Violencias
contra las mujeres: análisis de tres novelas africanas recientes
Violence against women: analysis of three recent African novels
Adriana Franco Silva
Universidad
Nacional Autónoma de México;
Facultad
de Ciencias Políticas y Sociales (México)
adriana.franco@politicas.unam.mx
Resumen
A partir del establecimiento de la colonización en el continente
africano, las historias de las mujeres han sido omitidas o malinterpretadas. El
proyecto de modernidad colonial-capitalista-patriarcal se sustenta en la
violencia y subordinación de lo que identifica como otro. Por eso, a partir de
su implementación en África, las relaciones de poder y los sentidos de mundo
del continente fueron modificados. En esa estructura, las violencias contra las
mujeres se posicionaron como un elemento central para la reproducción del
sistema.
A pesar de eso, diversas mujeres africanas han rescatado sus
historias y las de sus ancestras. Asimismo, la
literatura se ha convertido en una herramienta para recuperar esas memorias,
cuestionar las violencias y delinear la dignidad. Así, las preguntas que
guiarán este estudio son ¿de qué manera se representan, en los textos
literarios, las opresiones que han vivido las mujeres a partir de la
instauración del proyecto de modernidad? ¿cuál es el objetivo de enunciar estas
violencias? Estos cuestionamientos serán respondidos a partir del análisis de
tres novelas africanas recientes: Volver a casa de Yaa
Gyasi, La flor púrpura de Chimamanda
Ngozi Adichie y Florescencia
de Kopano Matlwa.
Palabras Clave
Modernidad colonial-capitalista-patriarcal; violencia contra las
mujeres; historias africanas; literatura africana; decolonialidad.
Abstract
Since the
establishment of colonization on the African continent, women's stories have
been omitted or misunderstood. The project of colonial-capitalist-patriarchal
modernity resulted in the violence and subordination of what it identifies as
the other. For this reason, power relations and world views of the African
continent were modified. In this structure, violence against women was
positioned as a central element for the reproduction of the system.
Notwithstanding,
various African women have recuperated their stories and those of their
ancestors. Literature has become a tool to recover those memories, question violence
while emphasizing dignity. Thus, the questions that will guide this study are:
How are oppressions experienced by women represented, in literary texts, since
the establishment of the project of modernity? What is the objective of such an
analysis? These questions will be answered from the analysis of three recent
African novels: Homegoing by Yaa Gyasi, Purple Hibiscus by
Chimamanda Ngozi Adichie and Period Pain by Kopano
Matlwa.
Keywords
Colonial-capitalist-patriarchal modernity; violence against women;
resistances; African histories; African literature; decoloniality.
La modernidad
colonial-capitalista-patriarcal[1],
que se sustenta en el dualismo cartesiano, ha representado al continente
africano y a sus habitantes en una relación de subordinación debido a que sus
conocimientos, cuerpos, sentires y pensares han sido imaginados como el polo
opuesto de lo que en ese sistema se identifica como moderno. Algunos de los
ejes de dominación que han dado sustento a estas jerarquizaciones son: la raza,
la clase y el género, los cuales, al ser analizados desde una perspectiva interseccional, permiten rastrear omisiones, malas
interpretaciones y violencias ejercidas contra las mujeres del continente
africano a partir de la instauración de dicha modernidad.
En África, este
sistema fue cimentado durante la esclavitud e impuesto a partir de la
colonización europea, instaurando un patriarcado hiperviolento
que, en algunos casos, incrementó las desigualdades existentes entre hombres y
mujeres, y en otros las erigió. Las mujeres africanas no han sido pasivas
frente a esta subordinación. No obstante, sus luchas, prácticas y resistencias
no han sido recuperadas por la llamada “Historia universal”. Así, a pesar de
que las mujeres han sido profundamente violentadas y excluidas por este
sistema, ellas siguen resistiendo, recuperando su memoria histórica y
organizándose para contrarrestar esas violencias y modificar las relaciones
desiguales impuestas.
Sus
resistencias, movilizaciones y organizaciones han estado presentes en todos los
ámbitos de la vida y también han abarcado diferentes estrategias, las cuales
van desde las institucionales hasta las antisistémicas,
y de la apropiación de espacios físicos a la de espacios mentales, los cuales
son fundamentales para diseñar alternativas reales frente a las relaciones de
subordinación, debido a que las funciones imaginativas constituyen a las y los
sujetos. En ese sentido, los objetos culturales adquieren significancia
justamente a partir de esas cosmogonías (Schwab, 1984, p. 454). De tal suerte,
intervenir en las producciones culturales es fundamental para transformar
relaciones sociales que se han reificado a lo largo
de los años.
La literatura
es uno de los espacios que han sido reapropiados por las mujeres. Así, aunque
las novelas son objetos culturales, estas tienen una intencionalidad política.
Es decir, la recuperación de la memoria a partir de narraciones no sólo es una
forma de explicar o representar un proceso histórico, también implica
visibilizar opresiones para exigir un cambio y/o plantear alternativas. De tal
suerte, en este texto se analizarán las maneras en las que tres autoras
africanas comparten las opresiones que viven, o que han vivido sus ancestras, a partir del establecimiento de la modernidad
colonial-capitalista-patriarcal.
Se han
seleccionado tres novelas para lograr ese objetivo: Volver a casa de Yaa Gyasi (2016), La flor
púrpura de Chimamanda Ngozi
Adichie (2003) y Florescencia de Kopano Matlwa (2018). La variable
principal para la selección de las novelas fue la representación de la
violencia contra las mujeres a partir de los enfoques de escritoras africanas
jóvenes. En las tres obras se incorpora el tema, pero no desde una perspectiva
estática, ya que la enuncian, la critican y dibujan alternativas. Asimismo, los
relatos se sitúan en diferentes contextos históricos y espacios temporales, lo
que permite analizar la reconfiguración de la violencia con la modernidad como
un procesos estructural y global.
Las tres
autoras escribieron sus novelas en el siglo XXI, lo cual es relevante para
identificar las maneras en que las nuevas generaciones están entendiendo su
realidad y proponiendo la transformación social. En dos de las narraciones se
recuperan las historias de la instauración de la modernidad
colonial-capitalista-patriarcal en el territorio africano (esclavitud y
colonización), mientras que la tercera describe el reforzamiento de esta
estructura en el continente (neoliberalismo).
Así, este
artículo comenzará señalando la vinculación entre el proyecto de la modernidad
y las violencias contra las mujeres, para posteriormente analizar cada una de
las novelas. Se iniciará con Volver a casa y se enfatizarán las
implicaciones del proceso de esclavitud, posteriormente se estudiará La flor
púrpura para identificar las violencias en el periodo colonial y
postcolonial y, finalmente, Florescencia para hacer el análisis de la
etapa neoliberal.
La modernidad
colonial-capitalista-patriarcal y la violencia contra las mujeres en África
Cuando se
estudia el papel de las mujeres africanas durante el periodo precolonial, éstas
son analizadas, generalmente, a partir de dos paradigmas: 1) las mujeres como
heroínas, lideresas y guerreras que, en algunos casos, combatieron la presencia
colonial, como lo ejemplifican las guerreras de Dahomey, Njinga
Mbandi o Ranavalona I, y 2)
las mujeres como víctimas de las “dinámicas
bárbaras africanas”, que las representan como sujetas oprimidas que fueron
liberadas gracias a la presencia colonial europea (Ogbomo
y Ogbomo, 1993, 431). Sin embargo, a pesar de que se
podría pensar que el primer modelo reivindica el papel de las mujeres en el
continente, en realidad ambos prototipos responden a la lógica de la modernidad
colonial-capitalista-patriarcal.
En el primer
caso, se resaltan las relaciones de poder basadas en estructuras jerárquicas y
militares, por lo que el poder se piensa como algo que se concentra y se posee,
lo cual elimina su carácter relacional y solo se puede entender bajo la lógica
del individualismo. En este sentido, considero que
para poder comprender las dinámicas africanas precoloniales, es necesario que
estas historias analicen al poder como un elemento difuso y comunitario, no solo
como algo que poseía o concentraba una mujer.
El segundo paradigma,
es más problemático debido a que justifica la colonización como una forma de
liberación de las mujeres africanas, lo cual sigue reproduciendo discursos
dicotómicos de lo moderno-civilizado-europeo y lo tradicional-bárbaro-africano.
Asimismo, al sobrerrepresentar las desigualdades entre hombres y mujeres, se
pretende naturalizar y normalizar el patriarcado como estructura social. No
obstante, en este trabajo se cuestiona el predominio del patriarcado en todas
las formas sociales de organización, porque este sistema se configura a partir
de objetivos particulares y se asocia directamente con los intereses de los
grandes capitales.
Asimismo,
aceptar que el patriarcado es esencial a todas las formas de organización
humanas (Segato, 2016) implicaría, de manera
indirecta, pensar que es imposible transformar esa estructura, por lo que en
este artículo se plantea que, aunque el sistema
moderno-colonial-capitalista-patriarcal es actualmente el
hegemónico, anteriormente había otras maneras de relacionarse socialmente y
éstas no implicaban, necesariamente, la humillación o aniquilamiento de lo que
se percibía como diferente, como lo han demostrado los trabajos de Tamale
(2020), Nzegwu (1994) y Amadiume
(2017).
Así, ambos
paradigmas tienen, en términos de Oyèwùmi (2017), un sesgo
androcéntrico y colonial. Esto se puede entender debido a que la historia del
continente africano fue recuperada, principalmente, por hombres blancos y
cristianos, por lo que sólo se rescataron las historias que permitían demostrar
el supuesto salvajismo de los pueblos africanos o las que garantizaban la
reproducción del sistema. Asimismo, la historia del continente africano fue
recuperada por, para y sobre hombres, excluyendo las instituciones, prácticas e
historias de las mujeres, lo que a su vez sustentó y reprodujo las violencias
cometidas contra ellas (Lefatshe y Mtombeni, 2020, p. 2).
Oyèwùmi menciona
que la razón occidental se sustenta en la percepción del mundo a partir de lo
visual, por eso, las clasificaciones y jerarquizaciones humanas se han hecho en
términos del color de la piel, de los órganos sexuales, entre otros (2017, 39).
Para ejemplificar su afirmación, Oyèwùmi
señala que antes de la colonización europea sobre el
continente africano, las relaciones sociales de las poblaciones yorùbá no estaban
delimitadas por una relación sexo-diferenciada a partir de lo visual, y que los
conocimientos se producían desde los sentidos de mundo y no sólo de las
cosmovisiones.
Así, la
modernidad colonial-capitalista-patriarcal eliminó otras formas de aprehender y
explicar al mundo, colocando su punto de enunciación como el único válido. En
esta producción de conocimientos, los saberes de los africanos y en particular
los de las mujeres fueron marginados. Por ejemplo, para la modernidad, la razón se vincula con lo masculino,
mientras que la sensibilidad —que justamente
plantea la capacidad de percibir al mundo desde los sentidos— sería subordinada y asociada con lo irracional y lo femenino (Comaroff y Comaroff, 2010, 38).
Sin embargo, la
modernidad no sólo negaría o relegaría otros conocimientos y formas de
aprender, su instauración también produciría nuevas relaciones de poder que
tuvieron el objetivo de reprimir a las poblaciones africanas a partir de la
imposición de categorías que antes no existían en el continente como raza,
clase y género (Cabanillas, 2020).
En los
discursos coloniales, “África fue reducida al cuerpo de una mujer negra
rindiéndose al descubrimiento del hombre blanco” (Comaroff
y Comaroff, 2010, 38), lo que auguraría la invisibilización de las actividades, instituciones e
historias de las mujeres africanas y la violencia hacia sus cuerpos, pensares y
sentires. El sistema moderno-colonial-capitalista-patriarcal se basaría en un
orden social violento. Así, el contacto con la modernidad ha implicado
la institucionalización de la violencia contra las mujeres, que en la Resolución
Nº 48/104 de Naciones Unidas se define como:
todo acto de
violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener
como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la
mujer, así como la amenaza de tales actos, la coacción o la privación
arbitraria de la libertad, tanto si se produce en la vida pública como en la
vida privada.
Sin embargo, la
violencia contra las mujeres no sólo se entiende porque son mujeres, sino
también por otras dimensiones que las constituyen como personas: la raza, la
clase, la sexualidad, entre otras (Crenshaw, 1991,
1242). De tal suerte, las violencias contra las mujeres africanas no sólo deben
ser analizadas a partir de una abscisa, sino desde la intersección de las
diversas opresiones. Estudiar las violencias contra las mujeres desde la
interseccionalidad no implica hacer una suma de opresiones, sino entender cómo
éstas se entrecruzan en contextos espacio-temporales particulares (Tamale,
2020, 65).
Para este
texto, la violencia se desglosará en tres tipos: la directa, que implica
afectaciones físicas contra los cuerpos y que puede llegar a la muerte; la
estructural, que es la violencia inherente al sistema y que configura las
desigualdades, injusticias sociales y relaciones de poder; y la simbólica o
cultural, que supone un maltrato emocional y estigmatizaciones, generalmente a
través de los discursos (Fernández de la Reguera, 2017; Cejas, 2000; González,
2017).
A partir de la
instauración del proyecto moderno colonial, estas violencias atravesaron los
cuerpos, mentes y sentires de las mujeres en el continente africano. En
diversas obras literarias estas violencias han sido enunciadas con el objetivo
de recuperar memorias, pero también para cuestionar las relaciones sociales
dominantes y crear imaginarios para la transformación.
Volver a casa y los
cimientos del patriarcado hiperviolento en el
continente africano
En la
actualidad, mujeres jóvenes africanas han recuperado las historias de sus ancestras con el fin de modificar las narrativas y
dignificar las historias. Este es el caso de Volver a casa de Yaa Gyasi, quien es una escritora
ghanesa que migró con su familia a Estados Unidos desde los dos años. Creció en
Alabama y estudió en la Universidad de Stanford y en el Taller de Escritores de
Iowa. Durante su juventud viajó a Castillo de la Costa del Cabo en Ghana, donde
recuperó diversos aprendizajes sobre su pasado, los cuales plasmó en Volver
a casa. Gyasi es catalogada como una escritora afropolítica, específicamente de la diáspora. Su primera
novela, Volver a casa, publicada en 2016, es considerada una narrativa neoesclavista (Goyal, 2019).
El tema central
de la novela es la trata de esclavos trasatlántica y las consecuencias del
proceso. Por esa razón, en el relato se incorporan temáticas como el racismo,
la guerra de secesión estadounidense, las independencias de los países
africanos, la diáspora, la lucha por los derechos civiles de las poblaciones
afroamericanas, entre otros. Sin embargo, para fines de este análisis,
enfatizaré el proceso de esclavitud y las consecuencias para las poblaciones
africanas.
En Volver a
casa, Gyasi realiza un recorrido histórico de
larga duración. La temporalidad inicia aproximadamente en el siglo XVI y llega
hasta nuestros días. Por su parte, los espacios geográficos en los que se
desarrolla la novela son la costa oeste africana y el este de Estados Unidos. Gyasi representa las transformaciones en las dinámicas
sociales de las poblaciones africanas a partir de la historia genealógica de dos
hermanas: Effia, quien es obligada a casarse con un
gobernador inglés, y Esi, quien es capturada y
enviada a las plantaciones estadounidenses (Gyasi,
2016).
Cada uno de los
capítulos es la historia de un personaje: los dos primeros comienzan con las
hermanas en la costa africana y posteriormente se van narrando las historias de
sus descendientes de manera alternada. Cada apartado se puede leer de manera
autónoma, sin embargo, como menciona Gyasi, “la
riqueza se encuentra al leerlo en conjunto” (Gyasi en
Goyal, 2019, 478). En la novela, la voz narrativa es
omnisciente y nos habla de las experiencias, vivencias y sentimientos de las y
los protagonistas a partir de imágenes que nos sitúan en los diferentes
espacios temporales.
Como ya se
mencionó, el tema central de la novela es la esclavitud, que fue un proceso de
deshumanización y apropiación de los cuerpos negros. Esta dinámica, no sólo
implicó el traslado de hombres y mujeres del continente africano a otras
regiones del mundo, sino que también engendró guerras y desestructuró las
relaciones de poder existentes en el continente africano. Así, el proceso de
esclavitud estableció las bases materiales para la instauración de la violencia
estructural en el continente, ya que además de las guerras impuestas, la
captura de mujeres y hombres jóvenes fue el eje que orientó al proceso,
despojando al continente de sujetas y sujetos esenciales para el bienestar de
las comunidades (Rodney, 1982).
En Volver a
casa, Gyasi no esencializa
las acciones de las poblaciones africanas durante el proceso de esclavitud; de
hecho, resalta la participación de algunos pueblos africanos en la dinámica
esclavista. No obstante, también enfatiza que esta “colaboración” respondió a
las relaciones asimétricas de poder entre los africanos y los europeos. En su
narración, Gyasi menciona tanto la disputa entre los
fante y los asante, como las consecuencias para ambas
comunidades por el comercio de esclavos y esclavas encabezado por los
británicos: “Ya fuese robando, mintiendo o prometiendo una alianza a los
fante y poder a los asante, el hombre blanco siempre
hallaba el modo de conseguir lo que quería”.
Gyasi también
resalta las diferencias entre los sentidos de mundo africanos y europeos. Por
ejemplo, en el capítulo de Effia se menciona: “La
necesidad de llamar a una cosa ‘buena’ y a otra ‘mala’, a esto ‘blanco’ y a
aquello ‘negro’, era un impulso que Effia no
comprendía. En su aldea, todo era todo. Todo se apoyaba en todo lo demás”. Así,
en la novela se resalta el hecho de que la esclavitud fue el ancla para
instalar un sistema de dominación jerárquico y dicotómico, que se sustenta en la creación de una
otredad, en la invisibilización de lo opuesto y en la
universalización de lo europeo (Tamale, 2020).
Asimismo, en el relato se critican las formas de
vida impuestas por el sistema imperante, como el individualismo y el egoísmo.
Por ejemplo, Ma Ake, una de los personajes menciona: “—El dios del hombre
blanco —continuó
ella—
es igual que el hombre blanco. Se cree que es el único dios, de la misma manera
que el hombre blanco se cree que es el único hombre” (Gyasi,
2016, 139). Esta mención no sólo es una crítica a la colonización, sino a todo
el sentido de mundo y valores que acompañó a la modernidad. Es una alegoría
para cuestionar nuestra socialidad.
En Volver a
casa Gyasi también resalta la violencia inherente
a la esclavitud, a partir de la cual los cuerpos de las y los africanos se
convirtieron en propiedad privada de los europeos, quienes podían hacer con
ellas y ellos lo que quisieran, incluso matarles. Gyasi, describe los traslados de personas después de las
guerras de captura mencionando que “los tratantes les golpeaban las piernas con
palos para que se apresurasen. Llevaban casi la mitad de esa semana marchando
día y noche, y a los que no podían seguir el ritmo les daban con los palos
hasta que por arte de magia, podían caminar”.
Al hablar de
las violencias, Gyasi utiliza eufemismos. Así, las
descripciones parecen sutiles en comparación con las historias que se han
recuperado de ese periodo, lo cual demuestra que la estrategia de comunicación
política no sólo pretende nombrar o recordar estas historias, sino también
recuperarlas desde una perspectiva decolonial que no reproduzca las imágenes de
violencia a las que nos ha acostumbrado la modernidad colonial-capitalista-patriarcal.
Incluso, la crítica a la colonialidad[2]
se puede observar cuando en la novela se menciona: “si recurrimos al hombre
blanco para formarnos, solo aprenderemos lo que el hombre blanco quiere que
aprendamos”.
Durante ese
periodo, las mujeres no sólo sufrían de violencia directa expresada en azotes,
algunas de ellas fueron violentadas física y simbólicamente cuando fueron
obligadas a parir en los traslados o cuando se les propinaban golpes que les
producían abortos. Asimismo, las esclavas tenían que pasar largos periodos en
condiciones insalubres en los castillos habitados por los oficiales coloniales
antes de ser embarcadas, y durante esos periodos también sufrían violencias y
humillaciones por parte de soldados y líderes europeos, quienes denigraban su
ser incluso a partir de violaciones (Bush, 2008, 679-680). Gyasi
recupera estas situaciones en el relato de Esi:
Al cabo de poco
tiempo se abrió la puerta de la mazmorra y por el hueco se coló un resquicio de
luz. Entraron un par de soldados, pero les pasaba algo raro. Sus movimientos
parecían desestructurados, carentes de orden. Esi ya
había visto a hombres borrachos de vino de palma; las caras enrojecidas y los
gestos exagerados. Movían las manos como si quisieran abarcar el aire que los
rodeaba.
Los soldados
echaron un vistazo a su alrededor y las mujeres se pusieron a cuchichear. Uno
de ellos cogió a una de las que había al fondo y la empujó contra la pared. Sus
manos se abrieron camino hasta sus pechos y le recorrieron el cuerpo de arriba
abajo, cada vez más abajo, hasta que el sonido que se le escapó a la mujer de
entre los labios fue un alarido (2017, 56).
En los análisis
históricos se ha mencionado que las violaciones eran una práctica común entre
los esclavistas. De hecho, se dice que antes de zarpar, una mujer joven era
enviada a la cabina del capitán para que este la violara (Bush, 2008, 687). La
concepción de los cuerpos africanos como propiedad europea proyectó a las
mujeres como objetos sexuales al servicio exclusivo de los hombres blancos. No
obstante, las violaciones no respondían a impulsos sexuales ni a actos
aislados, ya que esta acción tenía como objetivo fundamental subordinar y
disuadir cualquier tipo de resistencia organizada por las mujeres. Asimismo, un
acto que puede brindar placer, fue transformado en una acción de tortura y
humillación, lo que demuestra el grado de planeación y brutalidad de la
profanación de los cuerpos femeninos (Robertson, 2015, 69).
Algunas mujeres
que quedaron embarazadas tras las violaciones fueron obligadas a abortar. No
obstante, otras tuvieron hijos que contribuyeron a la economía esclavista. Así,
las mujeres africanas no sólo realizaron trabajo esclavo y doméstico no
remunerado, sino que también fueron “cuerpos violables”
para “satisfacer” los deseos masculinos y, al mismo tiempo, garantizar el
“capital” humano del sistema. De tal suerte, las violencias contra las mujeres
africanas no sólo estuvieron atravesadas por el género, sino que hubo una
interseccionalidad de este eje de dominación con el de raza (Crenshaw, 1991, 1242).
Bajo la lógica de acumulación capitalista hay una dualidad en la naturaleza del trabajo
de las mujeres africanas, ya que a pesar de que, en teoría, el espacio de las
mujeres era exclusivamente el privado, las mujeres negras también participaban
en el espacio público cuando era necesario para la reproducción del capital. Lo
anterior también demuestra que “ser mujer es una construcción social que se
da en un tiempo y un espacio determinados” (Peredo, 2003, 56) y no sólo una
condición establecida por la bio-lógica[3].
El doble estatus de esclava —esclava y mujer— le otorgaba
a su amo un cierto grado de flexibilidad para formular sus asignaciones
laborales. Cuando necesitaba una mano para trabajar el campo, su condición como
cuerpo esclavo tenía prioridad sobre las consideraciones de género, y era
obligada a trabajar duro junto con los hombres. Al mismo tiempo, la creencia
del amo de que la mayoría de las formas de servicio doméstico requerían la
atención de una mujer, reforzó entre las esclavas el papel tradicional de la
mujer como trabajadora del hogar (Jones, 1982, 249).
A pesar de las violencias referidas, en Volver
a casa se resalta la fuerza y resistencia de las mujeres frente a las
dinámicas de subordinación a las que fueron sometidas. Por ejemplo, Kojo, el nieto de Esi, fue
entregado a Aku, una mujer esclava que lo sacó de los
territorios del sur de Estados Unidos para que pudiera crecer como un hombre
libre. Esto no hubiera sido posible sin la organización de su madre, Ness, y Akua, lo que demuestra las constantes resistencias de las
mujeres en contra del sistema de subordinación impuesto.
Además, en la obra hay una crítica directa
contra la colonialidad: “el único cambio sería que reemplazarían un
tipo de ataduras por otras: grilletes que sujetaban manos y pies por ataduras
invisibles que abarcaban la mente”. Pero Gyasi no
sólo reprueba la colonialidad, también invita a
generar un orden social diferente. De hecho, todos los relatos están
vinculados por una piedra que se transmite de generación en generación, la cual
es una alegoría para volver a África y recuperar la dignidad de los pueblos, lo
que enfatiza el carácter decolonial de la obra.
La flor púrpura, el cristianismo y
la transición a la ética económico-capitalista
Con la formalización de la colonización, las
violencias en contra de las mujeres se transformarían. De hecho, éstas ya no
sólo serían ejercidas por los europeos, sino que también las practicarían los
hombres africanos que fueron incorporados a la estructura de dominación (en una
relación de inferioridad con respecto al hombre europeo). “Las nuevas
costumbres inventadas, se derivaban exclusivamente de informantes masculinos,
por lo que las ‘creencias de las mujeres indígenas’ seguían sin conocerse”
(Ranger, 1982). Esta situación perduraría tras las independencias, porque
quienes ocuparon los puestos de control estatal fueron los hombres.
La flor púrpura, primera novela
de Chimamanda Ngozi Adichie, publicada en 2003, refleja algunas de las
violencias que vivieron las mujeres durante ese periodo. Adichie
es una escritora nigeriana que creció en un campus universitario debido a los
trabajos de su madre y padre. Migró con su familia a Estados Unidos cuando
tenía 19 años y estudió en Filadelfia. Ahí, como Gyasi,
comenzó a adentrarse en el pasado histórico de su país. Actualmente vive largos
periodos tanto en Estados Unidos como en Nigeria (Adichie
en Salazar, 2017).
La personaje
principal
de la novela de Adichie es Kambili,
quien a su vez funge como la narradora del relato. Kambili
es una adolescente nigeriana que goza de privilegios económicos debido a que su
padre es un gran empresario. Sin embargo, dentro de su hogar está subsumida a
una profunda relación de violencia con su progenitor. A partir de las imágenes
de sus experiencias y emociones, Kambili nos va
situando en el contexto de la novela y nos va compartiendo su arraigada
educación cristiana. Las descripciones de la narración son tan detalladas que
incluso nos permite distinguir olores, sabores y nos hacen sentir la tristeza,
confusión e incomodidad de la protagonista.
La flor púrpura se desarrolla en
Nigeria, principalmente en Enugu, que es donde vive Kambili,
y en Nsukka, donde vive su tía Ifeoma.
El periodo temporal que abarca la novela es corto, ya que incluye los relatos
de Kambili por alrededor de cuatro meses. La flor
púrpura se ubica en el periodo poscolonial y se divide en cuatro capítulos:
los títulos de los tres primeros hacen referencia directa al cristianismo,
mientras que el último sugiere la liberación de Kambili.
La forma e implicaciones de la imposición del cristianismo con la colonización
es el tema central de la novela, y a partir de este se articulan otros como la
violencia de género, la represión gubernamental, la migración, el racismo, el
clasismo, entre otros.
A pesar de que la violencia descrita en la
novela nace de la ortodoxia cristiana, Adichie no
reproduce la dicotomía jerárquica colonial. Es decir, aunque hace una fuerte
crítica al cristianismo, considera que el problema ha sido la forma en la que éste
se impuso en su país. Esto se puede observar con el desarrollo del personaje
del padre Amadi, quien es un sacerdote cristiano que
difunde la palabra de su dios por medio del vínculo, interacción y diálogo con
las comunidades.
A través de La flor púrpura, Adichie también contrasta lo precolonial —reflejado en el
personaje de papa-Nnukwu y abuelo de Kambili— con el proyecto
moderno-colonial-capitalista-patriarcal —representado por
Eugene, padre de Kambili. En la novela hay varios elementos que son
importantes para el análisis de las transformaciones de las dinámicas
comunitarias a partir de la colonización. En primer lugar, los vínculos con el
poder, ya que, si bien este se centraba en las relaciones humanas durante el
periodo precolonial, con la colonización europea el prestigio social estaría
asociado directamente con las riquezas materiales que se poseían, como lo
demuestra el estatus social de Eugene.
En segundo lugar, la
dualidad “irreconciliable” entre lo tradicional y lo moderno.
Así, el poder se sustentó en términos dicotómicos centrados en un desarrollo
vinculado a la modernidad. Tras las independencias, quienes se establecieron en
los centros de poder fueron las poblaciones que tuvieron acceso a la educación
occidental, las cuales, en su mayoría, rechazaron las tradiciones africanas y
abrazaron las europeas, reproduciendo el discurso moderno colonial (Fanon, 2009). Esta situación se puede observar en La
flor púrpura cuando Eugene se niega a visitar a su padre o permitir que sus
hijos interactúen con él, debido a que papa-Nnukwu no se convirtió al
cristianismo y, por lo tanto, consideraba que era un pagano alejado de la
modernidad.
En tercer lugar, la
colonización impuso un sistema sexo-diferenciado con jerarquías de género que
omitieron, y en algunos casos destruyeron, las
instituciones que permitían que las mujeres tuvieran autonomía en las
relaciones comunitarias (van Allen, 1972, 165). A diferencia de
las jerarquías de género occidentales, para las poblaciones yorùbá
e igbo precoloniales, la organización social se basaba
en la senioridad y en los vínculos comunitarios, no
en el sexo de las personas. Así, “la senioridad, es
relacional y dinámica y a diferencia del género, no se enfoca en el cuerpo” (Oyèwùmi, 2017, 56). Asimismo, los términos de parentesco y
las categorías políticas no tenían una especificidad de género y en muchos
casos dependían de las relaciones familiares y comunitarias. Esta condición es
recuperada por Adichie en su novela cuando Kambili menciona:
La primera vez que oí a tía Ifeoma
llamar así a madre años atrás, me horrorizó el hecho de que una mujer se
dirigiera a otra llamándola “mi esposa”. Cuando le pregunté a padre, me explicó
que era una costumbre de la tradición pagana, que correspondía a la idea de que
era la familia entera y no solo el hombre quien tomaba a la mujer por esposa (Ngozi, 2003, p. 68).
Finalmente, la
normalización de la violencia es otro de los cambios que fue recuperado por Adichie. Por ejemplo, en la narración hay una fuerte
violencia simbólica interiorizada en Kambili a través
de los discursos religiosos. Así, Kambili muestra un
profundo autocontrol para hacer lo que su padre quiere y no lo que ella desea.
Asimismo, esta violencia también se refleja en sus inseguridades, temores e,
incluso, en su incapacidad para sonreír. La violencia directa también está
presente en el texto. De hecho, la violencia doméstica que Eugene ejerce es tan
profunda que todos los integrantes de la familia tienen que visitar en al menos
una ocasión el hospital.
Esta violencia se sustenta
en los preceptos de un cristianismo ortodoxo que se niega a la desobediencia de
los “súbditos” de la familia frente a los mandatos del padre de la casa.
Incluso, esta violencia revictimiza y culpa a quienes la sufren, profundizando
la violencia simbólica. Por ejemplo, en una ocasión, los golpes de Eugene
provocan que Beatrice, la madre de Kambili, abortara.
Empero, ésta es responsabilizada por lo sucedido. Kambili
relata: “Más tarde, durante la cena, padre anunció que íbamos a recitar
dieciséis novenas para el perdón de madre[4].
Y el domingo después de Adviento nos quedamos al finalizar la misa e iniciamos
las novenas”.
En la narración podemos
constatar que la violencia de género se normaliza en Enugu, que es el espacio
que se vincula con la modernidad. Sin embargo, en Nsukka,
el espacio de diálogo e interacción entre lo moderno y lo tradicional, esta
violencia es cuestionada. De hecho, tía Ifeoma
plantea alternativas para que ésta deje de ocurrir. A pesar de esto, Nsukka no se libra de la violencia estructural contra las
mujeres, lo cual se ve reflejado en la dificultad de tía Ifeoma,
siendo madre viuda, para ganar recursos económicos con los cuales alimentar a
sus tres hijos.
En la novela se hace
énfasis en que Eugene eran un hombre generoso hacia el exterior, aunque las
personas a las que asistía tenían que reproducir los preceptos cristianos y
modernos. Sin embargo, en su casa el orden se mantenía por la violencia y la
represión. Considero que el objetivo de Adichie con
estas descripciones, no era solo enfatizar la violencia doméstica instaurada
por la colonización, sino también hacer una metáfora que cuestionara las
relaciones de poder mundial. Es decir, la representación de Eugene se puede
extrapolar a Nigeria y a otros países del sur global cuyos gobiernos están
dispuestos a entregar sus riquezas naturales, teniendo una buena relación al
exterior, mientras mantienen regímenes militares y represivos al interior.
Al igual que en el caso de Volver
a casa, en La flor púrpura no solo se habla de la violencia
doméstica que vive Kambili y su familia, también se
resalta la autonomía de su tía y la felicidad, inteligencia y fortaleza de su
prima Amaka, una mujer que cuestiona las estructuras
de dominación del sistema y busca alternativas de vida, donde las diferentes
cosmovisiones puedan coexistir.
La experiencia de Kambili al vivir con su tía y los discursos de su prima
hacen que ésta se cuestione su realidad y la violencia ejercida por su padre,
por lo que a pesar de que la novela expone un caso complicado, no sólo muestra
a Kambili como una víctima del proyecto
moderno-colonial-capitalista-patriarcal, sino que proporciona reflexiones para
la emancipación. Incluso, el símbolo de la flor púrpura es una alegoría para
rechazar la violencia y diseñar utopías:
El desafío de Jaja [hermano
de Kambili] me parecía ahora igual que el experimento
con los hibiscos púrpuras de tía Ifeoma: raro, con un
trasfondo fragante de libertad, pero de una libertad distinta a la que la
multitud había clamado, agitando hojas verdes en Government
Square, tras el golpe. Libertad para ser, para hacer.
Florescencia y la profundización de la
violencia con el ajuste estructural
Como ya se ha mencionado,
tanto en los sistemas de conocimiento como en las expresiones artísticas
occidentales se han omitido las historias e instituciones de las mujeres
africanas. Sin embargo, también se han ocultado temas que conciernen y
atraviesan nuestra cotidianeidad. Florescencia de Kopano
Matlwa (2018), rompe con esta normalización tan
fuertemente arraigada en la literatura.
Matlwa nació en Pretoria,
Sudáfrica, en 1985, por lo que a la caída del apartheid tenía apenas nueve
años. Estudió en Oxford y actualmente reside en Johannesburgo. Matlwa estudió medicina y también es novelista. Se
considera a sí misma como parte de una generación que busca un sueño común:
“ver la dignidad devuelta a nuestro continente en nuestra propia vida” (Matlwa, 2016).
Florescencia, su tercera novela, es
contada por Masechaba, alter ego de Kopano Matlwa y voz narrativa del
relato. La narración está situada en Sudáfrica en el periodo post apartheid y
durante el reforzamiento del proyecto capitalista neoliberal. De tal suerte, el
eje central de Florescencia son los retos a los que se enfrenta
Sudáfrica después del apartheid, por lo que incorpora temas como las relaciones
desiguales de poder mundial, la violencia y la xenofobia.
Florescencia nos hace pensar que estamos
leyendo el diario de Masechaba, por lo que es muy
fácil empatizar con la personaje e incluso
experimentar sus emociones, ya que la conocemos desde la intimidad. La novela
está dividida en cuatro partes y en toda la narración es posible identificar el
vínculo religioso de Matlwa. El primer capítulo habla
sobre la menstruación, el segundo comienza incorporando el debate de la
xenofobia, el tercero describe la violencia sexual contra las mujeres y el
cuarto hace una alegoría a la transformación de la dinámica social.
El texto incorpora temas
que no son comunes en las obras literarias, porque a diferencia de la mayoría
de estos relatos, Florescencia no está escrita por, sobre y para
hombres. Así, por ejemplo, Kopano Matlwa
describe los dolores que la menstruación le provocan a Masechaba
y los estigmas occidentales desarrollados en torno a ese proceso fisiológico.
Enrollaba puñados de papel
higiénico en mis bragas de Woolworth; me rozaba y era
incómodo, pero no podía compararse con la incomodidad que sentiría al
confesarle a mamá que había pecado y que sangraba como castigo.[…]
Después aprendería en
catequesis que esos cántaros de suero que manaban periódicamente de mi vagina
no eran un castigo divino, sino una parte sana y fisiológicamente necesaria de
la vida de las mujeres que no solo debíamos aceptar, sino también celebrar (Matlwa, 2018, p. 10).
Sin embargo, para Masechaba, los dolores menstruales eran insoportables, por
lo que constantemente se pregunta por qué debía ensalzar el hecho de poder
“traer vida al mundo”, cuestionando los roles de género vinculados con la
maternidad. El contexto en el que se desarrolla la obra es el periodo
neoliberal, cuando la profundización de la extracción de los recursos
geoestratégicos, los recortes a programas sociales y el adelgazamiento general
del Estado se convirtieron en elementos de agudización de las violencias en el
sur global.
En ese sentido, dos de los
temas recuperados por Matlwa son la xenofobia, que se
sustenta en la modernidad dicotómica de exclusión, y las violaciones, basadas
en las relaciones de subordinación de lo femenino. La xenofobia en Sudáfrica se
dirige particularmente contra personas negras migrantes que se trasladan a
Sudáfrica en busca de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, estos
migrantes han sido estigmatizados y asociados con la criminalidad. Asimismo, se
argumenta que estas personas quitan trabajos a los sudafricanos y que son una
amenaza para el país, a pesar de que no hay ejemplos o datos para sustentar
dichas afirmaciones (Salomon y Kosaka,
2013, 8).
Estas representaciones no
son creaciones autónomas de las poblaciones sudafricanas, más bien tienen que
ser entendidas como parte de la violencia simbólica que sustenta las
estructuras del sistema capitalista a nivel mundial. Es decir, la xenofobia ha
sido la violencia que se apoya en los discursos que subordinan a ciertas
poblaciones, para mantener el statu quo desigual, frente a un contexto de
crisis y de reducción de las capacidades estatales. De tal suerte, la
inconformidad contra la incapacidad de los gobiernos para garantizar niveles de
vidas dignos a sus ciudadanas/os, es extrapolado a quienes han sido
representadas como las otras y otros bajo la lógica estatal.
En el relato de Matlwa, Masechaba, quien estudió
medicina, conoce y se hace amiga de Nyasha, una
cirujana zimbabuense que le ayuda a cuestionar la realidad sudafricana. Cuando Masechaba presenta a Nyasha
menciona: “En el hospital todos sabían que, de no ser por su nacionalidad
extranjera, ya habría obtenido el título de obstetra-ginecóloga, pues era una
cirujana excelente”.
Matlwa también resalta la
violencia sexual contra las mujeres[5],
particularmente contra aquellas que se oponen a lo establecido por las
jerarquías de género occidentales. Esto no es un problema exclusivo de las
poblaciones sudafricanas o incluso africanas, sino que atraviesa a la mayoría
de las mujeres en las diferentes regiones del mundo. De hecho, la violencia
contra las mujeres se profundizó durante el periodo neoliberal y, por lo tanto,
con la imposición de los programas de ajuste estructural por parte de los organismos
financieros internacionales.
La ’globalización’ es un
proceso de recolonización política que intenta otorgar al capital un control
incuestionable de las riquezas naturales del mundo y del trabajo humano, y esto
no se puede lograr sin atacar a las mujeres, quienes son directamente
responsables de la reproducción de sus comunidades. No es sorprendente que la
violencia contra las mujeres ha sido más intensa en aquellas partes del mundo
(África sub-sahariana, América Látina,
Sureste Asiático) que son ricas en recursos naturales y están marcadas por las
empresas comerciales, y donde las luchas anticoloniales han sido más fuertes.
Maltratar a las mujeres es funcional para los ‘nuevos centros económicos’. Esto
facilita el camino para el acaparamiento de tierras, privatizaciones y guerras
que por años han devastado regiones enteras (Federici, 2018, 42).
Sudáfrica es uno de los
países líderes en producción minera de riquezas que son estratégicas para la
reproducción del sistema moderno-colonial-capitalista-patriarcal,
para el reposicionamiento de la tecnología y, por lo tanto, para el
mantenimiento de la hegemonía (Ceceña y Porras, 1995). Sólo por mencionar un
ejemplo, de acuerdo con el U.S. Geological Survey, en
2015 Sudáfrica representaba el 74% del platino extraído a nivel mundial y 59%
del rodio refinado. El primero es fundamental para casi todas las industrias
capitalistas, mientras que el segundo es utilizado para el refinación
del petróleo, por lo cual, ambos son geoestratégicos. Así, mientras los
intereses de las grandes corporaciones a nivel internacional se mantienen, las violencias en los nodos extractivos se profundiza.
Sin embargo, la extracción
de riquezas naturales no es el único saqueo al que se enfrenta Sudáfrica, y
esto es recuperado por Matlwa cuando Nyasha señala: “para ellos, nuestro pueblo es un
instrumento para perfeccionar sus conocimientos médicos, que luego aplicarán a
los pacientes blancos en el sector privado”. Con esto se resalta la apropiación
y explotación de las mentes africanas para beneficiar a los centros de poder en
detrimento de los países africanos.
En su relato, Matlwa también cuestiona la normalización de la violación
con fines “correctivos”. El concepto de las violaciones “correctivas” ha sido
utilizado para excusar las violaciones ejercidas contra las mujeres lesbianas,
pero también contra las que se oponen a las políticas y prácticas que sustentan
el ordenamiento colonial-capitalista-patriarcal. En Florescencia, Masechaba fue violada y este acto fue justificado porque
ella estaba participando en la organización de una marcha anti xenófoba. Cuando
describe el acto, Masacheba menciona que los hombres
le decían: “Te gustan los kwere-kwere pipi,
¿eh? Eso es porque nunca lo has probado con un sudafricano de verdad. Hoy te
convertiremos en una verdadera mujer sudafricana” (Matlwa,
2018, 70).
Como ya se mencionó, las
violaciones no son actos espontáneos, tienen una planeación y una
intencionalidad que se sustenta, principalmente, en demostrar “la posición” de
las mujeres en este sistema. Así, cuando una mujer no actúa como lo determinan
las normas sociales capitalistas, entonces se piensa que debe ser sancionada
por los hombres (Moffett, 2006, 133-139).
De tal suerte, las
denominadas violaciones “correctivas” son formas de ejercer dominio sobre los
cuerpos de las mujeres que se “atreven” a cuestionar al sistema de dominación. Matlwa no sólo recupera la violencia directa que enfrentan
las mujeres sudafricanas, también resalta la simbólica. Por ejemplo, cuando Masechaba se enfrenta a los discursos que la revictimizan
tras la violación, ella piensa:
La enfermera Agnes me había
advertido:
-Doctora, ¿por qué se trae
esa ropa tan bonita al trabajo? No nos vestimos así para las guardias
nocturnas.
La enfermera Palesa me había advertido:
-Doctora, a la comunidad no
le gusta ese asunto de la petición. Se está involucrando demasiado.
[…] Tendría que haber
escuchado. Tendría que haber estado más tranquila, más callada, más serena, más
centrada. Me entusiasmé demasiado. Y por eso me violaron aquellos hombres (Matlwa, 2018, 73).
Asimismo, Matlwa cuestiona la pasividad frente a las opresiones e
incita a la acción utilizando la figura literaria del conflicto, sobre todo
cuando su personaje principal cuestiona su praxis frente a la xenofobia: “soy
una cobarde. Si esto fuese el apartheid, yo sería uno de esos blancos que se
limitó a guardar silencio mientras veía lo que ocurría”. A diferencia de Gyasi, Matlwa es explícita en la
descripción de la violencia, lo que desde mi perspectiva pretende interpelar a
las y los lectores para que se posicionen y actúen frente a la violencia.
Tras la violación, Masechaba se dio cuenta de que estaba embarazada en un
momento en el que ya no podía abortar. A pesar de esto, Matlwa
utiliza la antítesis para construir una alternativa. Así, Masechaba
se cuestiona si debería decirle a su hija que cuando se enteró del embarazo
había querido morir, pero que su vida la había impulsado a vivir. Asimismo, Mpho, su hija, también representa una alegoría para la
lucha y el cambio social.
Actualmente, las mujeres en
Sudáfrica se siguen organizando y siguen activas para hacerle frente a la
violencia sexual en su país. La mayoría participa y se estructura en las
universidades, otras más lo hacen a partir de las organizaciones de la sociedad
civil. Empero, sin importar desde dónde lo hacen, lo relevante es que no se han
quedado calladas ni han tolerado las violencias contra sus cuerpos, mentes y
sentires (Mitchell, et. al., 2018, 321). Sus
resistencias y movimientos tampoco han sido exclusivos de Sudáfrica, a lo largo
y ancho del continente las mujeres se están organizando no solo para contener
las violencias machistas, sino también para transformar las lógicas de
producción, reproducción y consumo de este sistema de acumulación.
Reflexiones finales
Las resistencias y formas
de organización de las mujeres africanas son múltiples y la literatura es sólo
uno de los espacios que contribuyen a la lucha colectiva. Estas narraciones han
sido una forma de visibilizar las historias omitidas, de analizar prácticas y
saberes no dominantes, de rescatar las experiencias de las mujeres. En el caso
de las novelas seleccionadas: Volver a casa de Yaa
Gyasi, La flor púrpura de Chimamanda
Ngozi Adichie y Florescencia
de Kopano Matlwa, se
plantean las violencias que viven o han vivido las mujeres africanas desde el
establecimiento de la modernidad colonial-capitalista-patriarcal, pero también
se vislumbran alternativas.
En todas las novelas
podemos encontrar las tres dimensiones de las violencias contra las mujeres. En
el texto de Gyasi se describe la violencia directa en
los azotes y violaciones contra las mujeres africanas capturadas durante el
proceso de esclavitud. La estructural se refleja en la instauración de
desigualdades con la inserción del continente al proyecto
moderno-colonial-capitalista-patriarcal bajo una lógica de subordinación que
marginaba de manera más profunda a las mujeres. Por su parte, la simbólica se
expresa en los estereotipos, humillaciones y denigraciones a los que se
enfrentaron las mujeres africanas durante ese periodo y con la intersección de
las diferentes categorías de dominación.
En la novela de Adichie, la violencia directa está representada por los
golpes que Eugene dirigía contra su familia. La estructural se analiza en la
pobreza en la que vivían las mujeres sin marido o que mantenían vínculos con
“lo tradicional”, como lo demuestra el caso de tía Ifeoma.
Por su parte, la simbólica se refleja en los discursos de terror impuestos por
Eugene —interiorizados
en la mente de Kambili—, los cuales no le
permitían hacer y disfrutar de lo que ella quería. Asimismo, esta violencia
también se plasma en la revictimización de los personajes violentados bajo el
discurso de la ortodoxia cristiana, como sucedía constantemente con Beatriz.
Finalmente, en el relato de
Matlwa, la violencia directa se observa en las
violaciones “correctivas”. La estructural se analiza a partir de las relaciones
desiguales entre las poblaciones sudafricanas y las extranjeras, sustentadas
bajo la lógica dicotómica nacional impuesta por la modernidad y fortalecida por
la implementación del ajuste estructural, como lo muestra el caso de Nyasha. Por su parte, la simbólica se representa en los
discursos de odio contra las mujeres y en la revictimización que sufre Masechaba tras la violación, la cual se proyecta como un
castigo para que otras mujeres no se opongan a las reglas establecidas por el
sistema patriarcal.
Las novelas utilizan
diferentes figuras literarias como la metáfora, la antítesis, el recuerdo,
entre otros. Por ejemplo, las imágenes son incluidas en los tres relatos para
crear representaciones mentales que permitan que las lectoras se sumerjan y
experimenten lo narrado. Tanto Gyasi como Adichie utilizan eufemismos para no reproducir discursos
dicotómicos coloniales al describir actos de violencia, seguramente con la
intención de comunicar desde otros puntos de enunciación. Por su parte, Matlwa relata las violencias de manera más descarnada con
el objetivo de increpar a quien lee, probablemente porque la violencia que
relata podría considerarse más cercana e incluso actual. Asimismo, las tres
autoras usan alegorías para enfatizar que las cosas pueden cambiar, que las
mujeres no tienen por qué seguir viviendo esas opresiones.
La literatura es un
elemento importante para la construcción de subjetividades y cosmovisiones. Por
esa razón, el hecho de que Gyasi, Adichie,
Matlwa y muchas otras más estén incorporando temas de
los cuales antes no se hablaba —porque eran considerados asuntos de mujeres— es fundamental para
contribuir a la visibilización de las desigualdades e
injusticias impuestas por este sistema. Asimismo, a partir de estos relatos, las
mujeres africanas y las de otras regiones del mundo podemos cuestionar nuestra
cotidianidad, reflexionar las maneras en las que nos relacionamos con las y los
demás, e imaginar y plantear formas de vida e interacción en las que la
acumulación y la violencia no sean los ejes básicos de la producción y
reproducción social.
Como ya se mencionó, la
literatura no es la única forma de resistencia y organización para las mujeres.
Sin embargo, es un espacio fundamental para generar otras representaciones y socialidades. Desde
mi perspectiva, las tres novelas no sólo pretenden representar o recuperar
historias pasadas, también buscan hacer una crítica al sistema de dominación y
dar esperanza para construir alternativas. Matlwa se
considera parte de la generación del punto de retorno, la cual desea
recuperar la dignidad de las y los africanos cuestionando de dónde vienen y
hacia dónde van. Tras el análisis de las novelas, me parece que Gyasi, Adichie y Matlwa están comprometidas con esa utopía decolonial, ya que
con sus narraciones pretenden visibilizar las estructuras de poder que
sostienen las relaciones de dominación y explotación para producir
representaciones, conocimientos y órdenes sociales diferentes a los
establecidos.
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Recibido: 10/12/2020
Evaluado: 14/03/2021
Versión Final: 04/03/2021
[1] Este concepto ha sido utilizado por
diversos/as autores de la teoría decolonial para referirse a la modernidad
capitalista, que se proyectó históricamente por medio de la colonización,
generando dicotomías jerarquizadas (blanco/negro, rico/pobre, hombre/mujer,
entre otras) a partir de las cuales se violenta a la otredad (Grosfogel, 2018).
El patriarcado es una característica esencial de este sistema, por eso, “un
acercamiento interseccional no estudiaría al capitalismo y al patriarcado de
manera separada” (Tamale, 2020, 68).
[2] De acuerdo con Tamale (2020), la
colonialidad es un sistema ideológico instaurado con la colonización europea
que incluye “la producción de conocimientos y el establecimiento de órdenes
sociales” para garantizar la explotación y dominación de las ex metrópolis.
[3] Oyèwùmi menciona que la preeminencia de lo
visual en la forma de clasificación y jerarquización occidental ha generado una
bio-lógica que diferencia a los hombres de las mujeres a partir de una
característica visual: los órganos genitales externos.
[4] Las cursivas son
para enfatizar lo mencionado.
[5] A comienzos del siglo XXI, algunos estudios
mostraban cifras alarmantes de la violencia sexual contra las mujeres en
Sudáfrica (Moffett, 2006, 129). Sin embargo, es importante señalar que tener
estadísticas precisas de la violencia de género es complicado, tanto por los
costos de la producción metodológica y recaudación de datos, como por los
posibles sesgos en el análisis (Mashishi, 2020). En países que han sido
racializados es aún más complejo, debido a que las cifras tienden a
sobrerrepresentarse por la colonialidad del saber. Así, el discurso que vincula
la violencia sexual con espacios pobres o racializados es simplemente una
justificación que disfraza la violencia estructural inherente al sistema.
A pesar de esto, es importante reconocer que la violencia sexual
es un problema al que se enfrenta Sudáfrica y que, más allá de las cifras, es
relevante considerar que estas violencias son un problema estructural que
reducen las potencialidades de las mujeres, por lo que hacer justicia cognitiva
implica reconocer estas realidades, sin reproducir discursos coloniales, para
que se puedan diseñar alternativas.