falangistas, tradicionalistas, ex cautivos, alféreces
provisionales, caballeros legionarios, hermandades de combatientes, caballeros
mutilados, viriatos y pides
portugueses, guardias de hierro rumanos, ustachi croatas y fascistas
italianos, ahora se mostraba en su total desnudez. A pesar de la expectación
generada, en esta ocasión solo un grupúsculo de franquistas se había
concentrado a las puertas del recinto, ondeando una bandera preconstitucional y exhibiendo una
pancarta con la inscripción “Franco Vive”.
Se cerraba así un episodio que ya era pasado,
mediante una operación que supuso el desembolso de 63.000 euros del erario
público. Una cruz católica y un helicóptero sobrevolando en el cielo gélido de
Madrid pasaban a ser imágenes para la historia.
Trabajo
de presos: de Cuelgamuros al Valle de los Caídos
Desde un principio, el dictador mostró una especial
obsesión por la forma de construcción de un elemento que consideraba central
dentro de aquel recinto, como era la cruz católica. Este símbolo, que se
decidió erigir en lo alto del pico de la Nava, terminaría con un fuste de 108
metros, alcanzando la altura de 150 no concluyendo su construcción hasta
septiembre de 1956. Su peso era de 81.720 toneladas métricas, a las que se
deberían añadir las 20.000 toneladas métricas
que suponen las esculturas de Juan de Ávalos; para un total de 201.720
toneladas. Se emplearon en su construcción más de veinte millones de metros
cúbicos de hormigón en masa; cerca de veinticinco millones de metros cúbicos de
hormigón armado; cuarenta y cuatro millones quinientos mil metros cúbicos de
grava; veinticinco millones de metros cúbicos de arena; unos quince millones de
toneladas de cemento; quinientas cuarenta y cinco mil toneladas de hierro
redondo; doscientas veintisiete mil toneladas de hierro laminado; cuatro
millones doscientos treinta mil metros cúbicos de granito labrado, y tres
millones setecientos mil metros cúbicos de mampostería para su revestimiento. Todo ello, sólo en la cruz (Sueiro, 1976). La
construcción del recinto supuso de por sí un coste para el Estado, pero también
una carga a lo largo de los años en el mantenimiento de un monumento de dimensiones faraónicas. Para hacerlo
realidad, se requirió de una movilización masiva de mano de obra durante los
años de su construcción, parte de ella protagonizada por los presos políticos y
comunes, de uso extraordinariamente barato para el Estado franquista, a la vez
que fuente de fortuna para algunas empresas constructoras.
En estos tiempos de mentiras disfrazadas de
estridentes revisiones históricas por parte de los sectores de la derecha
extrema, se ha escrito que aquellos presos, ya fueran políticos o bien
condenados por delitos comunes, trabajaron “voluntariamente” en las obras y que
gozaron de buenas condiciones de vida y de trabajo. También se ha dicho que este grupo de cautivos eran una
minoría, en comparación con los trabajadores libres empleados en la
construcción del Valle de los Caídos. Según las cifras de la Dirección General de Prisiones, el
número de presos dedicados a estas tareas estaría entre algo más de 300 y por
encima de 500 cada año; pero lo cierto es que la afirmación carece de sentido,
por cuanto hoy se desconoce en detalle cuántas personas participaron en aquella
obra suntuosa, hasta que en 1950 se suprimieron los destacamentos de presos en
el Valle de los Caídos. Unos y otros, presos y personal contratado, realizaron
su trabajo en duras condiciones, en particular durante los inviernos debido a
las bajas temperaturas, a la vez que las medidas de seguridad en el trabajo más
elementales provocaron una alta siniestralidad entre ellos, sin disponer de
cifras al respecto.
Entre 1943 y 1950, a las empresas encargadas de
llevar a cabo las obras del monumento, en la carretera que conduce al
monasterio y en el propio monasterio se les adjudicaron tres destacamentos penales
formados por presos políticos. Pero además, sabemos que la decisión de estos trabajadores
no podía ser “libre”. Eran presos. Otra cuestión bien distinta era que para algunos de ellos, aquellos que tenían impuestas las
condenas menos duras y reunían determinadas condiciones familiares, era la
única forma de rebajar la pena que se les había impuesto por los tribunales que
los juzgaron. Esto se hizo mediante la actuación del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo que se
había creado en mayo de 1937,
todavía en época de guerra, imponiendo así el “derecho obligación” al trabajo
del reo, inspirado en la creación, de los batallones de trabajo de prisioneros
de guerra. El proyecto entró en vigor el 1 de enero de 1939, formando parte del sistema penitenciario franquista y
dependiente del Ministerio de Justicia (Molinero & Sala & Sobrequés, 2003; Gómez Bravo, 2007).
Los reclusos, según las autoridades, no podían
constituir “un peso muerto al erario público”, por lo que estaban obligados a
trabajar jornadas de entre diez y doce horas al día sin descanso. De las 14 pesetas mensuales con que la empresa
constructora remuneraba al recluso, aparte de pago de los seguros sociales y
los descuentos de su manutención por parte de la administración penitenciaria,
el preso recibía en mano del Estado para su uso y disfrute 0,50 pesetas
diarias. Una vez acogido a la redención de penas por el trabajo, se le abría
una cartilla de ahorro por valor inicial de una peseta, para ingresar los pagos
por trabajos extraordinarios y las gratificaciones de Navidad o los donativos
de las empresas; eso sí, con una condición: los reclusos podrían hacer ingresos
en sus cartillas, pero no retirar dinero (Moreno Garrido, 2010).
Conocemos más o menos con detalle, por otro lado,
que en 1945 fue destinada a la construcción del Valle una Compañía de los
Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores Penados (BDSTP), dependiente
del Ejército, formada por 150 hombres del BDSTP 95. Estos batallones
funcionaban bajo la misma lógica que los prisioneros de guerra, calificados
ideológicamente como “desafectos” al Régimen, que funcionaron bajo el mando
militar entre 1937 y 1939, momento en el que se crearon los campos de
prisioneros. Se crearon al menos 72
campos de concentración en toda España a los que se destinaron “Batallones de
trabajadores” (BBTT) formados por prisioneros republicanos, denominados
posteriormente “Batallones de Soldados Trabajadores” (BDST) a partir de la
primavera de 1940. Los prisioneros estaban pendientes de un destino procesal,
pero no estaban condenados penalmente. Por tanto, no formaban parte del sistema
de redención de penas por el trabajo diseñado por la dictadura. Estos campos
estuvieron en funcionamiento entre 1936 y
1947, cuando cerró el último de ellos en activo, el de Miranda de Ebro
(Mendiola & Beaumont 2006; Rodrigo, 2008; García Funes, 2017).
Las empresas adjudicatarias de
las obras fueron Banús, Molán y San Román. Las dos
últimas permanecerán en el Valle hasta su finalización, con la incorporación de
nuevos contratistas y trabajadores libres. A partir de 1950 Huarte y Cía. S.L.
se añadió a este grupo de empresas, en su caso empleando trabajadores libres,
posiblemente para la finalización de la cruz levantada. Así, en torno a la
construcción del monumento, pero también de otras obras públicas durante la
etapa de reconstrucción que se vivió en los años de posguerra, se crearon
algunas de las grandes fortunas empresariales españolas. Este es el caso de
Banús, propiedad de los hermanos de origen tarraconense José y Juan Banús Masdeu, que años después construirían la lujosa zona
turística malagueña de Puerto Banús, en la Costa del Sol, aprovechando el boom
económico de los años sesenta. Entre estas empresas constructoras y promotoras
inmobiliarias bien conectadas con el poder del llamado “Nuevo Estado” también
estuvo Huarte y Cía. S.L., creada por el empresario navarro Félix Huarte Goñi y
que hoy es la «H» de la multinacional OHL.
En conclusión, sobre este tema es
necesario no jugar a la confusión como hacen aquellos que dicen hacer una
revisión crítica y fundamentada de este asunto de la construcción del Valle de
los Caídos, cuando lo que hacen es una pura manipulación. Es indudable que aquellos presos políticos llevaron a cabo trabajos
asimilables a la figura del trabajo forzoso, según el Convenio número 29
aprobado en 1930 por la Organización Internacional de Trabajo; aunque no cabe
descartar que quienes sufrieron la experiencia pudieron vivir y percibir su
cautiverio como algo propio del trabajo “esclavo” (García
Funes, 2017).
Defender hoy que estos trabajadores actuaron como resultado de una elección, es
tratar de blanquear un sistema como el de redención de penas franquista y
alabar sus resultados. Es una mera exaltación de los supuestos logros de la
dictadura, que ni siquiera se sostiene apelando al hecho cierto que el final de
aquel sistema de redención no llegó hasta la reforma del Código Penal de 1995,
20 años después de la muerte del dictador. Pero eso ya forma parte de la
necesaria reflexión en torno a la propia historia de una democracia consolidada
como la española.
De desapariciones
forzadas y fosas comunes
El 23 de agosto de 1957 Franco había creado la
Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, con un convenio que otorgaba su gestión a la abadía
benedictina, recién construida en
roca viva, bajo una cruz colosal, donde se establecía que el monumento tenía como finalidad
“rogar a Dios por las almas de los muertos en la Cruzada nacional”. El 27 de mayo de 1958 Pío XII dio el visto bueno a
la creación de la abadía, y el 16 de julio el abad de Silos Don Isaac María Toríbios tomó posesión, bendijo los locales y celebró al
día siguiente la solemnidad de El Triunfo de la Santa Cruz. Así mismo, decidió
qué monjes formarían la nueva comunidad y se aprobó el nombramiento de fray
Justo Pérez de Urbel, uno de los intelectuales y
publicistas del Régimen, procurador en Cortes, entre otros méritos, como su
primer abad. La bendición abacial de fray Justo tuvo lugar el 23 de octubre de
ese mismo año, dándose el caso insólito de que el acto tuviera lugar en la
capilla del Palacio Real de Madrid y que su padrino fuera el mismo jefe del
Estado.
En el preámbulo de decreto que había aprobado la
creación de la Fundación se
aseguraba que “la fe religiosa de nuestro pueblo (…) el sentido profundamente
católico de la Cruzada (…) el signo social del nuevo Estado nacido de la
Victoria” eran motivos suficientes para que “la Cruz grandiosa que inspira el
Monumento imprime a esta realización un carácter profundamente cristiano (…)
Los lustros de paz que han seguido a la victoria han visto el desarrollo de una
política guiada por el más elevado sentido de la unidad y hermandad entre los
españoles” (Quintana, 2019). Con esta retórica se justificaba que aquel fuera “un lugar de encuentro de los españoles”. A partir del verano de 1957,
con la creación de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos,
además de depositar en la fosa común del monumento los restos mortales de las
víctimas del autodenominado “bando nacional”, como se venía haciendo, se
decidió trasladar también algunos de los restos de los combatientes
republicanos procedentes de otras fosas dispersas en diferentes zonas del país.
Sin embargo, no había cesión
alguna a la reconciliación entre la sociedad, como se encargó de recordar el
propio dictador en su discurso y el abad mitrado Justo Pérez de Urbel al sentenciar, una vez más, que: "La anti-España
fue vencida y derrotada". Aunque desde el 1 de agosto de 1958 el recinto pudo ser visitado, no fue
hasta el 1 de abril de 1959 –trasladados a la basílica un día antes los restos
mortales del fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera-
cuando tuvo lugar la inauguración oficial. El acto conmemoraba los veinte años
de la finalización de la Guerra de España, ante la presencia de las más altas
autoridades del Régimen. Por tanto, más allá de lo material, en lo espiritual
el monumento continuaba acogiendo de manera exclusiva a “los héroes y mártires”
de la “Cruzada Nacional” tal y como se había proyectado desde un principio.
Paradoja o ironía, fue la
dictadura de Franco la que más cadáveres de estas fosas comunes removió como
parte del proceso de nutrir de restos mortales la gran cripta del Valle de los
Caídos. Miles de ellos fueron exhumados de otras fosas a lo largo de España
para ser trasladados al valle de Cuelgamuros. Entre
1959 y 1983 llegaron a su osario 33.847 restos mortales, aunque su número
podría ser superior. Es decir, que hoy el Valle de los Caídos alberga una gran
fosa común dentro de su recinto, la de mayores dimensiones entre las
localizadas en el país.
Aquellas fosas comunes habían sido el resultado del mismo proceso violento con el que arrancó el golpe
de Estado fracasado de julio de 1936, cuando los golpistas que se hacían con el
control efectivo de un territorio iniciaban una actuación sistemática de
eliminación de personas definidas como “contrarias a la Causa Nacional”. No obstante, cabría diferenciar
los fusilados por causa de los Consejos de Guerra y enterrados en lugares
conocidos y registrados, y los fusilados sin juicio ni garantías, dejados en
cunetas y otros lugares más o menos desconocidos. De un volumen de
asesinados que alcanza y sobrepasa la cifra de 150.000 entre 1936 y 1945 y de
una práctica de enterramientos irregulares es de donde surge el fenómeno de las
fosas comunes. La desaparición forzada es un delito tipificado por el Derecho Internacional que supone la violación de
los Derechos Humanos, que cometida en determinadas circunstancias constituye un
crimen de lesa humanidad
y, por consiguiente, es imprescriptible desde el punto de vista jurídico. Se tiene constancia que el número de enterramientos
en este tipo de fosas puede ascender a una
cifra cercana a las 100.000 víctimas, lo que sitúa a España como uno de los
países del mundo con mayor número de personas “desaparecidas” (Ferrándiz, 2014;
Babiano & Gómez & Míguez & Tébar, 2018).
Lo sucedido en España se
vincula con otros fenómenos de violencia masiva, asociados a las violaciones
sistémicas de los Derechos Humanos acaecidos durante el siglo XX. En número, este fenómeno sólo es comparable a casos como
los de la actual Camboya, donde bajo el terror de los
Jemeres Rojos de Pol Pot entre 1975-1979 se llevaron
a cabo matanzas en masa; los de las zonas y bosques de las afueras de Moscú en
los que se enterraron las miles de víctimas de las depuraciones estalinistas
durante los años treinta; y también las fosas que existen en Ucrania y en
determinados territorios del frente oriental, cuando el paso del ejército
alemán durante la Segunda Guerra Mundial sembró aquellas tierras con miles de
fosas comunes.
En el caso español, muchas de aquellas personas ejecutadas de diversas
formas fueron enterradas, en la mayor parte de los casos, sin que sus familias
tuvieran noticias exactas de su paradero. Al mismo tiempo, tuvieron lugar también
exhumaciones de carácter clandestino llevadas a cabo por los propios
familiares, sin disponer de medios para hacerlo. Esto fue así tanto a lo largo
del franquismo como durante los años de la etapa de la transición a la
democracia en España y aún más tarde (Babiano
& Gómez & Míguez & Tébar, 2018).
El estudio efectuado por investigadores y diferentes
asociaciones ha permitido constatar la existencia de algo más de 2.000 fosas
comunes en el conjunto del territorio español. A fecha
de 2011, se habían realizado excavaciones y exhumaciones única y exclusivamente
en 332 del total, momento en el que el mapa de fosas dejó de actualizarse, sin
que los poderes públicos se implicaran en este proceso. Sólo más recientemente
algunas Comunidades Autónomas han impulsado medidas de apoyo para llevarlas a
cabo. También ha habido propuestas impulsada desde el Gobierno de coalición de
Pedro Sánchez a partir de la presentación de una Propuesta de Ley presentada en
enero de 2020, así como la presentada por el grupo de Unidas Podemos en el
congreso y en el Senado en abril.
Volviendo
al Valle de los Caídos, tras la aprobación de la llamada Ley de la “Memoria
Histórica” a finales de 2007, el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero
mostró una cierta inacción de cara
a dar soluciones a la situación patrimonial del monumento y a cómo actuar
respecto del osario. Por el contrario, fue la actuación del juez de la
Audiencia Nacional Baltasar Garzón la que ofreció una esperanza a las
asociaciones de familiares de víctimas al haber dictado un auto judicial el 16
de octubre de 2008 en el que sostenía que durante la Guerra de España y la
Dictadura se habían producido graves violaciones de derechos equiparables a la
categoría jurídica de crímenes de lesa humanidad, manteniendo que el
procedimiento de las desapariciones forzadas fue usado sistemáticamente para
entorpecer la identificación de las víctimas e impedir la actuación de la
justicia hasta ese momento. Esta decisión provocó una gran polémica judicial,
política y pública que tuvo mucho que ver con la posterior expulsión de Garzón
de la magistratura.
Durante los últimos años, una treintena de familias han iniciado procesos para
tratar de recuperar los restos de los suyos de Cuelgamuros
y devolverlos a su lugar de origen. Los tribunales han autorizado llevar a cabo
la exhumación y traslado a pesar de la oposición
mostrada por el prior administrador de la Abadía benedictina, Santiago Cantera.
Hace tiempo que algunas de estas familias (la
de los hermanos republicanos Manuel y Antonio Ramiro Lapeña Altabás,
fusilados en Calatayud en 1936, la de los familiares del soriano Pedro Gil
Calonge y del malagueño Juan González Moreno, estos dos últimos agricultores
que combatieron en la zona franquista) recibieron la autorización de
Patrimonio Nacional, pero han visto dilatarse el proceso ante las cuestiones
técnicas o burocráticas que se les plantean desde la Administración.
Ante
estas situaciones, cabe concluir que la democracia española dimitió durante los
años de la transición política, pero también durante la consolidación de la
democracia, de sus funciones y deberes respecto a este asunto. Solo aceptó,
tardía y limitadamente, una política de subvenciones para que fuera la sociedad
civil organizada la que asumiese un proceso que por su complejidad y su volumen
únicamente podría afrontar parcialmente. En esto ha tenido una especial
responsabilidad el poder judicial, por cuanto la falta de amparo a las víctimas
en sus reclamaciones ha sido proporcional a la falta de implicación de los
poderes públicos en la exhumación de los restos.
Sobre ruinas a la deriva
Hoy el Valle constituye un espacio turístico
visitado por miles de personas todos los años. Este hecho justificaría su
mantenimiento, puesto que es cierto que su
proximidad a la capital madrileña propicia que se oferten habitualmente
excursiones y visitas desde la ciudad, de la que les separan 60 kilómetros.
“Vive el Valle”, como una variante del “Tanatoturismo”
o turismo negro o del dolor (Dark tourism),
es uno de los reclamos con los que uno puede toparse en las redes sociales, no
sin sentir cierta inquietud. La Hospedería Santa Cruz, ubicada en el
propio Valle, es un albergue que, según algunas informaciones, recaudaría
anualmente un total de 900.000 euros
por parte de la comunidad de monjes benedictinos, presentado el recinto a las
visitas turísticas como “un grandioso
monumento perfectamente integrado en su propio entorno natural”. A esto se
sumaría el hecho de que la propia comunidad religiosa viene acogiendo la
celebración de los actos de afirmación organizados por los nostálgicos del
franquismo.
Sin embargo, todas
estas razones
de su supuesto atractivo ocultan que el
monumento construido a lo largo de casi dos décadas y declarado Bien de Interés
Cultural por el Estado se presenta como un recinto memorial repleto de
significados contradictorios y enfrentados. Lo que esencialmente
pretendía en su origen era contribuir a la legitimación de la dictadura a
través de la elaboración de una identidad nacional. La forma de hacerlo
emparenta este monumento con otros espacios ceremoniales y funerarios creados
con esta misma funcionalidad que están diseminados tanto por el continente
europeo, a partir de la Primera Guerra Mundial, como por otros continentes en
los que también se vivieron experiencias de matanzas masivas. Todos fueron
construidos con el objetivo de legitimar al Estado que los puso en pie. Muerto
el dictador y finalizada la dictadura, no es fuente de ninguna legitimidad al
nuevo Estado democrático.
El Valle de los Caídos tiene, sin duda, una gran potencia de evocación simbólica. Expresa un
lugar de memoria dividida, no
sólo entre los que exaltan la memoria de la Guerra de España en su
identificación con los vencedores y
aquellos otros que se identifican con los vencidos
de aquel conflicto del que han pasado cerca de ochenta años. El monumento evoca y representa en sus diversas
caras un anacronismo, expresado de diferentes formas de identificación, tal y
como ha planteado Ferrándiz (2011). Entre estas formas diversas se incluye un
“anacronismo nostálgico” conectado con los sectores afines al legado político y
simbólico del Régimen, muy minoritarios, que releen el monumento desde claves
neofranquistas. Este vínculo coexiste con un “anacronismo indiferente” para aquellos
que lo ven como un monumento sin un significado político particular, una
cuestión magníficamente retratada por la directora
y guionista Sandra Ruesga en su corto “Haciendo memoria” (2005)[2]
a partir de una pregunta básica: “¿Cómo es posible que durante tanto tiempo la
dictadura franquista no haya significado nada para mí?”. Una tercera
lectura del monumento se correspondería con el “anacronismo incómodo”, tal como
expresarían aquellos ciudadanos que ni pueden ni quieren identificarse con el
mensaje originario, pero tampoco ven sentido en proponer una resignificación
del Valle. Finalmente, los sectores sociales que lo consideran directamente una
apología del fascismo y una grave ofensa a los vencidos lo identifican
“anacronismo hiriente”. El repertorio de sus expresiones es, por tanto, variado pero, al fin y al cabo, sea el que sea el
sentimiento que produce el monumento, hoy es un anacronismo (Ferrándiz, 2011).
Que esto sea así condiciona cualquier tipo de proyecto sobre su futuro.
El último gobierno de Rodríguez Zapatero encargó un estudio a una Comisión
de Expertos que entregó su informe el 29 de noviembre de 2011, acompañado de 33
recomendaciones (2011). Entre éstas estaba la de configurar el monumento como
un lugar de memoria para los muertos y las víctimas de la Guerra de España, un
centro de interpretación de la dictadura y de la democracia española actual. La
idea central sería explicar y no destruir, dar un significado adecuado y no hacer
tabula rasa del pasado, además de dignificar el cementerio, trasladar los
restos mortales del dictador y desplazar los de José Antonio Primo de Rivera,
por su condición de víctima de la Guerra, a un lugar sin jerarquía alguna,
junto al resto de víctimas enterradas en la cripta de la basílica. Propuestas
con las que dijo comprometerse el actual gobierno de España, pero que todavía
no se han completado. También se recomendaba establecer un nuevo convenio con
la Iglesia española, dado que el antiguo data de 1959, para determinar y
distinguir entre la responsabilidad de un lugar de culto como la basílica,
inviolable, y las propias de la Administración del Estado.
El Relator Especial de Naciones Unidas, Pablo de Greiff
(2014), planteó en 2014 que la destrucción de los símbolos de la dictadura sin
discriminación constituiría un error, por cuanto en algunos casos, en
particular en el del Valle de los Caídos, lo conveniente sería conservarlo con
una orientación vinculada a la lucha antifascista, pasando a ser un lugar de
memoria que transmita a las generaciones más jóvenes lo que representó el régimen dictatorial. La finalidad sería que perdiera el
carácter divisorio de su memoria y contribuyera a la pedagogía ciudadana y la
memoria; algo similar a lo que se llevó a cabo con la antigua Escuela de
Mecánica de la Armada, lugar de detención y tortura, en el caso argentino, que
en 2004 había pasado a ser en un museo para la memoria y la promoción de los
Derechos Humanos.
Transcurrido un lustro,
se volvieron a plantear algunas ideas sobre la posible actuación en el Valle de
los Caídos: la de convertir en monumento en “El Valle de la Paz” o bien en un
centro de interpretación sobre la “Reconciliación”, tal como propuso
inicialmente el gobierno socialista de Pedro Sánchez durante su primera etapa.
Sin embargo, a finales del mes de agosto de 2018 ambas cuestiones fueron
descartadas. La última propuesta ha sido planteada por el historiador Fernando Martínez, siendo
director de Memoria Histórica del Gobierno socialista anterior, apostando por
crear en el Valle de los Caídos un centro de interpretación como se ha hecho en
el caso de Auschwitz, en una dirección similar a la sugerida por el Relator
Especial de la ONU años atrás. Sin embargo, tal y como se planteó en el Informe de la
Comisión de Expertos en 2011, el Valle de los Caídos es todavía un lugar controvertido en la conciencia colectiva
de los españoles; y dado que se creó y se perpetúa como un lugar de memoria de
la dictadura, lo fundamental es cuestionar y evitar que se mantenga como tal.
El que la memoria sea producto del presente, esté plenamente viva y en
disputa, y que su significado sea objeto de constante modificación según el
momento político, no parece
que haga posible construir otro significado en torno a lo material y simbólico
que nos ofrece el Valle de los Caídos: una gigantesca cruz situada sobre una
enorme basílica (Juliá, 2011). La propia descomposición de las bases
ideológicas que lo sustentan, hace pensar que se transforme paulatinamente en
un monumento a la deriva, como lo ha
calificado Ferrándiz, tan completamente desanclado de la sociedad española
contemporánea como de la eternidad buscada por sus creadores (2011). Ante el irremediable deterioro
arquitectónico, el historiador Ricard Vinyes,
sostiene que se abre la esperanza de
dejar que la naturaleza siga su
curso y dé otro significado al monumento, porque la opción, desde su punto de vista, no pasa por
la conservación o resignificación del
monumento ceremonial “sino por la escuela, que es donde debe ser introducido lo
que fue aquel monumento, imperando la exhibición de su hundimiento ético,
político, religioso, grandilocuente” (2019).
A modo
de conclusión
Tanto
la figura histórica del dictador como el régimen que construyó se han elaborado
a partir de mitos y tópicos y de sucesivas capas de mentiras; de falsedades o
medias verdades transmitidas en un discurso con un relativo arraigo social.
Esto ha comportado la pervivencia de un “pasado que no pasa” (Conan & Rousso, 1994). A esta situación, se añaden signos de que la Historia en la actualidad ha
tocado fondo en la Universidad y que, más pronto que tarde, comenzaremos a
escarbar en la “posthistoria”, es decir, en el terreno donde no existe la
distinción entre la verdad y la mentira, el hecho y la ficción (Arendt, 2006). Todo
queda reducido a creencia, a relativismo y validez de lo que son meras
opiniones. De esta forma, a los jóvenes, tanto en España como en otros países
europeos, las políticas públicas les están “robando la Historia” (Mayayo,
2019).
Entre
los estudiantes españoles se sabe que hubo una guerra, que hubo persecución de
las personas por sus ideas, que Franco gobernó tres décadas o más, pero cuando
en algunas encuestas de las que se disponen se pregunta qué se sabe de Franco
los alumnos lo definen como un dictador, pero no de una manera nítida: un 62%
en enseñanza media y un 80,7% en enseñanza universitaria (Hernández Sánchez,
2016). Estos resultados de las encuestas son sintomáticos sobre un problema
general que afecta a la imagen del pasado de la dictadura española, a la propia
memoria colectiva del país. Esta es una cuestión que tiene particulares efectos
en los niveles educativos de bachillerato (Fuertes, 2018). Ante esta situación,
la enseñanza de la Historia Contemporánea más reciente, tal como viene
insistiendo Hernández Sánchez, adquiere un carácter de imperativo cívico y
democrático, por cuanto en las aulas debería dotarse al alumnado de las claves
de los procesos que han conformado la sociedad en que a va insertarse en breve
como sujeto en plenitud de derechos políticos, algo que pasaría por darle un
protagonismo a esa etapa de la Historia a partir de diseñar un curso propio
para su tratamiento, en concreto el último de la secundaria obligatoria (2016).
Esto es, por otro lado, algo que se ha producido en otros países de nuestro
entorno como Francia o Alemania.
Los discursos de exaltación o de blanqueo del franquismo
debilitan la democracia española, difuminan la frontera entre dictadura y
democracia. En su peculiar autobiografía del dictador, el escritor Manuel
Vázquez Montalbán ya resumía y avanzaba la posible versión dominante sobre el
significado de los cuarenta años de dictadura que
terminaría imponiéndose en nuestro país durante los años ochenta y noventa del
pasado siglo XX.
“Francisco Franco Bahamonde, El Ferrol 1892- Madrid 1975.
Militar y político español. Destacó en las campañas africanistas de comienzos
de siglo y comandó el bando nacionalista durante la guerra civil (1936-1939)
frente al bando republicano. Jefe del Estado hasta su muerte en 1975, gobernó
con autoridad no exenta de dureza, pero bajo su mando se sentaron las bases del
desarrollismo neocapitalista que hizo de España una mediana potencia industrial
en el último cuarto del siglo XX” (Montalbán, 1992).
La
complejidad del tema nos remite a la conflictiva mirada sobre el pasado a la
que alude Jelin cuando afirma que “… Hay una lucha
política activa acerca del sentido de lo ocurrido, pero también acerca del
sentido de la memoria misma. El espacio de la memoria es entonces un espacio de
lucha política,… Es en verdad «memoria contra
memoria»” (2017).
El monumento del Valle fue construido con el
objetivo de ser un lugar de memoria de los héroes y mártires de una patria
defendida por la dictadura, por eso su pervivencia es esencialmente una derrota
para una sociedad democrática (Quintana,
2019). No existe posibilidad alguna de que el Valle de los Caídos se configure
como un monumento a la reconciliación. La reconciliación la hizo la sociedad
española, la Ley de Amnistía del 15 de octubre de 1977 fue el punto de
inflexión en el paso de la dictadura a la democracia, después fue cuando se
construyó un universo simbólico de “la reconciliación” como ideología de la
España democrática (Vinyes, 2014).
Cada país tiene memorias que no son compartidas, sino
conflictivas. La capacidad de una democracia se
define precisamente, entre otras cuestiones, por saber gestionar la coexistencia
de las memorias conflictivas del pasado (Nerín, 2019).
A pesar de la ambigüedad del proyecto original en
su pretensión de ser, finalmente el Valle de los Caídos constituiría tanto una
fosa común, un lugar de trabajos forzados para presos políticos como un
monumento que amenaza ruina. Su anacronismo es evidente, sólo permitiría, por
tanto, configurarse como un espacio
de conmemoración de la catástrofe que representó el signo de una guerra y sus
ruinas, aquellas que reclamaba el falangista Agustín de Foxá
en 1937 cuando ensalzaba la guerra civil (Foxá,
1937).
Estas y no otras son la imagen y el relato que se plantea en el
terreno de la batalla cultural en curso impulsada desde algunas posiciones de
las derechas españolas (Traverso, 2018). Su recuperación
del ultranacionalismo adquiere hoy por momentos expresiones combinadas de un neofranquismo exaltado y el rostro de las nuevas derechas i-liberales.
Las aproximaciones que aquí se han ofrecido, con el
propio monumento heredado del franquismo como nexo de unión, permiten
visibilizar las impunidades perpetuadas a lo largo de la democracia española
respecto de los crímenes y vulneraciones cometidos durante la dictadura. A
partir de esta actitud se ha contribuido a generar un vacío ético que
difícilmente ayuda a consolidar los valores que deberían sustentar el régimen
democrático.
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Recibido: 02/06/2020
Evaluado: 20/07/2020
Versión Final: 30/08/2020
[1] Por ejemplo, un
programa como "La Clave" dedicaría durante los primeros años de la
democracia un debate sobre El Valle de los Caídos. 18/11/1983. Consultado en
https://www.youtube.com/watch?v=4c9Ww2F2sVE.
[2] A partir de
filmaciones familiares en Super 8, la autora muestra la relación de sus padres
con el espacio monumental de El Valle de los Caídos, y, a través de preguntas
que va haciéndoles, describe unas actitudes sociales y su variabilidad a lo
largo del tiempo, además de la propia relación de ella con el significado de lo
que representó la dictadura del general Franco, ver Sandra Ruesga, Haciendo memoria, 2005, https://vimeo.com/37623663