Escritores
en la Revolución Cubana
Articulaciones
entre literatura y política en los años sesenta (1964-1966)
Writers in the Cuban
Revolution
Articulations between
literature and politics in the sixties (1964-1966)
,
Leonardo Martín Candiano
Instituto de Filología y Letras Hispánicas,
Facultad de Filosofía y
Letras,
Universidad de Buenos Aires (Argentina)
leonardocandiano@hotmail.com
Resumen
El artículo analiza los posicionamientos de
los escritores cubanos insertos en la Revolución respecto de su propio oficio
literario. Para ello focaliza en una serie de conversatorios y entrevistas
colectivas difundidas en los medios de la Revolución a mediados de los años
sesenta, en particular en las revistas Casa de las Américas y Bohemia.
De este modo, se pretenden definir dentro de
un período concreto los lineamientos a partir de los cuales los narradores y
poetas cubanos asumieron su práctica específica en articulación con su
integración en un proceso emancipatorio, lo cual derivó en replanteamientos y
quiebres respecto de concepciones tradicionales sobre la producción estética,
su autonomía y su vinculación con otras prácticas sociales.
En particular, se inquiere en los textos
“Conversación sobre arte y literatura” y “Entrevista”, publicados en Casa de
las Américas N° 22-23 de enero-abril de 1964 (número
dedicado a “La nueva literatura cubana”), y en “Literatura revolucionaria”,
aparecido en Bohemia el 22 de julio de 1966; todo lo cual dialoga críticamente
tanto con los rasgos salientes de la literatura cubana del período como con el
rumbo asumido entonces por el socialismo cubano.
Palabras
Clave
Literatura;
Revolución; Casa de las Américas; Intelectualidad; Realismo.
Abstract
The present article
analyses the positioning of Cuban writers immersed in the Revolution regarding
their own literary work. For such purpose, this study is focalized in a series
of collective conversatories and interviews spread
among the media of the Revolution in the middle of the sixties; especially the
magazines Casa de la Américas and Bohemia.
In this way, it is
intended to define, within a concrete period, the lineaments from which Cuban
narrators and poets assumed their specific practice in articulation with their
integration into an emancipatory process that derived in reconsiderations and
breaks related to traditional conceptions of the aesthetic production, its
autonomy and its connection with other social practices.
This work examines,
particularly, the texts “Conversación sobre arte y literatura”
and “Entrevista”, published in Casa de las Américas No 22-23 of January-Abril in 1964 (number
dedicated to “La nueva literatura
cubana”), and in “Literatura
revolucionaria”, appeared in Bohemia in July 22nd in
1966. This analysis has a critical dialogue both with the relevant features of
the Cuban literature of the period and with the path assumed then by the Cuban
socialism.
Keywords
Literature; Revolution;
Casa de las Américas; Intelectuality; Realism.
El surgimiento
de un movimiento literario y la gestión de la cultura en Cuba
Es prolífica la cantidad de estudios sobre Cuba que anclan su mirada en
la política cultural de la Revolución durante los años sesenta, (Fernández Retamar, 1967; Walsh, 1968; Rama,
1971; Quintero Herencia, 2002; Gilman, 2003; Rojas,
2006; Martínez Pérez, 2006; Pogolotti, 2006; Kohan,
2006; Guanche, 2006; Gallardo Saborido,
2009; Fornet, A., 2007; Artaraz,
2011, Fornet, J., 2013; Alonso, 2018; entre otros). En ellos, de forma abrumadora se estipula la existencia de un primer período que se inicia con la toma del poder
en enero de 1959 y se cierra aproximadamente entre febrero y abril de 1971 con
el encarcelamiento de Heberto Padilla y las resoluciones del Congreso Nacional
de Educación y Cultura que dieron origen a lo que Ambrosio Fornet
denominó Quinquenio Gris (1971-1976), una etapa caracterizada por una mayor
rigidez ideológica y por una regimentación de la práctica estética, rasgos que
ya se vislumbran con cierta elocuencia desde mediados de 1968 y cuyos primeros
antecedentes pueden rastrearse aún con anterioridad.
Por lo tanto, los años en los que se
circunscribe nuestro trabajo -1964/1966- constituyen un acotado momento dentro
de una etapa más extensa, que procura ahondar en fuentes directas muy poco
exploradas en búsqueda de un aporte a un mayor esclarecimiento de los debates
sobre prácticas, funciones y roles del intelectual en un contexto
revolucionario, así como en referencia a la articulación entre cultura y
política en la construcción del socialismo en Cuba.
Las fuentes seleccionadas presentan
intervenciones realizadas mayoritariamente por escritores integrados al proceso
revolucionario. De este modo, se indaga en reflexiones de la intelectualidad
cubana en relación a la gestación de una noción de literatura que forme parte
de la nueva cultura socialista. Se inquiere, con ello, en los fundamentos desde
los que se orientó la realización artística, impartidos por quienes
contemporáneamente producían su obra literaria.
Este período de los primeros doce años de la
Revolución no fue homogéneo ni unidireccional y estuvo atravesado por continuas
fricciones y búsquedas de síntesis. En su interior contrastan coyunturas
peculiares con prácticas dominantes diferenciables. Los lapsos más abordados
suelen ser el inicial de 1959 a 1961 que marca el fin de la dictadura de
Batista y llega hasta la declaración del carácter socialista de la Revolución,
y el final de 1968 a 1971 que expresa el comienzo de una etapa de mayor
alineamiento con la URSS. Ello fija un tiempo intermedio marcado por una serie
de polémicas públicas y por la reconsideración de la función intelectual, al
cual un sector de la crítica (Martínez Pérez, Artaraz,
Fornet, A., Alonso) desagrega entre el comienzo de
una pugna ideológica -que en lo cultural se expresó fundamentalmente en la
disputa entre los denominados “herejes” y los llamados “dogmáticos”
(1961-1964)- y el auge de una política más independiente de la Revolución
respecto de las potencias socialistas (1965-1968) (Guanche) que tuvo en el
Salón de Mayo de 1967 y en el Congreso Cultural de La Habana de enero de 1968
sus más elocuentes manifestaciones dentro del plano intelectual.
Roberto Fernández Retamar advirtió que estos
momentos si bien son definibles, también se contaminan
mutuamente ya que: “no se separan bruscamente ni, en rigor, se extinguen. (...)
Acaso podrían presentarse estas etapas como el predominio de unas fuerzas sobre
otras, pero no necesariamente como el exterminio de unas u otras” (1967: 13).
En el mismo sentido, Alonso sugirió la imposibilidad de aproximarse a la
cultura cubana de los sesenta: “fuera de sus contradicciones, de las
incertidumbres y los errores e incoherencias” (2018: 84). Por ello, aunque es
factible determinar tendencias dominantes, no puede obviarse la concurrencia de
otras -incluso antagónicas o incompatibles- que se despliegan
contemporáneamente, algunas con notoria vehemencia.
Esta complejidad originó conclusiones
críticas discordantes sobre la política cultural -y no solamente ella- en Cuba,
que enfatizan en aspectos diversos del quehacer intelectual, la práctica
estética y el papel de las instituciones creadas por la Revolución, no obstante lo cual los analistas coinciden en subrayar como
rasgo característico un redimensionamiento de la cultura desde un plano
político que le otorgó un lugar protagónico a los intelectuales y a su obra.
Es extensa la bibliografía que destaca en los
inicios de la Revolución Cubana una inédita propagación en la producción de
bienes simbólicos sostenida por la promoción de una amplia diversidad estética
(Fernández Retamar, Walsh, Rama, Martínez Pérez, Pogolotti,
Kohan, Guanche, Artaraz, Alonso). Esto se verifica al
comprobar el cobijo otorgado entonces en la isla a variadas tendencias
literarias a partir no solamente de difusión en medios oficiales y masivas
tiradas editoriales, sino también en los premios de instituciones como Casa de
las Américas y la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba -UNEAC-.
Esta caracterización es asumida incluso por
aquellos en cuya lectura se comprueba un agudo cuestionamiento del proceso
revolucionario, como es el caso de Rafael Rojas, quien determina la
instauración del socialismo en 1961 como el inicio de un “régimen totalitario”
(2006: 11) producto del “ordenamiento comunista” (2006: 17) y proclama que:
“Fidel Castro no era más que una réplica de Stalin con oratoria martiana y
gestualidad mussolinesca” (2006: 312). Más allá de
esta apreciación, parafraseada reiteradamente durante la totalidad de Tumbas sin sosiego, el autor acepta que:
“El nuevo poder de la cultura, en los años
60, siguió una lógica institucional y políticamente distributiva, que permitió
una década de intensa creatividad y pluralismo en la literatura, la música, el
cine y la plástica cubanas (...) facilitó la emergencia de instituciones tan
renovadoras como el ICAIC o Casa de las Américas y de publicaciones tan vivas y
polémicas como Lunes de Revolución, El Caimán Barbudo y Pensamiento Crítico” (2006: 449).
La sola enumeración de esas revistas da
cuenta de que la extensión temporal de esa amplitud que observa Rojas en la
producción artística cubana se desarrolla incluso más allá de la década que
enuncia el pasaje citado, pues va desde Lunes
de Revolución (1959/1961) a Pensamiento
Crítico (1967/1971), cubriendo los doce años de este primer período
revolucionario. De allí que aunque la tesis principal
que pretende sustentar sea que desde 1961 la presión del aparato cultural
estatal habría restringido la libertad estética, señale a la vez que:
“...todavía en La Habana de los 60 se podía soñar con una cultura crítica, refinada, que compartiera los valores socialistas de la
Revolución” (2006: 312). Similar propuesta se reconoce en Figuraciones del espacio. Letras e imaginario institucional de la
Revolución Cubana (1960-1971), de Quintero Herencia -texto que se detiene
fundamentalmente en la experiencia de Casa de las Américas-. Estos ensayos, si
bien concluyen en la emergencia de un antiintelectualismo
cubano que se distingue de las lecturas de Pogolotti,
Jorge Fornet, Ambrosio Fornet,
Kepa Artaraz, Néstor Kohan y Julio César Guanche[1], acuerdan
con ellos en remarcar la pluralidad en el área cultural. Es que desde su acceso
al poder y por lo menos hasta 1971, la Revolución agrupó a dispersos y en
ocasiones opuestos grupos intelectuales y le confirió al ámbito cultural una
heterogeneidad que se expresó con notoriedad en el terreno estético. Como
señala Pogolotti:
“El presente
reconstituía la tradición del pasado. El ballet y la danza contemporánea se
desarrollaban junto al Conjunto Folklórico Nacional. El teatro estrenaba a
Brecht y a Lope de Vega. Los libros recogían textos recién salidos del horno y
ponían en circulación lo mejor de la herencia literaria venida de todas partes.
En las artes plásticas, los salones rendían cuenta de la contemporaneidad y las
retrospectivas reconocían la vigencia de los fundadores de la vanguardia. Sin
olvidar a los clásicos, la música se lanzaba a la aventura de la
experimentación” (X).
Una derivación de lo
señalado fue la promoción de una
literatura gestada por autores pertenecientes a
camadas intelectuales diferentes,
con poéticas particulares distintas e influidos por
corrientes contrapuestas. La escritura artística contuvo y propagó prácticas
que fueron desde la constitución del Testimonio como género pos-novelesco
a partir de la obra de Miguel Barnet -Biografía de un cimarrón (1966)- hasta
la experimentación vanguardista de Reinaldo Arenas -Celestino antes del alba (1965)-, pasando por el despliegue
definitivo de lo real maravilloso en la novelística de Alejo Carpentier -El siglo de las luces (1962)-. Asimismo,
se diseminaron narrativas ligadas a estéticas reflejas como el realismo
tradicional en la obra inaugural de José Soler Puig -Bertillón 166 (1960)- o, ya a inicios de los años setenta, mediante la
incursión dentro del “realismo socialista” en autores como Manuel Cofiño López -La
última mujer y el próximo combate (1971)-. A ello debemos incorporar la
aparición de la “narrativa
de la violencia” con los cuentos de jóvenes como Jesús Díaz -Los
años duros (1966)-, Norberto Fuentes -Condenados
de Condado (1968)- y Eduardo Heras León -La guerra tuvo seis nombres (1966), Pasos en la hierba (1971)-, y a aquellos influenciados en parte
por el compromiso sartreano, como
Guillermo Cabrera Infante -Así en la paz
como en la guerra (1960)-, Lisandro Otero -La situación (1963), En
ciudad semejante (1970)- y Edmundo Desnoes -No hay problema (1961), Memorias del subdesarrollo (1965)-.
Entre estas obras, las novelas Bertillón 166, La situación y La última
mujer y el próximo combate, junto con los volúmenes de cuentos Los años duros y Condenados de Condado, recibieron el premio continental Casa de las
Américas en sus rubros, mientras que Los
pasos en la hierba obtuvo una mención especial en el mismo concurso. Celestino antes del alba y La guerra tuvo seis nombres, por su
parte, fueron galardonados en el premio nacional de la UNEAC.
Aunque no participaron de concursos y por lo
tanto no formaron parte de obras premiadas, la difusión masiva de El siglo de las luces, Memorias del subdesarrollo y Así en la paz como en la guerra generó
que se convirtieran en íconos de la literatura cubana del período. A modo de
ejemplo podemos señalar que el libro de cuentos de Cabrera Infante logró en tan
solo su primer mes de publicación acceder a su tercera edición, y que la novela
de Desnoes motivó la producción de la que es
considerada la película más importante de la historia de Cuba, Memorias del subdesarrollo (1968),
dirigida por Tomás Gutiérrez Alea (con el propio Desnoes
como guionista). Respecto de la novela de Carpentier, se trató de la primera
obra que editó el por entonces más relevante escritor cubano -y probablemente
uno de los principales ya en todo nuestro continente- desde el comienzo de la
Revolución, y su recepción fue desde un inicio universal.[2]
Cabe destacar, además, que todos estos
autores nombrados -a excepción de Carpentier- publicaron por primera vez un
libro en Cuba a partir del triunfo de la Revolución, y muchos de ellos no
llegaban a los 30 años de edad al momento de la salida de las obras
mencionadas.[3]
Tal diversidad de poéticas funcionando
simultánea y masivamente en Cuba no fue un mero producto de orientaciones
particulares de ciertos escritores, sino que recibió el espaldarazo de
instituciones y de políticas editoriales que distinguieron y difundieron tales
propuestas convirtiéndolas en potenciales modelos en el marco de la creación de
un original movimiento literario nacional.
A partir de lo expuesto, se advierte que las
palabras vertidas por los cineastas cubanos en su documento público de 1963
divulgado en La Gaceta de Cuba
respecto de la necesidad de una coexistencia de ideas y tendencias estéticas
como condición para el desarrollo del arte (Pogolotti,
2006), fue asumido dentro del ambiente literario. Resulta evidente que tal
convivencia se convirtió en más de una ocasión en lucha abierta y en debate
público, sin excluir concretas situaciones polémicas realizadas coyunturalmente
por algunas instituciones, como la actitud de la UNEAC en la edición de su
premio nacional de 1968 ante la decisión del jurado de coronar el poemario Fuera de juego de Padilla y la obra
teatral Los siete contra Tebas de Arrufat. Algo similar podemos señalar, ya fuera del ámbito
literario, respecto de la prohibición del documental PM por parte del ICAIC en 1961, así como del cierre de la editorial
El Puente en 1965.
Sin embargo, durante esta trayectoria de más de una década los debates
públicos en medios oficiales y la amplitud estética hegemonizaron la práctica
revolucionaria. La compilación realizada por Pogolotti
en Los polémicos sesenta otorga un
muestrario representativo de ello en el lapso 1963-1966, lo que otorgó
continuidad al afán polemista que nutrió las páginas del primer magazine
cultural que fundó la Revolución Cubana, Lunes
de Revolución, desde el que sus referentes se enfrentaron a grupos
intelectuales igualmente integrados al proceso, tanto a la ortodoxia comunista
agrupada en el periódico Hoy y en el
Consejo Nacional de Cultura como a los ex origenistas -cuyo espíritu notaban
presente en la Nueva Revista Cubana nacida
prácticamente al mismo tiempo que Lunes-
y a la dirección del ICAIC (Estupiñán, 2015).
De allí que lejos de notar una homogenización
a partir de la instauración del socialismo en Cuba en 1961, Pogolotti
postule la existencia de un “policentrismo” institucional
en la isla durante los años sesenta que permite comprender la heterogeneidad de
la práctica artística en esta etapa, algo semejante a la noción de “soberanía
múltiple” que describe Martínez Pérez en el terreno cultural para describir los
rasgos identitarios del período. Esto es, la presencia dentro de la
organización de la cultura cubana de variados grupos de acción intelectual que
promovieron producciones y acciones diferenciadas dentro del proceso
revolucionario, lo que incluyó espacios de formación, orientación, producción,
difusión y crítica sostenidos con lineamientos discordantes entre sí.
Si advertimos que Cabrera Infante[4] fue el
director del popular magazine cultural Lunes
de Revolución al momento de la salida de Así en la paz..., que Jesús Díaz lo era de El caimán barbudo meses después de su premiación en Casa de las
Américas, que el poeta Roberto Fernández Retamar ocupó ese mismo lugar en Casa desde 1965, que Carpentier comandó
la Editorial Nacional de Cuba desde su fundación hasta 1966, que desde 1964
Lisandro Otero se convirtió en el vicepresidente del Consejo Nacional de
Cultura -cuya Dirección de Literatura y Publicaciones era ejercida por José
Lezama Lima[5]-; se
vislumbra que los escritores detentaron un activo rol no solo en el terreno
específicamente literario sino también en la gestión cultural y en la
constitución desde ella de un nuevo intelectualismo integrado al proceso
revolucionario. Mucho más aún si incluimos en este listado a otros reconocidos
autores como Cintio Vitier,
Director de la Nueva
Revista Cubana e investigador de la Biblioteca Nacional, o Nicolás Guillén,
presidente de la UNEAC. De allí que el propio Retamar reconozca que en Cuba fue la propia Revolución la que creó las bases para la existencia de
una sociedad intelectual en el país
(Dalton et al, 1969).
Este rasgo del proceso intelectual de la isla
encontró a mediados de los años sesenta un tiempo de afianzamiento. Señalado
como el “cenit de la política independiente del socialismo cubano” (Guanche,
2008: 62), desde 1964/65 hasta 1968 Cuba vivió su auge heterodoxo[6].
Documentos como “El discurso de Argel” y El
socialismo y el hombre en Cuba (ambos de 1965) de Ernesto Guevara, la
aparición pública del grupo del Departamento de Filosofía de la Universidad de
La Habana -a través de su decisión de dejar de utilizar manuales de procedencia
soviética en la formación marxista (1964), la fundación de El caimán barbudo (1966), Pensamiento
Crítico (1967) y Referencias
(1967), y la decisión del liderazgo político de encomendarle la dirección del
Instituto Cubano del Libro (1967)-, la organización de la Conferencia
Tricontinental (1966), de la OLAS (1967) y el éxito del Congreso de La Habana
de 1968, así como el deterioro de la corriente ortodoxa evidenciado en las
consecuencias del Caso Marcos (1964), el cierre de las Escuelas de Instrucción
Revolucionaria dirigidas por militantes del antiguo Partido Socialista Popular
(1967) y la desaparición de las revistas Mella
(1965), Cuba Socialista (1966) y Teoría y Práctica (1967) -todas
sostenidas por integrantes del antiguo destacamento político del marxismo
influenciado por la URSS-, muestran que la Revolución potenciaba su identidad
rebelde y que las palabras del Che al afirmar que la cubana era una revolución
contra las oligarquías pero también contra los dogmas revolucionarios se
confirmaban a través de prácticas concretas. Como expuso en aquellos años
sesenta Edmundo Desnoes: “una de las
virtudes de la revolución ha sido dinamitar los esquemas, explorar, inclusive a
riesgo de equivocarse, pero nunca corriendo el más terrible de los riesgos:
anquilosarse. Y la cultura no es una excepción” (Dalton et al, 1969: 149).
Dentro de ese específico tiempo histórico se encuentran los textos que
analizaremos a continuación.
Posicionamientos
públicos en Casa
En este contexto, las numerosas publicaciones
oficiales cubanas fueron caja de resonancia de una actitud que identificaba a
la práctica política, a las ciencias sociales y a la producción artística. Casa de las Américas fue la más
relevante, aunque no la única.
La centralidad de esta institución y de su
órgano de difusión es ampliamente reconocida hoy día hasta considerarla el
principal ícono de la cultura cubana. Quintero Herencia ha destacado que la
revista: “puede ser leída como la bitácora pública de un itinerario intelectual
en la que se fueron cifrando estrategias de autodefinición de un campo y de una
institución cultural latinoamericana” (56). De allí la trascendencia de
recuperar las intervenciones que de ella emanan.
En el número doble 22-23 perteneciente a los
meses de enero-abril de 1964 la publicación dirigida por Haydeé
Santamaría difundió dos documentos que permiten explicitar cómo la
intelectualidad cubana pensaba la articulación entre literatura y revolución
mientras dirigía las nuevas instituciones estatales, problematizaba la
concepción y la función misma del intelectual y producía su obra. Uno de ellos fue “Conversación sobre arte y literatura”, versión
taquigráfica de una mesa redonda organizada por Casa de las Américas y
protagonizada por el novelista Lisandro Otero, el músico Hugo Blanco y los
poetas Roberto Fernández Retamar y Luis Suardíaz. El
otro texto fue una entrevista colectiva realizada a trece jóvenes escritores.
En la mesa redonda, Otero explica la precaria realidad cultural cubana
previa a 1959 y cómo a partir de allí los artistas encontraron un camino para
su desarrollo. Si la posibilidad de publicar en Cuba era prácticamente nula
hasta la llegada de la Revolución, Retamar afirma que desde entonces lo
referente al arte y a la literatura pasó a estar en manos de los escritores y
artistas, algo que en concreto desarrollaron las intervenciones de Blanco al
referirse a la música y de Otero y Suardíaz en lo
concerniente a la política editorial y al rol de los artistas en los organismos
en los que desplegaban labores de administración, gestión y promoción de
actividades, como por ejemplo la Dirección General de Música, la Editorial
Nacional o la editorial de la UNEAC.
Pero para estos intelectuales, la especificidad del arte no se resuelve
con la integración de artistas en la gestión de la cultura, sino por la manera
de enfrentar los problemas que se arrastran en el área. Otero determina que la
escasa experiencia estética del pueblo cubano complejiza la producción. Suardíaz, por su parte, rescata el clima polémico y la
amplitud que recorre la isla:
“nuestra incipiente industria gráfica … contempla en este año la edición
de literatura de más de un millón de ejemplares, y como decía Lisandro, de
autores muy variados que van desde Maquiavelo a Conrad, de Poe a Flaubert, para
citar algunos nombres, y que hemos vertido en nuestra Editorial realizaciones
que contemplan los latinoamericanos, los universales y los cubanos, y autores
técnicos, cuyos libros utilizamos en especialidades, ya que entendemos que la
cultura no está supeditada a un país, a una época, a uno u otro escritor,
queremos que nuestro pueblo esté en contacto con la cultura universal en todas
en todas sus manifestaciones” (1964: 136).
Este posicionamiento sobre la cultura universal como patrimonio de toda
la humanidad y que por lo tanto la sociedad cubana recién alfabetizada posee el
derecho a su acceso, es reforzado por otras intervenciones. Retamar propone que
el criterio cultural y educativo de la Revolución es el de difundir y enseñar
lo que se considere de mayor calidad: “lo mismo Leonardo que Picasso, lo mismo
Maquiavelo que Steinbeck, quienes acaban de ser publicados por la Editorial
Nacional en ediciones populares, para las masas” (Retamar, 1964: 132). Ante
posturas que cuestionan el hermetismo de determinado arte o el anacronismo de
producciones de siglos previos, remarca: “no es una cuestión de que al hombre
por naturaleza le sea más fácil el arte de una época que el arte de otra época.
Todas las artes son difíciles. Por naturaleza, a nadie le es fácil un arte u
otro; todas suponen una enseñanza” (130). Por lo tanto, si todo supone una
enseñanza es preferible educar a partir de las obras de mayor calidad y
complejidad existentes, ya que en ellas se obtiene una experiencia estética más
acabada. Blanco confirma que estos lineamientos no corresponden solamente a un
escritor o a un área cultural de la Revolución, sino que forman parte de una
política de Estado. Refiriéndose estrictamente al ámbito musical en el que trabaja,
indica que las técnicas no poseen partido político ni patria, y que todas deben
ser aprovechadas por el pueblo cubano:
“Los compositores que nos dedicamos a la música culta o como quiera
llamársele, seguimos trabajando hacia adelante en cuanto al empleo de las
nuevas técnicas, sin volver hacia atrás. … Ahora yo, por ejemplo, estoy
componiendo “música concreta”, porque nuestros guajiros, nuestros obreros
seguramente querrán escucharla algún día. Es decir, que no creemos necesario
acudir a técnicas ya caducas basados en el prejuicio de que “eso es lo que le
gusta al pueblo”. … Nosotros no creemos que las técnicas musicales tengan
partido o patria. Todas ellas, dondequiera que hayan surgido, son patrimonio de
la humanidad y están supeditadas y son dóciles a la voluntad del hombre que las
maneja” (Blanco, 1964: 134).
Blanco rememora la experiencia realizada por la Dirección General de
Música al brindar conciertos en granjas colectivas y fábricas. En esos
encuentros con obreros y campesinos las piezas de Mozart, Stravisnki
y Bach fueron las que más gustaron al ser oídas por primera vez, lo que lo
lleva a pensar: “en lo peligroso que resultaría que un grupo de personas,
reunidas en un despacho, se pusieran a determinar qué música prefiere el
campesino, qué música prefiere el obrero” (133). Esta afirmación no dista de la
que hará célebre Ernesto Guevara en El
socialismo y el hombre en Cuba un año después, según la cual lo que suele
creer un funcionario sobre lo que es capaz de entender el pueblo no es más que
lo que el funcionario de turno entiende y no lo que efectivamente el pueblo
puede llegar a comprender. Esa falta de
audacia que el Che les endilga muchas veces a los propios revolucionarios
en el terreno de las ideas es lo que estos intelectuales pretenden zanjar con
tales posicionamientos.
Sin embargo, el diálogo entre una elite intelectual ya establecida y un
pueblo que recién está alfabetizándose continúa siendo un problema a abordar.
Ante ello, Retamar se pregunta qué es escribir para las masas. Si bien considera
apropiado realizar tal interrogación, advierte que no resuelve en sí ningún
problema, ya que si los sectores populares no saben
leer, esgrimir que se escribe para ellos resulta una falsedad: “Yo vuelvo a
citar esta idea marxista que me parece excelente: el hombre es, antes que nada,
una posibilidad. Nosotros escribimos para la mejor de esas posibilidades”
(Retamar, 1964: 132).
Algo semejante expresa Otero. En primer lugar, comprende que revertir el
empobrecimiento educacional y de formación cultural en el que el capitalismo
sumió al pueblo cubano es uno de los objetivos que la Revolución se propuso.
Ante esa necesidad de elevar el nivel formativo general, la producción de obras
cada vez más complejas es indispensable para trascender cualquier estancamiento.
Se deben promover, por lo tanto, acciones y producciones destinadas a que el
pueblo aprecie cada vez en mayor número el arte en sus más variadas formas para
restringir la posibilidad de anquilosar el desarrollo de la conciencia -en este
caso, estética- y del pensamiento crítico. Ante ello, sugiere difundir
distintas tendencias artísticas para que el gusto estético se desarrolle. Esta propuesta se percibe en la práctica
editorial y en la política de premiación de obras de esos tiempos, que como mencionamos
en el primer apartado incluyeron desde la poética vanguardista de Arenas a la
realista de Soler Puig, desde el testimonio de Barnet
a lo real maravilloso de Carpentier.
No obstante, Otero considera que para lograrlo se requiere una ligazón
entre artista y pueblo, un diálogo que aún está en ciernes y que es imperioso
expandir. Por eso la labor del escritor cubano resulta doble: por un lado,
producir una obra de la mayor calidad posible; pero, a la vez, realizar otra
clase de textos ligados a la divulgación y el combate urgente, lo que requiere
de mayor comunicabilidad y de una accesibilidad masiva inmediata. Se trata de
dos funciones diversas pero presentadas como convergentes: preparar con su obra
al lector futuro y promover un vínculo actual con la incipiente masa de
lectores que surge en la isla, lo que deriva en la expansión de los roles del
intelectual:
“En el caso de los escritores cubanos, se está tratando de hacer una
obra de calidad, una obra seria, profesional. Al mismo tiempo, todo escritor
cubano realiza otro tipo de trabajo que es una obra de divulgación, de combate,
accesible al pueblo al nivel en el cual fue dejado por la burguesía, al nivel
que tiene ahora. Eso quiere decir, por ejemplo, en el caso de los poetas, que
han creado textos para himnos revolucionarios, cuya música ha sido escrita por
compositores sinfónicos. Los dramaturgos, aparte de hacer su obra de calidad,
elevando el nivel, han hecho pequeñas obras de un acto, muy sencillas, que
pueden ser llevadas al campo y a las industrias. Los pintores, al mismo tiempo
que siguen desarrollando su pintura, han hecho afiches revolucionarios y
carteles” (Otero, 1964: 132).
Por todo lo antedicho, esta mesa redonda ofrece un balance de la
situación de la cultura cubana en el primer lustro de la Revolución y las
diferencias entre la política de ese momento y la previa al triunfo
revolucionario. A su vez, demuestra la integración de escritores y artistas en
el andamiaje cultural creado a partir de 1959, y desde ese espacio ofrece la perspectiva
de una serie de intelectuales sobre la política a desplegar en el área, que
sintéticamente podemos describir como de sostenimiento de una diversidad
estética, profundización de la experimentación, democratización de la práctica
y de la enseñanza artística y ampliación de las funciones del intelectual. Por
último, se busca quebrar el hiato entre elite cultural y pueblo recién
alfabetizado, por lo que se aspira a lograr una mayor comunicabilidad que no
vaya en detrimento de la experimentación sino que
coexista con ella. Así se debe garantizar la heterogeneidad de formas estéticas
mientras que el escritor no solo tiene que pensar en su obra, sino también en
la difusión de la misma, en la formación del pueblo, en el despliegue de la
revolución y en la confluencia de su especificidad escrituraria con otras
prácticas en el extenso campo de la construcción del socialismo en un país
denominado subdesarrollado.
La voz de la nueva literatura cubana
En el mismo número, Casa publicó
una entrevista colectiva realizada a jóvenes escritores: Humberto Arenal,
Calvert Casey, Abelardo Piñeiro, Rogelio Llopis, Luis Agüero, Barnet, Luis Marré, Desnoes, Noel
Navarro, Otero, José Lorenzo Fuentes, Fernández Retamar y Sarusky
respondieron siete preguntas sobre el vínculo entre práctica estética y
Revolución.
En líneas generales, las respuestas muestran homogeneidad, lo cual no
resulta extraño debido a que varios de ellos provenían de la experiencia de Lunes de Revolución. Este hecho, además,
refuerza la idea de que en Casa
encontraron dentro de este sector a aquellos escritores que les resultaban más
cercanos en términos estéticos y políticos (Quintero Herencia; Gilman).
Todos coinciden en señalar la importancia de la Revolución en sus
proyectos creadores. Sin ella, los interrogados sienten que no existirían
dentro del ámbito intelectual. Arenal afirma que fue la Revolución quien le
brindó los medios materiales para difundir su obra, ya que por un lado le
permitió editar sus textos y por el otro está creando un público lector. Así,
la Revolución le permitió convertirse en escritor profesional al generar las
condiciones de posibilidad de un movimiento literario en la isla. Similar respuesta dieron Llopis y Agüero. El primero al
indicar que es parte de un grupo de escritores que sin la Revolución aún
estarían ansiando publicar un libro; el segundo al reforzar la idea del nuevo
receptor de sus obras cuando propone como principal forma en que la Revolución
afectó su literatura el hecho de que ahora la gente de Cuba lee los libros que
él escribe. Desnoes considera que la Revolución
transformó su concepto de la literatura al descubrirle la importancia del otro,
en este caso puntual, del lector. Sin bien se diferencia al sostener que este
intercambio entre autor y lector no ha madurado lo suficiente, considera que la
Revolución logró generar las condiciones necesarias para que eso se realice.
Del mismo modo, Retamar esgrime sentirse “más vinculado, más escuchado” (1964:
148) gracias a la Revolución, y Sarusky establece que
la antigua “comunicación imposible entre el pueblo y el creador” (1964: 149)
ahora es una realidad.
Resulta notorio que la política revolucionaria de fundación de revistas,
editoriales, instituciones, premios y concursos, así como el proceso
alfabetizador, las escuelas de arte, los movimientos de aficionados, la
conformación de la UNEAC y el clima socio-cultural que respiraba la isla,
constituían un acervo novedoso y enriquecedor para los escritores cubanos; los
cuales, parafraseando a Sartre, empezaban a intuir que el público virtual al que idealmente se dirigían se convertía en un público real al que aspirar.
Otro lineamiento establecido por diversos escritores fue el de
considerar que la Revolución provocó una transformación de sus conciencias que
conllevó un cambio en sus nociones sobre lo estrictamente literario. Esto es,
lejos de cualquier invasión de lo
político sobre un presuntamente aséptico campo intelectual -noción presente en
la lectura de Rojas y en la de Quintero Herencia-, el advenimiento de un proceso
tan raigal como el que estaba desplegándose en Cuba generó originales
perspectivas dentro del ámbito literario que debían, por lo tanto, pensarse a
partir de sus propia lógica y tradición. Nace entonces un momento de búsquedas
y de apuestas por nuevas síntesis, de intenciones de construir un renovado
lenguaje literario que plasme la transformación de valores, visión de mundo,
mirada sobre el ser humano, experiencias, función social de la práctica
intelectual, entre otras.
Que estas consideraciones no fueron pensadas en detrimento de la
autonomía de la literatura se advierte en la respuesta de Desnoes,
cuando establece: “la revolución nada tiene que ver directamente con la
literatura. Son dos fenómenos que existen únicamente remitidos al hombre (…) Es
una relación dialéctica cuyo centro de comunicaciones es el hombre” (1964:
145). Casey, por su parte, marcó que la Revolución le ha hecho pensar que los
escritores deben hacer la revoluciones desde la literatura, y Llopis que la
Revolución le dio la oportunidad de publicar sin tener que encerrarse en una
estética determinada.
En otro aspecto en el que hay homogeneidad es en el de certificar la
existencia de una lucha generacional al interior de la cultura cubana, matizada
por la unidad dentro del proceso revolucionario de diferentes grupos etarios
pero palpitante en todo momento. Teniendo en cuenta que todos los entrevistados
son jóvenes, se postulan como quienes han llegado para ocupar el espacio que
sus antecesores se niegan a abandonar, por lo que allí radica un conflicto de
inevitable desarrollo.
Todos, a su vez, descartan la existencia de temas específicos a los que
abocarse, aunque evidencian que los sucesos revolucionarios generan tal
conmoción que se tornan muchas veces en contenidos inexorables de sus obras. La
Revolución los ha transformado, les dio una misión, diariamente los convoca en
sus revistas, instituciones, labores voluntarias en el terreno productivo y
militar. La Revolución se funde con sus vidas, y su escritura lo asume.
Coherentemente con lo expuesto sobre la inexistencia de temas
específicos, prácticamente ninguno sostiene que el realismo concebido
tradicionalmente deba ser la estética de la Revolución; aunque, por lo mismo
del vínculo gestado con el proceso en curso, les resulta ineludible
problematizar la representación literaria de lo real. Para Arenal, el realismo
no es más que un punto de partida, ya que lo importante es lo que el artista
hace con la realidad. Casey, Piñeiro y Barnet
amplifican el concepto hasta excluirle todo límite. Para el primero: “significa
todo, porque lo subjetivo es tan objetivo para el individuo como el mundo
exterior” (1964: 140), mientras que para el segundo es: “todo lo que tiene
relación con la conciencia o los sentidos, desde un perro hasta el sueño de un
borracho” (140). Para Barnet, finalmente: “tan
objetivo es un fenómeno de neurosis con sus consecuentes alucinaciones como el
conjunto de las motivaciones que incitan la acción del hombre” (143).
En la misma línea, Llopis dirá que: “a menudo la imaginación que inventa
mundos, personajes, experiencias o situaciones irreales crea símbolos que ponen
al lector en contacto mucho más estrecho con la realidad” (141), y Agüero
sostiene: “para el arte puede ser bien real que el revólver de Durango Kid dispare 200 tiros seguidos o que un hombre se pase la
vida entera tratando de entrar a un castillo” (142). Dentro de similar tónica, Desnoes sugiere que un escritor comprende el realismo
cuando logra descubrir la mayor cantidad de relaciones posibles entre elementos
aparentemente caóticos dentro de una experiencia humana. Fuentes dirá que la
realidad es infinita al igual que los medios para expresarla, y Sarusky, más allá de admitir la existencia de escuelas
realistas y naturalistas, postula que éstas no pueden agotar el problema, ya
que: “la realidad no es una mariposa inmóvil clavada en la vitrina de algún
coleccionista” (149).
Sin haber formado parte de esta entrevista porque su primera obra se
conoce recién un año después, estos lineamientos coinciden con los que expone
Arenas en el reportaje que le realiza Barnet y que se
publica en La Gaceta de Cuba en 1967.
Allí, ante la pregunta
irónica sobre si su imaginativa y experimental novela Celestino antes del alba es rigurosamente
autobiográfica, el autor responde:
“Sí, en lo que respecta a la aparición de las
brujas y los duendes, los primos muertos, el coro de las tías infernales, el
acoso de infatigables hachas, los desplazamientos del personaje hacia la luna
(huidas) sin obtener resultados ventajosos. Es autobiográfico también el
ambiente, la brutal inocencia con la que se expresan los personajes (…) ¿acaso
lo imaginado no es un reflejo de la vida misma?” (Barnet,
1967: 21).
Como se observa, los jóvenes escritores cubanos alientan el carácter
dinámico del realismo, abogan por un realismo abierto, plural y multiforme dentro del que se introduce la invención, los
sueños y las más inusitadas fantasías, pues éstas forman parte del mismo mundo
que los acontecimientos vividos. Un realismo que
incluya la experimentalidad en el sentido en el que
lo concebía Bertolt Brecht (1984) al vincularlo con los avances formales vanguardistas
desarrollados en los años veinte en Europa occidental y al proponerlo desviado
de la mímesis, porque una obra literaria no debería disimular el artificio a
través del cual se compone. Esa es su
realidad, lo primero que un texto literario no debe falsear.
Particular atención merecen las respuestas sobre la función del escritor
en la sociedad revolucionaria. Aquí las perspectivas resultan dispares y se las
puede dividir en tres grupos. Por un lado, los asentados en la autonomía
literaria restringen la función del escritor a su acto esencial de escritura;
por otro, aquellos que integran a la función propia que cataloga su oficio la
de participar activamente en la construcción de la nueva sociedad; finalmente,
los que sostienen que se debe convertir la escritura en un acto pedagógico y
propagandístico al servicio de la Revolución. Así, si un sector se concentra en
la renovación estética como expresión de una nueva subjetividad que está
naciendo gracias a la Revolución -con lo que se estaría manifestando en la
producción literaria la revolución que ya se inició en otros planos sociales-,
otro grupo encuentra que el contexto agrega nuevas funciones para el escritor
sin que por eso se pierdan las anteriores; posición semejante a la generada en
la mesa redonda anteriormente analizada. El tercer sector subsume la labor a lo
literario tal como el primero, pero imponiéndole contenidos y orientaciones que
no emanan de las necesidades de la obra sino de algo ajeno a ella, como si lo
literario sólo pueda contemplar la Revolución, como si la Revolución fuera una
exterioridad que a lo sumo se puede alabar, pero de la que se está al margen.
Desde esta última perspectiva, pareciera que la
transformación socialista la realizaran los dirigentes, los obreros y los
campesinos, y que luego el escritor debe llegar para contar eso, para que otros
lo conozcan. La cultura se considera, así, un epifenómeno derivado de otra
cosa. El escritor será, entonces, el que narre la Revolución que otros hacen.
Particularmente, mientras Desnoes, Agüero,
Fuentes y Casey coincidieron en afirmar que el único deber del escritor en la
Revolución es escribir; Retamar y Llopis incorporaron a ello la participación
en la construcción revolucionaria como cualquier otro ciudadano. Navarro y
Piñeiro, sin embargo, notan que la tarea del escritor está ligada a representar
la lucha revolucionaria, imponiendo criterios educativos y comunicativos como
esenciales. Navarro sostiene que se debe reflejar en la obra a la Revolución que
se está viviendo, y Piñeiro que desde el arte se tiene que contribuir a que las
masas tomen conciencia de su actuación revolucionaria y a que se comprenda la
revolución. Así, la literatura se convierte en una herramienta secundaria y
auxiliar de otras prácticas sociales.
Finalmente, resulta iluminador el listado de escritores que interesan a
los entrevistados. Por un lado, la diversidad de autores nombrados muestra la
amplitud estética de esta camada de artistas. Por el otro, se observa que en
esa variedad se reiteran algunos apellidos que de por sí establecen criterios
estéticos de los creadores cubanos. Kafka y Joyce fueron los más nombrados, en
seis ocasiones cada uno. Le siguieron Dos Passos y
Sartre con cuatro menciones: Proust, Hemingway, Faulkner, Vallejo y Borges
obtuvieron tres: Thomas Mann, Henry Miller, Aldoux
Huxley, Elliot, Aragón y Neruda dos; mientras que Chejov, Eugene O´neill, Maiacovski, Camus,
Hesse, Cendrars, James, Wolfe, Lawrence, Gide, Durrenmatt, Kerouac, Fitzgerald,
Chandler, Tenesse Williams, Ginsberg, Cesaire, Eluard, Brecht y Robbe Grillet una.
Esta mera enumeración llamaría la atención de quienes sustentan la
teoría de la sovietización de Cuba a partir de 1961 pues, salvo Maiacovski, no existen autores soviéticos aquí. También lo
haría el hecho de que se reivindica la literatura norteamericana a la vez que
se le endilga una poderosa potencialidad creativa a literatura policial y a la
de Ciencia Ficción, comúnmente considerados géneros menores ligados al
comercialismo.
La publicación de esta entrevista colectiva muestra que mayoritariamente
los jóvenes escritores se orientaban hacia una articulación entre literatura y
revolución que no subordinara el primer término ante el segundo, defendiendo la
autonomía del quehacer estético sin por ello eludir la nueva responsabilidad
del escritor en la construcción revolucionaria. La posibilidad de ensanchar el
conocimiento del hombre a partir de experimentaciones estéticas y ofrecerlo al
resto de la sociedad era considerada la expresión más cabal de la llegada de la
Revolución a la literatura. Sin embargo, esta perspectiva no era absoluta, y
hubo quienes analizaron la creación literaria mediante criterios antagónicos a
estos, posición que hacia fines de los años sesenta se volverá mucho más influyente
hasta convertirse en hegemónica en los setenta.
Los escritores en Bohemia. Literatura y revolución
Año y medio después, otra entrevista colectiva retornará sobre ejes
semejantes desde la revista Bohemia,
histórica publicación cubana nacionalizada en 1960.
Esta encuesta giró en torno a la articulación entre literatura y
revolución, la representación realista y la realización de un balance de la
producción cultural en los siete años pasados desde el triunfo revolucionario.
Realizada a doce intelectuales cubanos pertenecientes a diversas camadas -los
más veteranos Carpentier, Portuondo y Guillén; los contemporáneos a los líderes
revolucionarios Desnoes, Sarusky,
Padilla, Alfredo Guevara, Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Otero y Fornet; más el joven Jesús Díaz, perteneciente a la
considerada primera generación formada intelectualmente dentro de la
Revolución- ofrece un panorama abarcador respecto de las posturas que la
intelectualidad local iba asumiendo a medida que avanzaba el proceso.
La primera de las preguntas -¿Qué entiende
usted por literatura revolucionaria?- exhibe posturas encontradas. Guillén y Portuondo sobre todo, pero también Carpentier, cada uno a su
modo y con posiciones particulares, sostuvieron criterios semejantes en torno a
pensar la práctica literaria revolucionaria como un producto derivado de la
acción política insurreccional y del posicionamiento ideológico del autor;
mientras que, también con sus matices y divergencias propias, Alfredo Guevara,
Otero, Padilla, Fernández Retamar y Sarusky
ofrecieron una visión más arraigada en la especificidad estética. Si Guillén
afirmó: “la literatura revolucionaria es aquella que denuncia la injusticia
económica, sirve a los intereses de quienes son víctimas de esa injusticia y
expresa la necesidad de un cambio violento y progresista de las relaciones
entre explotados y explotadores” (Guillén, 1966: 22); Portuondo entendió por
literatura revolucionaria: “aquella que refleja la nueva realidad
revolucionaria y expresa una concepción del mundo marxista-leninista” (1966:
24). Carpentier se inscribió en la misma línea al plantear como tal a: “toda
literatura que refleje un proceso revolucionario que haya acontecido realmente”
(1966: 22).
En contraposición, una serie de escritores y críticos centró su
fundamentación en lo estrictamente estético. Padilla fue quien lo explicitó al
establecer que por literatura revolucionaria se debe entender: “La que lleve a
cabo transformaciones tan importantes en lo literario como las que una
revolución político social produce en cualquier sitio y época” (1966: 26). Para
sustentar su postura, niega que el tema revolucionario sea obligatorio al
ironizar sobre la obra de Guillén, mucho menos revolucionaria desde su
concepción que la de Rimbaud.
Alfredo Guevara -el único entre los doce entrevistados que no era
escritor, sino director del Instituto Cubano de Artes e Industrias
Cinematográficas- contempló la necesidad del compromiso de la obra con su
contexto histórico y social, lo que supone trascender no solo los marcos
ideológicos previamente hegemónicos, sino también las concepciones estéticas de
tiempos pasados, incorporándolas en una nueva e integral producción. Una
literatura revolucionaria debe ser contemporánea a su tiempo, afirmó, y aceptar
los riesgos que ello contiene, que son los de encarar la: “ruptura y superación
del pasado histórico, de las formas sociales que le representan y de las
estructuras ideológicas, inclusive artísticas, que le resultan naturales” (A.
Guevara, 1966: 23). No se trata de hacer del arte una propaganda ni hacer una:
“apología de la actualidad inmediata, contingente [sino] descubrir la sustancia
de nuestra época, y de aproximar, con este sólo acierto, la que prepara su
llegada. Esa contemporaneidad tendrá que ser, pues, no sólo ideológica, en un
sentido lúcidamente político, sino también, e imprescindiblemente, artística”
(A. Guevara, 1966: 23). Similar conclusión ofreció la mirada de Otero al
indicar que la literatura revolucionaria debe aportar soluciones originales a
los problemas de la creación artística, por lo que tiene que ser novedosa en el
terreno formal, a la vez que se orienta a reflejar transformaciones
individuales y colectivas en el marco de un proceso social. De este modo
pretende una apretada síntesis entre lo técnico y lo ideológico.
Sobre la contemporaneidad de la obra con su contexto revolucionario se
desplegó el pensamiento de Sarusky y, con una tónica
más militante, el de Díaz. Este último remarcó que una literatura
revolucionaria en Cuba debe tener como universo,
como fermento y como asunto a la propia Revolución, y que el
creador tiene que sumarse de manera militante a la construcción de la nueva
sociedad para así poder narrar desde
adentro los sucesos. Pero a la vez, en semejanza a lo expuesto por Otero,
Guevara y Sarusky, plantea que debe estar a tono con
su contemporaneidad. Como vemos, Díaz también parece buscar un equilibrio entre
ambas posturas, pues si por un lado exige la incorporación temática de la
Revolución, por el otro agrega la necesidad de contemporaneidad en términos
formales, lo que evidencia una crítica al realismo socialista y al tradicional.
Sus cuentos de Los años duros en gran
medida manifiestan esta propuesta.
Fernández Retamar evadió la discusión contenidista,
a la vez que se acercó a la mirada de Díaz respecto de la necesaria militancia
del artista a partir de una postura tautológica: “la literatura revolucionaria
es aquella realizada por los revolucionarios (25)”. Afincada en una perspectiva
que matiza esa afirmación se encuentra la postura de Desnoes
respecto de que la literatura revolucionaria de Cuba es toda aquella publicada
luego del 1 de enero de 1959, incluyendo allí desde la poesía neosurrealista hasta las consignas políticas. Con ello
propone que la literatura revolucionaria no sería solamente la que realizan los
revolucionarios sino toda la que se expresa dentro de la Revolución, más allá
del posicionamiento ideológico de su autor.
Como establece Martínez Pérez, si para unos la revolución estaba en la
sociedad y la literatura debía reflejarla, para otros tenía atributos
específicamente estéticos, ya sea marcados por rasgos procedimentales o por
búsquedas de nuevas formas de acceder a lo real desde el arte. Sin embargo, la
diferenciación entre aquellos que privilegiaron la mirada a partir de la obra
de arte fue notoria y estableció nuevos posibles espacios de confrontación,
algunos de los cuales se desplegaron tiempo después.[7]
Las dos preguntas siguientes de la entrevista establecieron un principio
de acuerdo a partir de los que se enfatizaron aspectos diversos. Once
encuestados afirmaron la existencia de una literatura revolucionaria en Cuba.
El único que la negó fue Díaz. Del mismo modo, la pregunta por el realismo como
forma de expresar la realidad revolucionaria no giró alrededor del uso de un
estilo mimético o de categorías reflejas, sino que se inscribió en los debates
que la representación literaria de lo real ofrecía en los sesenta, desde la
eliminación de toda frontera al estilo en que lo proponía Garaudy
hasta la adopción del distanciamiento y la experimentación como acercamiento
más profundo a lo real.
Guillén es quien retomó, precisamente, la propuesta de Garaudy al señalar que: “el realismo es muy amplio, tan
amplio que no tiene riberas. Todo es
real, todo viene de la realidad. No podemos abolirla” (22). Carpentier, Díaz,
Pablo Armando Fernández y Fornet coincidieron en
hacer hincapié en la ambigüedad que presenta el término, por lo que toda
respuesta se sostiene en la indefinición. El autor de El siglo de las luces se preguntó: “¿por qué usar la palabra
realismo en singular? …. El concepto de realismo varía con las épocas”
(Carpentier, 1966: 22). Díaz y Fornet repreguntaron
en torno a qué entender por realismo. El director de El caimán Barbudo dijo: “¿Qué realismo? ¿Realismo crítico?
¿Realismo socialista? ¿Naturalismo a lo Zola?” (Díaz, 1966: 26), mientras que
en Fornet leemos: “¿De qué realismo se trata?
¿Crítico, mágico, socialista, épico o sin
riberas?” (23). Pablo Armando Fernández planteó que toda clase de realismo
-crítico, objetivo, socialista- puede llegar a convertirse en la forma de
representar literariamente la realidad revolucionaria, pero para ello hay que privilegiar
su construcción artística y no su fidelidad mimética.
Alfredo Guevara, Sarusky, Otero y Fernández
Retamar aprovecharon la pregunta para disputar sentido contra el realismo
socialista por un lado y para defender la multiplicidad de tendencias estéticas
al interior de la Revolución por el otro, al remarcar que resulta empobrecedor
reducir de antemano las posibilidades expresivas. Dijo Sarusky:
“la realidad revolucionaria puede expresarse (ya se expresa) de mil formas
distintas” (26). El director del ICAIC, por su parte, expresó que el escritor
no sólo reseña un acontecimiento sino que
fundamentalmente descubre e inventa un mundo nuevo con su obra y genera un
producto que antes no existía en la tierra. Por eso: “es creador de nuevas e
ilimitadas realidades poéticas, conceptuales, formales” (A. Guevara: 23). Otero
expuso: “El hombre y su circunstancia pueden ser expresados de muchas maneras
incluso en las que se alejan de su figuración. Para mí el Hombre es lo
revolucionario y su expresión debe ser tan infinita y variada como el hombre
mismo. Debemos recordar que el surrealismo representó una de las tendencias más
revolucionarias de nuestro tiempo” (24). Por último, en Retamar encontramos la
siguiente afirmación: “no creo que la expresión de realidad revolucionaria
tenga que estar amarrada a ningún ismo estético. Es preferible el consejo de
Goethe: ¡Fuego en toda la línea!”
(25).
Guevara, Sarusky y Otero, a su vez,
discutieron la concepción tradicional de realismo: “Si debemos entender por
realismo lo que puede desprenderse de la lectura de ciertos diccionarios y
manuales que se autotitulan marxistas o de estética
marxista, te diré francamente que no pueden aceptarse estos límites” (A.
Guevara: 23). Tales concepciones son para este autor esquemáticas, ajenas a la
cultura cubana, y encorsetan la creación. Desnoes
lleva tales nociones al límite al cuestionar la pertinencia del realismo en su
país: “donde todo se mezcla: la realidad y los sueños, la fantasía y los hechos
concretos … Realismo es un término inventado en otro mundo y para otro mundo
que no es el nuestro” (27). Su conclusión principal, no obstante, cuadra dentro
de la tónica general: “Los condenados de la tierra deben utilizarlo todo y
nunca dejarse oprimir e inmovilizar servilmente por la estética de las
sociedades organizadas y estratificadas” (27).
Las últimas preguntas mantuvieron el clima de la encuesta. En la que
interroga sobre qué libros cubanos recomendarían a autores extranjeros
mayoritariamente se eligió la obra de los líderes de la Revolución o sus
influencias históricas, desde los escritos y discursos de Fidel y el Che a los
textos de José Martí, manuales de historia de Cuba o relatos testimoniales de
la lucha insurreccional, mientras que se diferenciaron en las lecturas a
ofrecer a los cubanos, que van desde la obra de Marx, Engels y Lenin
(Portuondo) a La Biblia (Pablo Armando Fernández), pasando por Homero
(Retamar), el texto sagrado hindú Bhagavad gita (Desnoes) y El Quijote (Fornet).
La lista se acrecienta al sumar textos de Camus, Brecht, Malraux, Shakespeare
Neruda, Dos Passos, Hemingway, Gorki, Babel y Fannon, entre otros, a los que agregan la propuesta de
lectura de autores cubanos contemporáneos como Soler Puig, Díaz, Retamar, Jamís, Otero, Padilla, Baragaño, Desnoes
y Guillén.
De este modo se evidencia, por un lado, una mayor concordancia en las
respuestas por rango etario -en particular respecto a qué entender como
literatura revolucionaria-, a la vez que se sostiene la problematización de la
representación literaria de lo real y la necesidad de experimentación formal.
Dentro de la Revolución,
todo
Estos espacios de intervención crítica que
hemos analizado comprenden la heterogeneidad como uno de los rasgos
identitarios de la práctica intelectual de la Revolución Cubana. Esa diversidad
es considerada el motor indispensable para un despliegue cultural que debe ser
materializado por una nueva institucionalidad que permita concretar distintos
proyectos estéticos.
Por ello este período se caracterizó por la
coexistencia y lucha de prácticas culturales discordantes en el marco de un
despliegue unitario. De allí que la propagación de encuestas, entrevistas
colectivas, polémicas públicas, conversatorios, encuentros y congresos haya
sido una práctica frecuente.[8]
Debido a lo expuesto, este trabajo deriva que
lo más importante que produjo la Revolución dentro de la literatura en sus
primeros años en el poder no haya que buscarlo en una obra, un género o un
autor, sino en la promoción de una narrativa nacional, en la búsqueda de novedosos
lenguajes literarios, en la reflexión permanente sobre la propia práctica, en
su extensísima red editorial y en la génesis de un movimiento literario de
masas que formó parte de la creación de un nuevo intelectualismo que revisó la
concepción misma del intelectual, su labor y el estatuto social de lo literario
dentro de la comunidad de la que emerge.
Más allá de la posibilidad de establecer
mediante análisis más específicos la preponderancia de una u otra estética
durante la década del sesenta, la Revolución no se ató a ninguna en particular
ni generó encorsetamientos para preconcebir la creación literaria, sino que
posibilitó dentro de su concepción revolucionaria la emergencia de poéticas
diversas, lo cual no excluyó la presencia de agudos debates públicos, más de
una querella de envergadura y concretas acciones reñidas con la libertad
pregonada que contradicen los lineamientos dominantes. De este modo, forjó una
literatura de notoria vitalidad con una prolífica capacidad de producción y
difusión. Esta situación catapultó a los narradores cubanos a lugares
protagónicos en nuestro continente.
No obstante, si tomamos las obras narrativas
mencionadas en el primer apartado de este trabajo y los comentarios de los
autores y críticos emanados en los posteriores, se observa que el
acontecimiento de la propia Revolución promovió un magnetismo peculiar que hizo
predominar la escritura de textos literarios más orientados a asir aspectos ligados a “lo real” desde
discrepantes modos de acercamiento estético, que fueron desde la “narrativa de
la violencia” hasta el Testimonio, el realismo, el realismo socialista, la
literatura comprometida y lo real maravilloso. Pero esto no motivó la clausura
de otras formas de entender y practicar el hecho artístico, como se comprueba
con la premiación, publicación y difusión de Celestino antes del alba, entre otras.[9]
En estos años sesenta la opción por una
poética no eludió la importancia de otras, porque se trataba de concebir una
literatura original para lo cual lo necesario era experimentar. La literatura cubana asumía la tradición literaria
pero entendía que debía hablar el lenguaje de su tiempo. En el cruce de esa
síntesis está gran parte de su riqueza.
Las reflexiones aquí examinadas muestran el interés por integrar al
escritor -que mayoritariamente no había formado parte del proceso
insurreccional, es decir, desde el asalto al Moncada hasta la toma del poder- a
la Revolución mediante una participación
activa en la gestión de la cultura y a partir de la gestación de obras
literarias innovadoras que expresen, desde la peculiaridad de lo estético, la
creatividad y la originalidad que Cuba detentaba en otros aspectos de su
construcción político-social. Para ello se consideró imprescindible el debate
entre concepciones estéticas diferenciadas y la expansión de la función del
escritor hacia otros terrenos (docente, crítico, periodístico, editor,
organizador material de un nuevo movimiento cultural), para lo cual, en el
marco de una política orientada desde el Estado, el escritor tuvo en sus manos
las editoriales, revistas y diversas instituciones. Fue en
esta situación que se debatió desde diferentes perspectivas sobre las
características de la “literatura revolucionaria”, la productividad estética
del realismo, la necesidad de experimentación técnica y el vínculo del artista
con el resto de la sociedad.
Podemos concluir que así como los escritores
demandaron para sí mismos una mayor integración para con la Revolución, también
sostuvieron una actitud renovadora en la técnica estética que responde a una
responsabilidad específica dentro de su profesión y a una búsqueda por traducir
al ámbito literario el quiebre con el pasado. De ese modo buscaron integrarse
al proyecto revolucionario.
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Recibido: 07/10/2020
Evaluado: 30/11/2020
Versión Final: 06/01/2021
[1] Estos críticos
no omiten las tensiones generadas en el área ni la existencia de una serie de
acciones que se alejan de la amplitud esgrimida, pero considera que la
tendencia dominante en los años sesenta no fue esa, sino la inestable
coexistencia de ideas estéticas dentro del proceso revolucionario y la
promoción del debate, lo que fundamentan a partir de la explicitación del
numeroso caudal de producciones culturales, publicaciones e instituciones
originadas entonces.
[2] Circunscribiéndonos a
la narrativa, debemos integrar a este listado de obras de trascendencia en el
momento de su aparición a Tierra inerme
(Alonso, 1961), La búsqueda (Sarusky,
1961), Maestra voluntaria (Olema,
1962), Gente de playa (González
Cascorro, 1962), Adire y el tiempo roto
(Granados, 1967), Tute de Reyes (Benítez
Rojo, 1967), Los niños se despiden
(Fernández, 1968), y Sacchario
(Cossío, 1970). Las obras de Benítez Rojo y de Fernández ganaron el premio Casa
de las Américas, mientras que el resto recibió en el mismo concurso menciones
especiales.
[3] Cabrera Infante
poseía 30 años cuando se publicó Así en
la paz como en la guerra, Edmundo Desnoes y Lisandro Otero tenían igual
edad al editarse No hay problema y La situación respectivamente. Reinaldo
Arenas contaba con 22 al recibir una mención nacional con Celestino antes del alba, Jesús Díaz y Norberto Fuentes 24 cuando
ganaron el premio Casa de las Américas, Barnet 26 cuando salió la primera
edición de Biografía de un cimarrón y
Heras León 26 cuando logró una mención continental con su primera obra: La guerra tuvo seis nombres.
[4] Cabrera Infante
fue el único entre los nombrados que abandonó la isla en esta etapa, al
autoexiliarse en Europa en 1965, mismo año en el que Arenas recibe un galardón
de la UNEAC por su vanguardista obra Celestino
antes del alba. Tres años después Cabrera Infante inició públicamente su
cuestionamiento a la Revolución con un artículo publicado en la revista
argentina Panorama.
[5] Llama la
atención que Rafael Rojas pretenda circunscribir la inserción de Lezama Lima en
la Revolución Cubana a la redacción de un mínimo número de breves artículos de
ocasión, obviando su rol en las estructuras del Consejo Nacional de Cultura,
máximo organismo de gobierno en el área.
[6] Como
comprobación de la propuesta de Aurelio Alonso sobre las contradicciones que ha
tenido el proceso revolucionario, este auge heterodoxo confluyó con la
fundación de las UMAP (1964-1967), espacios de reclusión en el que, entre otros
sectores, recalaron homosexuales (entre ellos el fundador de Editorial El
Puente, José Mario Rodríguez).
[7] Por ejemplo,
durante el debate desarrollado entre la redacción de El caimán barbudo -comandada por Jesús Díaz- y Heberto Padilla
respecto de la novela Pasión de Urbino,
de Lisandro Otero, y en relación al papel del intelectual dentro de las
instituciones estatales en los años 1967-1968.
[8] A las aquí
trabajadas podemos agregar las encuestas colectivas “El papel del intelectual
en los movimientos de liberación nacional”, “Literatura y Revolución (Los
Autores)” y “Literatura y Revolución (Los Críticos)”, la transcripción de las
mesas redondas “Sobre la penetración intelectual del imperialismo yanqui en
América Latina” y “El intelectual y la sociedad”, todas publicadas en Casa de las Américas entre 1966 y 1969,
en lo que podemos denominar la incorporación de un formato que ya había sido
utilizado reiteradamente por Lunes de
Revolución desde 1959 y que harán propio también El caimán barbudo, La Gaceta
de Cuba y Bohemia en reiteradas
ocasiones durante los años sesenta.
[9] Podemos agregar
aquí Poesía, revolución del ser, de
José Álvarez Baragaño, la producción dramática de Virgilio Piñera, la
organización del Salón de Mayo en 1967 o el lugar protagónico del músico Juan
Blanco en el país, pionero a su vez en la introducción de la música concreta y
dodecafónica en la isla.