“Se puede vivir sin respirar”. Contexto teórico
y marco práctico de los buzos en la Real Armada española en el siglo XVIII[1]
‘It is
possible to live without breathing.’ Theoretical context and practical
framework of the divers of the royal Spanish Armada in the eighteenth century
Universidad de A Coruña (España)
https://orcid.org/0000-0002-4263-164X
Resumen
Analizamos la producción escrita y los principales instrumentos y
máquinas ideados a lo largo de la Edad Moderna en Europa destinados a
posibilitar el aprendizaje de la natación y del buceo, así como las técnicas
médicas en el siglo XVIII para reanimar a los ahogados. En este contexto
cultural, material y científico, a raíz del naufragio del navío San Juan de
Alcántara en 1786 se plantea en España la necesidad de crear escuelas de buceo
en los tres Departamentos de la Armada (Cádiz, Ferrol y Cartagena). Esta
iniciativa será la primera a nivel mundial, pero su desarrollo y efectos fueron
muy limitados, lo que supuso un elemento más de debilitamiento de la Armada a
finales del Antiguo Régimen, ya que los buzos eran tan esenciales en los
arsenales y en las embarcaciones como siempre fueron absolutamente
insuficientes.
Palabras Clave
Nadar; bucear; campana de buceo; ahogado; Armada.
Abstract
This paper analyses
the literature produced and the principal instruments and machines devised in
Europe throughout the Modern Age, whose purpose was to teach people to swim and
to dive, as well as the medical techniques employed to revive drowned victims
in the eighteenth century. In this cultural, material and scientific context,
after the sinking of the ship San Juan de Alcántara in 1786 the pressing issue
of creating diving schools in three departments of the Armada (Cadiz, Ferrol
and Cartegena) was raised in Spain. This initiative would be the first of its
kind in the world, but its development and effects were very limited, thus
contributing to undermine the Armada at the end of the Old Regime, for divers
were as essential in arsenals and on board ships as they were always
insufficient in number.
Keywords
Swimming; diving; diving bell; drowned victim; Armada.
España, un imperio ultramarino a lo largo de toda la Edad Moderna,
precisaba de una flota militar y comercial que asegurara el tráfico económico
con la metrópoli, y estas naves a su vez de un contingente humano que las
tripulara y desempeñara una infinidad de tareas a bordo, algunas de las cuales fueron
descuidadas de manera reiterada y que solo a finales del siglo XVIII recibirán
atención. Del mismo modo que en 1717 se funda la Academia de Guardias Marinas
de Cádiz, a las que seguirían en 1776 las de Ferrol y Cartagena, en cada una de
estas capitales de los tres departamentos navales españoles se crean años
después unas escuelas que estaban llamadas a formar a los profesionales más
singulares de la Armada. La evolución de estas escuelas encaja perfectamente
con la de la Real Armada en el periodo final del Antiguo Régimen, caracterizada
por una imagen de éxito, pero tras la cual subyacía una debilidad estructural
que se evidenciará desde finales del XVIII.
Nadar y bucear con
los libros
Son muy escasos los títulos dedicados al arte de nadar a lo largo de los
siglos XVI-XVIII (y menos todavía las investigaciones, Rodríguez Cuevas & Ivars Perelló, 1987; Llana Belloch et al., 2012), y algunos simplemente se remiten a copiar a los precedentes, sin
aportar nada. Antes de analizar la producción bibliográfica hay que clarificar
una serie de aspectos. En primer lugar, la actividad marinera no llevaba
implícita el conocimiento de la natación en modo alguno. Tengamos presente que
saber nadar no garantizaba la supervivencia en caso de accidente o de naufragio
si este no tenía lugar muy cerca de las costas y en una zona de playa. La
distancia y la temperatura del agua eran dos obstáculos insalvables incluso
para un nadador avezado. Esto explica que no se le conceda importancia y que la
formación se limite a la pericia en el desempeño de los trabajos a bordo. Solo
había un empleo en el cual el dominio de la natación era fundamental, los
buzos, pero estos serán siempre una ínfima minoría. Por otro lado, en España
hay que aguardar hasta 1767 para encontrar el primer texto destinado a enseñar
a nadar, y lo que se expone no es el método, sino una defensa de la importancia
del mismo. Así pues, del mismo modo que la Real Armada buscó al norte de los
Pirineos la práctica totalidad de las obras de carácter científico que se
acumularon en sus bibliotecas y se enseñaron en sus academias (García Hurtado,
2015), también hubo que indagar fuera cuando se deseó ofrecer un sistema de
aprendizaje.
Hasta finales del siglo XVIII quienes dan a la imprenta trabajos sobre
la natación tienen en común que no son expertos nadadores o buceadores, sino
eruditos que dedican breves obras a una práctica que durante la Edad Moderna
estaba restringida a un grupo específico que podía obtener ventajas de su
conocimiento (marineros) o a un reducido número que buscaba diversión (personas
de baja extracción social). Así se explica su escasez, su carácter teórico y
que se traduzcan textos de siglos anteriores. Desde los años 80 del siglo Ilustrado
se mira con enorme desdén la producción precedente, pues se trataba de obras
que distaban mucho de aportar cualquier enseñanza real a quien se acercara a la
natación por primera vez. Así, ninguno de ellos descubre los elementos que la
rigen, no se fijan preceptos razonados, en suma, carecen de utilidad. Se les
puede conceder el valor de la primacía, el de haber introducido las evoluciones
del hombre en el agua como algo digno de la imprenta y de estudio, pero poco
más. Los libros clásicos, que algunos citan pero más para destrozarlos que para
ensalzar elemento alguno, son muy pocos. Por ser el primer libro sobre natación
hay que citar Colymbetes (es uno de
los términos con que se designaba a los buceadores en la antigua Grecia)
publicado en Alemania en 1538 y del que fue autor Nicholas Wyman (lingüista de
la Universidad de Ingolstadt), si bien sus 95 páginas no ofrecen más que una
exposición en forma de diálogo de tres estilos que serían el dorsal, el
vertical y el de pecho, que es el que recomienda el autor (fig. 1). El segundo
texto verá la luz en Inglaterra y será obra de un estudiante de teología de
Cambridge, Everard Digby (De arte natandi,
1587 -traducido al inglés en 1595-), donde su único propósito era enseñar a
nadar (como cualquier arte se puede aprender) para reducir el número de
ahogados en el Támesis durante los meses de verano (son muy interesantes los 40
grabados en madera donde los nadadores aparecen en distintas posiciones).
Fig. 1. Portada de
Colymbetes.
Sin embargo, la obra que influirá durante al menos dos siglos es L’art de nager de Thévenot (1696, de
manera póstuma, primer libro en francés), a pesar de basarse en Digby
(traducción) más de un siglo después. Defiende la utilidad de la natación para
todo tipo de personas, en la paz y en la guerra (“urinatores” -buceadores-
romanos), independientemente de su condición social y profesional, pues no es
necesario encontrarse en el mar o en un río para precisar saber nadar, sino que
puede acontecer tierra adentro en el propio hogar por una inundación. Como
señala en el título, afirma que nadar es un arte que se basa en preceptos
(rechaza el aprendizaje por imitación), cuya práctica garantiza su perfecto
dominio. Más allá de procurar la diversión y el placer su finalidad es la de
conservar la propia vida y la de los demás. Esto justifica que los Estados le
presten atención y que se establezcan academias para su enseñanza (ibidem: VI),
que debía efectuarse de mayo a agosto. Estructura el texto relatando todas las
operaciones a realizar en el agua, desde cómo entrar en ella a las diversas
posturas (estilos), movimientos, giros, etc. El agua se convierte en un medio
en el que se pueden realizar las mismas actividades que en tierra: pasear,
permanecer de pie, tumbarse, sentarse o cortarse las uñas de los pies (ibidem:
34-35). Es sumamente descriptivo y se acompaña de 39 ilustraciones. Sobre el
buceo explica cómo hay que sumergirse (figs. 2 y 3), cómo se nada bajo la
superficie y la posición que permite el ascenso. A pesar de la obviedad, no
olvida añadir el siguiente consejo: “Sobre todo tenga cuidado de no respirar
bajo el agua” (ibidem: 46).
Figs. 2 y 3.
Thévenot, 1696, láms. XXXIV y XXXV.
Los últimos trabajos de mera erudición que se encuadran en el XVIII son
dos memorias de Ameilhon (Recherches sur
l’exercice du nageur chez les anciens 1777 y Recherches sur l’art du plongeur chez les anciens 1780). Diversos
autores habían debatido sobre si la naturaleza había otorgado al hombre
facultades para nadar o si era algo que solo podía adquirir por el estudio.
Ameilhon opta por una vía intermedia y lo que cree firmemente es que reunía
disposiciones para tener éxito en esta empresa. Se muestra partidario de
generalizar esta práctica, pues considera que enseñar a nadar desde la más
tierna infancia tenía magníficos efectos, y así se constata en casi todos los
pueblos de la Antigüedad (una excepción serán los persas “por principios de
religión”, 1777, 15). Vincula la destreza en la guerra con el dominio de la natación
y considera que los soldados deberían acostumbrarse a nadar cargados con sus
armas (1777, 17). Sin embargo, la natación es algo que debe extenderse a toda
la población, y siguiendo el ejemplo de los romanos se debería vincular el baño
con nadar, abrir en las ciudades piscinas públicas (en su época se le atribuye
el éxito de las escuelas de natación en París y en casi toda Francia) y
convertir en habitual el construir estanques para baños en las mansiones.
Ameilhon hace suya una máxima según la cual no se puede ser un buen nadador sin
ser un buceador aceptable (1780, 96). El buceo tiene numerosas aplicaciones: la
pesca, obtención de productos submarinos (coral, perlas, algas tintóreas,
esponjas) y la guerra. De manera totalmente acrítica, lo que es bastante
habitual en todos los autores (incluidos los científicos) cuando hablan del
buceo, reproduce que hubo pueblos donde los buceadores alcanzaban las 20 brazas
(32,48 metros), aunque siguiendo a Opiano (siglo II) escribe que algunos
hombres descendían 300 orgyas (555 metros). La misma credulidad le lleva a
aceptar que lo normal es permanecer 15 minutos bajo el agua, que es usual hasta
30 minutos y que hay quien ha alcanzado 1 hora. Si aquí se ha dejado llevar por
autores de hacía muchos siglos, es lógico que acepte también el llamado
“agujero ovalado” que defendían los tratados de anatomía del momento (Portal, Tableau, 709-713). Se consideraba que a
través de este conducto el feto recibía la sangre sin pasar por sus pulmones,
lo que era la demostración “de que se podía vivir sin respirar”. Sin embargo,
tras el nacimiento la sangre empezaba a filtrarse por los pulmones y el
“agujero” se cerraba. Por tanto, se defiende la especial aptitud de aquellos
individuos que lo tengan abierto (las autopsias los han mostrado en los mejores
buceadores) y se aconseja que desde la infancia se fuerce a los niños a no
respirar para mantenerlo abierto, de modo que podrán habituarse a vivir sin
necesidad de aire, y por lo tanto bucear sin límites (Ameilhon, 1780, 114).
Pero en el pasado como ahora los hombres, según Ameilhon, recurrieron a todo
tipo de artilugios para bucear. Así, los griegos emplearon una suerte de casco
que cubría la cabeza y poseía un tubo semejante a la trompa de un elefante que
sobresalía del agua y cree que la campana de buceo, al menos su concepto, era
conocido en la Antigüedad (1780, 117-118).
Que Thévenot y su libro tuvieran éxito no evitó que hubiera autores que
realizaran una crítica completa del mismo: “todo el efecto de este libro se
reducía a hacer reír a los nadadores a quienes por azar les caía en sus manos”
(Feydel, 1787: 19). Además de lamentar que tuviera sucesivas ediciones en el
XVIII: “En 1782 un escritor aparentemente tan buen ciudadano como mal nadador,
ha creído rendir un servicio al público resucitando este libro” (ibidem).
Frente a una minoría de detractores, será comúnmente aceptado, tendrá cuatro
reediciones y recibirá alabanzas del Mercure
de France: “Desde hace mucho tiempo se deseaba una obra metódica sobre una
materia tan interesante. Quienes quieran formarse en el arte de nadar, podrán
sin duda encontrar observaciones útiles en Thévenot” (22 de diciembre de 1781,
239-240). La Ilustración y su defensa de la educación va a jugar un papel en la
difusión de la natación, pues sus partidarios la presentan como un saber
esencial, y van a proliferar los proyectos de escuelas donde se dispensara esta
disciplina. Sin embargo, cuando el siglo se acerca a su fin no existía ninguna
escuela pública en Europa. Tampoco sus tratados son equiparables a los de otras
materias, y sus defensores son conscientes también de esta carencia (Feydel,
1787: 64).
En España será Carlos Galup, un catalán afincado en Cádiz, quien desde
1767 empiece a realizar exhibiciones en su bahía que causan la admiración de
los espectadores y que tienen repercusión a nivel nacional gracias a la prensa
periódica. El 30 de agosto se arrojó vestido en el muelle gaditano y durante 80
minutos estuvo buceando y nadando, se desnudó y volvió a vestirse, escribió,
leyó, merendó, bebió, fumó, se tumbó a dormir, tocó una flauta, disparó una
pistola y concluyó su actuación ondeando una bandera (Gaceta de Madrid, 15 de septiembre de 1767, 37: 296-297). No era
esta su primera demostración pública, ni sería la última (Mercurio histórico y político, febrero de 1779: 200-203). Todo
indica que iba a redactar un texto ilustrado con láminas para probar lo útil de
la natación para ambos sexos, sin el auxilio de ningún artilugio, pero solo
publicó un folleto titulado Manifestación
al público (1776) que no iba más allá de un reclamo publicitario donde se
ofrecía a enseñar a nadar. Será en 1779 cuando el gobernador y el ayuntamiento
de Cádiz le concedan licencia para abrir una escuela de natación en seco (desde
el siglo XVII se contemplaba como una etapa previa antes de arrojarse al agua).
Nadar es un complemento de la gimnástica de griegos y romanos y beneficiosa
para todos, hombres y mujeres, niños y ancianos, civiles y militares, soldados
y marinos. En septiembre de 1785 Galup reimprime todos los papeles que había
publicado (manifiesto de agosto de 1776; exposición de 29 de marzo de 1779;
carta a un amigo sobre su método y una pregunta que le realizó sobre el libro
de Gardanne, 20 de julio de 1776; carta al cónsul de Francia, 16 de junio de
1776) y las noticias publicadas sobre él en la prensa (Gaceta de Madrid, 63, 9 de agosto de 1785: 513-514 -escuela de
natación de Turquin en París, vid. Journal
de Paris, suplemento al número 175, 24 de junio de 1789, 790 prospecto-;
idem, 10, 2 de febrero de 1779: 82-83). Pretende mostrar que goza de perfecta
salud (nadar no es peligroso después de los 40 años, como tampoco es útil a los
20, todo depende de las precauciones) y que “escribe sin espejuelos”. El
“proyecto galupiano” propugna una enseñanza en seco: “en una sala, dispuesta
con asientos… instruyéndolos con la propiedad, formalidad y decencia
correspondiente” (25 de agosto de 1785). Lo que le mueve a escribir y no fiarlo
todo a los anuncios en los periódicos es que “veo muchas especies anunciadas en
gacetas, que por lo raro de ellas no se les da el crédito que merecen su
realidad y existencia” (carta a un amigo, 1776, prólogo [4]). La explicación
que alega para no haber publicado el tratado que había anunciado es que no sabe
escribir “lo que sé hacer”, y que había fallecido la persona que “había de dar
calor a mis escritos, que era sujeto a quien podía fiar mis secretos” (ibidem:
10).
El vacío teórico en español no será paliado hasta que en 1791 se
traduzca al castellano el tomo de la Encyclopédie
méthodique dedicado a la equitación, la esgrima, la danza y el arte de
nadar (1786). Por el carácter de esta obra no aporta novedades, sino que
reproduce las ideas de La Chapelle, Lanquer, Bachstrom, Ozanam, etc., cuando no se limita a copiar directamente páginas
completas de sus obras. Sí que es útil por la claridad de la exposición y
porque ofrece un resumen de lo expuesto por otros muchos. Intenta tranquilizar
al lector con afirmaciones como que no es tan fácil como se piensa hundirse en
el agua, ya que los buzos deben lastrarse para irse al fondo. Recoge la
afirmación de Halley de que no se puede permanecer más de dos minutos sin
respirar en el agua (un nadador experimentado), si bien no se abstiene de
recordar que los mejores buzos asiáticos alcanzan la media hora, aunque se
impone finalmente la realidad de los datos: los buceadores profesionales pueden
permanecer sumergidos dos minutos, y la mayoría no alcanzan este tiempo. Todos
aquellos que afirman una cifra superior, simplemente no dicen la verdad: “He
visto personas sostener que habían permanecido más de cinco minutos; pero no
habían mirado su reloj” (Encyclopédie,
1786: 445). O de ser cierto se debe a una capacidad física que no se adquiere y
son una excepción.
El último título publicado en castellano aparece en 1807 (Arte de nadar) y se trata de una
traducción de la obra del canónigo Bernardi L’uomo
galleggiante (1794), que propugna un método “usando la razón”. Esta obra
destaca por la calidad de sus ilustraciones. La natación se puede aprender en
apenas ocho días por simple entretenimiento. Deberían ser los maestros de
primeras letras quienes enseñasen a los niños en verano. Reproduce una máxima
clásica, según la cual la ignorancia se plasmaba con la frase “no sabe leer ni
nadar” (reiterada en la Antigüedad, aparece por primera vez en Platón Las Leyes, libro III). Nadar, además de
proporcionar seguridad en el agua, reportaba salud, robustez y contribuía al
aseo. Bernardi llegó a esta actividad por problemas de salud debido a su vida
sedentaria, para los que le aconsejaron baños en el mar. Primero casi con
terror y después con gran interés durante doce años estudió “las leyes sólidas
de la natación, fundadas en la evidencia de la física” (Bernardi, 1807: 15-16).
Responsabiliza a la élite social de la escasa atención de los físicos sobre
cómo interactúan el cuerpo humano y el agua, al haber excluido la natación de
la educación. La obra se divide en una primera parte donde da a conocer sus
descubrimientos, acreditándolos con pruebas y experimentos, y en la segunda
enuncia sus reglas de la natación y combate errores de los autores que le han
precedido. De sus ideas se concluye que el hombre es más ligero que el agua, de
modo que no necesita vejigas, corchos ni instrumento alguno para flotar (es
contrario a su empleo porque acobarda y provoca pérdida de confianza). La razón
ha jugado aquí un papel pernicioso, discriminando al hombre frente al resto de
animales que nadarían por instinto, mientras que aquel solo por aprendizaje
(arte -él acepta el arte, pero solo porque enseña a no buscar el apoyo al que
el hombre está acostumbrado cuando camina-). Esta facultad la posee todo ser
humano, “solo la turbación impide el uso de ella” (ibidem: 24). Como hombre de
Iglesia, exige que los alumnos lleven una chaqueta y un pantalón de tela fina,
jamás deben nadar desnudos. El buceo exige de práctica, pues nadando bajo el
agua los pulmones se acostumbran a la ausencia de respiración, lo que se
incrementa si se practica desde la niñez. Ahora bien, tiene sus riesgos: “Por
otra parte los buzos están expuestos a echar sangre por los oídos y narices; y
no porque les comprima el peso del agua que tienen encima, sino porque el aire
encerrado en el pulmón se dilata con el calor del cuerpo hasta tal punto que se
resienten los vasos sanguíneos de la cabeza” (ibidem: 153-154).
Artilugios para
nadar y bucear
En paralelo a quienes escriben sobre el arte de nadar, hay un grupo
importante de científicos, inventores, “aventureros”, que lo que persiguen es
dotar al ser humano de instrumentos que en primer lugar faciliten su
flotabilidad y en segundo le permitan permanecer bajo el agua un tiempo
indefinido, proporcionándole oxígeno de manera artificial. En la etapa que nos
ocupa hay que comenzar por el artilugio que Lanquer ofrece en 1675 que, según
él, se podía llevar en un bolsillo y permitía atravesar los ríos, permanecer
varios días en el mar sin peligro y manteniendo seca la ropa y las armas. No
existe ninguna imagen, si bien se le otorgaron unas cartas patentes el 12 de
abril de 1695. Posiblemente se trataba de un artefacto que funcionaba con aire
(bolsa), lo que permitiría su flotabilidad, pero también lo hacía muy frágil
ante cualquier rozadura, pinchazo, etc. En el siglo XVIII se afirma que Lanquer
“parece no haber sido más que un charlatán” (Encyclopédie, 1786: 435). Un avance importante tiene lugar como
Bachstrom en 1741. Su interés por esta materia inicialmente tiene un carácter
militar (está buscando algo que puedan emplear los soldados para salvarse en un
naufragio o para cruzar un río), pero su formación médica y su preocupación por
las personas que perdían la vida ahogadas le lleva a investigar en algo útil
para toda la sociedad. Expone los artilugios que se han empleado hasta entonces
y los distintos materiales (madera -se agrieta-, hojalata -se oxida-, cuero y
vejigas -se rompen-). Algunas de sus ideas son extravagantes, como una nariz
postiza como el cuello de un cisne o la trompa de un elefante (Bachstrom, 1741:
11). Se inspira en la Naturaleza y desea obtener un instrumento con el cual el
cuerpo humano pueda permanecer en el agua a semejanza de los patos y las ocas.
Su aportación será un chaleco de corcho forrado de una tela gruesa como la
empleada en las velas. La idea la tomó de un joven al que vio nadando en un
canal de Ámsterdam con trozos de corcho agujereados en el centro con los que
formó dos figuras cónicas que sujetó a los extremos de una cuerda y se la
colocó en el pecho. Por otro lado, los romanos también habían empleado el
corcho para nadar. Bachstrom pretende que su “salvavidas” actúe también como
un chaleco antibalas (ibidem: 22-23). Elabora una coraza (la llama “coraza de
río”; ibidem: 70) con dos placas de corcho en la espalda y otras dos en el
pecho, cruzadas como una camisola (fig. 4). Admite que un problema es que el
corcho tiene forma curvada y hará que sea incómodo el chaleco, pero lo compara
a los sufrimientos de las mujeres con las ballenas de los corsés que admiten
por sus beneficios estéticos, en su opinión. El chaleco recomienda que los
marineros lo lleven siempre puesto, incluso para dormir, pues se irá adaptando.
Además, le protegerá no solo del agua y las balas, sino que también en caso de
caída desde un mástil atenuará los efectos (ibidem: 36). La coraza debía servir
para aprender a nadar, pero había que adquirir la capacidad de nadar sin ella.
Un problema de los chalecos, que todos los autores detectan, es que en el agua
ascienden y presionan las axilas, impidiendo mover los brazos con libertad.
Esto se puede evitar sujetándolo al pantalón. Sugiere unos guantes de tela que
permitirían emplear las manos como las patas de las ánades y un casco de corcho
para proteger de los golpes de espada.
Fig. 4. Chaleco de
Bachstrom. L’Art
de Nager, anteportada.
Uno de los autores más relevantes es el abate La Chapelle, censor real y
miembro de la Royal Society. El 17 de julio de 1767, como hará Galup en
Cádiz, realiza una demostración en el Sena de su “escafandra” (Gazeta de Madrid, 32, 11 de agosto de
1767: 255-256), de hecho escribirá años después que a sus experiencias públicas
habían asistido más de 20.000 personas. En 1775 publica un libro en el que
detalla en qué consiste su escafandra o “barco del hombre” (sería reeditado en
1805). La base es la misma del chaleco de Bachstrom (que él afirmará no haber
conocido hasta años después). Su sistema posibilita mantenerse en pie, incluso
andar de manera vertical, en el agua. Pretende enseñar a fabricar las
escafandras y detalla la calidad y preparación de las telas, en cuyo interior
se colocarán los trozos de corcho (fig. 5). En lugar de sujetar el chaleco al
pantalón, propone un pantalón con estribos, añadiendo unas aletas y un gorro
“para almacenar suministros” (XVII). Una singularidad es que el chaleco tiene
una especie de cola (suspensorio), terminado en un peto, que tras pasar entre
las piernas se sujeta sobre el pecho (fig. 6). Tiene dos funciones: impedir que
el chaleco suba demasiado bajo las axilas y proveer de un asiento sobre el que
descansar. Su invento se había presentado ante la Académie des Sciences en 1765
y Dortous de Mairan y Nollet elaboraron un informe muy elogioso (fig. 7).
Fig. 5. La Chapelle, 1775, lám. I. 1: trozos de corcho. 2. Bosquejo
sobre el que se toman las medidas del chaleco. 3. Nudo de la guita (cuerda de
cáñamo) para asegurar cada pieza de corcho sobre la primera tela. 4.
Representación de la disminución del espesor de los trozos de corcho en la
línea C-D. 6. Se representa la profundidad entre las columnas de corcho, donde
se debe introducir la tela. 7. Los cuatro paneles de la escafandra unidos.
Fig. 6. Ibidem, lám. III. De derecha a izquierda: suspensorio suelto, hebilla, aleta para la mano, detalle del suspensorio y pantalón.
Fig. 7. Ibidem, lám. V. El personaje de la izquierda muestra el
suspensorio entre las piernas sin sujetar. La ilustración de la derecha es un
cazador que lleva sobre la cabeza la reproducción de un ave acuática para
camuflarse.
Ozanam en 1770 propone colocar en la cintura del nadador dos pequeños cofres
planos semicirculares, ligeros, resistentes y estancos, que además podían tener
unas pequeñas puertas para guardar en su interior objetos que no debieran
mojarse. A esto le sumaba unas aletas de cuero grueso plegable, unidas a unas
suelas de madera que se colocaban en los pies. De este modo lograba
flotabilidad y propulsión. La ausencia de luz bajo el agua busca solventarla
con un instrumento que consistía en una vela dentro de un cuero con ventanas
acristaladas y dos tubos, que debían sobresalir del agua, uno en la parte
inferior para que entrase aire nuevo y otro en la superior que actuaría como
chimenea expulsando el consumido por la llama. Esta linterna además estaba
suspendida de un corcho, lo que le permitiría moverse con las olas (Récréations, 1770: 445-447).
Para el buceo en el siglo XVIII se sigue innovando sobre el modelo de la
campana, conocida desde la Antigüedad grecolatina. La más destacada será la de
Spalding, de la que se hizo eco la prensa española (1787 Espíritu de los mejores diarios, 540). Tenía 5 pies de alto y 5 de
ancho y había permitido descender 10 brazas (17 metros) durante 15 minutos.
Spalding creía que si perfeccionaba el tubo que proporcionaba aire a la campana
(un conducto de cuero recubierto de alambre en espiral para reducir la presión
del agua sobre el tubo) podría permanecer el tiempo que deseara y desplazar la
campana por el fondo (evolución de las campanas e imagen de la de Spalding en
1832, The Penny Magazine, 275-276;
1837 El Instructor, 57-61). En este
campo sí hay aportaciones en España, como serán las campanas de Albizu, La
Campa o la de cobre del comerciante de efectos navales en Cádiz Gregorio
Domínguez (1829 El emigrado, 198;
1829 Gaceta de Bayona, 3), que obtuvo
un privilegio de invención por diez años (fig. 8), a la sazón yerno de La Campa
(para América, García Tapia, 1995). El arquitecto mayor de Cádiz Pedro Ángel de Albizu (Archivo General de Marina “Álvaro de
Bazán”, en adelante, A.G.M.A.B., leg.
1140; Falcón Márquez, 1972; Garmendia
Arruebarrena, 1980; Morales Martínez, 2015) obtiene el 29 de enero de 1793 el privilegio de construcción y uso
exclusivo de un artilugio ideado por él (“máquina para operar dentro del
agua”), solo para los puertos de España, cuyo objeto era extraer del fondo del
mar materiales preciosos (oro, plata), sin ninguna alusión a su papel en la
guerra ni en la construcción naval. Su solicitud databa del 20 de agosto de
1792 y en ella afirma que “ha inventado una máquina con la cual se puede andar,
comer, dormir y trabajar debajo del agua”. Propone a la Corona entregarle los
cañones y anclas que extraiga de los pecios, mientras que el dinero y el resto
de objetos serán para él. Al año de disfrutar del privilegio (febrero de 1794)
interviene la Secretaría de Marina al ser acusado por Manuel Sánchez de la
Campa de haberle sustraído la idea. Según la Campa tras una demostración de su
invento en el puerto durante dos horas y media llegó Albizu y le explicó su
funcionamiento con toda confianza. Albizu le ofreció gestionarle la obtención
de un privilegio. Sin embargo, tras regresar de un viaje a Portugal, adonde
acudió para instruirse en la construcción de molinos de viento, descubrió que
Albizu había sacado el privilegio a su nombre. Y la Corona le dio la razón,
pues en 1798 se presenta a la Campa, buzo mayor de la Real Armada, como autor
de la máquina en una contratación en la que percibía 30 reales diarios por sus
servicios, y de manera expresa se afirma “haberse apropiado este [Albizu] la
invención de dicha máquina” en el privilegio que se le concede el 1 de
noviembre de 1799 para emplear su campana durante diez años en labores de
extracción.
Fig. 8. Plano de la campana hidráulica de Gregorio
Domínguez, 1828. Oficina Española de Patentes y Marcas, privilegio
25.
El procedimiento para aprobar estas máquinas evidencia que la Secretaría
de Marina estaba interesada en las mismas, pues accede sin problemas a
experimentar con ellas. Tras los ensayos se elaboraba un informe y Marina
decidía. Era fácil emitir un dictamen porque lo que se ofrecía era “vivir y
trabajar debajo del agua”, lo cual se podía verificar en apenas unos minutos:
“De ellas [las pruebas] ha resultado conocerse
la imposibilidad de que con semejante máquina se pueda hacer trabajo de ninguna
especie en el fondo ni debajo del agua, pues no ha podido el que la ocupaba
pasar un cabo por el arganeo de un anclote que hice fondear a 30 pies [8’35
metros], al costado del barco en que se hallaba colocada… de esta máquina no
puede esperarse ventaja alguna, aun cuando sea capaz de mejorarse… la cubeta en
que se encierra, pendiente de dos cabos perpendiculares a la parte de los
hombros, le dificulta el hacer pie firme en el fondo, volverse a uno y otro
lado ni bajarse sin que el peso de ella y de los plomos exteriores no le haga
caer de boca” (fig. 9) (oficio del capitán general del departamento de
Cartagena -marqués de Casa-Tilly- al secretario de Marina -Antonio Valdés-,
fechado el 12 de mayo de 1796).
Fig. 9. Plan de machina hidráulica “que sert pour vivre et travalier
dans l’eau inventeé par le Sr. Burlet Zeres [sic]”, 1796. Archivo del
Museo Naval de Madrid (en adelante, A.M.N.M.), PB-0138.
El promotor de la fracasada demostración insiste en solicitar otra
prueba, porque afirma que en el puerto de Alicante ha funcionado y que todo se
debió al ardor de uno de sus compañeros (eran individuos del Franco Condado)
que al llegar de Madrid con la máquina “ofreció incautamente buscar a cualquier
profundidad lo que se le mandase”, olvidando que no habían llevado el prototipo
adecuado, sino uno más pequeño para solo 4 brazas, que ya había sido mejorado.
La recompensa que aguardaban era de 40.000 doblones (“es un nada”, Madrid, 16
de febrero -se aceptó el 21 de febrero; un primer ofrecimiento lo realizan
desde Barcelona el 10 de enero-) o cuatro años de pesca libre en España. No
desean detenerse indefinidamente, pues planean ofertar su máquina a otros
reinos, si a España no le interesa. La respuesta de Marina es contundente:
“pueden usar de ella como les parezca”.
Y es que la Corona debía estar vigilante pues
muchas de las propuestas no tenían base científica alguna, eran meras
ocurrencias y el proponente solo perseguía (en esto mostraba su total
desconocimiento del proceso de evaluación) obtener financiación, a veces incluso
para dar forma a lo que solo existía en su mente. El caso más singular es el de
Pedro Padret, natural de Reus, en 1801 y su secreto para sumergirse 8 varas
(viendo fácil llegar a las 20) por una gratificación de 150 doblones. Su
propuesta consistía en un vestido de piel de cabra unido por el cuello a una
manguera de la misma piel con arcos de hierro cada dos palmos, para mantener la
circulación del aire. Resultaba evidente que este proyectista solo deseaba que
socorrieran su mendicidad, pues hasta solicita a Marina que elabore su traje.
No hizo falta probarlo para emitir un informe inclemente. Tras dejar sentado
que carece de conocimientos, se afirma que esa vestimenta garantiza el morir
ahogado (A.M.N.M., Ms 1555/024, Cartagena, 29 de diciembre
de 1801, f. 109).
En este colectivo de autores e inventores serán frecuentes las
acusaciones respectivas de plagio, pero las coincidencias, las similitudes
entre las propuestas se deben a que los principios sobre los que todos trabajan
son los mismos: vestimentas en las que el elemento central es el corcho
(salvavidas) y evoluciones de la campana de buceo (diferente diseño,
materiales, introducción de cristales, diversos conductos para la introducción
del aire y su expulsión, etc.). De hecho, hasta el segundo tercio del siglo XIX
(trajes de lona cauchutada) todo serán variaciones sobre la misma base. Se
avanza en la estanqueidad, en la resistencia a la presión del agua, en la
movilidad, en la autonomía, pero las ideas son idénticas. En España también
contamos con inventos como el cañón de Gispert (fig. 10) o las máquinas para
bucear de Durand y de Zeres.
La ciencia médica
y los ahogados
Nadar y bucear son actividades completamente de
riesgo para quien no las domina, pero tampoco están exentas de peligro para los
nadadores más avezados. Dejando de lado las afecciones que tienen relación
directa con la presión que el cuerpo sufre de manera creciente al sumergirse y
sus efectos sobre los tímpanos, cerebro, etc., a lo que los médicos van a
prestar atención es a cómo “devolver la vida” a los ahogados. Tampoco podemos
obviar que durante el siglo XVII los médicos se dividieron entre quienes
reconocían los beneficios de la natación para el ser humano y quienes los
cuestionaban, un debate que permanece abierto hasta el siglo XIX (Llana Belloch
et al.: 16). La medicina, como es bien sabido, es la que de modo más tardío va
a participar en la Revolución Científica que comienza su andadura en la segunda
mitad del XVII, y esto explica los remedios que las mentes más preclaras del
XVIII ofrecen para enfrentarse a la asfixia provocada por el agua. Durante unas
nueve décadas, aproximadamente 1730-1820, el protocolo de actuación con un
ahogado siempre será el mismo. Los autores prácticamente se limitan a
reproducir a sus predecesores y a lo sumo presentan algunas innovaciones de
carácter mecánico, artilugios que adquieren una creciente complicación, pero
que todos se basan en un principio que nadie cuestionará hasta bien entrado el
siglo XIX. La primera medida consistía en retirarle la ropa mojada e intentar
calentar el cuerpo, para lo que se aconsejaba desde estiércol, ceniza, la baya
de la uva de la vendimia o arena. Ya entonces el boca a boca se consideraba el
medio más seguro, “pegando los labios sobre los suyos, pero es necesario mucho
celo y valor para superar la repugnancia que inspira una operación tan
asquerosa” (Villiers, 1774: 9 -su quinto método-; Gardanne, 1774: 30), o soplar
en un conducto nasal con el cañón de una pluma mientras se tapa el otro. Todo
cedía la primacía ante la acción en la que depositaban su absoluta confianza:
introducir en el recto del ahogado el humo de una pipa de tabaco o los vapores
de azufre encendido con un fuelle (Villiers, 1774: 6; Gardanne, 1774: 30-31).
Desde Réaumur pasando por todos los científicos del XVIII (Serdeczny, 2018), nadie pondrá en cuestión
esta maniobra (fig. 11). Lo único que se va a producir serán variaciones sobre
la tipología del instrumento que introduciría el humo en el intestino del
ahogado (fig. 12). Cada autor propone su “pipa fumigatoria”, incluso con dos
cánulas para utilizar una para soplar y la otra para ser insertada. Se
aconsejará que todos los hombres de mar lleven estas pipas, que podrían emplear
“para fumar y para resucitar los asfixiados” (Gardanne, 1774: 109-110). Esto,
frente a las prevenciones del boca a boca, solo exige, y es una advertencia que
es infrecuente, que el que introduzca el artilugio se proteja de las emisiones
de gases intestinales de la víctima y que tenga cuidado de no romperlo, con las
graves consecuencias que se derivarían para el paciente. Los médicos aconsejan
aplicar sus remedios cuatro o cinco horas, sin desesperar, pues afirman que la reanimación
puede llegar incluso mucho tiempo después del ahogamiento. Algunas de las
intervenciones eran sumamente agresivas, como practicar una sangría en la
yugular. La suma de acciones para lograr que el ahogado retorne a respirar era
tan extensa como variopinta e inútil (colgarle boca abajo, introducirle en un
barril y darle vueltas durante horas -ahogados borrachos-, etc.), lo que lleva
a que algunos médicos, al observar que hay ahogados que logran reanimarse por
sí mismos sin aplicarles nada, afirmen que quizás a veces sean superfluas,
cuando no inútiles o peligrosas (Gardanne, 1774: 34-35). El argumento médico se
basaba en que de este modo el humo caliente y acre llegaría a los intestinos,
al estómago y provocaría la irritación del diafragma. El tabaco también se
empleaba expulsando el humo en la boca del ahogado, introduciéndolo en polvo
soplando en sus narices, suministrándole un supositorio de tabaco de Brasil
(Isnard, 1762: 23) o haciendo fumar a la víctima (1758 Histoire: 32). Como ya avanzamos, este “reinado” del tabaco como la
gran panacea llega a su fin, o al menos empiezan a cuestionarse sus bondades,
en el siglo XIX, donde además de rechazar sus virtudes (“capaz de penetrar
hasta el centro del sistema, despertar el cerebro de su estado de estupor”;
1821 Diccionario: 230) se le presenta
como altamente pernicioso para la salud y se aconseja desterrarlo de la
medicina por sus propiedades narcóticas (ibidem: 233).
Fig. 11. Gardanne, 1774, lám. II. Se aprecia una persona que fuma e
introduce el humo del tabaco por el recto del ahogado y otra que frota con
franela su espalda para secarle y que entre en calor. Se aconsejaba colocarle
de lado y con la cabeza un poco elevada.
Fig. 12. Instrumento de Thomas Barholin
(1616-1680), perfeccionado por Pieter van Musschenbroek
(1692-1761). Isnard, 1762: 49. A. Cánula por donde el humo entra en los intestinos.
B. Tubo flexible. C. Caja de marfil o de madera, recubierta de hojalata, que
contiene el tabaco que arde como en una pipa. D. Tubo que sirve de tapa a la
caja y con una embocadura en su extremo para soplar el humo. E. Válvula para
detener el humo cuando se cesa de soplar.
Aunque los autores médicos muestran una confianza casi ciega en sus
remedios (hablan de casos en que el ahogado retornó a respirar incluso 16 horas
después de su accidente), a muchos, también galenos, no se les escapaba que el
mejor método para combatir la elevada mortalidad por esta causa era la
prevención, y de ahí van a surgir diversas propuestas para establecer escuelas
de natación (Gazette de Santé, 1774:
278-279; Gardanne, 1774: 27-28). Estas no eran necesarias solo para quienes
vivían en la costa, sino también en las ciudades, pues los ríos y canales eran
trampas mortales. A esto contribuía bastante la legislación (es también una
razón de la escasez de títulos científicos sobre los ahogados), pues a una
persona ahogada, por ejemplo en Francia, no se la podía sacar del agua si no
manifestaba síntomas de vida, solo levantarle la cabeza por si podía respirar,
lo cual impedía cualquier maniobra de salvamento (esta dinámica comenzó a
cambiar en Holanda en la segunda mitad del XVIII, donde los magistrados de
algunas villas publicaron ordenanzas autorizando a los médicos a retirar del
agua a los ahogados; Villiers, 1774: 5). La razón de esta norma legal estribaba
en evitar que el supuesto salvador fuera en realidad el asesino que deseaba
concluir lo iniciado al arrojar a su víctima al agua. También se aconsejaba no
ayudar a nadie que estuviera ahogándose hasta que se encontrara ya totalmente
hundido e inconsciente, para poder intervenir sin riesgo para uno mismo,
momento que habría que aprovechar para cogerle del cabello (Thévenot, 1696:
43-44). Otra medida de la ciudad de París acordaba una recompensa de 9 francos
a quien retirara el cadáver de un ahogado y de 24 si se encontraba con vida,
pero surgió la picaresca de personas que se confabulaban, de modo que se
eliminó el premiar por salvar de morir ahogado, recibiéndose solo dinero por
recuperar el cadáver. Quien rescataba a una persona de ser ahogada para ser
acreedora de la recompensa debía demostrar que aquella había intentado
suicidarse. Surge la paradoja de que se premiaba por salvar a quien deseaba
morir y se incitaba a dejar ahogarse a quien luchaba por vivir (Feydel, 1787:
8-10). De esta desconfianza generalizada y de los reglamentos municipales se
derivaba una condena a muerte para cualquiera que sufriera un accidente en el
medio acuático.
Aunque los trabajos que se publican en el XVIII sobre los ahogados no
nacen de la preocupación de las muertes de los marineros en el mar, sino de la
población que caía en canales (de ahí la sociedad que se crea en Ámsterdam y
que imprime sus estudios entre 1758 y 1761) o ríos (Sena), cuanto se expone en
esos textos tenía aplicación directa evidentemente en el colectivo de hombres
que desarrollaban su trabajo, civil o militar, en aguas saladas. El escaso
éxito que las citadas medidas podían tener para lograr que retornara la
respiración (más allá del boca a boca, que reiteramos que no era el preferido y
siempre se postergaba) no podían por tanto surtir el menor efecto
tranquilizador, tanto por la necesidad de un utillaje que en el mar, en
momentos críticos, con la inestabilidad de la nave, complicaba sobremanera su
puesta en ejecución, como porque la caída de un hombre al agua equivalía a
perecer, hasta el punto de haberse evaluado en más de un 12% el porcentaje de
miembros de la Real Armada que perecieron ahogados entre 1776-1804 (Martín
García, 1999: 426-427). Saber nadar o bucear reducía el riesgo, pero no lo
eliminaba en absoluto.
La creación de las
escuelas de buceo
Ahora bien, el peligro alcanzaba su máxima expresión en aquellos hombres
cuya labor cotidiana se desarrollaba a la vista de la obra viva de las
embarcaciones y en el fondo de las dársenas (García Hurtado, 2017). Nos
referimos, claro está, a los buzos. En la Armada había hombres que
desarrollaban esta labor, y así había sido en todas las marinas desde la
Antigüedad, pero lo que acontece a finales del XVIII en España fue algo nuevo,
pues asistiremos a la creación de las primeras escuelas de buceo de la Historia
en cada uno de los tres departamentos navales. Para que esto tuviera lugar fue
preciso que el 2 de febrero de 1786 el navío de 64 cañones San Pedro de Alcántara se hundiera en las costas de Peniche (al
norte de Lisboa), tras
colisionar contra el promontorio de Papôa a las diez y media de la noche (Demerson, 2008). A bordo viajaban 419 personas, de las que 128 perecieron. Que el
accidente fuera en ese punto facilitó el salvamento y, casi de manera
inmediata, llevar a cabo la recuperación de la carga (150 toneladas de monedas
de oro y plata, 600 toneladas de cobre, 100 toneladas de corteza de quino -de
donde se extrae la quinina- y 6’5 toneladas de cacao, además de sus 64
cañones). Según el conde de Fernán Núñez, embajador de España en Lisboa, en la
operación de rescate participaron más de treinta buzos españoles y cinco
extranjeros a las órdenes del brigadier Francisco Javier Muñoz (Martínez Cerro, 2009; Asensio
Rubio, 2014; su expediente en A.G.M.A.B.,
620/822). Indica que en solo cinco meses toda la carga había abandonado
el fondo del océano y que restaba apenas el 5% (1787 Atlante: 39). Estas afirmaciones pecan de triunfalismo, pues
sabemos que las operaciones se van a desarrollar durante tres años, hasta el punto
que en agosto de 1789 todavía había una casa en Peniche ocupada por los
diputados para culminar los trabajos (A.G.I., MP-EUROPA_AFRICA, 72.J). El conde
deja constancia del papel fundamental de los buzos: “la actividad o
inteligencia del brigadier don Francisco Muñoz y sus subalternos, a quienes se
debe, después de Dios, la extracción que admiramos y de cuya felicidad acaso no
habrá ejemplo” (1787 Atlante: 42). El trabajo de extracción fue un éxito y el
embajador lo explotó ampliamente como una indisimulada labor de propaganda ante
su reciente nombramiento como embajador en París: el consulado de Cádiz le regaló dos cuadros de Jean-Baptiste
Pillement (Salvage Operation
of the San Pedro de Alcantara y Shipwreck Survivors reaching the Coast, que actualmente se encuentran en el Museu
Nacional de Arqueologia de Lisboa, tras ser adquiridos en diciembre de 1987 en Mónaco, en la subasta de las galerías
Sotheby’s, por el Instituto Portugués del Patrimonio Cultural), de los que él encargó sendos grabados que distribuyó,
en uno de los cuales se representa el hundimiento y en el otro los trabajos de
los buzos (fig. 13), así como dio testimonio cumplido de las operaciones en una
obra que se encargó de que también circulara (1787 Atlante).
Fig. 13. Paret y Alcázar,
L. & Ximeno, J. La desgracia imprevista y la felicidad inesperada, 58 cm.x76,5 cm. Museu Nacional de
Arqueologia (Lisboa), 992.68.1.
Cuanto acontece en Peniche culmina el 20 de febrero de 1787 con la
creación de tres establecimientos para la enseñanza como buzos de 10 muchachos
en Cádiz, Ferrol y Cartagena. El 21 de noviembre de 1786 se había ordenado al
capitán general de la Armada que para que todos los buques tengan entre su
dotación la “útil clase de buzos” desea el rey que se sumen a los existentes en
los arsenales un número de jóvenes que reciban un salario y sean instruidos por
los buzos. La importancia crucial de Muñoz es patente: “es consiguiente la
resolución a carta de don Francisco Muñoz relativa a los buzos de Peniche”
(A.G.M.A.B., leg. 2587). De hecho, al director general de la Armada y capitán
general de Cádiz (Luis de Córdoba), hacia donde se dirige Muñoz se le añade:
“para cuyo acertado establecimiento tomará vuestra excelencia del brigadier don
Francisco Javier Muñoz, que regresa de Peniche a ese puerto, los informes
necesarios”. El 28 de noviembre tanto el capitán general como los intendentes
de los departamentos acusan recibo al secretario de Marina.
Una vez se encuentra Muñoz en Cádiz Córdoba le comunica la real orden de
21 de noviembre para que le entregue los informes necesarios. Muñoz no
restringe la participación de los buzos a las naves de la Armada, sino que
también se refiere a su tarea en las labores de los arsenales. El 26 de
diciembre, remite su informe a Córdoba. Afirma que bucear “no es otra cosa que
una pura práctica, adquirida con la continua repetición de trabajo”, pero que
en la Armada se debe exigir que los buzos, a diferencia de lo que sucedía
entonces, se les proporcionen conocimientos del interior de un buque y todas
las faenas que llevaban a cabo los marineros y los oficiales de mar. En Peniche
Muñoz ha observado que “no han sido los de más resuello [los] que han trabajado
con más utilidad, y sí los de mayor conocimiento”. Propone que en cada
departamento se cuente con 40 muchachos de 14 a 18 años para el aprendizaje del
buceo, que deberán recibir 4 reales diarios y ración de Armada. No deben
circunscribirse a los trabajos submarinos, sino que deben aprender a realizar
todo lo relativo a los aparejos de un barco, de modo que propone que sean
“buzos aparejadores”, armamento y recorrida. Defiende contratar a Galup como
profesor, “mediante una corta gratificación”, aunque por su avanzada edad
(nació en 1709) teme que fallezca “sin manifestarnos su secreto, ¡si tal
posee!” Galup se mostró siempre muy celoso: “No tildéis mis propósitos de no
dar a luz pública mis mejores pensamientos, ínterin no logre aquella protección
precisa, que los ponga a cubierto de que perezcan en su cuna” (carta a un
amigo, 1776, prólogo: [3]).
El 6 de febrero de 1787 Córdoba envía a Valdés una memoria donde expone
sus opiniones sobre la propuesta de Muñoz. Estima que 40 es un número excesivo,
al igual que su salario. Sobre Galup afirma que no le conoce ni le ha visto
desenvolverse en el agua, pero que si lo aprueba Valdés, debe ser Muñoz el que
trate con él de sus emolumentos y condiciones como profesor. Finalmente, todo
se adapta al informe elaborado por Muñoz (excepto el número de alumnos) y al
dictamen de Joaquín Gutiérrez de Rubalcava (intendente del departamento de
Cádiz) en cada uno de sus puntos. Los alumnos comenzarían como grumetes y
podrían ascender hasta artilleros. Percibirían dos escudos de ventaja sobre su
sueldo. Cuando no estuvieran embarcados se emplearían en actividades de
recorridas, aparejos o urgencias que se les encomendaran. La idea inicial era
que Galup se encargara de la enseñanza en Cádiz, si aceptaba este empleo por
una cifra moderada (Muñoz será quien le realice la oferta), y en caso contrario
sería el primer buzo del arsenal, como en los otros dos, el responsable de la
escuela. El profesor recibiría cinco escudos de aumento sobre su sueldo al mes,
y otros cinco por cada alumno que llegara a servir como buzo en un buque de la
Armada, tras el pertinente examen ante el comandante del arsenal y el
subinspector.
El 27 de mayo de 1789 se ordena que cada escuela comunique a principio
de cada año sus progresos y número de alumnos (A.G.M.A.B., leg. 5943). En junio
de 1789 se remite un cuestionario sobre las escuelas de buzos a cada
departamento para conocer su estado. Marina desea averiguar cómo fueron
seleccionados los alumnos (publicación de bandos, hijos de matriculados,
voluntarios, vagos), qué enseñanza han recibido, si se les ha instruido en las
labores de marinería, sus ascensos y exámenes, número de buzos que han
proporcionado a la Armada, si tras embarcar han tenido reemplazo y se mantiene
el número de diez y si hay lista de espera. Las preguntas parten de un a priori
de éxito, alejado de la realidad. Cádiz en esa fecha solo tenía seis jóvenes
aprendices, por lo que el déficit era de cuatro, y se buscaban sin descanso por
todos los ministros de provincia mozos voluntarios que supieran nadar, robustos
y que contaran con la aprobación de sus padres (oficio de Rubalcava a los
ministros de provincia, Isla de León, 20 de junio de 1789). La tarea se mostró
hercúlea. Seis años más tarde, el 20 de mayo de 1795, no se encuentra a ningún
voluntario en el arsenal de Cádiz que sepa bucear y hay que recurrir a buscarlo
en la flota al mando de Mazarredo (A.M.N.M., Ms. 2367). Por la solicitud de
información de 1789 tenemos datos de los avances de los alumnos y de cuáles
eran sus marcas. Así, en Ferrol, el 11 de enero de 1790 de los diez alumnos
tres (artilleros ordinarios) eran capaces de descender 9 brazas, cuatro
(marineros) 7 brazas, y los tres últimos (grumetes) dos de ellos 4 brazas y uno
3 brazas (A.G.M.A.B., leg. 5946). Es decir, se movían entre los 5 y los 15
metros.
España contaba con buzos en la Armada antes de que surgieran las
escuelas, aunque no estaba reglada su formación y se iban adoptando normas
sobre la marcha. Así, los tres buzos del arsenal de Cartagena el 22 de mayo de
1784 solicitan (los dos de Cádiz lo harán en agosto de 1787 y los de Ferrol con
anterioridad), y obtienen inmediatamente, recibir en dinero la ración de Armada
(la rapidez del trámite quizá no responda solo a su importancia, sino a que
tienen la consideración de oficiales de mar, y este era un derecho que poseían
desde el 15 de junio de 1783), y lo justifican por criterios laborales y
sanitarios, ya que los alimentos que la componen “les son nocivos para su salud
y contrarios para poder por largo tiempo retener la respiración” (A.G.M.A.B.,
leg. 2587).
Como vemos hablamos de tres buzos en Cartagena, dos en Cádiz y Ferrol
contaba con uno. El número era casi insignificante y eso provocaba numerosos
problemas de funcionamiento en los arsenales y en la operatividad de la flota
(García Hurtado, 2017). El naufragio del San
Pedro de Alcántara supone un punto de inflexión. La relación entre la
catástrofe de Peniche y la idea de crear escuelas de buzo es incuestionable
pues inmediatamente a su regreso a España Muñoz expone su proyecto. Peniche fue
la demostración de la importancia de contar con un mayor número de buzos (hubo
que recurrir a buzos foráneos), así como del importante papel que debían jugar
en la Armada, no solo como rescatadores de materiales de los pecios de manera
extraordinaria, sino como instrumentos llamados a mejorar los trabajos en las
dársenas, las labores de carenado, la seguridad de las naves (cerrar las vías
de agua, fortuitas o en combate), etc. El número que él propone, como hemos
visto, es de 40 aprendices en cada una de las escuelas en Ferrol, en Cartagena
y en Cádiz. Si tenemos presente que en 1769 el principal arsenal de la Armada
(Ferrol) contaba con un único buzo de avanzada edad en un conjunto de 5.080
trabajadores, se hace evidente que lo que plantea es revolucionario.
Finalmente, esa cifra será rebajada a 10, lo que seguía siendo una cifra
considerable teniendo en cuenta el punto de partida. La consagración del
proyecto de Muñoz será la inclusión de las escuelas de buzos en las ordenanzas
de 1793, donde los buzos pasan del único artículo de 1748 (tratado IV, título
V, art. 15) a ocupar en el tratado III, título VIII, los artículos 22 a 46.
Conclusión
En la misma época que el hombre logra su sueño de volar, también
empleará su ingenio para poder descender a las profundidades del mar. Este se
va a resistir mucho más, y la mejor prueba de esto es que casi todos los
inventores de artilugios para permitir que el hombre permaneciera sumergido y
pudiera realizar tareas durante periodos cada vez mayores de tiempo y a una
mayor profundidad perderán la vida en el interior de los mismos. Los buzos que
trabajan para la Armada son los únicos que reciben una formación específica de
natación, un entrenamiento para adaptar sus organismos a la ausencia de oxígeno
y a la presión del agua. Su necesidad fue una constante y ya fuera por la
peligrosidad de su trabajo, sus escasos emolumentos o el deterioro físico de
estos hombres, su escasez no se palió jamás. Si tenemos en cuenta los navíos,
fragatas y corbetas que la Armada tuvo en activo entre 1788 y 1801 (el periodo
en el que se alcanza el mayor desarrollo en el número de unidades) y comparamos
las cifras con los buzos existentes esos mismos años, resulta evidente el
fracaso de las autoridades navales en este aspecto, como en tantos otros que
explican la aniquilación de la flota en el primer tercio del siglo XIX (García
Hurtado, 2016; idem, 2020). Y este déficit continuará más allá de finales del
Antiguo Régimen. Los buzos no superarán nunca los 10 en ningún arsenal, y
cuando la cifra es mayor es porque están incluidos los aprendices. Esto
significa que el número (son tres departamentos navales) nunca excedió los 30,
ni se acercó. Hay que aclarar que el primer Estado
General de la Armada es de 1786, pero no se reflejan los buzos, lo cual no
significa que no existieran, pues tenemos documentación sobre ellos, pero no
podemos determinar su número ni su distribución por arsenales.
Cuadro 1. Barcos en la lista de la Real Armada
(1788-1801)
|
1788 |
1789 |
1790 |
1791 |
1792 |
1793 |
1795 |
1797 |
1798 |
1799 |
1801 |
Navíos |
70 |
73 |
76 |
74 |
76 |
79 |
76 |
76 |
67 |
67 |
64 |
Fragatas |
43 |
45 |
51 |
50 |
51 |
54 |
51 |
51 |
52 |
49 |
42 |
Corbetas |
3 |
6 |
6 |
8 |
8 |
8 |
9 |
10 |
9 |
10 |
9 |
Total |
116 |
124 |
133 |
132 |
135 |
141 |
136 |
137 |
128 |
126 |
115 |
Fuente: Estado General de la Armada. No hay datos para 1794, 1796 y 1800. Elaboración propia.
Cuadro 2. Los buzos de la Real Armada (1788-1854)
|
Arsenal de Cádiz |
Arsenal de
Ferrol |
Arsenal de
Cartagena |
|
|||
Año |
Buzos |
Aprendices |
Buzos |
Aprendices |
Buzos |
Aprendices |
Total |
1788 |
3 |
|
6 |
|
3 |
|
12 |
1789 |
- |
|
6 |
10 |
5 |
10 |
31 |
1790 |
7 |
|
6 |
10 |
5 |
11 |
39 |
1791 |
11 |
|
8 |
10 |
4 |
5 |
38 |
1792 |
10 |
|
6 |
10 |
6 |
6 |
38 |
1793 |
16 |
|
5 |
10 |
6 |
5 |
42 |
1794 |
15 |
|
7 |
5 |
9 |
3 |
39 |
1795 |
9 |
|
5 |
3 |
8 |
8 |
33 |
1796 |
8 |
|
5 |
3 |
8 |
8 |
32 |
1797 |
10 |
|
8 |
3 |
6 |
6 |
33 |
1798 |
9 |
|
8 |
3 |
6 |
6 |
32 |
1799 |
730* |
|
9 |
9 |
6 (+) |
|
31 |
1800 |
730* |
|
9 |
9 |
6 (+) |
|
31 |
1801 |
16 |
|
17 |
|
6 |
|
39 |
1802 |
8 |
7 |
17 |
|
6 |
|
38 |
1803 |
8 |
7 |
20 (+) |
|
6 |
|
41 |
1804 |
5 |
1 |
19 (+) |
|
12 |
|
37 |
1805 |
11 |
4 |
24 (+) |
|
12 |
|
51 |
1806 |
11 |
4 |
26 (+) |
|
12 |
|
53 |
1807 |
10 |
2 |
24 (+) |
|
11 |
|
47 |
1808 |
10 |
2 |
24 (+) |
|
11 |
|
47 |
1811 |
4 |
|
8 |
|
13 (+) |
|
25 |
1812 |
8 |
|
16 |
|
7 |
|
31 |
1813 |
3 |
|
16 (+) |
|
7 |
|
26 |
1814 |
3 |
|
16 (+) |
|
5 |
|
24 |
1815 |
- |
|
14 (+) |
|
6 |
|
20 |
1816 |
- |
|
14 (+) |
|
6 |
|
20 |
1817 |
5 |
|
12 |
4 |
6 |
|
27 |
1818 |
5 |
|
16 (+) |
|
8 (+) |
|
29 |
1819 |
5 |
|
16 (+) |
|
8 (+) |
|
29 |
1820 |
6 |
|
16 (+) |
|
12 (+) |
|
34 |
1821 |
6 |
|
16 (+) |
|
12 (+) |
|
34 |
1822 |
6 |
|
16 (+) |
|
12 (+) |
|
34 |
1823 |
6 |
|
16 (+) |
|
12 (+) |
|
34 |
1828 |
- |
|
- |
|
- |
|
- |
1829 |
- |
|
- |
|
- |
|
- |
1830 |
- |
|
- |
|
- |
|
- |
1831 |
8 |
|
10 |
|
12 |
|
30 |
1832 |
8 |
|
10 |
|
12 |
|
30 |
1833 |
8 |
|
10 |
|
12 |
|
30 |
1834 |
8 |
|
- |
|
- |
|
8 |
1835 |
8 |
|
- |
|
- |
|
8 |
1836 |
9 |
|
- |
|
- |
|
9 |
1845 |
2 |
|
1 (1er)a |
2 (2º)b |
2 |
5 |
12 |
1846 |
2 |
|
1 (1er) |
2 (2º) |
2 |
5 |
12 |
1847 |
2 |
|
2 (1er) |
2 (2º) |
2 |
5 |
13 |
1848 |
2 |
|
2 (1er) |
2 (2º) |
2 |
4 |
12 |
1849 |
2 |
1 |
5 |
|
2 |
6 |
16 |
1850 |
1 |
|
5 |
|
2 |
7 |
15 |
1851 |
- |
|
5 |
|
2 |
6 |
13 |
1852 |
1 |
|
5 |
|
2 |
5 |
13 |
1853 |
1 |
|
4 |
|
2 |
5 |
12 |
1854 |
1 |
|
4 |
|
2 |
6 |
13 |
Fuente: Estado General de la Armada. Elaboración
propia. * Ese dato solo se explica como una errata. Tomamos la cifra como 7.
(+) Se incluyen buzos y aprendices. a Primer buzo. b
Segundo buzo. No hay estado general de los años 1824 a 1827 y de 1837 a 1844.
Los primeros buzos de la Armada en América (2) aparecen en el Departamento de
La Habana en 1846 (se mantiene ese número hasta 1853; 1 en 1854).
La Armada española naufragó en el siglo XIX del mismo modo que el San Pedro de Alcántara en 1786 en
Peniche, pero a diferencia de la enseñanza que se extrajo de la tragedia de
1786, la imperiosa necesidad de buzos, de las derrotas navales de finales del
XVIII e inicios del XIX no se dedujo nada positivo. Durante el reinado de
Fernando VII la flota agoniza hasta desaparecer y la única academia naval que
seguía abierta, Cádiz, cierra sus puertas en 1831. El llamado Plan de Escuadra
del ministro de Marina marqués de Molins (1847-1851 y 1853-1854) no modifica la
tendencia. Estamos ante un imperio ultramarino moribundo incapaz de recobrar la
respiración.
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Recibido: 02/06/2020
Evaluado: 30/07/2020
Versión Final: 02/08/2020
[1] Trabajo realizado en el marco del Proyecto I+D de
Generación de Conocimiento “Dinámicas y conflictividad en el litoral del
Noroeste peninsular en la Edad Moderna” (ref. PGC2018-093841-B-C33), del
Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades de España, con una
cofinanciación del 80% FEDER.