Bajo el gobierno de las negras minas
Matrimonio y divorcio entre
liberados de la costa de África occidental (Río de Janeiro, 1830-1860)[1]
Under the rule of the black minas: Marriage and divorce among freedmen
of the West African coast (Rio de Janeiro, 1830-1860)
Universidad de Integración Internacional de
la Lusofonía Afrobrasileña,
Campus dos Malês-Bahia-;
Universidade do Estado da Bahia
-Campus Salvador-Bahia (Brasil)
julianafarias@unilab.edu.br
Resumen
Mi objetivo en este artículo es abordar los
procesos de divorcio iniciados por africanas de la costa oeste conocidas en Río
de Janeiro (Brasil), como “negras minas”, buscando comprender los significados
que el matrimonio y el divorcio católicos tenían para estas mujeres, y también
para sus cónyuges. De esta manera, también surgen otras preguntas: ¿hasta qué
punto las denuncias de las minas se acercaron –o se alejaron– de las realizadas
por mujeres de otros “colores”, orígenes y condiciones sociales? ¿Qué revelaron
estas disputas sobre las nuevas y viejas formas de identificar a estas africanas? Para tratar de responder a estas
preguntas, me voy a basar un conjunto de 19 acciones abiertas entre los años
1830 y 1860, en las que casi todos los involucrados – esposos, esposas y
también muchos testigos – eran de la región africana conocida como La Costa de
la Mina.
Palabras
Clave
Matrimonio;
divorcio católico; “negras minas”; Río de Janeiro.
Abstract
In this article, I
examine divorce processes initiated by African women from the West Coast, known
in Rio de Janeiro, Brazil, as "black minas", seeking to understand
the meanings that Catholic marriage and divorce had for these women, and also
for their spouses. In this way, other questions also arise: to what extent did
the denunciations of the minas approach - or move away from - those made by
women of other "colors," origins and social
conditions? What did these disputes reveal about the new and old ways of
identifying these Africans? To answer these questions, I will draw on a set of
19 open actions between the 1830s and 1860s, in which almost all those involved
- husbands, wives and also many witnesses - were from the African region known
as the Mina Coast
Keywords
Marriage; divorce; black minas; Rio de Janeiro.
El divorcio católico de mujeres negras
El matrimonio católico se consideraba
una institución “enteramente indisoluble”, sin embargo, la Iglesia reconoció
que “por muchas razones es posible separar a los cónyuges, en cuanto al toro
[cama] o en cuanto a la vivienda, por un tiempo determinado o incierto”. En las
primeras Constituciones del Arzobispado
de Bahía, legislación canónica que se encargaba del tema en Brasil hasta al
menos las últimas décadas del ochocientos, estos casos eran cuidadosamente
esclarecidos.[2] En
situaciones de “sevicias graves o culposas”, por ejemplo, la ruptura estaba
asegurada si uno de los cónyuges, “con un gran odio, trate tan mal al otro que,
viviendo juntos, corren peligro de muerte o de sufrir un mal grave” (Vide, 2010).[3]
Aun así, estos divorcios solo
autorizaban la separación de cuerpos y, cuando se concedían a perpetuidad, la
división de bienes era realizada en el ámbito civil. Incluso separada
legalmente, la pareja no podía contraer nuevas nupcias. Como la primera unión
no había sido anulada - y la anulación se producía solo en casos muy
específicos - un nuevo matrimonio sería caracterizado como bigamia, que también
era condenada. Además, se recomendaba a los cónyuges divorciados que siguieran
viviendo “castamente como casados”. No por ello las mujeres renunciaban a
deshacer sus relaciones matrimoniales. En varias ciudades brasileñas ellas
aparecían como las principales autoras de las solicitudes de divorcio.
En Río de Janeiro, los procesos eran llevados adelante ante el Tribunal
Eclesiástico, una instancia de la Iglesia Católica que se ocupaba de los
crímenes morales y religiosos de los clérigos, pero también juzgaba las causas
de los laicos. Desde el Concilio de Trento (1545-1563), la estrategia de la
Iglesia incluyó la defensa del catolicismo también en el frente moral, familiar
y sexual. Así, entre sus tareas se encontraban velar por la indisolubilidad del
matrimonio, la limitación de la “cópula sexual” entre los cónyuges y, sobre
todo, la primacía de la castidad (Santana
da Silva, 2000). En la ciudad de Río, las deliberaciones
en torno a las peticiones de divorcio continuarían como una competencia del
Tribunal Eclesiástico al menos hasta las últimas décadas del ochocientos. Se
conservan más de 1.500 de estas acciones en los Archivos de la Curia
Metropolitana de la ciudad. A pesar de haber tantos registros, prácticamente no
tenemos análisis detallados de estos procesos de divorcio abiertos por muchas
mujeres en los siglos XVIII y XIX. Y en el caso de libertas y esclavas, los
estudios son aún más raros. En
Río de Janeiro, la muestra analizada (20 casos) por la historiadora Sílvia Brügger (1995) no incluye mujeres ni hombres
negros. Solo más recientemente, la investigadora estadounidense Sandra Graham (2011,
2012), en un artículo publicado en la revista brasileña Áfro-Asia,
examinó más de cerca un proceso de separación que involucró a una pareja de
libertos de África Occidental que vivían en la capital carioca del siglo XIX.
En vista de estas brechas, mi objetivo en este artículo es precisamente
abordar los procesos de divorcio iniciados por africanas de la costa oeste,
conocidas en Río de Janeiro como “negras minas”, buscando comprender los
significados que el matrimonio y el divorcio católicos tenían para estas
mujeres, y también para sus cónyuges (Barreto Farias, 2012a, 2012b, 2015).[4] De esta manera, también surgen otras preguntas: ¿hasta qué punto las
denuncias de las minas se acercaron –o se alejaron– de las realizadas
por mujeres de otros “colores”, orígenes y condiciones sociales? ¿Qué revelaron
estas disputas sobre las nuevas y viejas formas de identificar a estas
africanas? Para tratar de responder a
estas preguntas, me voy a basar un conjunto de 19 acciones abiertas entre los
años 1830 y 1860, en las que casi todos los involucrados – esposos, esposas y
también muchos testigos – eran de la región africana conocida como La Costa de
la Mina. En dos litigios no fue posible descubrir el origen de los “libertos
negros”. Entre los otros, hubo dos casos de “hombres minas” casados con
“criollas”[5] y una
pareja formada por un “criollo” y una “cabinda”
africana[6]. Los
catorce libelos restantes eran de maridos y esposas identificados genéricamente
como “minas”. En al menos siete de ellos encontré más detalles sobre sus
orígenes. Además de dos esposas nombradas como “mina gege”
y “mina ussá” (léase haussá),
había un hombre “mina nagô”. Y otras tres mujeres y
dos hombres “minas” que habían salido de Salvador hacia Río de Janeiro y
aparecían, a veces, designados como nagôs (nombre por
el que se llamaba a los yoruba en la capital bahiana).
“Naciones” africanas
En los registros del siglo XIX,
rara vez aparecían los lugares exactos de donde provenían los africanos. En Río
de Janeiro, e incluso en otras partes de Brasil, desde al menos principios del
siglo XVIII, la expresión mina y sus
variantes (como “nación mina” o “negra mina”) designaban esclavizados y
liberados africanos de la costa occidental, también llamada en esa época Costa
de Mina. La zona debe su nombre a la construcción, en el siglo XV, del Castillo
de São Jorge da Mina (o Elmina), un emprendimiento de
la Corona portuguesa en la antigua Costa de Oro, actual Gana.
En los primeros tiempos del
tráfico transatlántico, el término se utilizó para designar a todos los
cautivos de diferentes reinos, pueblos y grupos étnicos de la región. Poco a
poco, la Costa da Mina empezó a abarcar, más precisamente, la Costa de los
Esclavos, es decir, la costa de sotavento del Castillo de São Jorge, que se
extendía desde el delta del río Volta, en Ghana, hasta la desembocadura del río
Níger en Nigéria. Por tanto, mina señalaba a casi todos los pueblos de la Bahía de Benin, en lo que hoy corresponde a tres países: Togo, Benin y Nigeria.
Por lo tanto, los lugares de
donde realmente provenían los negros minas podrían ser bastante diferentes en
términos de geografía, grupos étnicos, idiomas, culturas, medio ambiente,
prácticas económicas o modelos de organización política. Lejos de guardar
correlaciones estrictas con las formas actuales de autoidentificación en las
más diversas regiones de la costa occidental - en términos de sus nombres y
también de su composición social - la llamada nación mina era tanto una
construcción forjada en el ámbito de la trata de esclavos como en la propia
experiencia de los africanos.
Si bien eran “compulsivamente”
designados por el sistema esclavista, los hombres y mujeres así reagrupados
adquirieron, paulatinamente, sentido por sí mismos, reformulando sus propias
reglas y redefiniendo los límites indicativos de afiliación o exclusión que guiaban
el comportamiento de sus miembros y servían para clasificar socialmente a los
demás. Así, en un proceso de apropiación, los nombres de las
naciones se convirtieron en el punto de partida para la reconstrucción de
procesos de identificación más inclusivos. Conviviendo en las calles,
fraternidades, fiestas religiosas o grupos de trabajo, los
minas encontraban similitudes lingüísticas y de comportamiento,
creencias y lugares de origen en común y, a partir de ahí, creaban grupos más
amplios y con autoconciencia colectiva (Soares, 2000; Parés, 2006; Law, 2006; Barreto Farias, Gomes & Soares, 2005).
A lo largo del siglo XIX, los hombres y
mujeres “minas” siempre fueron, numéricamente, una minoría en toda la población
esclavizada de la capital de Río de Janeiro, ya que los africanos desembarcados
en la ciudad eran, en su mayoría, de la costa centro-occidental, como los
llamados angolas, benguelas, cabindas,
cassanges, congos y rebolos (Karasch, 2000; Florentino,
1997). Entre
1800 y 1843, según los cálculos de la historiadora Mary Karasch,
de los más de 600.000 africanos que desembarcaron en Río de Janeiro, solo el
1,5% eran de la costa (Karasch, 2000). A su vez, los datos provenientes del projecto The transatlantic slave trade, para el período de 1801 a 1825,
apuntan 175.200 yorubas desembarcando en Bahía (e identificados allí como nagô) y solo 1.000 en Río de Janeiro. Entre los años 1826 y
1850, 116.200 se quedaron en la capital de Bahía y 28.400 se fueron a Río, al
Valle del Paraíba y la región sur en general (Eltis, 2004).
A
estos grupos también se sumaron hombres y mujeres esclavizados y libertos que
llegaban a la Corte con el “éxodo mina” que partiera de Salvador tras la
revuelta de los malês en 1835, trasladando a las
calles de Río el miedo que asolaba a la ciudad bahiana. Mientras que los amos
temerosos no dudaron en deshacerse de sus cautivos, los Nagô
libertos también fueron, con sus propios recursos, a la capital del Imperio. La
elección no fue aleatoria: en la primera mitad del siglo XIX, Río de Janeiro
era la mayor ciudad africana del mundo atlántico. Y, según el jefe de policía Antônio Simões da Silva, los minas allí ya habían formado una red interprovincial que
se extendía a regiones más distantes, “quizás utilizando un código secreto
impenetrable para las autoridades” (Soares,
2001, 387). Y aunque demográficamente constituían una minoría en la ciudad de Río,
se destacaron en diferentes espacios sociales, como en el comercio callejero,
en el puerto y en algunos espacios religiosos.
Por lo tanto, en este artículo, sostengo que, para muchos de estos
hombres y mujeres “minas”, y especialmente aquellos que trabajaron como
vendedores en el principal mercado de alimentos en Río de Janeiro – el Mercado
de la Candelaria - las uniones matrimoniales formalizadas ante la Iglesia
Católica eran esenciales para seguir llevando una vida de respeto, libertad y
estabilidad en un “mundo de blancos” tantas veces hostil. Además, también
podían asegurar y fortalecer el trabajo conjunto entre los llamados “parientes
de nación” (como se llamaba a otros africanos de la misma región, y que no eran
necesariamente parientes consanguíneos). Como resultado, el matrimonio también
podía aumentar la propia “fortuna” de la pareja, como se expresa en diferentes
documentos. Sin embargo, como veremos, si estos lazos y acuerdos se rompían,
las parejas, y en particular las mujeres, no dudaban en terminar con los
matrimonios. Aunque tuvieran que acudir a la justicia por ello.
Asi, al examinar sus
procesos de divorcio y otras fuentes dispersas, como los registros de
matrimonio y libertad o los incidentes policiales, es posible conocer en
detalle las experiencias y los conflictos matrimoniales de estas parejas. No se
trata simplemente de resaltar vidas singulares, sino también de percibir
experiencias colectivas, y también de tratar de iluminar contextos y procesos
históricos más amplios y complejos (Reis,
2008, 315-316). Y para
seguir estas discusiones, también es esencial incorporar, en un examen
combinado, los estudios más recientes sobre el matrimonio, las relaciones de
género, las mujeres africanas, y también los relativos a la esclavitud urbana y
la ciudad de Río de Janeiro.
Matrimonios
En el siglo XIX, casarse en la Iglesia Católica era una tarea
complicada. Para empezar, era necesario abrir un proceso – conocido como baño o
dispensa de impedimentos – que acreditara ciertas condiciones básicas que
permitieran a la pareja. Entre los requisitos figuraban, por ejemplo, la
presentación del certificado de bautismo; prueba de que la persona era libre y
la proclamación del matrimonio en misas los domingos y días santos y también en
las parroquias donde la pareja había vivido. Pero la gente no tenía todos estos
documentos en su poder. Los antiguos esclavos no siempre caminaban con sus
cartas de alforría, ni los viudos con los
certificados de defunción del cónyuge fallecido. Y como la movilidad de la
población era grande, los matrimonios a menudo tenían que ser anunciados en
innumerables parroquias, llegando incluso a Portugal y sus posesiones en
África.
Con tantos impedimentos, se esperaba desincentivar las alianzas
matrimoniales. Pero eso no es exactamente lo que sucedió. Muchas parejas
realizaban verdaderos malabares para unirse a la Iglesia o incluso mantener el
matrimonio. Cuando no podían reunir toda la documentación, algunos apelaron a
testigos confiables y residentes en el mismo lugar. Los más ricos todavía
tenían la opción de utilizar garantías monetarias. Sin embargo, como pocos
tenían dinero o garantes, algunos novios terminaron reclamando la pobreza y
pidiendo la indulgencia de sacerdotes y obispos para la “liberación” de ciertas
demandas.
Al final, estas estrategias demuestran que el estatus de “casado” era
deseado y valorado. Aún así, pocos terminaron
teniendo acceso a él. Según la historiadora Sílvia Brügger,
los “recursos” de los que carecían muchas parejas no eran necesariamente los
que se gastaban en los procesos (que podían eludirse con cierta facilidad),
sino los que podían garantizar la estabilidad de la vida conyugal, en una
sociedad profundamente marcada por el movimiento y la inestabilidad. Y tal vez
la misma dificultad para contraer y mantener el matrimonio católico justificaba
su apreciación.
En cualquier caso, en diferentes estudios sobre Río de Janeiro en el
siglo XIX, encontré índices y evaluaciones escasas sobre los matrimonios
legalizados en la ciudad. En la obra más completa, la historiadora Eulália Lobo presenta una recopilación de registros de
matrimonios realizados en todas las parroquias urbanas y rurales entre 1835 y
1869. A partir de sus análisis, pude ver que, aunque las dificultades no
lograron desalentar las uniones en la Iglesia, hubo pocos casamientos en la
capital del Imperio, así como en otras ciudades brasileñas. Y eso no es sólo
entre negros o mestizos (Lahmeyer Lobo, 1978,
148, 369).
Incluso con la pequeña oferta de pretendientes en la Corte, los hombres
y mujeres minas – y también sus descendientes – prefirieron casarse con las
parejas de su nación. Al menos en la
parroquia de Sacramento.[7] Aunque no
estaban “cerrados” a otros grupos, tendían a organizarse étnicamente en este y
otros mercados de la ciudad, como el trabajo o la libertad, y también en las
cofradías católicas, espacios sociales y de ocio. Ahora queda por ver por qué
estos antiguos esclavos africanos, que a menudo han llevado una vida en común
durante muchos años, decidieron sacramentar ante la Iglesia Católica.
A los ojos de la Iglesia, el matrimonio debía responder principalmente a
la necesidad de la procreación de la especie humana. No era por amor que los
novios se unían, sino para cumplir con los deberes: pagar la deuda conyugal,
procrear y, finalmente, luchar contra la tentación del adulterio. Entre los
cónyuges “minas” estudiados aquí, la mayoría ya tenía hijos naturales. Y
ninguno de ellos mencionó que otros niños estuvieran entre las prioridades de
la pareja. Si no fuera para tener nuevos herederos legítimos o – como veremos –
escapar de las relaciones extramatrimoniales, ¿qué llevó exactamente a las
minas “frente a la Iglesia”?
Muchos reclamaron el “amor mutuo”, la amistad y el “conocimiento
prolongado” como sus principales motivaciones para el matrimonio católico. Sin
embargo, otras cuestiones estratégicas parecían tener más influencia en las
parejas minas. Como fue el caso de los vendedores del Mercado de Candelária Fortunata Maria da Conceição y João José Barbosa. Los dos habían convivido
durante algún tiempo; mantenían, como se decía en su momento, una “relación
ilícita”. Y, como se registra en la carta de libertad fechada en 1836,
Fortunata, una mina negra, tuvo una hija llamada María. Es muy probable que el
africano fuera el padre de la niña. En 1848, durante el desarrollo de la acción
de divorcio presentada por ambos, João José solicitó un documento para
confirmar que la “llamada inocente María Criolla, hija de Fortunata”, era
“también su hija legitimada por el posterior matrimonio celebrado” entre ellos. Tal vez esta fue la razón principal – o
una de las razones – para legalizar su unión. Según la ordenación filipina y la
legislación eclesiástica, el matrimonio de los padres era una forma de
legitimar al hijo natural. Llamado legitimación por matrimonio o próximo
matrimonio, este mecanismo garantizaba incluso que los hijos reconocidos
tuvieran derecho a la sucesión patrimonial[8].
La liberta “mina jeje” Maria Joaquina afirmó
que había sacramentado su relación con el “negro mina” João José Rodrigues, pombeiro[9]
en la plaza del mercado de Río, “sólo por piedad hacia él, que estaba amenazado
con ser reclutado para el Ejército, [y] con este favor lo liberó”. De hecho, el
matrimonio fue una de las condiciones que, según las Instrucciones de 1822 (que
estuvieron en vigor hasta 1875), eximía a los hombres del reclutamiento para el
Ejército o la Marina. Sin embargo, no sabemos si esto liberó a Jõao José. Además, según las declaraciones de la “negra
mina”, las razones que llevaron a María Joaquina al casamiento fueron otras:
“ciertamente no fue por amor, ni por amistad que lo hizo, sino por su interés y
beneficio, o para robarle de cerca la poca fortuna ganada con el sudor de su
frente”.[10]
En los encuentros y desencuentros conyugales de estos africanos, las
mujeres también hablaron de este “interés” por sus bienes y “fortunas”. A
mediados de la década de 1830, la liberta de Cabinda Rita Maria
da Conceição recordó que se había casado con el
criollo Antonio José de Santa Rosa, un vendedor de la Plaza del Mercado, por el
“amor recíproco” que “se entregaban”. Pero, en poco tiempo, el esposo comenzó a
brindar “pruebas sensatas de que se había casado con la Demandante no por
amistad, sino únicamente por el interés que esta sociedad generó para él,
porque todo lo que la pareja tiene es en gran parte propiedad de la Autora”.[11]
En la década de 1850, la liberta “nagô” Lívia Maria de Purificación fue
más lejos. Cuando conoció a Amaro José de Mesquita,
“mina” esclavo del Barón de Bonfim, a quien servía
“como comprador y sirviente de mesa”. Pero – según el testimonio de Livia– ya
en ese momento Amaro quería “vivir una vida de hogazán,
bien presentado y ejercitado en el arte de seducir tanto cuanto, de eso ya
hacía su profesión habitual". Tan pronto como la conoció, quedó
“deslumbrado” por sus posesiones: doce esclavos, joyas, dinero en la casa del
Banco Souto. [12] Y tanto
fue así que entró en “buenas relaciones” con la africana. Poco después
comenzaron a relacionarse y él le pidió que le “suministrara” 300.000 réis, cantidad que le faltaba para completar el dinero
requerido por su alforria. Ella le dio el monto, pero
bajo “condición de matrimonio”. Amaro se puso reticente porque supo que, “bien
aconsejada”, la mujer había decidido hacer un contrato prenupcial. Al final,
“decidió a casarse” el 23 de noviembre de 1857. Sin embargo, tres meses después
Livia pidió la separación ante el Tribunal Eclesiástico.[13]
Como observaremos más adelante, las mujeres africanas tenían muchas
razones para ser tan conscientes de su patrimonio, y el propio derecho civil
las protegía en este sentido. Pero no todos tomaron actitudes como la de Livia.[14] En
noviembre de 1857, pocos días antes de casarse, ella y Amaro firmaron un
contrato que establecía la unión “de acuerdo con las leyes del país, pero sin
comunicación recíproca de bienes, excepto los posteriores al matrimonio y los
ingresos que tienen”. Alforriado apenas tres días
antes de firmar este documento, el “negro mina” no indicaba ningún patrimonio.
La africana, a su vez, incluía a sus doce esclavos (que valían 16 contos de réis juntos), dejando fuera los otros bienes enumerados
en el proceso de divorcio. Amaro no podía de ninguna manera vender, alquilar o
prestar a ninguno de los cautivos. Además, como ya tenía cuatro hijos naturales
(uno de ellos de apenas tres semanas de edad y aún por bautizar –y, al parecer,
no era hijo suyo), ellos –y los demás que tuviese– serían herederos de todos
sus bienes y la mitad de los que adquirieron en la “constancia del matrimonio”.[15]
En los casos citados hasta ahora, seguimos a los africanos hablando
directamente sobre las razones que los llevaron al matrimonio católico. Sin
embargo, la mayoría de las veces, sus declaraciones están impregnadas de
resentimiento y acusaciones mutuas. Aún así, al leer
entrelíneas sus testimonios y también los de los testigos en el proceso (en
gran parte, vecinos y amigos de la pareja), es posible entender lo que
representaba el matrimonio en tiempos de paz conyugal. Además de conferir
cierto estatus y también respeto en un “mundo blanco” tan a menudo hostil,
reforzó la solidaridad y la asistencia mutua entre estos libertos. Como señala
la historiadora Maria Inês Cortês de Oliveira, el matrimonio era caracterizado como un
“acuerdo de apoyo recíproco donde cada uno vela por el otro, contribuyendo a
mejorar la calidad de vida de ambos” (Cortês de Oliveira,
1988).
Incluso captadas en momentos de gran conflicto, ciertas escenas
descritas en los procesos de separación revelan el cuidado de la salud del otro
cónyuge, las preocupaciones por “ganar dinero para la vejez” y, sobre todo, de
trabajar juntos con el fin de “aumentar la fortuna de la pareja”. Entre los
“minas” que he estado analizando, había una especie de acuerdo tácito – que no
tardó en formalizarse – que definía que el dinero y los bienes adquiridos por
cada uno, y de su propio trabajo, serían de ambos, de la misma manera que los
gastos se repartirían equitativamente. Tampoco se dejaron de tener en cuenta
las cuestiones relacionadas con los derechos sucesorios, ya que la legalización
de los matrimonios garantizaba que el cónyuge sería el heredero legítimo de los
bienes de la pareja. Y todo esto parecía tan importante que cuando estos pactos
se rompían – o simplemente se resquebrajaban– a menudo resultaban en procesos
muy problemáticos.
¿El
“hombre en la plaza y la mujer en casa”?[16]
Los procesos de divorcio comenzaban con la presentación de una petición
al Vicario General del Obispado. Debido a que las mujeres no podían responder
por sí mismas las demandas, necesitaban encontrar un abogado o un procurador
que las representase. El siguiente paso era la indagación de testigos,
generalmente familiares, vecinos u otras personas cercanas a la pareja. Si se
probaban las denuncias, el sacerdote emitía una orden judicial, ordenando que
la mujer y los hijos menores de edad (cuando los hubiera) fueran “depositados”
en una “casa seria y honesta”. A lo largo del proceso, ella podía salir de la
nueva morada con el permiso de la Iglesia o de sus actuales “guardianes”. Pero
estas determinaciones no siempre se siguieron al dedillo: algunas no esperaban
el permiso del vicario para abandonar el hogar conyugal. Otras, incluso
“depositadas”, continuaban trabajando o saliendo solas. Lo cual no siempre
agradaba a los maridos.
De todos modos, después de que se hacía el depósito, todavía era
necesario enviar una nueva solicitud para que el marido fuera citado y
respondiera la demanda. Y se citaban más testigos. Si sus declaraciones no
dejaban lugar a dudas sobre la “culpabilidad” del acusado, éste ni siquiera se
tomaba el trabajo de declarar ante el tribunal, dejando que la disputa se
ejecutara “en rebeldía”. A veces incluso se presentaba, pero abandonaba toda
oposición “con el pedido de no pagar las costas”. Pero los maridos no siempre
abandonaron sus defensas tan fácilmente. En algunos casos, encontramos muchas
respuestas a las demandas de las mujeres. En esos momentos, solían negar las
acusaciones con vehemencia o incluso recurrir a feroces contraataques. Así
procedió el negro mina João José Rodrigues. Al
oponerse a la petición de la mina-jeje liberta María Joaquina, lanzó pesadas
ofensas contra la mujer:
[...] Borracha, depravada, vil, libidinosa, sin ceremonia ella levanta
sus faldas a la vista de todos, señalando la parte que por honestidad debería
esconder, por el contrario, patentizando aquí (dice ella) es el lugar que besan
muchos blancos, y quien ella quiera, que el Acusado es un negro como lo son sus
esclavos y queriendo ella llevarlos a la cama donde duerme el Acusado nadie es
capaz de impedírselos [...].[17]
En general, los malos tratos y las acusaciones de adulterio aparecían
precisamente como los principales motivos que llevaban a las mujeres a pedir la
separación en el Tribunal Eclesiástico. Sin embargo, las “razones accesorias”
explicadas en sus peticiones casi siempre tenían más peso que una alegación de
malos tratos fácilmente reconocible. En el caso de las “negras minas”, esto es
bastante evidente. No es que no se quejaran también de la violencia de sus maridos
o de sus numerosas amantes. Al contrario, palizas, ofensas verbales y
relaciones extramatrimoniales fueron profusamente mencionadas. Sin embargo,
otras cuestiones parecían tan -o más- importantes en las disputas entre los
esposos.
Comparando las peticiones de divorcio iniciadas por las africanas
“minas”, tenemos la impresión de que todas ellas siguieron el mismo guion a la
hora de acusar a sus maridos. Aunque la “falta de ocupación” de los cónyuges y
la dilapidación del patrimonio de la pareja no figuraban entre las causas
legales de divorcio eclesiástico, la mayoría mencionaba situaciones de este
tipo. Y también añadía que ese comportamiento “desarreglado” era la causa y/o
la consecuencia de muchos adulterios y de una violencia excesiva. Es cierto que
las mujeres de otros grupos sociales - incluidas las Doñas de la elite -
también se quejaban de la falta de sustento, de la malversación de bienes y de
los gastos que hacían sus maridos con sus concubinas. Tanto es así que la
propia legislación civil buscaba protegerlas de la acción perjudicial de sus
cónyuges. En las Ordenanzas de Filipinas,
se determinó que
[...] el marido no podrá vender ni disponer de ningún bien de raíz sin
poder o consentimiento expreso de su mujer, ni de los bienes, de los que cada uno
de ellos tenga el uso y el fruto únicamente, tanto si están casados por medio
de carta, según la costumbre del Reino, como por dote y rescate. Dicho
consentimiento no podrá probarse, salvo por escritura pública; y si se hace lo
contrario, la venta o enajenación será nula (Mendes
de Almeida, 1870).
No obstante, para la Iglesia católica, estas situaciones no eran razones
suficientes para que las parejas se separaran. Aun así, en algunos casos,
podrían tenerse en cuenta en la conclusión de un proceso. En 1847, la “negra
mina” Esméria Alves Correia, arrendataria en el
Mercado de la Candelária, solicitó la separación del mina João Pereira porque éste “se había enzarzado en una
mancebía con una de las esclavas de la pareja”, y estaba dilapidando los bienes
de ambos, con gastos en beneficio de esta cautiva, llegando incluso a
liberarla. João trató de defenderse, diciendo que -en realidad- los gastos se
hicieron para pagar las deudas de su esposa, adquiridas para aumentar su
negocio de comestibles en la Praça do Mercado.
Incluso adjuntó un recibo con la hipoteca de una esclava “nagô”
y su hijo, en caso de que no pagara el préstamo hecho con el comerciante
portugués del mercado José da Costa e Souza. Al final del litigio, Esméria obtuvo la separación perpetua, con derecho a la
división de los bienes en el tribunal civil. Al concluir, el canónigo justificó
su decisión, destacando que
[...] El demandado no probó lo que expuso en su escrito de oposición,
pues ni siquiera presentó un testigo, y sólo se conformó con el papel de f. 18
[el recibo de la hipoteca], que no le apoya en lo que afirma, sino que da
fuerza a la alegación de A. en el artículo 4º de la demanda, pues, siendo el
jefe del matrimonio, sobre él recae toda la buena o mala administración de los
asuntos del mismo.[18]
Estos juegos de acusación y defensa entre los minas
africanos de Río de Janeiro eran en muchos aspectos similares a los de
otros grupos étnicos y sociales en varias ciudades brasileñas. Pero sus
disputas maritales tenían algunas particularidades. Y la primera de ellas se
vinculaba a los roles sociales otorgados a hombres y mujeres.
En sus peticiones de divorcio, las minas también utilizaron toda una
retórica para convencer al Tribunal Eclesiástico. Al igual que las brasileñas
blancas de diferente condición, las criollas e incluso otras africanas,
buscaban mostrar pruebas de su buen comportamiento, porque de esta manera
ponían en evidencia los injustos maltratos que recibían de sus cónyuges.
“Cumpliendo con todos los deberes de una mujer casada”, decían que “guardaban
siempre la fe conyugal”, viviendo con “la mayor honestidad y modestia,
sirviendo a su marido sin darle motivo de la más mínima insatisfacción” y “sin
faltar nunca a los preceptos de la moral a los que están sometidas sus
costumbres, sin olvidar nunca proceder con toda honestidad”.[19]
Pero, ¿cuáles eran exactamente esos “deberes conyugales”? Según la
Iglesia católica -y, en gran medida, también el Estado- existía una división
muy estricta de los deberes en la vida doméstica y privada, que delimitaba los
roles sociales de género. Las mujeres, en su expresión ideal, eran responsables
de obedecer y ayudar a sus maridos, manteniéndose como esposas fieles y
honorables, centradas exclusivamente en el interior del hogar y el cuidado de
los hijos, la educación y la salud física y espiritual de la familia. Su
honestidad estaba estrictamente ligada al recogimiento, al anonimato, al vivir
puertas adentro. Mientras que el hogar representaba el lugar de preservación
del honor femenino y, en consecuencia, de su familia, la calle era el espacio
de lo deshonesto, de la prostitución. El marido, por su parte, tenía el papel
de protector de la familia, responsable de la seguridad física y del sustento
económico, y también debía vigilar las acciones de su mujer, pudiendo incluso castigarla
(Zanatta, 2005, 57).
De hecho, las relaciones de poder implícitas en la esclavitud también
acabaron reproduciéndose en estas relaciones más íntimas. Condenadas a una
especie de “esclavitud doméstica”, las mujeres debían cuidar de la casa y
servir con su sexo a los jefes de familia, dándoles hijos que perpetuaran su
descendencia y fueran como modelos de la sociedad familiar soñada por la
Iglesia. Sin embargo, al tratarse de representaciones ideales, no se
corresponden necesariamente con el "mundo real".
Como hemos visto, las libertas “minas” -a través de sus procuradores y
abogados- intentaban a toda costa ajustarse a estas normas esperadas por la
Iglesia y obtener así el deseado divorcio. Actuaban con cautela dentro de los
tenues límites entre acusar y ser acusada, ya que el propio Derecho Canónico
reiteraba su situación de inferioridad en las relaciones conyugales y atribuía
ciertos privilegios a los hombres. Y los maridos sabían manejar estas normas de
conducta a su favor, buscando así escapar de las acusaciones o incluso evitar
las separaciones. Eso es lo que vemos en esta historia contada por el pombeiro mina
Rufino María Balita.
El 17 de junio de 1856, el pidió al Tribunal Eclesiástico que la “negra
mina” Henriqueta Maria da Conceição fuera retirada de la casa donde estaba
depositada. Según Rufino, estaba siendo “seducida” por los guardianes de su
depósito, el africano Benguela Venâncio
Francisco dos Santos y su esposa, la mina Joaquina Mathildes.
Aprovechándose de su “belleza y de los rasgos agradables con que la naturaleza
la ha dotado”, la indujeron a prostituirse y a vivir como ramera, “porque de
este arte se aprovechan la misma Joaquina y otras personas, y se enriquecen a
costa de la honra del peticionario y de su mujer que hasta ahora ha sido
honrada”. En vista de ello, pidió al juez que la trasladara a otro lugar,
preferiblemente “en poder de personas blancas”.[20]
Pero Henriqueta se defendió alegando que:
Las personas en cuya casa está depositada fueron padrinos de matrimonio,
pobres pero honrados, viven decentemente con el producto de su trabajo, y así
el dicho Venancio gana diariamente en el Arsenal de Guerra 2500 y su mujer con
las rentas de su quitanda y esclavos gana lo suficiente para subsistir
decentemente sin que sea necesario para ello emplear los medios deshonestos que
el Demandado mencionó.
Al final, la mujer africana acabó quedándose en casa de sus
depositarios. Sin embargo, más tarde, contrariando su petición, Rufino volvió a
la ofensiva contra la otra “negra mina”. Hasta entonces, dijo, su mujer vivía
tranquilamente, “cumpliendo los deberes de una buena esposa”. No obstante,
últimamente, Joaquina Mathildes la arrastraba a los
“bailes y diversiones” nocturnos sin respetarle ni pedirle permiso. Aunque
afirmaba que no maltrataba a su esposa (cosa que Henriqueta
negaba), solía regañarla, “dándole buenos consejos y mostrándole que ese
comportamiento era feo, y no propio de una mujer tan honesta como ella”.[21]
Cinco años antes, el “negro mina” José Guilherme también se había
quejado del comportamiento de su esposa, la mina quitandeira[22]
Joaquina Justiniana Vitória. Mientras el proceso de separación pasaba por el
Tribunal Eclesiástico, ella debía alojarse en el almacén de José Lopes Teixeira Guimarães, en la calle Conceição.
Sin embargo, según su marido, Joaquina no estaba allí; de hecho, estaba en su
compañía, “yendo y viniendo a su antojo, e incluso empleándose en vender sus quitandas
diariamente en el largo do Capim”.
Replicando las afirmaciones de José, la africana argumentó que el
depositario conocía su probidad y sabía que no podía hacer su quitanda
-llamada Angu- en su casa. Así, “por falta de
conveniencia para este fin”, obtuvo permiso para prepararla en otro lugar,
“capaz y honesto”. Y en ese nuevo lugar no tenía contacto con José. Sólo que
eso no era exactamente lo que estaba diciendo. Rebatiendo una vez más las
afirmaciones de Joaquina, recordó que, sólo después de su conflicto, ella dejó
de vivir a su lado y se fue a alquilar la casa donde “está viviendo a su gusto,
y separada” de él. [23]
No es necesario multiplicar los
ejemplos que revelan cómo los africanos y africanas minas, cada uno a su
manera, usaron y abusaron de estos modelos de la conducta para lograr sus
intenciones. Es posible que Rufino y José Guilherme se sintieran molestos por
el trabajo y las frecuentes salidas de sus esposas, pero -si examinamos más
detenidamente sus declaraciones y otros detalles presentes en las acciones- observaremos
que no siempre fue así. Prácticamente todas las minas implicadas en estos
procesos estaban acostumbradas a comprar en las calles y mercados de Río desde
que eran esclavas. Lejos de lo que proclama la moral católica, no vivían
confinadas en sus casas y a menudo mantenían -o seguían manteniendo- a sus
hijos y otros familiares por sí mismas.
Y, la mayoría de las veces, con el consentimiento y la colaboración de
sus propios maridos.
El mina José
Guilherme afirmaba haber “consentido que [su mujer] se empleara en el negocio
de los comestibles” mientras él, para “aumentar su fortuna”, trabajaba como
cocinero. La mina Henriqueta Maria
da Conceição trabajaba como quitandeira
en Largo do Capim desde que era cautiva. El “nagô” Tibério Tomás de Aquino,
por su parte, apenas llegado de Bahía, en un momento que no pude pecisar, devino vendedor de pescado en la Plaza del Mercado
de Río, antes de casarse con la “nagô” Faustina
Joaquina Dourado en 1857. Esta última, a su vez,
también vendía quitandas en el mismo lugar, probablemente junto a él.[24]
Frente a la Iglesia, estos hombres y mujeres fueron juzgados de acuerdo
con las normas ideales de convivencia. No por casualidad, tendían a destacar
imágenes sobre sí mismos que a veces no se correspondían con sus experiencias
cotidianas. Pero, a diferencia de las disputas de las parejas de la élite o
incluso de otras condiciones sociales, pudimos captar, en sus enfrentamientos
conyugales, experiencias laborales compartidas y una vida femenina mucho más
autónoma. Sin duda, las mujeres minas no se sentían a gusto con los compañeros
que no les proporcionaban comida, ropa o pagaban sus alquileres. Al fin y al
cabo, eso era lo que, en aquella sociedad, se esperaba de un “buen marido”. No
por ello dejaron de salir a asegurar el sustento de la familia, a sus
“expensas”, o de luchar en los tribunales eclesiásticos por sus derechos.
Cuando estos lazos conyugales y familiares, lentamente entretejidos, comenzaron
a deshacerse, las esposas no escatimaron esfuerzos para romperlos de una vez
por todas. En esos momentos, afloraban las quejas y las reivindicaciones. Para
estas africanas, ser “tratadas como esclavas” era mucho más que una metáfora de
la condición femenina.
Bajo el gobierno de las “negras minas”
De hecho, las referencias a la esclavitud no
fueron fortuitas. En su petición de divorcio, la esclava negra Amélia Maria da Glória dijo que “trabajaba más que una esclava, ya que
lavaba la ropa, planchaba y cosía, entregando todo el producto de su trabajo a
su marido”. En el proceso interpuesto por la nagô Faustina Dourado, uno de sus testigos, el propietario “blanco”
Anselmo Luis Ribeiro, dijo que el nagô Tibério Tomás de Aquino le
cobraba “todos los días una cantidad como una especie de periódico”, y cuando
no la recibía, le daba “golpes”. La mina negra Izabel Maria
da Conceição también declaró que Fortunato Ribeiro,
su marido y africano de la misma “nación”, alimentaba su adicción al juego con
parte del dinero que ella ganaba con sus quitandas y que le exigía cada
mañana. Cuando ella no le daba todo, incluso la golpeaba “bárbaramente”.[25]
Después de tantos años viviendo como cautivas,
no esperaban encontrar en sus compañeros réplicas de antiguos amos. Ciertamente,
este tipo de quejas no eran exclusivas de las mujeres negras. Las mujeres de
otros colores y condiciones también hicieron alusiones de este tipo en sus
peticiones de divorcio. En un proceso de 1805, por ejemplo, Sebastiana Rosa de
Oliveira se quejaba de que su marido, “además de tratarla como su esclava,
haciendo todo el servicio de la casa y del bar que tiene para las bebidas”, le
exigía que fuera a la playa y al almacén a comprar carbón, pescado o carne,
incluso “teniendo esclavos que [podían] servir en este ministerio” (Brügger, 1995). Más que contra el trabajo en sí, Sebastiana parecía rebelarse contra la
actitud de su compañero. Para Sílvia Brügger, lo que
la acercaba a la condición de cautiva era el hecho de no tener libertad de
acción y de seguir recibiendo castigos cuando no cumplía con obligaciones que
eran de los esclavos o de sus propios maridos. Aunque desempeñaban funciones
diferentes, las mujeres morenas y las blancas como ella se consideraban iguales
a sus maridos, ya que contribuían de la misma manera o incluso más al
establecimiento de la unidad doméstica, ya que, en general, aportaban regalos
al matrimonio.
Entre las negras mina, los descontentos eran
similares. Sin embargo, para ellas, la esclavitud era una vieja realidad de la
que, sólo después de mucho trabajo y energía, había conseguido liberarse. Y, en
muchos casos, liberaron a sus propios maridos. Tal vez algunas tampoco querían
salir a vender a la calle o a hacer la compra diaria, y por eso adquirían
cautivos para realizar estas tareas. Pero la mayoría de ellas, incluso cuando
fueron liberadas, siguieron trabajando en pequeños negocios, junto a sus
esclavos, sus maridos, otros “parientes de nación” o incluso solas. Entonces,
¿cómo podían aceptar que se las volviera a tratar como cautivas, se las
obligara a entregar jornales todos los días como hacían los esclavos de
alquiler, y se les diera severos castigos cuando esos jornales no eran
considerados suficientes? ¿Cómo podían perder otra vez una libertad tan
duramente ganada?
En el Río de Janeiro del siglo XIX, estas
mujeres africanas eran reconocidas por su altivez y autonomía. Como “excelentes
quitandeiras”, recorrieron las calles de la
ciudad con facilidad, mantuvieron a sus clientes en el concurrido Mercado de la
Candelaria e incluso hicieron “pequeñas fortunas”. Tal vez aquí recreaban
experiencias vividas -u observadas y aprendidas de sus madres, tías y abuelas-
en tierra yoruba, aunque casi siempre decían que ya no podían recordar a
sus parientes dejados al otro lado del Atlántico. Allí, las mujeres
predominaban en los oficios locales y en las redes de mercado que se extendían
desde las pequeñas aldeas hasta las grandes ciudades. Al dominar estos oficios,
ganaron independencia, autoridad y riqueza (Graham, 2011; Soares, 2005; Gomes & Soares, 2002; Faria, 2004; Gomes
& Soares, 2007).
En las sociedades precoloniales yoruba, como
señala el historiador Toyn Falola
(1995), existía una rígida división sexual del trabajo, en la que los hombres
se encargaban de la agricultura y las artesanías y las mujeres de la producción
de alimentos y el comercio. Las actividades mercantiles, predominantemente
femeninas, también se caracterizaban por sus múltiples facetas, que reflejaban
los roles sociales que desempeñaban las mujeres. Las mujeres recién casadas y
las de mayor edad, por ejemplo, sólo vendían desde sus propias casas,
abasteciendo al vecindario y al comercio local, ya que no podían salir de sus
casas para ir al mercado. Las demás, y sobre todo las que tenían hijos mayores,
tenían una presencia dominante en los mercados, ya sea diarios, periódicos o de
larga distancia. Al monopolizar este universo comercial, podían enriquecerse y,
en consecuencia, disfrutar de la importancia sociopolítica asociada a los
ricos: adquirir símbolos de estatus como ropa y caballos, coleccionar títulos y
lograr adeptos. Sin embargo, señala Falola, la
conexión entre el mercado y el poder era aún más amplia que la relación entre
la riqueza y el poder. Al controlar los mercados, las mujeres no sólo
prosperaron y ganaron más prestigio social, sino que también asumieron los
rituales y el simbolismo que allí se desarrolla.
Entre los igbos, grupo étnico que ocupaba
zonas cercanas a los yoruba, también se observó este
protagonismo de las mujeres en las actividades comerciales. Al investigarlas en
la ciudad de Nnobi, en el estado de Anambra (Nigeria), desde el periodo precolonial (antes de
1900) hasta tiempos más recientes, Ifi Amadieu observó el predominio de una división sexual del
trabajo profundamente guiada por la deidad Idemili,
“gobernante” y figura central del mito de origen de Nnobi. A través de él, se contó que el primer hombre
que existió en la ciudad fue el cazador Aho, que pronto conoció a Idemili, con quien se casó y tuvo una hija llamada Edo,
también muy bella y trabajadora. El día de su boda, su madre le regaló una
“vasija de la prosperidad”, que la hizo rica e influyente. Presentada aquí muy
brevemente, esta historia puede considerarse una alegoría del papel central de
la mujer en esa sociedad. Como señala Amadiume, “el
encuentro de lo sobrenatural (la diosa Idemili) y lo
natural (el cazador Aho) es una mujer trabajadora: Edo”. Como ella, todas las
mujeres de Nnobi también habrían heredado de la diosa
la perseverancia, el compromiso con el trabajo y la “vasija de la prosperidad”.
A excepción del cultivo de batatas, todo el
resto de la producción agrícola y la compra y venta de dichos bienes estaba en
manos de las mujeres. Mientras los hombres no cocinaban ni ofrecían nada
producido por las mujeres, éstas comercializaban productos típicamente
masculinos, lo que les garantizaba mayores beneficios y el monopolio de las
actividades mercantiles. Así, concluye el autor, el trabajo femenino era
estructural y extremadamente valorado en esta sociedad. Los que no ejercían
ningún oficio eran despreciados. Aunque un matrimonio con gente rica no era garantía
de enriquecimiento. De hecho, se esperaba que las mujeres fueran
autosuficientes y alcanzaran la riqueza y el prestigio por sí mismas. En el
siglo XIX, era habitual encontrar esposas con más éxito que sus maridos,
incluso ayudándoles económicamente. En algunos casos, llegaron a ser tan
prósperas y poderosas que los cónyuges ya no eran conocidos por sus nombres,
sino por el hecho de estar casados con mujeres notables (Amadieu,
1987).
De un modo u otro, muchos de los minas africanos que vivían en Río también se distinguieron
por su determinación y autonomía, por su ingenio y éxito comercial.
Posiblemente, esta distinción era fruto de las herencias familiares o de los
recuerdos que traían de sus tierras yoruba, donde muchos nacieron o se
marcharon a una edad muy temprana. O incluso de la convivencia con los nagôs de Bahía, lugar donde muchos de ellos vivieron
inicialmente cuando desembarcaron en Brasil. Aun así, más allá de estas
herencias o recreaciones de las tradiciones y prácticas comerciales africanas,
observé que las Minas negras -y también sus maridos- sabían manejar la
legislación y las normas de una sociedad jerárquica a este lado del Atlántico.
A diferencia de lo que ocurría con los yoruba y los
igbos de la Costa Oeste, entre estos africanos occidentales de Río de Janeiro
no había rigidez en la división de las tareas que debían realizar hombres y
mujeres. Solos o juntos, pretas y pretos
minas se ocupaban por igual de las ventas y las quitandas.
En estos acuerdos, el matrimonio -y, en su
caso, las segundas nupcias- les parecía fundamental para una vida de trabajo,
seguridad, respeto y libertad. La historiadora Sheila de Castro Faria, al
analizar los testamentos e inventarios de las forras Minas en Río y en São João
del Rei, en la provincia de Minas Gerais, durante el siglo XVIII y la primera
mitad del XIX, constató que muchas preferían no casarse y seguían optando por
vivir con otra familia, formada con sus esclavos y sus hijos. Además de
liberarlas, intentaron enseñarles un modo de vida más adecuado y a seguir
conservando su patrimonio en manos femeninas (Faria, 2004). Sin embargo, como
hemos visto, no todas optaron por seguir este patrón familiar. Especialmente
las que trabajaban como quitandeiras en las
calles o en la Plaza del Mercado de Río de Janeiro.
Lejos de las complicadas exigencias
matrimoniales, la liberta Minas Emília Soares do Patrocínio comenzó a trabajar en la década de 1830 en un
puesto de la plaza con su primer marido, también él mina, Bernardo José Soares.
Tras su muerte, Emília continuó allí e incluso alquiló
dos locales más. En la década de 1850, se casó de nuevo, esta vez con Joaquim
Manuel Pereira, también mina. Con él, y recurriendo también al trabajo de
muchas esclavas minas, siguió vendiendo frutas, verduras y hortalizas en el
mismo lugar hasta 1885, año de su muerte. Tras cincuenta años de actividades
compartidas, sus hijos, nietos y su marido Joaquim heredaron un significativo
patrimonio. Para mujeres como ella, el matrimonio significaba, entre otras
cosas, seguridad y el fortalecimiento de un trabajo conjunto entre “parientes
de nación”. Y esto era tan importante que cuando cualquier desavenencia
empezaba a deshacer estos acuerdos tácitos, no dudaban en romperlos de una vez
por todas.
Para ello, disponían de un mecanismo prácticamente inédito
en el continente africano. Por su parte, las mujeres
estuvieron al frente de la mayor parte de las acciones de separación abiertas
en la justicia eclesiástica. Para la historiadora Maria Beatriz Nizza da Silva, pionera en el estudio de estas acciones en la capital paulista, esta preeminencia se explica por las normas
morales que regían la conducta de los “dos sexos”. Por un lado, favorecían las
denuncias femeninas contra malos tratos excesivos. Por otro lado, disuadían a
los hombres de hacer público un proceso basado en
tales acusaciones. Ningún marido acusaría a su mujer de violentarlo, ya que
sería inmediatamente descalificado en su comunidad (Nizza
da Silva, 1984, 217)
Por su parte, Silvia Brügger
cree que, a primera vista, esta primacía también podría leerse de forma más
lineal. En otras palabras, como las mujeres eran vistas como más frágiles y
sumisas, estaban naturalmente predispuestas a un mayor abuso por parte de sus
maridos. Y el predominio de sus peticiones sería una clara consecuencia de su
sometimiento al poder masculino. Sin embargo, la autora prefiere apostar por
una lectura “más convincente”: las esposas tomaban la iniciativa en estas
acciones porque, de hecho, ejercían un mayor poder en sus relaciones. Y la
práctica de la dote femenina contribuyó en gran medida a ello (Brügger, 1995).
Aunque
los africanos mina podían considerar muy inapropiado que una mujer quisiera
“gobernar a su marido”, como decía lo mina Rufino María Balita, no pudieron
establecer tranquilamente su poder en las relaciones matrimoniales y
familiares, como podían estar acostumbrados en algunas sociedades patriarcales
de la costa occidental de África. A este lado del Atlántico, las mujeres
tuvieron primacía e independencia en la comunidad negra, destacándose en el
control del pequeño comercio urbano y adquiriendo con éxito sus cartas de
libertad. Al igual que en otros espacios de la diáspora africana, la esclavitud
funcionó como una especie de base para la construcción de un poder ampliamente
sexuado. En este sentido, el sexo del amo y del propio esclavo eran factores
determinantes en las relaciones desiguales que se constituían. Así, mientras
los propietarios no veían ningún impedimento para violar a sus esclavas, a los
hombres esclavizados se les negaba sistemáticamente el derecho a ejercer la
autoridad sobre sus hijos. Como señala la historiadora Camillia
Cowlling (2018), a través del vientre de la mujer, el partus sequitur ventrem, se
reforzaba también el poder patriarcal de los amos sobre los hombres
esclavizados.[26]
De un modo u otro, aunque generalmente no
encajen en las normas de género y en las representaciones ideales impuestas, o
esperadas, por la Iglesia y la sociedad, estas mujeres supieron “gobernar”
estos recursos a su favor. En Brasil, como en otras regiones de América en
general, asistimos a lo que Assunção Lavrin (1989, 7) llama un diálogo entre “valores y
comportamientos difundidos por la Iglesia y las instituciones del Estado y
prácticas y actitudes comunes que transgreden el código moral eclesiástico”. En
el grupo que analicé, casi todas consiguieron distanciarse, si no para siempre,
al menos temporalmente, de los maridos tiranos e incoherentes. Faustina Dourado acabó renunciando a su causa y, en julio de 1860,
volvió a vivir con Tiberio Tomás de Aquino. Livia Maria
da Purificação no tuvo tanta suerte. Su demanda fue
desestimada. Luego recurrió al Tribunal de Apelación de Bahía, donde también
fue derrotada. Las otras minas liberadas, al convertirse en mujeres
divorciadas, ya no podían volver a casarse en la Iglesia Católica. Pero eso no
les impidió cuidar de sus casas y de sus hijos, vender productos en el mercado
o en la calle, preservar su patrimonio y quizás encontrar un nuevo amor.
Bibliografía
Amadieu, I.(1987). Male daughters, female husbands: gender and sex
in African society. London: Zed Books.
Antunes Zanatta, A (2005). Justiça
e representações femininas:
o divórcio entre a elite paulista (1765-1822). Disertación
en Historia, Unicamp.
Barreto Farias, J. (2012).
Sob o governo das mulheres: casamento e divórcio entre
africanos ocidentais no Rio de Janeiro do século XIX. In: Barreto Farias, J. ,
Xavier, G.; Gomes, F. (orgs.) Mulheres
negras no Brasil escravista e do pós-emancipação.
São Paulo: Selo Negro.
Barreto Farias, J.
(2012). Fortunata et João José ‘parents de nation’. Mariage et divorce chez lês
Africans de l’ouest à Rio
de Janeiro au XIXe siècle . Brésil(s). Sciences humaines et sociales, (1).
Barreto Farias, J. (2015).
Mercados minas: africanos ocidentais na Praça do Mercado do Rio de
Janeiro (1830-1890). Rio de Janeiro: Prefeitura da Cidade do Rio de Janeiro-Arquivo Geral da Cidade do Rio de Janeiro.
Barreto Farias, J. (2015).
Mercados minas: africanos ocidentais na Praça do Mercado do Rio de
Janeiro (1830-1890). Rio de Janeiro: Prefeitura
da Cidade do Rio de Janeiro-Arquivo
Geral da Cidade do Rio de
Janeiro.
Barreto Farias, J.; Gomes,
F. S. & Soares, C. (2004). Primeiras reflexões sobre travessias e
retornos: africanos cabindas, redes do tráfico e
diásporas num Rio de Janeiro atlântico . Dossiê: História Atlântica. Textos de História,
12, (1/2).
Brügger, S. (1995). Valores e vivências
conjugais: o triunfo do discurso amoroso (bispado do Rio de Janeiro, 1750-1888). Dissertação
(Mestrado em História) – Universidade Federal Fluminense, Niterói.
Cortês de Oliveira, M. I .
(1988). O liberto: o seu mundo e os outros.
Salvador: Corrupio.
Cortez de Souza, M.
(1999). Crise familiar e
contexto social. São Paulo, 1890-1930. Bragança Paulista: EDUSF.
Cowling, C. (2018). Concebendo
a liberdade: mulheres de cor, gênero e a abolição da escravidão nas cidades de Havana e Rio de Janeiro. Campinas, SP: Editora da Unicamp. Lerner, G.
(1983). Women
and slavery. Slavery and Abolition (4), 3.
da Silva Silveira, A.
(2005). O amor possível: um
estudo sobre o concubinato no Bispado
do Rio de Janeiro em fins do século
XVII e no XIX. Tesis de doctorado. Departamento de Historia de la Unicamp, 2005.
de Castelnau-L’Estoile,
C . (2011). O ideal de uma sociedade escravista cristã: Direito Canônico e matrimônio dos escravos no Brasil
colônia.
In: Feltier, B.;
Souza, E. A Igreja
no Brasil. Normas e
práticas
durante a vigência das Constituições primeiras do Arcebispado da Bahia. São Paulo: Unifesp.
Eltis,
D. (2004). The diáspora of yoruba
speakers,1650-1865: dimensions and implicantions. In:
Falola, T.; Childs, M. (orgs). The yoruba diáspora in the Atlantic World. Bloomington: Indiana University
Press.
Falola,
T. (1995). Gender, Business and Space Control: Yoruba Women and Power In:
House-Midamba, B. and Ekechi,
F.K. (eds.). African Market Women and Economic Power: The Role of Women in
African Economic Development. Connecticut:Westport.
Faria, S. (2004). Sinhás pretas, damas mercadoras:
as pretas minas nas cidades do Rio de Janeiro e de São João del Rei (1700-1850).
Tesis para el profesor titular de Historia brasileña, UFF.
Farias, Juliana B.; Gomes,
Flávio S.; Soares, C.
(2005). No labirinto das nações: africanos
e identidades no Rio de Janeiro, século XIX. Rio
de Janeiro: Arquivo Nacional.
Florentino, M. (1997).
Em costas negras: uma história
do tráfico de escravos entre a África e o Rio de
Janeiro (séculos XVIII e XIX). São Paulo: Companhia das Letras, 1997.
Gomes, F. & Soares,
C. (2002).‘Dizem as quitandeiras’... : ocupações e
identidades étnicas numa cidade
escravista: Rio de Janeiro, século
XIX”. Acervo, 15, (2).
Graham
SL. (2011). Being Yoruba in nineteenth-century Rio de Janeiro. Slavery Abol.,
32(1).
Graham, S. (2005). Caetana diz não: histórias de mulheres da sociedade escravista brasileira. São Paulo: Companhia das
Letras.
Graham,
S. (2011). Being yoruba in nineteenth-century Rio de
Janeiro. Slavery and Abolition, 32, (1).
Graham, S.
(2012). Ser mina no
Rio de Janeiro do século XIX. Afro-Ásia, 45
Karasch, M. (2000). A vida dos escravos no Rio de Janeiro (1808-1850). São Paulo: Companhia das Letras.
Lahmeyer Lobo, E. (1978). História
do Rio de Janeiro: do capital comercial ao capital
industrial e financeiro. Rio de Janeiro: IBMEC.
Lavrin, A. (org.) (1989). Sexuality & marriage in colonial Latin
America. Lincoln: University of Nebraska Press.
Law, R. (2006). Etnias de africanos na diáspora: novas considerações
sobre os significados do termo ‘mina. Tempo, 10, (20).
Mendes de Almeida, C. (org.)
(1870). Código filipino ou ordenações
do reino de Portugal, recompilados por mandado de el rei d. Filipe I ( 1603 ). Rio
de Janeiro. Do Instituto Filomático, 1870.
Morrisey,
M. (1989). Slave women in the New World: gender stratification in the
Caribbean. Lawrence, University Press of Kansas.
Nizza da Silva, M. B. (1984). Sistema de casamento no Brasil colonial. São Paulo: T. A.
Queiroz/EDUSP.
Parés, L. (2006). A
formação do candomblé: história
e ritual da nação jeje na Bahia. Campinas: Editora da Unicamp.
Reis, J. (2008). Domingos
Sodré, um sacerdote
africano: escravidão, liberdade
e candomblé na Bahia do século XIX. São Paulo: Companhia
das Letras.
Santana da Silva, M.
(1998). As mulheres no Tribunal Eclesiástico do Bispado de Mariana (1748-1830). Disertación en Historia,
Unicamp, Campinas.
Santana da Silva, M.
(2000). Normas e padrões do Tribunal Eclesiástico Mineiro (1750-1830) e o modo de inserção
das mulheres nesse universo
jurídico. História Social, 7.
Scully,
P. & Patton, D.(ed.) (2005). Gender and slave emancipation in the
Atlantic world. Durham: Duke University Press.
Soares, C. (2001). A
capoeira escrava e outras tradições rebeldes (1808-1850). Campinas: Editora da Unicamp.
Soares, C. (2005). “A
‘nação’ da mercancia: Condição feminina e as africanas da Costa da Mina, 1835-1900”. In: Farias,
Juliana B.; Gomes, Flávio S.; Soares, C. No
labirinto das nações: africanos e identidades no Rio
de Janeiro, século XIX. Rio de Janeiro: Arquivo Nacional.
Soares, C.; Gomes, F. (2007).
Dos S. Negras minas no Rio de Janeiro: gênero, nação, e trabalho urbano no século XIX. In: Soares, M. Rotas atlânticas
da diáspora africana: da Baía do Benin
ao Rio de Janeiro. Niterói: Editora da UFF.
Soares, M. (2000). Devotos
da cor: identidade étnica, religiosidade e escravidão no Rio
de Janeiro. Rio de Janeiro: Civilização
Brasileira.
Soares, U. (2006). Os processos de divórcio perpétuo nos séculos XVIII e XIX:
entre o sistema de aliança e o regime
da sexualidade. Tesis de doctorado en Historia,
UFRGS, Porto Alegre.
Vide, S. (2010). Constituições
primeiras do Arcebispado da
Bahia. Edição
organizada por Bruno Feltier e Evergton
Sales Sousa. São Paulo: Edusp.
Arquivo da Cúria
Metropolitana do Rio de Janeiro
Recibido: 01/07/2021
Evaluado: 03/08/2021
Versión
Final: 14/08/2021
[1] El artículo fue traducido por Carla Estefanía García y Magdalena Candioti.
[2] El término divorcio, utilizado por la Iglesia Católica
desde el Concilio de Trento, para designar las
separaciones de parejas ratificadas por los Tribunales Eclesiásticos, también
fue adoptado por la legislación republicana en Brasil. A partir de 1890, la
disolución de la sociedad conyugal también se designó así. La ley de 24 de enero
de 1890 -Decreto nº 181 del Gobierno Provisional de
la República- mantuvo del Derecho Canónico la concepción del divorcio como
“vínculo”, es decir, admitió la disolución de la sociedad conyugal y la
separación definitiva de los bienes, manteniendo, sin embargo, la indisolubilidad del vínculo matrimonial, lo que
hacía imposible la formación de una familia legítima por parte de los cónyuges
divorciados. El Código Civil de 1916 cambió el término por el de “desquite” (Cortez de Couza, M.,1999).
[3] Sobre el matrimonio, ver: Castelnau-L’Estoile (2011).
[5] En Brasil, los términos criola y criolo indicaban las mujeres y los hombres hijos de
africanos, nacidos en el país.
[6] En el siglo 19 en Río de Janeiro, los esclavos africanos que habían sido enviados al puerto de
Cabinda, al norte del río Zaire, eran conocidos como cabindas. (Karasch, 2000; Barreto Farias, Gomes & Soares, 2004)
[7] Para un
análisis más detallado de estos datos, véase: Farias, 2015,
especialmente el capítulo “Trabalho e vida conjugal.
[8] Para esta discusión, ver,
por ejemplo: da Silva Silveira, 2005, especialmente el capítulo 4.
[9] N. de T. Pombeiro era comerciante intermediario en el
comercio de alimentos entre productores y otros comerciantes o consumidores.
[10] En las consideraciones
finales del caso, el abogado de José Rodrigues añadió: "[...] La autora
sigue jurando que se casó con el acusado, es que se
hizo amiga de ella; los Contendientes saben muy bien que la palabra amistad no
es sinónimo del verbo amar o su participio amado, o del verbo que las
gramáticas llaman sustantivo; y por lo tanto no vengan a nosotros caracornios, porque tenemos expresiones para repelerlos
solamente". Arquivo da Cúria Metropolitana do Rio de Janeiro (de ahra en más ACMRJ), Libelo de Divórcio 1136, 1854, p. 155.
[11] ACMRJ, Libelo de Divórcio 766, 1835, p. 8.
[12] Uno de los testigos de Livia
dice: "Sabes al ver que su esposo amenazó a Livia unas cuantas veces, diciendo en una ocasión que solo se consideraba su esposo
siempre y cuando ella tuviera el dinero para mantenerlos, porque terminaría
yendo a la casa de su ex amo, que no le faltaba nada". ACMRJ, Libelo de Divórcio 1235, 1858, pp. 34-39.
[13] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1235, 1858, p. 54.
[14] La historiadora brasileña
Sheila de Castro Faria dice que los acuerdos prenupciales no eran infrecuentes
en Brasil, aunque no eran la regla. Aún así, sorprende la frecuencia con la que
aparecían los alforriados en este tipo de documentos.
A pesar de estas afirmaciones, la autora no presenta números ni casos que
muestren esta frecuencia (Faria, 2004, p. 2004)
[15] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1235, 1854, pp. 9v-10.
[16] Esta frase - en su versión
afirmativa - forma parte de Adágios portugueses, de Antônio Delicado, 1651.
Publicaciones como ésta recogían "cristalizaciones de la sabiduría
popular" (refranes, proverbios, anexos), que tenían como tema frecuente el
matrimonio, y de alguna manera difundían -y a menudo
también reelaboraban- normas y valores de la moral católica. Citado en: Nizza da Silva, 1984, 157.
[17] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1136, 1854, p.15 e segs.
[18] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1030, 1847, p. 36.
[19] Cf. ACMRJ, Libelo de Divórcio 1174, 1856; Libelo de
Divórcio 1136, 1854. Aunque su marido era un esclavo (el criollo Adão), la
liberta criolla María Correa Ramos también utilizó este “modelo” de esposa
ideal para obtener el divorcio del Tribunal Eclesiástico. En 1796, presentó un libelo en el que afirmaba que "[...]
está casada y fue recibida en la faz de la iglesia con el demandado Adão Xavier
Criollo por dieciséis años a esta parte, y en todo este tiempo siempre lo
sirvió y obedeció con obediencia de esposa a marido,
estimándolo en todo, y comportándose en consorcio con todo el honor, y
fidelidad debida al tálamo sin nota ni indicaciones contrarias". ACMRJ, Libelo de Divórcio 37, 1796, p. 6.
[20] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1174, 1856, p. 2
(justificación de la retirada de la fianza).
[21] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1174, 1856, p. 9-12.
[22] N. de T. Quitandeira es un término que designa a una
vendedora ambulante de verduras o comidas preparadas o a la persona que está
cargo de, o es empleada, de un comercio de comestibles (quitanda).
[23] ACMRJ, Libelo de Divórcio 1097, 1851, p. 25-30; 32.
[24] Cf. ACMRJ, Libelos de Divórcio 1907; 1174; 1026.
[25]ACMRJ, Libelo de Divórcio 1316, 1854; Libelo de
Divórcio 1277, 1860; Libelo de Divórcio 1204, 1857.
[26] Para un análisis de la relación entre género, justicia y
legislación en el contexto de la esclavitud, especialmente en el siglo XIX en
Río de Janeiro y La Habana, véase el trabajo de Cowling, C. (2018). Sobre las
conexiones entre la esclavitud y la libertad en la diáspora y las relaciones de
poder basadas en la categoría de género, véase, por ejemplo: Lerner, G. (1983);
Morrisey, M. (1989); Scully,
P. & Patton, D. (ed.) (2005).