Hacia una
Arqueología de la Diáspora Africana en el Litoral rioplatense. Paraná (Entre
Ríos, Argentina) como poblado fronterizo durante el siglo XVIII y comienzos del
XIX
Towards an Archeology of the African Diaspora
on Río de la Plata Coast, Paraná (Entre Ríos, Argentine) as a border town
during the 18th and early 19th centuries
Alejandro Richard
Centro de Arqueología Urbana,
Instituto de Arte Americano
e Investigaciones Estéticas “Mario J. Buschiazzo”,
Universidad de Buenos Aires,
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas,
Museo de Cs. Naturales y Antropológicas “Prof. Antonio Serrano” (Argentina)
ale_rich37@hotmail.com
Resumen
La Arqueología de la Diáspora Africana en la
región rioplatense ha presentado desarrollos localizados en torno a diversas
materialidades durante las últimas décadas. Sin embargo, la falta de diálogo
entre nuestro campo disciplinar y otros campos de las ciencias sociales, y la
réplica de categorías analíticas propias del discurso académico novecentista
han dificultado la formulación de marcos conceptuales que respondan a los
procesos socio-históricos locales. En el presente trabajo se analizan las
representaciones dadas en torno a lo indígena, lo afro y lo mestizo en la
producción historiográfica de la provincia de Entre Ríos, Argentina, en tanto
generadora de sentido y discursos académicos. En base a resultados preliminares
de investigaciones arqueológicas-históricas en la ciudad de Paraná, se
reinterpreta la espacialidad ligada al mundo indígena, afrodescendiente y afromestizo de los siglos XVIII y XIX.
Palabras
Clave
Arqueología;
Diáspora Africana; Litoral Rioplatense; Paraná.
Abstract
The Archeology of the African Diaspora in the River Plate
region has presented localized developments around various materialities
during the last decades. However, the lack of dialogue between our disciplinary
field and other fields of the social sciences, and the replication of
analytical categories typical of the 20th century academic discourse have made
it difficult to formulate conceptual frameworks that respond to local
socio-historical processes. In the present work, we analyze
the representations given around the indigenous, the Afro and the mestizo in
the historiographic production of the province of Entre Ríos, Argentina, as a
generator of meaning and academic discourses. From preliminary results of
archaeological-historical investigations in the city of Paraná, the spatiality
linked to the indigenous, Afro-descendant and mestizo world of the 18th and
19th centuries is reinterpreted.
Keywords
Archeology; African Diaspora; Rio de la Plata Coast;
Paraná.
Introducción
Los estudios en torno a la Diáspora Africana anclados en el pasado
rioplatense han mostrado grandes avances durante las últimas décadas. Desde
distintos campos disciplinares como la historiografía, la antropología
histórica y la arqueología se ha indagado en aquel pasado generando
interesantes discusiones alrededor de un creciente corpus de información tanto
cuantitativa como cualitativa. Sin embargo, la arqueología es de estos campos
científicos el que más dificultades ha encontrado para plantear y desarrollar
investigaciones sostenidas en torno al proceso diaspórico
africano en el cono sur.
Como ya se ha planteado, estas limitaciones se han dado en gran medida a
partir del intento de inserción en nuestra región de categorías analíticas
heredadas de otros contextos y a la falta de diálogo con otras disciplinas del
campo de las ciencias sociales (Mantilla Oliveros, 2016; Stadler,
2015; Zorzi, 2015), donde la institución esclavista y
los procesos étnico-raciales presentaron desarrollos diferentes. Se constituye
entonces como tarea primordial aquella de indagar fuertemente sobre los
procesos identitarios del pasado y problematizarlos (a ellos y a sus relaciones
con el mundo material) evitando caer en simplificaciones y generalizaciones que
han dado por tierra con los sucesivos intentos de investigar en torno a lo que
en definitiva “no existió”.
En este trabajo[1]
analizaremos cómo afectaron y afectan las construcciones identitarias e
imaginarios impulsados por el Estado (y alimentadas desde la producción
académica) en torno a nuestra percepción histórica y el modo en que pensamos
desde las ciencias sociales la historia misma de la ciudad de Paraná, capital
de la provincia de Entre Ríos (Figura 1). Allí se encuentra lo que se ha dado a
llamar el “barrio del tambor”, asociado por la historiografía local a la
población “negra”, tanto libre como esclavizada. El caso de estudio aporta
herramientas para proponer algunos lineamientos hacia el desarrollo de una
Arqueología de la Diáspora Africana en clave regional, donde toman centralidad
los procesos mestizos entre los diversos actores coloniales y decimonónicos.
Figura 1. Sobre imagen satelital del cono sur sudamericano con su actual
delimitación política, se destaca con línea de puntos la provincia de Entre
Ríos (Argentina). Se identifican los ríos Paraná y Uruguay, y los pueblos y
ciudades mencionados en el texto. En amarillo:
Paraná (1); Santa Fe (2); Corrientes (3); Buenos Aires (4). En rojo, los
pueblos jesuítico-guaraníes ubicados más al sur: Yapeyú (5), y La Cruz (6).
Imagen de Google Earth 2021.
La lente con la que nos miramos
Podría decirse que hasta hace poco tiempo nos ha sido difícil pensar
desde la historiografía y la arqueología nuestro pasado colonial
afrodescendiente, indígena y afromestizo en el Río de
la Plata. Más allá de las múltiples particularidades dadas en torno a los
desarrollos disciplinares, consideramos que esta dificultad se debió a una
construcción académica, discursiva y analítica, que pensó a los sujetos
no-blancos como elementos en el mapa que irían a ser meros testigos del proceso
colonial. Testigos inertes, carentes de agencia, que fueron perdiendo su
“pureza cultural” y por ende desaparecieron.
Al momento de buscar los orígenes de aquella construcción, observamos
que, si bien las herramientas de las que se valió el Estado-Nación argentino
para constituirse como un elemento coherente y homogéneo fueron diversas y
multifacéticas, tuvo en la estadística censal, la educación pública y los
museos sus más importantes piezas a la hora de apuntalar un relato identitario
y un sentido de pertenencia a partir de la segunda mitad del siglo XIX (Otero,
1998).
Las realidades y procesos socio-históricos regionales que llevaron a la
conformación de los distintos territorios provinciales dieron pie a que en cada
una de aquellas provincias se desarrollara un discurso propio, aunque con
matices, tendientes a “sintonizar” la historia y el “ser provinciano” con aquel
respectivo a la Nación Argentina (Buchbinder, 2008;
Leoni, 2019).
Cada provincia fue testigo a pequeña escala de la construcción de un
“nosotros” occidentalizado, republicano, trabajador, civilizado y vivo, que se
constituiría en la natural evolución de un pasado arcaico, colonial,
incivilizado y ya muerto, desaparecido. Así lo hicieron a su turno las
provincias de las diversas regiones atendiendo a sus procesos históricos y sus
consecuentes particularidades socio-étnicas.
En el caso de Entre Ríos, una provincia nacida en el mismo siglo XIX, otrora constituido su territorio como una región fronteriza marginal al control del gobierno colonial (figura 2), su profundidad histórica fue testigo de constantes procesos migratorios y de intercambio interétnico. Este territorio estuvo atravesado por períodos de fuerte inestabilidad política y conflictos bélicos hasta la década de 1870. La inmigración europea que se acentuó a partir de aquel último cuarto de siglo dio pie al fortalecimiento discursivo de la idea de un “mestizaje” blanqueador seguido por el “crisol de razas” y la consecuente idea de la desaparición de los últimos relictos de existencia indígena, afrodescendiente y afromestiza.
Figura 2. Fragmento del “Mappa da parte
meridional do Brazil. compreendendo
desde o rio dos Ilhéus até o rio da Prata” (Biblioteca Nacional de Brasil), ca. 1700. En el
actual territorio de Entre Ríos, a orillas del río Paraná, se consigna la
presencia de “la Capilla” aproximadamente en el sector de la actual ciudad de
Paraná, frente a Santa Fe.
Si actualmente existen en Entre Ríos personas que se autoidentifican
como indígenas o afrodescendientes, ¿Por qué el sentido común regional niega o
anula aquella existencia contemporánea? Podemos afirmar que en el “sentido
común” entrerriano no se dimensiona el protagonismo desarrollado por indígenas,
africanos y afrodescendientes en nuestra historia y constitución social,
considerando su presencia como un capítulo de un manual escolar, lejano y sin
continuidad con el presente.
Como señala Hall (2010), nuestro sentido común, episódico y
multifacético, va dejando ver a modo de estratos los depósitos correspondientes
a los sistemas filosóficos que operaron sobre él, por lo que apuntamos a la
acción del sistema de educación estatal en torno a la construcción de un
“nosotros” blanco-europeo y un “otro” indígena, africano, no-europeo.
En este relato construido desde el Estado y la academia, la historia
entrerriana pareciera comenzar con una campaña poblada por “españoles” y
algunos remanentes indígenas y negros, luego gauchos y criollos que irían a ser
testigos del arribo de colonos europeos durante el siglo XIX, contexto en el
que se diluyó la herencia colonial. Si quedaban guaraníes eran misioneros, si
había algún charrúa era uruguayo. ¿Y los negros? En un pintoresco barrio de
Paraná, a modo de postal decimonónica.
¿Cómo llegamos a percibirnos de esta manera?
En un proceso que se acentuó a partir de 1853, el Estado Nacional
agudizó su retórica patriótica, estableció el servicio militar obligatorio y
desarrolló el sistema educativo y sanitario, como así también un importante aparato
estadístico. Este último actuó definiendo matrices mentales y discursivas
tendientes a difundir una imagen de sociedad determinada que, al ser tomado
como un corpus documental por los historiadores del siglo XX, tuvo un hondo
influjo en el análisis histórico (Otero, 1998).
En este sentido, los censos nacionales del siglo XIX tuvieron al
concepto de raza como fundamental, aunque en ningún momento hablaron de “un
crisol de razas”, sino de “mezcla de razas” (Otero, 1998). Esta idea, ligada al
flamante darwinismo de la época, se relaciona con aquella del mejoramiento
racial: ante la mezcla de razas, irán prevaleciendo los caracteres de mayor
jerarquía, y los rasgos “negativos” se irán perdiendo en las futuras
generaciones. Se construye así un “mestizaje desde arriba”, que iría a
articular como ideal homogeneizador de la identidad nacional (Mignolo, 2007).
Este mestizaje etnocida fue utilizado para suprimir memorias y silenciar
genealogías originarias (y afrodescendientes), y tuvo un valor estratégico para
las elites al cancelar las memorias de lo no-blanco por vías de la fuerza (Segato, 2010).
Encontramos al “ser mestizo” propuesto, por ejemplo, en la temprana obra
Montaraz de Martiniano Leguizamón[2], de
carácter literario, publicada en el año 1900[3].
Allí, sus personajes criollos de variado origen “no-blanco” son presentados
como “una raza de centauros”, más allá de que sus morenos rasgos se entrevén en
el relato. Entre los personajes principales encontramos al “negro Patricio”,
cuya figura representa todo lo que un afrodescendiente debía ser para la elite
provincial y nacional: “uno de los servidores del hogar de antaño”, siempre
alegre y dispuesto al sacrificio. Habiendo sido esclavo, recibió la libertad
por parte de su amo en 1813 tras su heroica participación en un hecho de armas,
pero de todos modos decidió permanecer junto a él.
El relato, situado en 1820, en torno a los últimos avatares de la gesta
artiguista, plantea un “nosotros” de variada ascendencia, laborioso,
civilizado, enfrentado al “recio trotar de barbarie” que significaba la
invasión de los guaraníes de Artigas: allí se resalta la agilidad, astucia y
movimientos felinos de los “indios” tan salvajes como ajenos a la entrerrianía. Ya veremos en páginas siguientes cuán
presentes estaban hacia aquellos años las y los guaraníes en el conjunto de la
sociedad entrerriana.
Al realizar un ligero repaso por la historiografía entrerriana de los
primeros dos tercios del siglo pasado destacamos los trabajos de Benigno
Teijeiro Martínez (1900 y 1913), Cesar Blas Pérez Colman (1930, 1937, 1943,
1946), Leoncio Gianello (1951) y Filiberto Reula (1969). Con matices, predomina la idea del mestizaje
como “mejorador de la raza”, tras la unión de indígenas y españoles, y de la
escasa presencia de africanos y afrodescendientes. Estos últimos, además de
estar destinados al trabajo doméstico, recibían un buen trato[4]. La labor
evangelizadora de la Iglesia toma un rol central en Martínez, Pérez Colman y Reula.
Al comienzo del que fuera el primer intento por sistematizar la historia
provincial, Martínez (1900) pone el eje en “la conquista”, donde detalla
campañas militares y enfrentamientos con los indígenas. La guerra de exterminio
entre los “salvajes” charrúas y minuanes y los “valientes” españoles, está
enfatizada por un momento posterior, donde “los indios infieles” fueron
vencidos y desaparecen de la escena a mediados dl siglo XVIII. El territorio se
habría plagado entonces de forajidos, ladrones y traficantes. No hay referencia
a origen étnico alguno de esta gente, ni racialización.
Simplemente, según Martínez, ante la “derrota del indígena”, el monte es
habitado por agentes foráneos, bandidos y criminales.
En su vasta obra, Pérez Colman indaga
con gran conocimiento y manejo de fuentes en las “corrientes de poblamiento”
del territorio provincial, así como en la descripción de los grupos indígenas
“entrerrianos”, analizando además la materialidad arqueológica ligada a
aquellos, y dedicando un apartado a “los últimos charrúas”. En cuanto a las
“corrientes pobladoras”, el foco está puesto en la acción parroquial y la vasta
labor evangelizadora de la Iglesia católica. En sintonía con esto, Reula (1969 t.1:94) afirmará que “en todo momento y en todo
lugar de la conquista, está el sacerdote y en todo núcleo de población que se
forma, está la capilla y en la cuna y en la tumba, está la cruz”. En cuanto a
la ascendencia de los pobladores de antaño, Pérez Colman no duda en afirmar que
“nuestro criollo es de pura sangre española”, y que jamás en la provincia sus
habitantes “fundaron sus hogares con personas de raza negra o indígena” (Pérez
Colman 1943:22).
En 1951, Leoncio Gianello publica su Historia
de Entre Ríos (1520-1910), donde aborda detenidamente temas tocantes a “la
raza” y el mestizaje. A diferencia de los autores anteriores, Gianello ve con buenos ojos al mestizaje, y en cuanto a los
“indios y negros”, sus comentarios redundan en el buen trato que se les daba,
planteando mejores aptitudes para los trabajos rurales de los primeros sobre
los segundos, lo cual –sumado a un alto costo y la pobreza del vecindario-
explicaría la escasa presencia de esclavizados en Entre Ríos, confinados al
servicio doméstico. Para finalizar, indica que la manumisión era muy frecuente:
es más, era común que los esclavos rechazaban la libertad ofrecida (algo que ya
nos suena familiar tras haber leído Montaraz).
Reula (1969)
consigna que “la mestización de la raza con el “predominio” de los caracteres
de la blanca, implicó necesariamente la de todos los aspectos de la vida
colonial, también con la preponderancia de las modalidades del conquistador”.
Indica que “Las costumbres coloniales fueron pues, fundamentalmente españolas,
pero “con sus virtudes atenuadas y sus defectos acrecidos”, ya que las
“costumbres bárbaras” de los aborígenes, no pudieron sino “gravitar en sentido
peyorativo”. (Reula, 1969 t1:101). Concluye afirmando
que la indolencia y la holgazanería son lamentables características de la “raza
mestiza” que se va formando en la colonia.
Prosigue el autor planteando que una vez
iniciada la inmigración de origen europeo a partir de mediados del siglo XIX,
este componente “mestizo”, criollo, se iría a diluir para pasar a ser
simplemente parte del pasado, muerto y lejano. Durante el período 1854-1883, la
afluencia cada vez mayor de inmigración europea habría favorecido “el
emblanquecimiento progresivo de la raza”. A la terminación del mismo, la
población de la provincia puede considerarse “totalmente blanca”. Aunque “si la
raza ya es una, dentro de ella hay una neta diferenciación de nacionalidades”.
Nacionalidades blanco-europeas, claramente.
Planteamos que estas construcciones de sentido no son ingenuas, sino que se encuentran impregnadas de racismo y preconcepciones presentes en una escala vertical de jerarquías racializadas, propias del eurocentrismo en tanto forma de racionalidad específica de la modernidad (Quijano, 2014). El blanqueamiento llevado a cabo por la historiografía entrerriana fue planteado ya por Djenderedjian (2008) al tratar la presencia indígena en el sur provincial. Una relectura crítica de la producción académica precedente se constituye en tarea fundamental al momento de investigar desde las ciencias sociales en torno al mundo colonial y decimonónico, a fin de despojarnos de preconceptos colonialistas heredados. De este modo, el poder de innovación y la creatividad de los grupos indígenas y afrodescendientes como agentes de cambio social toman un rol importante al repensar la materialidad arqueológica y las espacialidades urbanas y rurales del período.
Un territorio de frontera
¿Qué clase de frontera conformaron las tierras de la actual provincia de
Entre Ríos durante la colonia? ¿Y la región litoral? Pensamos en un amplio
espacio fronterizo, caracterizado por una multiculturalidad en torno a
prácticas mestizas, que recogieron elementos culturales de muy diverso origen (Boccara, 2001). Un espacio en constante cambio, donde la
identidad y el sentido de pertenencia de los sujetos que lo habitaron estuvo
ligado a cambios constantes tanto generacionales como trans-generacionales. Un espacio que a su vez no estaría únicamente
compuesto por indígenas de una u otra filiación étnica diferenciados a
rajatabla.
Al describir las relaciones conflictivas existentes entre los charrúas y
los habitantes de los pueblos jesuítico-guaraníes de Yapeyú y La Cruz hacia la
primera mitad del siglo XVIII, el Padre Pedro Lozano observa que cuando están
en paz, concurren a los pueblos a intercambiar mercancías, y aunque los padres
les predican sobre el negocio de su alma, difícilmente se convierten y
“(…) antes suelen ser de tropiezo a
algunos flacos que arrastrados del deseo de libertad,
se huyen a tierras de los charruas, que es la Ginebra
de estas provincias, donde se refujian no solo
indios, sino mestizos, negros y aun, lo que causa horror, algunos españoles que
quieren vivir sin freno o tienen que temer de la rectitud de los jueces por sus
enormes delitos, que alli continuan
y agravan, viviendo peores que gentiles...” (Lozano 1873-1875: 410-411).
En 1738, tras algunos incidentes entre indígenas “rebeldes” y pobladores
de la Bajada (actual Paraná), se generó cierta “paz”, interrumpida cuando los
indígenas atacaron el vecindario de Corrientes (ver Figura 1). Desde aquella
ciudad se dispuso una expedición militar hacia el sur, “donde se guarecían”. Se
dieron órdenes de pasar a todos los combatientes por las armas, y de separar
“de dichos indios, a los españoles, negros, mulatos e indios cristianos” que
con ellos vivían (Pérez Colman, 1937:130).
Comenzamos a dilucidar de algún modo “quiénes” fueron aquellos
gauderios, montaraces y salteadores tan mentados por los autores analizados.
¿No había mujeres entre ellos? ¿Poseían alguna autoadscripción
identitaria? Contrastando con la mirada androcéntrica y el modo estático de
pensar a las socidedades del pasado colonial y
republicano litoraleño, sostenemos que la dinámica propia de la región llevó al
desarrollo de un mestizaje profundo a partir de la necesidad que tuvieron
quienes la habitaron de inventar nuevos modos de subsistencia y soluciones en
el cotidiano (Boccara, 2000). Este proceso alcanzó a
los diversos sectores sociales, quienes experimentaron con el tiempo profundos
procesos de etnogénesis. La “indeterminación” presente en la producción
historiográfica del siglo pasado en torno a quiénes eran aquellas personas que
habitaban la campaña, es el resultante lógico de una visión euro y
androcéntrica que llegó a subestimar la capacidad de cambio propia de las
sociedades indígenas y de quienes optaron por vivir por fuera del control
colonial.
Ahora bien, podemos preguntarnos ¿Qué materialidad resultó de aquellas
prácticas cotidianas? ¿Cómo articularon durante el período colonial los
diversos grupos indígenas con aquellos de raíz europea y africana? ¿Qué es “lo
afro” en un contexto como el nuestro?
Pensamos a las sociedades indígenas en constante cambio para momentos
pre y post-hispánicos, derribando las concepciones de
una “pureza” cultural prístina, como si a partir del contacto con elementos
europeos aquellas culturas se hubieran contaminado (Boccara 2000, 2005) y dejaran de ser, por ejemplo, “guaraníes” o “chanás”. En esta
línea proponemos pensar lo afroamericano, y en concreto lo afromestizo,
atendiendo a lo apuntado por Gwedolyn Hall (2005) al
indicar que no existen patrones simples de “criollización”, y
por ende, los estudios sobre la diáspora africana deben ser concretos y contextualizacos.
La Bajada del Paraná: sus orígenes
coloniales y su composición socio urbana hacia el siglo XIX
La ciudad de Santa Fe fue de los primeros asentamientos establecidos por
España en los territorios del sur del continente. Juan de Garay, viajando desde
Asunción para refundar Buenos Aires, que había fracasado en 1536, tenía como
proyecto habilitar un acceso en el sur del Atlántico. A mitad de camino
estableció en 1573 una ciudad sobre la margen occidental del río Paraná, a la
altura de Cayastá. Santa Fe comenzó a articular el
espacio colonial en ambas márgenes del ancho río. Tras su mudanza al actual
emplazamiento (70km hacia el sur) a mediados del siglo XVII, algunos sitios
aledaños comenzaron a tener un papel destacado; uno de ellos fue la llamada
Bajada del Paraná, donde existía un puerto y canteras de piedra caliza en la
barranca misma al río, en un sitio constituido en lugar de paso del río para
retomar el camino a Corrientes.
Aunque durante las primeras décadas del 1700 era menester para las
autoridades españolas establecer centros poblados en las inmediaciones de la
ciudad santafesina para contener el avance indígena y poblar una región en puja
con el imperio portugués, al cabildo santafesino no le era conveniente otorgar
autonomía a un poblado que con el tiempo le quitaría sus tierras y recursos
ganaderos más valiosos ubicados en la otra banda del Paraná. El pequeño
rancherío de la Bajada se fue conformando en la ribera y luego tierra adentro,
tomando cierto impulso hacia 1715 (Pérez Colman, 1930).
Cuando en 1727 el cabildo santafesino manda a
levantar un fuerte para proteger el puerto de la Bajada, y otros dos fuertes
tierra adentro para resguardo de las “familias” que habitaban aquellos parajes,
se ordena que “por ningún modo
deserten las familias y que las que hubieren desertado las apreendan
y traigan”, valiéndose de los cargos militares para “la faena de los indios, negros y mulatos”[5].
Tras la insistencia del Gobernador y el arreglo del asunto con el
Cabildo Eclesiástico, en 1730 se determinó aprovechar la existencia de una
pequeña capilla ligada a uno de los fuertes recientemente levantados, para
elevarla a Parroquia y fomentar desde allí el crecimiento del poblado (Pérez
Colman, 1930, 1946; Sors, 1981). Esa fecha es la que
se consideró para hablar del “nacimiento” formal de la villa, si bien la zona
contaba hasta entonces con cerca de un siglo de poblamiento disperso y
actividad en torno a los grupos indígenas locales[6],
la explotación de calcáreos y la instalación de personas tanto ligadas al
gobierno colonial como marginales a este.
Durante el siglo XVIII el vecindario creció, y se construyó un nuevo
templo que iría a reemplazar al anterior entre 1753 y 1756, y es a partir de
aquellos años de donde provienen los documentos eclesiásticos que denotan la
presencia no solo de españoles y criollos, sino también de indígenas de
diversas etnias, africanos, afromestizos y una
sociedad rica y dinámica propia de un área de frontera (Richard 2019a, 2021a).
El profundo proceso mestizo se advierte al estudiar los registros eclesiásticos
del siglo XVIII y comienzos del XIX, donde se observa una creciente
generalización del uso de la categoría “pardo”, y una fluida movilidad geográfica
dentro del espacio mesopotámico de personas ligadas al mundo reduccional y de
los pueblos jesuíticos de guaraníes (Richard, 2019a; Richard, 2021a).
En 1774 Félix de Azara describe al pueblo y Curato de moderna erección
con 70 casas o ranchos (Azara 1873). Años más tarde, pasa por la Bajada es el
Capitán de Fragata Juan Francisco de Aguirre, quien, anoticiado en 1784 sobre
los orígenes del “pueblo o capilla de Nuestra Señora del Rosario de la Bajada”,
comenta que este se halla a dos millas del puerto habiéndose podido fundar en la barranca, habiendo sido “un bendito cura” el mayor
opositor al traslado de la población hacia la barranca. Según Aguirre, tras
comenzar a poblarse a principios de aquel siglo, “Por el año 1740 ya tenían
capilla, cuyos primeros ranchos alrededor fueron de unos pardos” (Aguirre
1951:386). Se desprende de este relato la temprana diferenciación entre el
futuro “centro”, ligado a la capilla de Nuestra señora del Rosario, y la Bajada
propiamente dicha, ligada al río y distante de aquella.
El crecimiento del poblado continuó, y en 1809 se
contabilizaron 150 viviendas[7].
Tras lograr la autonomía política, esta tendencia se acrecentó, y para 1820 se
contabilizaron 781 viviendas y una población total de 4292 habitantes[8],
entre quienes contamos 243 personas esclavizadas.
En 1822 se firma el Estatuto Provisorio
Constitucional, la primera carta magna provincial, que iría a reglamentar entre
otras cosas la libertad de vientres sancionada por la Asamblea del año XIII.
Para 1824 disponemos de un censo más detallado[9], elevado por el cura párroco. Allí se consigna
una población de 3654 habitantes, de los cuales sólo 1708 son nacidos en
Paraná: es decir, que la villa creció abruptamente por medio de la inmigración.
Este crecimiento se dio durante aquellas décadas tras la llegada de vascos y
catalanes (Pérez Colman 1946), pero también por el arribo -y en mayor número-,
de guaraníes de las misiones y afromestizos
santafesinos, continuando un proceso inmigratorio y de intercambio interétnico
que se venía desarrollando entre las clases humildes del poblado desde el siglo
XVIII.
En 1824 se consigna un 22,1% de población
afrodescendiente y un 11,5% de “indios” sobre una población total de 3654
habitantes (Richard 2019a). Las personas apuntadas como “indios” consistían en
indígenas de diversos grupos étnicos que habitaban el mundo colonial ya sea en
la ciudad como en contextos rurales desde varias generaciones atrás, a quienes
se les sumaban los guaraníes misioneros que migraban a los centros poblados
desde mediados del siglo XVIII. Al ojo del empadronador, estas personas eran
indígenas ya sea por su aspecto fenotípico (rasgos, pigmentación de la piel),
su vestimenta, modo de hablar o de vivir en general. En ciudades como
Concepción del Uruguay los guaraníes representaban el 10% de la población para
aquella década (Harman, 2010).
Por su parte, la población afromestiza
censada estaba conformada de 626 “pardos” y 179 “negros”: entre los primeros
destacamos que menos de la mitad había nacido en Paraná, mientras que eran
mayoría quienes habían nacido en Santa Fe, evidenciando un importante proceso
migratorio de los sectores afromestizos santafesinos
hacia la Bajada del Paraná durante los tres primeros lustros del siglo XIX. De
los 179 “negros” censados, sólo el 22% había nacido en Paraná, mientras que más
de la mitad provenía del continente africano. De los lugares de origen
consignados, se observa en orden de su relevancia a Angola, Congo, Mina y Benguela (Richard 2019a). Entre la población africana y
afrodescendiente el empadronador anota un total de 34 esclavizados, aplicando
la categoría de “criados” a otras personas. Esto fue interpretado por Pérez
Colman como un abrupto descenso en la cantidad de personas esclavizadas, debido
a la aplicación del Estatuto, punto que refutamos en otro trabajo (Richard,
2021a) al comparar las curvas etarias de la población “esclava” de 1820, y
aquella “esclava y criada” de 1824, tras lo que se pudo observar una llamativa
coincidencia.
Al ojo del
viajero Burmeister (1943), quien describió el poblado
en 1857, la mayoría de sus casi 6000 habitantes eran “gentes pobres y de
color”. Se suma lo expresado por un pasajero del vapor Fanny[10],
quien recorrió la ciudad por aquel entonces, sorprendido por el crecimiento de
la vegetación, la cual crecía “prestando su sombra a los juegos de los niños de
color, chinitos y chinitas”.
Durante los años en que la ciudad paranaense fue
capital de la Confederación (1854-1861) se observó un mayor crecimiento
edilicio y urbano, siendo este comparado con el crecimiento de las ciudades del
Oeste estadounidense de entonces (Page 1859).
El “Barrio del Tambor”
Quien
dedicó mayor cantidad de tinta en describir la existencia pasada de “africanos”
y “negros” en la provincia fue nuestro laborioso Pérez Colman, quien se enfocó
principalmente en la actual ciudad de Paraná. Fue el primero en describir “el
origen” del barrio del tambor, poniendo sobre el papel lo que hasta ese momento
era mera memoria oral, acompañada de un artículo de 1926 (Pérez Colman, 1926) y
algunos recuerdos de la segunda mitad del siglo XIX editados entre 1906 y 1941
que mencionaban al barrio, a personajes o a las expresiones musicales afroparanaenses (Giménez, 1906; Velazco, 2018 [1929];
Segovia, 2017 [1941]). Dos de ellos recolectados, a su vez, en una nota periodística
titulada “Los negros de Paraná” publicada en 1942 (Villanueva, 1942).
En la
mencionada obra de 1946, al describir el poblado histórico en líneas generales,
Pérez Colman menciona que en el sector norte en
dirección al río, la población “estaba compuesta por morenos, en buena parte
esclavos, que durante los sábados por la noche celebraban sus danzas africanas
conservadas por tradición” (Pérez Colman 1946:60). Más adelante, en un capítulo
dedicado a “la esclavitud en Entre Ríos” indica que
“Los negros libres y algunos de los
sujetos a la esclavitud, habitaban con sus familias en los suburbios del
pueblo, formando con sus ranchos primitivos, un barrio sui generis en los
terrenos situados al norte de la ciudad, detrás de la manzana en que se edificó
la iglesia San Miguel. En las quintas y laderas de las barrancas, los negros
habían levantado una especie de aldea, que trasuntaba el tipo característico de las poblaciones
africanas” (Pérez Colman 1946: 229).
Aquí encontramos varios elementos
para analizar. Aclaramos que la
población no europea de la villa y ciudad de Paraná edificó viviendas de barro
y “aparejo” en los márgenes del discreto poblado, al punto tal de que para
1809, el 83% de las viviendas de Paraná eran ranchos (Ceruti
2002), según consigna un documento elevado al virrey. Ahora bien, en su relato,
los “ranchos primitivos” construidos por los negros libres y esclavos
conformaron una aldea “sui generis” que “trasuntaba”, es decir, imitaba “el
tipo característico de las poblaciones africanas”. Esta “aldea”, además, se
situaba “detrás” (mirando desde el centro, claramente, y no desde el río, que
era desde donde se observaba e ingresaba al poblado) de la manzana donde se
edificó la iglesia San Miguel.
Veamos, primero identificamos una constante relación esbozada entre lo
“negro”, o literalmente “africano”, con lo primitivo. Cabe aclarar lo apuntado
más arriba: en el censo de 1824 se apuntó a un 17% de “pardos” y sólo a un 5%
de la población se les adjudicó la categoría de “negros”, y de este pequeño
porcentaje, sólo la mitad era nacida en el continente africano. Por lo que la
descripción tan ligada al África parte más bien de una idealización y
cosificación de lo “negro”, separando al significante de su entorno histórico,
cultural y político, e introduciéndolo en una categoría racial biológicamente
constituida, lo que Stuart Hall (2010) llama “naturalizar una categoría
histórica”. Segundo, la referencia espacial ligada a la iglesia de San Miguel
(que podría entenderse como una herramienta para ayudar al lector a ubicarse),
dio pie a la creencia de que “los negros” se instalaron al norte, por
encontrarse allí la capilla San Miguel. Así, no solo se alimenta el discurso
que plantea el rol “civilizador” de la Iglesia, sino que se desvirtúa la temporalidad
y profundidad histórica del proceso poblacional no-blanco paranaense. Desde la arqueología ponemos a discusión este
punto.
¿Cuándo se formó aquel barrio? ¿Qué representa un “barrio” en un disperso poblado de cerca de 4000 habitantes? Observamos que la mención al “barrio del tambor” realizada por Giménez (1906) contrasta con la ausencia de aquella referencia geográfica o social dada por los viajeros que visitaron y describieron al poblado durante la época de la Confederación. Esto nos lleva a pensar en una apreciación local sobre un sector del poblado (de ocupación muy dispersa y precaria) identificado como un Barrio. El primero en mencionar estos terrenos en cuanto un “barrio”, fue Giménez (1906), aunque en una clara asociación con el sector donde se encontraba la capilla y la iglesia de San Miguel en construcción, refirió al “barrio de San Miguel”, sin connotaciones étnicas. De todos modos, una de sus particularidades habrían sido las ejecuciones musicales ligadas al mundo afrodescendiente. Giménez (1906) describe tres “parajes” donde “las diversiones” asociadas al candombe tenían lugar durante la época de la Confederación: estos tres puntos, si bien se disponen al norte del centro histórico, se corresponden parcialmente con la referencia dada por Pérez Colman, desdibujando de algún modo aquella zonificación tan puntual.
Figura 3: Grabado de Goering sobre imagen
tomada por Burmeister en 1858 (fondo Biblioteca
Nacional Mariano Moreno), desde actual plaza Alvear hacia el norte, se observa
la Iglesia de San Miguel en construcción y la Capilla San Miguel Arcángel a su
espalda. Destacamos la baja densidad urbana en los terrenos lindantes para
momentos en que Paraná era Capital de la Confederación, la presencia de algunos
ranchos con techos de paja a dos aguas ubicados en los terrenos en dirección al
río, los desniveles naturales del terreno y la quinta de Du Graty
al fondo, en el sector donde se emplazó el Colegio Nacional.
Pensamos entonces en los sectores ribereños, en la propia Bajada ligada
al puerto, como también en aquella zona alta en inmediaciones de donde se
construyó más tarde la capilla San Miguel, es decir: salvo el pequeño núcleo
poblado que rodeaba la Iglesia Matriz, donde se destacaba una mayor densidad
edilicia, la Paraná no-blanca se habría dispuesto entre el “centro” y el río.
El área del puerto viejo y la Bajada se constituye entonces en un sector de muy
temprana ocupación sobre el que proyectamos indagar.
El seguimiento en torno a la propiedad de los terrenos donde actualmente
se emplaza el Colegio N° 1 “Domingo Faustino
Sarmiento”, ex Colegio Nacional, de los cuales poseemos datos desde la época de
la Confederación (mediados del siglo XIX), grafican de algún modo qué clases
sociales los habitaban 20 años después del trazado de la Alameda de la Federación
y la plaza Echagüe (actual Alvear), y los inicios de las obras de la nueva
Iglesia San Miguel a espaldas de la capilla. Remarcamos que estos hechos,
ocurridos hacia fines de la década de 1830, han sido interpretados como
disparadores del proceso gentrificador que expulsaría
a la población humilde de la zona (Pérez Colman 1946; Ceruti
2007; Suarez 2010; Richard 2019b).
Los terrenos en cuestión pasaron a
manos del barón du Graty por medio de compra a tres
propietarias distintas, y allí se instaló entre 1854 y 1858, la “quinta de du Graty”, que se observa al fondo de la imagen de Burmeister (ver figura 3). En las escrituras de las compras
realizadas por du Graty entre propietarias que venden
y linderos (Martínez Segovia, 1989), se menciona a una serie de personas cuyas
historias nos aportan información para imaginarnos aquel sector urbano hacia
mediados del siglo XIX.
Figura 4. Sobre plano de
la ciudad de Paraná que recrea el trazado hacia fines del siglo XIX, realizado
por Sors (1981), se identifican lugares mencionados
en el texto. En naranja lugares de referencia, en amarillo sitios excavados, en
rojo espacios a intervenir arqueológicamente. 1- Plaza Alvear (a partir de
1836), antiguo “altos del molino”; 2- camino al puerto rectificado en 1836; 3-
Actual Iglesia Matriz, “centro histórico”; 4- edificio en que funcionó la
Capitanía General del Puerto viejo; -5 Capilla San Miguel Arcángel y “terreno
norte de la capilla”; 6- Terrenos de la Quinta de du Graty
(mediados del siglo XIX), luego Campo de deportes del Colegio Nacional.
Si indagamos en los terrenos situados
al norte de la capilla San Miguel, observamos que, en 1854, el belga compró
varios terrenos para edificar su quinta. Entre ellos, uno de 56,5x53,5 varas a
Francisca Hernández[11], “india”
santafesina que hacia 1824 vivía con su hijo José Anselmo Ramón Retamal,
también santafesino, de profesión curtidor[12].
Años más tarde, cuando du Graty vendió sus tierras, se incluyeron dos terrenos en
forma de martillo. Uno de ellos, lindaba con el de Maria
Olave y al norte con la “morena Casimira”.
María Olave era hija de la africana
Francisca Martínez, quien tenía 50 años en 1844 y falleció en 1865[13]. La
“morena Casimira”, resulta ser la también africana Casimira Puentes, censada en
cercanías de Francisca Martínez en 1844, cuando tenía 40 años de edad. Hacia
1832, para cuando contrajo matrimonio con el africano Juan Bautista Bustamante,
“moreno libre”, Casimira era esclava de Doña Josefa González. Habría estado
casada en primeras nupcias con Eleuterio García. Aquí surge un dato
interesante: Eleuterio, consignado como García en el acta matrimonial, figura
en otros documentos como Eleuterio Abitú, o Abizú, correntino, de evidente origen guaraní. Antes de
aquel matrimonio Casimira tuvo al menos dos hijos naturales libertos, Demetria
y Nemecio, cuyos padrinos fueron María Cámara y Bartolo Baster.
Antes de contraer matrimonio con Bustamante, Casimira habría tenido estos hijos
“naturales”, pero habría estado casada en primeras nupcias con el correntino
Eleuterio[14].
¿Qué comenzamos a observar desde la Arqueología?
Al momento de desarrollar tareas de campo en el sector norte del actual
centro paranaense (ver Figura 4), en dirección al río, no buscamos “encontrar
al Barrio del tambor” bajo tierra, sino sumar elementos para comprender la
dinámica de ocupación del espacio urbano, atendiendo a la composición
socio-étnica de la Bajada entre el siglo XVIII y comienzos del XIX.
El campo de deportes del Colegio
Nacional, emplazado en frente a donde se situó la casa de du Graty (demolida para construir el Colegio), fue rellenado y
nivelado durante las obras desarrolladas a comienzos del siglo XX. Ya que la
topografía original posee un desnivel (entre calle Buenos Aires y San Martín)
de entre 3 y 3,5m, el evento de relleno fue intenso incluso en el sector oeste
del campo de deportes, donde identificamos una potencia de 2,6m, debajo de la
cual se halla el piso que habría estado expuesto hasta entonces. En
excavaciones realizadas allí en 2018, no se registró materialidad arqueológica
asociada al antiguo piso de ocupación (Figura 5).
Figura 5. Sobre fotografía del Ministerio de Obras Públicas tomada desde
la terraza del Colegio Nacional en 1925, indicamos la presencia hacia entonces
de un rancho con techo de paja, probablemente remanente de los que allí se
alzaban durante el siglo XIX, y el sector donde se excavó un sondeo
arqueológico. Fototeca del Instituto de Arte Americano e Investigaciones
Estéticas “Mario J. Buschiazzo”-UBA.
La construcción de la capilla San
Miguel Arcángel fue iniciada, según la historiografía del siglo XX, durante el
año 1822[15]. En el
marco de las tareas de restauración y puesta en valor del edificio histórico,
se pudieron desarrollar trabajos de investigación arqueológica e histórica en
torno al edificio (Schávelzon, 2020, 2021; Richard,
2021b). Schávelzon propone que el edificio actual es
el resultado de diversas etapas constructivas ocurridas durante el siglo XIX,
resultantes directos de la coyuntura política, económica y étnico-social
paranaense a lo largo de aquel siglo.
Las intervenciones arqueológicas,
efectuadas tanto dentro y fuera de la capilla, como también en el terreno
lindante al norte de esta, aunque consistieron en pequeñas superficies
excavadas, donde se recuperó una escasa materialidad arqueológica, aportaron
interesantes elementos que enriquecen el modo en que pensamos aquel pasado
decimonónico.
Como desarrollamos en otro trabajo
(Richard, 2021b), la definición de dos momentos de ocupación del terreno, uno
aparentemente contemporáneo a los inicios de la obra y otro anterior entre dos
y cuatro décadas, se vio enriquecida por el hallazgo de fragmentos de adobes, y
cerámicas relacionadas a la población hispano-indígena para el período colonial
regional. Este tipo cerámico, monocromo rojo (Ceruti
y Matassi, 1977; Schávelzon,
2018), presente en otros sitios a ambas márgenes del río Paraná (Parque General
San Martín 1 en la provincia de Entre Ríos a 20km de Paraná, y Santa Fe de la
Vera Cruz y Santa Fe la vieja en la provincia homónima, ver Cocco,
2017; Richard y Ceruti, 2016) para momentos
coloniales tempranos, abre nuestro abanico interpretativo a pensar
hipotéticamente la presencia de población de ascendencia indígena en torno a
estos terrenos en momentos previos a la construcción de la capilla. Si pensamos
en la población africana y afromestiza local, como
interrelacionada con aquella de ascendencia indígena, podemos atar cabos desde
la arqueología, en torno a un tema que comienza a evidenciarse con fuerza desde
los documentos históricos.
Con respecto al terreno ubicado al
norte de la capilla San Miguel, donde sólo se realizaron dos pequeños sondeos,
la materialidad arqueológica recuperada se encuentra asociada completamente a
la vivienda que allí se edificó hacia 1906, en concordancia con lo observado
por Ceruti (2007) en excavaciones anteriores.
Cuando páginas atrás describíamos los
terrenos ubicados al norte del Colegio Nacional y a una de sus propietarias,
“la morena Casimira”, comentamos que años antes de su segundo matrimonio tuvo
una hija y un hijo, en cuyos bautismos habían oficiado de padrinos Dolores
Cámara y Bartolo Baster. Son ellos quienes vivían en
el terreno contiguo al norte de la capilla San Miguel, según figura en una
escritura de venta realizada en 1850 (Ceruti 2007).
En 1848, su terreno con frente a la actual calle Buenos Aires no tenía vereda
ni postes, habiendo alegado “indigencia” ante el funcionario que efectuó el
relevamiento en el 4to cuartel[16]. Dolores
Cámara tenía 30 años hacia 1824, y era africana (mina) al igual que su marido
Bartolo que en dicho censo se apellida Ramos, de origen “moro”, y jabonero de
ocupación. Hacia aquel año compartían vivienda con la negra María del Pilar
Francisca, también “mora”, y su hija Petrona Chabez,
uruguaya de 4 años. Podemos entrever redes de socialización, afinidad y
movilidad geográfica entre personas africanas y afromestizas
que habitaban en inmediaciones del terreno donde se edificó la capilla San
Miguel.
La zona que separaba a los Altos del
Molino (actual plaza Alvear) del Puerto viejo, estaba poblada por ranchos
dispersos y algunas tierras con árboles frutales, según se observa en los
documentos de expropiación previos al trazado de la Alameda de la Federación en
1836[17]. En
aquella oportunidad se indemnizó a 12 propietarios por la destrucción de 78
árboles frutales y la demolición de 11 cuartos y cocinas de estanteo
y adobe. Si pensamos en una superficie aproximada de 3,3 hectáreas, vemos que
el sector hacia el puerto se encontraba dispersamente poblado.
Planteamos continuar con los trabajos
arqueológicos tanto en la zona norte del casco urbano paranaense, como en el
área del Puerto viejo, por ser este uno de los sectores cuya ocupación remonta
a los orígenes mismos de la Bajada, y se ha relevado una estructura, actualmente
de vivienda, con elementos constructivos propios del período colonial tardío.
Una Arqueología de la Diáspora Africana
en clave regional como herramienta para comprender la historia social del
Litoral
Al momento de pensar cómo desarrollamos investigaciones desde la
Arqueología Histórica en torno al proceso diaspórico
africano en el litoral rioplatense, se plantean sobre la mesa diversos
interrogantes en torno a las materialidades, espacialidades, y autopercepciones
transgeneracionales propias de aquel mundo afrodescendiente y afromestizo. ¿Cómo atravesaron los procesos identitarios a
las prácticas culinarias? ¿Qué formas de concebir la espiritualidad o el
trabajo se desarrollaron entre estas personas en los distintos momentos y
lugares? Sin dudas, las preguntas son casi infinitas, y las respuestas pueden
buscarse en el estudio interdisciplinar de aquel pasado, es decir, poniendo en
diálogo a diversas disciplinas y enfoques como la Arqueología, la
Historiografía, la Antropología Histórica, la Etnohistoria y la Etnografía.
Más allá de la ya famosa discusión entre “africanistas” y “criollistas” planteada en el campo de la Arqueología desde
que se comenzó a indagar en la materialidad arqueológica producida por actores
africanos y afrodescendientes[18], la cual
excede los límites planteados para este trabajo, al pensar el contexto del
litoral rioplatense se nos presenta la necesidad de replantearnos algunos
enfoques.
Desde la Antropología y la Etnohistoria
se ha avanzado en la interpretación de la dinámica identitaria americana de
momentos coloniales y republicanos tempranos, considerando a las formaciones
culturales como sistemas en constante cambio mediante la incorporación y
adaptación de nuevos elementos, máxime en contextos fronterizos (Amselle, 1998; Gruzinski, 2000; Boccara, 2000,
2005). Si bien la Arqueología misma se ha nutrido en cierto modo de
aquellos debates y elaboraciones conceptuales para pensar contextos de contacto
en nuestra región, desde la Arqueología de la Diáspora Africana no se ha
avanzado en este sentido.
Pensamos que
ante un marcado dinamismo cultural y movilidad social, el mestizaje y los
procesos etnogenéticos fueron una constante entre
diversos sujetos y grupos a lo largo del período estudiado. La intención de
aplicar categorías heredadas de contextos disímiles (como las sociedades de
plantación, o los quilombos y palenques) nos impide comprender la profundidad
de los procesos locales en torno a lo afro. En este sentido, como apuntó
Mantilla Oliveros (2016), es necesario no sólo repensar categorías –en nuestro
caso en torno al proceso mestizo- sino entablar y nutrir un diálogo constante
entre quienes nos encontramos trabajando desde la Arqueología de la Diáspora
Africana en la región y la Arqueología Histórica en sí.
Con esto no insinuamos dejar de lado
los estudios sobre espacialidades y materialidades asociadas concretamente a
una ascendencia africana o a la persistencia de elementos del mundo simbólico
africano expresada en objetos de uso, como en los casos, estudiados por varios
investigadores e investigadoras, de las pipas y objetos cerámicos de Santa Fe
la Vieja, Arroyo Leyes, Alejandra, Buenos Aires o Tucumán[19].
Por el contrario, pretendemos abrir un nuevo frente en los estudios de la
Diáspora Africana en la región Litoral, a partir de la consideración de la viva
capacidad de cambio y resistencia propia del mundo afroamericano y afromestizo en los momentos históricos estudiados,
particularmente en contextos fronterizos y marginales.
Proponemos pensar nuestro caso
paranaense en torno a los conceptos esbozados en el presente trabajo,
atendiendo a la futura ampliación de trabajos de campo en el entorno urbano.
Planteamos como hipótesis que entre comienzos del siglo XVIII y primeras
décadas del XIX se desarrolló un espacio periférico entre la bajada al río
propiamente dicha, y el actual centro de la ciudad de Paraná, habitado
principalmente por familias y personas de ascendencia mestiza no-blanca, donde
destaca el componente afrodescendiente. Los elementos considerados llamativos,
y luego romantizados, ligados a las prácticas musicales desarrolladas por
algunas familias y personas agrupadas en diversos sectores de aquel espacio
marginal, habrían dado lugar a la idealización y caracterización de aquel
sector como “un barrio”, donde los “negros” construyeron sus viviendas
“imitando” las que habrían abandonado forzosamente en su continente ancestral.
Al realizar una lectura multifocada del proceso
colonial regional y local, atendiendo además a un análisis crítico de los
constructos académicos y a nueva información proveniente tanto de la
Historiografía como de la Arqueología Histórica, comenzamos a entrever algunos
matices presentes en aquel mundo “no-blanco” que fue hasta ahora pensado desde
un nosotros “blanqueado”.
Agradecimientos
A Milena Annecchiarico
y Alicia Martin, cuyo seminario “Cultura,
raza y nación en América Latina. Debates y aportes desde la antropología y los
estudios culturales” me ayudó a pensar varias de las ideas aquí planteadas. A
Magdalena Candioti por proponerme participar de este
Dossier, y a quienes evaluaron anónimamente el artículo por sus contribuciones
y comentarios.
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Recibido: 07/06/2021
Evaluado: 25/07/2021
Versión Final: 30/07/2021
[1] El presente trabajo se ha realizado en el marco de una Beca
Interna Doctoral de CONICET, y del proyecto PICT-2017-3306.
[2] Martiniano
Leguizamón (1858-1935), se constituyó en una de las grandes plumas
entrerrianas. Habiendo cursado sus estudios secundarios en el Colegio Nacional
de Concepción del Uruguay, luego recibido de abogado en la Universidad de
Buenos Aires, fue un académico, historiador y coleccionista ligado al estudio
del pasado entrerriano, sus costumbres y tradiciones. El museo Histórico de
Entre Ríos, que lleva su nombre, se constituyó con piezas de su colección
donadas por sus herederos.
[3] Aunque no incluimos en este estudio a Calandria, publicada algunos años antes,
destacamos su construcción como una obra que plantea un criollo distinto del
primer Martín Fierro o de aquellos ligados al “Moreirismo”,
es decir, mansos y trabajadores. Esta obra, recibida con loas por la opinión “culta”
fue propuesta incluso para ser erigida en “símbolo nacional”, optándose
finalmente por el Martín Fierro, a partir de la intervención de Leopoldo
Lugones en 1913 (Adamovsky 2019).
[4] La idea de una esclavitud local benigna, esbozada desde el
nacimiento mismo de la historiografía nacional, fue indagada en profundidad por
Rebagliati (2014).
[5] Archivo General de la Provincia de
Santa Fe (en adelante AGPSF), Actas Capitulares, 18-3-1727; IX f 383 a 384v. “El Alcalde 1º propone la construcción de un
fuerte en el puerto de la Bajada, a raíz de las muertes que causan los payaguáes”.
[6] Donde destacamos un primer pacto
acordado entre el cacique Yasú y el gobernador
Hernando Arias de Saavedra dado en la Bajada durante 1632 (Sallaberry
1926), y que el Cabildo santafesino otorgó en 1671 al Maestre de Campo
Francisco Arias de Saavedra una encomienda de “indios tocagues”
en el paraje llamado de “la Bajada” (Pérez Colman, 1930; Sors,
1981).
[7] Pérez Colman 1946, quien se basa en la
petición elevada al Virrey por parte de los vecinos solicitando la autonomía.
[8] Censo de 1820, resguardado en el
Archivo General de la Provincia de Corrientes
[9] Censo de 1824, resguardado en el Archivo
General de la Provincia de Entre Ríos (En adelante AGPER). Fondo de Gobierno,
Serie VII, Leg. 2.
[10] Relato publicado en El Nacional
Argentino Nro. 69, del 3 de enero de 1854
[11] La reconstrucción de la tenencia de dichos terrenos se encuentra
publicada por Ibañez (1989).
[12] AGPER, Fondo de Gobierno, Serie VII, Leg.
2.
[13] Archivo del Arzobispado de Paraná (en
adelante AAP), Nuestra señora del Rosario, Paraná, Difuntos 1861-1866, f.235.
[14]Defunción de María Olave: AAP, Nuestra
Señora del Rosario, Paraná, Difuntos 1861-1866, f.254. Matrimonio Casimira
Puentes y Juan Bautista Bustamante: AAP, Nuestra Señora del Rosario, Paraná,
Matrimonios, libro 3, f. 119. Bautismos hijos naturales de Casimira Puentes:
AAP, Nuestra Señora del Rosario, Paraná, Bautismos, libro 4, fs.33 y 131.
Matrimonio María Leonarda Avisú con Rosendo Aguiar: AAP,
Nuestra Señora del Rosario, Paraná, libro f. 58v.
[15] Las diversas interpretaciones de un “Libro de Fábrica” (resguardado en
el AGPER), donde se compaginaron fojas correspondientes a distintas obras
arquitectónicas, dieron pie a posiciones encontradas en torno al inicio del
proceso constructivo del edificio actualmente en pie a espaldas de la iglesia
San Miguel.
[16] AGPER. Hacienda. Serie VII, Carp.
2, Leg. 6. Paraná, Nomina de vecinos que gozan
alumbrado público, f.15.
[17] AGPER. Hacienda, Serie I, Caja 66, Leg. 4.
[18] Esta discusión, que parte de las ideas
en un principio contrapuestas de que la “cultura” de los africanos y africanas
traídos a América y sus descendientes habrían perpetrado prácticas y elementos
“africanos” o se habría desarrollado –a partir de la experiencia esclavista- un
nuevo sistema cultural y simbólico, se ha desarrollado desde la década de 1940.
Para el desarrollo de la Arqueología de la Diáspora Africana en Latinoamérica
se pueden consultar Singleton y Sousa (2009),
Mantilla Oliveros (2016), Sampeck y Ferreira (2020).
Para Argentina ver Schávelzon y Zorzi
2014; Zorzi (2015) y Stadler
(2015).
[19] Estos trabajos, entre los que
destacamos los desarrollados por Carlos Ceruti y
Daniel Schávelzon, fueron ya sintetizados por Schávelzon y Zorzi (2014), Zorzi (2015) y Mantilla Oliveros (2016). Podemos sumar aquí
a los realizados desde aquel año hasta la fecha en torno a Tucumán, Paraná y a
un objeto hallado en el Convento Santa Catalina de Buenos Aires (Chávez, 2017; Cirio, Schávelzon y Zorzi, 2019; Schávelzon, 2020)