Patrimonio, pueblos originarios y prácticas del secreto  

 

Heritage, indigenous people and practices of secrecy

 

Carolina Crespo

Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano,

 Universidad de Buenos Aires,

 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Argentina)

carolcres@hotmail.com

 

Jacqueline Brosky

Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano,

 Universidad de Buenos Aires,

 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Argentina)

masjacqui@hotmail.com

 

 

Resumen

No cabe duda acerca de la relevancia que está adquiriendo el patrimonio en las últimas décadas. Numerosos estudios caracterizan a este período como boom, inflación o abuso patrimonial y han proliferado la cantidad de cientistas sociales que debaten al respecto. En gran medida, aquello que legitimó y sigue haciéndolo a estas políticas es el mandato moral de la transmisión, la persistencia en el tiempo, el conjuro contra el olvido y la desaparición; aunado, en las últimas décadas, con el reconocimiento de la diversidad. Estos mandatos, positivamente valorados, opacan la politicidad y avasallamientos de estas políticas de patrimonialización, los afectos-efectos y tensiones que generan y el debate sobre los límites de lo patrimonializable.  En tal sentido, sin dejar de reflexionar sobre aquello que el patrimonio hace con las expresiones culturales de la vida cotidiana, saberes y cosmovisiones indígenas, proponemos concentrarnos en repensar el camino inverso, esto es, que es lo que hacen esas manifestaciones y cosmovisiones indígenas con el patrimonio. Con este propósito, a partir de algunos ejemplos etnográficos derivados de nuestro trabajo de campo con el pueblo mbyá guaraní y mapuche, discutimos acerca del papel complejo y heterogéneo que juegan las prácticas de secrecía indígenas en los procesos de patrimonialización.  

 

Palabras Clave

Procesos de patrimonialización; poder; prácticas del secreto; límites; pueblos originarios.

 

Abstract

There is no doubt about the relevance that heritage is acquiring in recent decades. Numerous studies characterize this period as a boom, inflation or heritage abuse and a great number of social scientists have been debating about it. In general, what have been legitimized these policies is the moral mandate of transmission, persistence through time against oblivion and disappearance; combined, in recent decades, with the recognition of diversity. These mandates, positively valued, overshadow the politicity behind these heritage policies, its affects-effects, tensions and the debate about the limits of the patrimonial. In this sense, without ceasing to reflect on what heritage does with cultural expressions of indigenous daily life, knowledge and worldviews, we propose to concentrate on rethinking the reverse path, that is, what those indigenous manifestations and worldviews do with heritage. In fact, through some ethnographic examples derived from our field work with the Mbyá Guaraní and Mapuche people, we discuss the complex and heterogeneous role that indigenous secrecy practices play in the processes of heritagization.

 

Keywords

Process of heritagization; power; practices of secrecy; limits; indigenous people.

 

 

 

Introducción

 

No cabe duda que las políticas patrimoniales han sufrido una serie de cambios en las últimas décadas. Entre ellos, aquellos que están vinculados con el régimen de temporalidad en las que se asientan, las prácticas, materialidades y saberes que se patrimonializan y el propósito por el cual se lo hace. Si como parte del proyecto moderno, durante el siglo XX, las políticas patrimoniales de los Estados nacionales recuperaban selectivamente el pasado con miras a legitimar “presentes futuros” basados en la asimilación de la diferencia cultural; a partir de 1980 comenzaron a pronunciar y afirmar la diversidad en el marco de lo que Huyssen (2007) denominó “pretéritos presentes”.[1] En ese pasaje, ampliaron aquello pasible de ser patrimonializado incorporando manifestaciones culturales de sectores subalternizados y alterizados que habían sido estigmatizadas, y las promovieron como parte de políticas de desarrollo centradas en la comercialización de la diferencia (Comaroff y Comaroff, 2011).[2]  

Numerosos estudios caracterizan a este período como boom, inflación o abuso patrimonial y han proliferado cantidad de científicos sociales que debaten al respecto (Hartog, 2006; Berliner, 2018). Sin embargo, frente al giro y ensanchamiento pasible de advertir en este campo, la discusión de Berliner (2018) acerca de los topes existentes aun hoy en torno a lo que podría ser objeto de patrimonialización, resulta relevante. Hasta la fecha, aquello que legitimó y sigue legitimando a las políticas patrimoniales es el mandato moral de la transmisión, la persistencia en el tiempo, el conjuro contra el olvido y la desaparición; aunado, en las últimas décadas, con el reconocimiento de la diversidad y la posibilidad del “desarrollo sustentable”. En materia indígena, estos mandatos opacaron la politicidad y avasallamientos de estas políticas de patrimonialización, los afectos-efectos y tensiones que generan y el debate sobre sus límites.

En este artículo, con el objeto de examinar aquello que hacen las expresiones de la vida cotidiana y cosmovisiones indígenas con el patrimonio instituido o normativizado, nos interesa discutir el papel complejo y heterogéneo que juegan las prácticas de secrecía indígenas en los procesos de patrimonialización. Para ello organizamos el escrito en tres partes. Bajo el propósito de situar esas prácticas, esbozamos en el primer apartado algunas consideraciones respecto a la trayectoria de las políticas patrimoniales de expresiones, materialidades, cuerpos y espacios indígenas en Argentina. En el segundo y tercero, analizamos –a través de ejemplos etnográficos derivados de nuestro trabajo de campo con pueblos originarios que viven en el noreste y sur de la Argentina– qué nos dicen silencios y secretos indígenas –mbyá guaraníes y mapuche– sobre los regímenes patrimoniales.

 

Regímenes patrimoniales: autenticidad, autoctonía y alteridad

 

Dentro de la literatura académica crítica sobre las políticas patrimoniales es un lugar común abordar al patrimonio como un régimen de propiedad que se gesta con la creación de los Estados nacionales, y su ejercicio de soberanía y administración sobre todo aquello que se encuentra dentro de sus límites territoriales. También señalar, que desde el siglo XIX a esta parte, manifestaciones de la vida cotidiana y sagrada, ancestralidades, espacios y materialidades vinculadas con los pueblos originarios fueron selectivamente incorporados en los regímenes patrimoniales nacionales –e, incluso, internacionales– bajo una serie de reglas, lenguajes y normas occidentales que se constituyeron como universales, aun en períodos recientes en los que se invoca el reconocimiento de la diferencia (Abreu, 2014, Crespo, 2016, entre otros).

Sin embargo, a pesar de estas permanencias, el patrimonio puede definirse –retomando a Fernández Bravo (2016)– como “un significante vacío”, inscripto en un circuito cuyo sentido opera y circula según contextos y modalidades de convivencias contingentes y cambiantes, vinculadas con luchas por las clasificaciones instituidas. En Argentina, la inclusión de las manifestaciones, espacios y cuerpos indígenas dentro del campo patrimonial persiguió distintos propósitos según la coyuntura. Esas políticas han ido estableciendo una política de verdad, formas de conocer y visiones de mundo que gobiernan y regulan la relación entablada entre estos pueblos con el Estado y con las propias prácticas, cuerpos y expresiones recodificadas como patrimonio.

Durante la conformación de la nación, bajo el proyecto de constituir una identidad y pasado colectivo común que tenía como horizonte el blanqueamiento, el progreso y la marcha hacia la “civilización”, los procesos de patrimonialización de “cuerpos, expresiones y producciones de la cultura material de distintos pueblos indígenas surgieron y fueron el emergente –a la par que el ejercicio mismo– de un proyecto racista de dominación sobre el territorio, el tiempo, las poblaciones, los cuerpos y las subjetividades” (Crespo, 2020: 72). Los indígenas funcionaron como sujetos incómodos, enemigos a exterminar y someter, pero también como sujetos productivos. Sobre-exhibidos sus muertos y “restos” materiales en los museos, permitían construir una autoctonía de la nación frente a la fuerte inmigración europea de la época, a la vez que demarcar una alteridad auténtica (Lenton, 2005) que no debía ser tomada como modelo de identificación dentro de esta historia evolutiva de la nación. Basados en una retórica del salvataje de la pérdida (Gonçalves, 2012), los discursos patrimoniales ensombrecieron los procesos de despojo, fragmentación, desaparición y destrucción que –como lo señaló Crespo (2017, 2020)– impulsaba el mismo proyecto patrimonializador. La “desaparición del indígena” o de aquello que “estaba a punto de desaparecer” producto de la modernización decimonónica, justificó el proceso por el cual sus manifestaciones –sea lo que la ciencia denominó como “evidencias arqueológicas” o “etnográficas”– se expropiaran y fragmentaran en colecciones y exhibiciones museales que, a la par que testimoniaran el origen o el pasado primitivo y ancestral de la nación, demostraran el interés por abolir ese pasado dentro de un ordenamiento occidental y capitalista considerado irreversible.

En los últimos años, el patrimonio, en particular aquel clasificado por la UNESCO y las instituciones estatales como “intangible” –artesanías, conocimientos, festividades, ritos, etc.– se volvió una inversión o –en términos de del Mármol & Santamarina (2019)– un activo crucial de la naturaleza cambiante del capital en la economía neoliberal.[3] En este tránsito, en el que estas políticas se asociaron cada vez más con la promoción de la diferencia dentro de la lógica del mercado y el turismo, el patrimonio pasó de edificarse bajo la fórmula del “rescate” a legitimarse mediante la opaca noción de una “puesta en valor”, que ha ocultado los procesos y relaciones de poder que intervienen en ellas. Las políticas patrimoniales se encaminaron no tanto a extraer los conocimientos, cuerpos muertos u objetos indígenas de los márgenes al centro para exhibirlos como la presencia de una ausencia, residuos de un pasado desaparecido o en vías de extinción; sino a afirmar, exhibir y performar la alteridad in situ, esto es, a comercializar aquello que se define como “tradiciones” particulares o exóticas preservadas en el ámbito de lo local. Rufer (2014) denomina a este mecanismo patrimonial como “poética del retorno”. El autor destaca que, en el marco del multiculturalismo neoliberal, en el que los Estados configuran –mediante modalidades disímiles– la alteridad permitida (Hale, 2004), la promoción de “la tradición ya no está arcaizada en el museo nacional de la capital sino producida en la lejanía del pueblo y la aldea y que los que fueron objeto del museo y exhibición se vuelven sujetos de producción de una mirada y un orden” (2014: 96).

En el terreno de los regímenes patrimoniales vinculados con el universo indígena, este desplazamiento no invalidó la relevancia de los criterios que fueron los ejes vertebradores en estas políticas desde sus inicios. A lo largo del siglo XX y XXI, el criterio de “autenticidad”, “exotismo” y “autoctonía” ha prevalecido como fuente de identificación hegemónica de la alteridad.  El patrimonio indígena se ha construido como diferencia encapsulada y opuesta a occidente, ocultando la dinámica y los efectos que ha tenido la conquista y los legados de poder sobre estos pueblos, y omitiendo los ejercicios de control y autoridad que el propio régimen patrimonial establece, así como la forma en que éste disloca aquello que autentifica y enuncia preservar. Pero al calor de las mudanzas operadas con el neoliberalismo, las temporalidades y valoraciones asociadas a la autenticidad, la autoctonía y el exotismo se reformularon. Aun cuando cabría preguntarse si no es el mismo proceso de patrimonialización el que configura y normaliza esa tríada, la autenticidad, como sugieren del Mármol & Santamarina (2019), está asociada a dos sentidos. Por un lado, a lo “verdadero, fiel al original o a su origen, tal como lo postuló Benjamin (1989), lo que involucra su duración material y su testificación histórica. Por otro lado, está vinculada con la autoría, el “carácter genuino o su legitimidad para representar una característica o cosa” (del Mármol & Santamarina, 2019:127). Mientras esa autenticidad ligada a un origen y carácter genuino refiere a una singularidad de orden cultural, la autoctonía remite a la particularidad asociada a un orden temporo-espacial. Pero si anteriormente esa autoctonía, exotismo y autenticidad atribuida al indígena se ubicaban en el pasado de la nación como dimensiones que se perdían –y debían perderse– en pos de “integrarse” a la sociedad, ahora la “autoctonía”, el exotismo y la “autenticidad preservada” en el presente –es decir, ya no “lo que queda de un pasado desaparecido” sino “lo que queda como remanente”– es ese “aura”, “la manifestación irrepetible de una lejanía” (Benjamin, 1989: 24),[4] que se formula como oportunidad a la alteridad indígena para articularse con un mercado, que predefine de interés, aspectos particulares y escasos.

Dentro de los estudios sobre la problemática patrimonial, algunos autores han sostenido que, a pesar de los cambios acaecidos en los procesos de patrimonialización, existen ciertos límites en la ampliación y reformulación de lo patrimonializable. Atribuyen esos límites a la matriz de pensamiento, ontología e ideología de los propios agentes patrimonializadores. Prats (1996) señaló que aquel elemento que participe de la naturaleza, la historia y/o la individualidad de la inspiración creativa es susceptible de ser patrimonializado. Heinich (2009) señala que la antigüedad, la autenticidad, la rareza, el significado y la belleza son los valores sociales necesarios para transformar algo en “patrimonio”. Van de Port y Meyer (en Berliner, 2018) reconocen la relevancia de la “política de autenticación” y la “estética de persuasión” para transmutar algo a la esfera patrimonial. Candau y Mazzucchi Ferreira (2015) acuñaron la noción de “prestaciones patrimoniales” para comprender la elegibilidad de algunos elementos como patrimoniales. Berliner (2018),  Macdonald (2018) y Smith (2012) agregaron que la nostalgia, la amenaza, la irreversibilidad y los pasados de violencia configuran aspectos susceptibles de ser inscriptos como patrimoniales. Pero más allá de los marcos ontológicos, epistémicos e ideológicos institucionales occidentales desde los cuales se demarca que deviene patrimonializable, según las fuerzas históricas, sociales, económicas y políticas de cada momento, ¿qué pasa cuando el régimen de patrimonialización no coincide con el sistema de valores, epistemes y cosmovisiones de los sujetos de quienes provienen esos “objetos” y expresiones patrimonializadas? ¿son sólo las instituciones quienes con sus mandatos delimitan aquello que queda por fuera del dispositivo patrimonial?

Interesadas en reflexionar sobre aquello que se le escabulle; esto es, sobre las reflexiones metaculturales (Kirshenblatt Gimblett, 2004) y los límites que emergen en estas políticas no tanto por parte de las instituciones sino en todo caso por los posicionamientos que asumen las comunidades indígenas con las que trabajamos, desplegamos los ejemplos que siguen. El primero refiere a experiencias de trabajo de campo ligadas a memorias mapuche relevadas en distintas comunidades indígenas de la localidad de El Bolsón –provincia de Río Negro, Patagonia Argentina– en torno a materialidades y cuerpos que, luego de la “conquista al desierto”,[5] fueron constituidos como objeto de estudio de la arqueología y patrimonializados por el Estado. El segundo remite a la reciente turistificación de expresiones de la vida cotidiana y sagrada de los mbyá guaraní de Pindo Poty en la reserva de Biosfera Yabotí dentro de la provincia de Misiones, en el noreste del país.[6] En ambos casos, el secreto como tropo ha adquirido un papel en sus narrativas y prácticas vinculadas con lo patrimonial y resulta un terreno fértil para indagar –a la luz de la historia de los regímenes patrimoniales– sobre su emergencia, formatos, sentidos e implicancias en el campo de la patrimonialización de expresiones, espacios y cuerpos de sectores que han sido subalternizados y alterizados.  

 

 

Prácticas de secrecía indígena y dispositivos patrimoniales

 

“Lo que queda del pasado”. Ceremonias, ancestros y saberes secretos mapuche

 

En la comunidad mapuche de Nahuelpan en El Bolsón, las preguntas sobre aquello que fue clasificado como “patrimonio arqueológico” derivaban numerosas veces en contadas sobre desenterramientos de “cosas de indios” por parte de “gringos” o extranjeros. Los relatos abundaban en el coraje que tenía que tener su excavador frente al guardián –“bicho” o “espíritu”– que lo protege y el peligro que lo acechaba, ya que, aunque debía huir inmediatamente, era imposible escapar a la maldición y al efecto irreversible que provocaba su extracción. Las contadas sobre los desenterramientos hacían siempre referencia a la pertenencia indígena de esos “objetos” valiosos y cuerpos, y a la agencia que estos tienen sobre sus saqueadores,[7] pero en una conversación sobre las “piedras pintadas”[8] y entierros indígenas que están próximos a la comunidad de Nahuelpan, Aurelia agregaba la existencia de un secreto asociado a esos enterramientos:

 

“y dicen que se lo llevaron (al esqueleto indígena) y se fueron, porque dicen que la gente se tiene que ir si encuentran cosas… se tienen que ir porque si no los persigue mucho la gente y al final salen matándose, porque cosas que dejan ellos, ¿vio? Porque dicen que los indios son indios pero dicen que tienen cosas, ¡muchas cosas de valor! Según escuchaba que ellos (los viejos) contaban. Pero dicen que estas cosas… ¡es un secreto que tienen! … Por eso es el secreto que hay que nadie sabe. Bueno, los viejos de antes capaz que ellos saben, pero, vio como uno es chico no, no le cuentan. Yo lo sé porque a veces uno pregunta y algunas cosas le dicen los viejos” (Entrevista a AN, Diciembre 2006).

 

En su estudio sobre el secreto, Simmel (1906) destacó que toda la vida social se funda en el intercambio de información sobre aquello que los sujetos son, las expectativas que se tienen sobre ellos y sobre cómo se regula esa información. A diferencia de otro tipo de silencios, el secreto involucra una puesta en relación de sujetos a partir de la clausura de una información que es compartida de manera excluyente. De ahí que, retomando a Giraud (2006), más allá del contenido, la práctica de secrecía configura lazos de intimidad, proximidad, confianza, pertenencia con quienes se comparte, mientras genera exclusiones, desconfianzas o diferenciaciones con aquellos que no se lo hace y, a través de ellos, se reifican o disputan ciertos imaginarios de poder.

En el relato de Aurelia, la afirmación de un secreto que no había sido develado, luego de diferenciarlo de aquello que le había sido contado por sus maestros, resultaba indicativo de una especificidad cultural que quería marcar. Señalaba que había algo que a los no indígenas nos era desconocido y que no éramos capaces de conocer: el valor que aún tienen esos “indios”, sus secretos y el secreto de sus padres y abuelos que habían decidido no transmitir; al menos no por fuera de la intimidad del hogar, pues Aurelia, que había preguntado, algo sabía.

El relato expresaba al menos tres consideraciones. Por un lado, que eso que el Estado había configurado como “patrimonio” era de los “indios”. Por otro, que se trataba de un “secreto valorado” (Sabatella, 2011) que se resistía a ser transmitido por fuera de quienes no fuesen indígenas. Finalmente, que era imposible comprenderlo desde marcos de referencia ajenos, sea porque se entendería como inverosímil, sea porque los dispositivos patrimoniales occidentalizaron los saberes ligados a su cosmovisión. En tal sentido, la enunciación de un secreto ligado a los cuerpos enterrados advertía sobre la incapacidad de entender y conocer lo que aun siendo público en su materialidad patrimonial, se le escurre a este dispositivo como parte de una diferenciación o especificidad cultural que está más allá de nosotros y –como lo señala Sommer (1992) respecto al testimonio de Rigoberta Menchú– que merece respeto y el mantenimiento de “una distancia prudente”. Y en ese respeto, impedimento y distancia, los antropólogos también estábamos incluidos, porque si bien en la actualidad muchos colaboramos con los pueblos originarios con quienes trabajamos y revisamos críticamente la trayectoria ético-política de nuestra disciplina, cargamos con ese colonialismo que ha acompasado la apropiación de sus saberes, materialidades, cosmovisiones y “muertos” para beneficio ajeno.

La presencia de saberes, experiencias, memorias y cosmovisiones guardadas y silenciadas atravesaba otras esferas de la vida de esta comunidad y han sido parte constitutiva de la subjetividad mapuche de muchas comunidades de la región. En los intercambios mantenidos, los recuerdos sobre los silencios transmitidos –las “memorias de silencios” (Crespo, 2016)– emergían constantemente en los relatos como parte de una práctica que, por un lado, entendían íntimamente vinculada con su trayectoria y su necesidad de protección o supervivencia como pueblo subalternizado y alterizado; pero, por otro, los redefinían como motor de una lucha político-afectiva anudada en torno a su pertenencia indígena. En contextos en que la transmisión y la pérdida se han convertido en cuestiones politizadas (Berliner, 2013), la “retórica de lo silenciado” o “lo guardado en secreto” ‒“No se animan a decir. No están perdidas… es como que están guardadas” (Entrevista a RN, Marzo 2006)‒,  discute visiones hegemónicas que apelaron al tropo de la “cultura desaparecida” o la “falta”, estigmatizando y sospechando de su “autenticidad” indígena. Además, manifiesta las continuidades y discontinuidades que los ha atravesado producto de experiencias de subordinación vividas, pero también pone en primer plano su capacidad de agencia en contextos de asimetría.    

Con posterioridad al relato de Aurelia, el secreto asociado con cuerpos y “objetos” indígenas patrimonializados, apareció de la boca de otros mapuches pero como parte de una decisión explícita que testificaba otros sentidos e implicancias:

     

“En lo personal, soy muy respetuoso de las cosas que pertenezcan a cualquier persona. No estoy de acuerdo con que vayan a excavar y buscar cosas...Yo ¡nunca facilito esas cosas! ¡Nunca! (enfatiza) Porque me parece que...o sea, ¡que se conserve cómo está! Si un día tiene que desaparecer porque hubo un terremoto, que desaparezca. Fijate, la mayoría de las cosas que se han descubierto, que dijeron `vamos a conservarlas´, se terminaron destruyendo más. ...  Y me parece que ya se ha excavado bastante en distintos lugares del país y ¡¿no sé qué es lo que quieren encontrar más de lo que se sabe?! ¿no? Porque en Ruca Choroi (zona donde reside una comunidad mapuche) hay un par de lugares que vos encontrás pedacitos de jarrones. La gente no los levanta. La gente de la comunidad es respetuosa de los chenques, de los entierros. O sea hay lugares donde hay entierros y nadie en la casa se lleva un pedacito porque es como invadir un espacio que hoy lo está ocupando alguien que se fue y sigue siendo su espacio” (Entrevista a FN, Diciembre 2006)

 

Como lo señaló Kishenblatt-Gimblett (2004), las políticas patrimoniales promueven reflexiones entre sus agentes acerca de qué es la cultura en un sentido amplio, aquello que se delimita como propio y de las relaciones entabladas con los otros. En el marco de la patrimonialización de la cultura material y cuerpos indígenas, la visión occidental instituida a través de estas políticas ha estado sedimentada, desde principios del siglo XX hasta la actualidad, sobre imputaciones y amputaciones –ausencias, expropiaciones y silencios– estandarizantes y estigmatizadoras de la otredad, que han tenido efectos disímiles en estas poblaciones. Junto con el hecho de que estos sujetos quedaron fuera o en los márgenes de la historia y muchas de sus experiencias fueron desdibujadas de este campo, los indígenas han sido impedidos de hablar de sí mismos y sus relaciones e, incluso, de decidir sobre aquello que, en función de sus cosmovisiones, podía o no ser exhibido o dicho (Crespo, 2016). En los últimos años, varios indígenas en Argentina reclaman públicamente como propios espacios, “objetos” y ancestralidades instituidos dentro del dispositivo patrimonial, los redefinen en sus propios términos, denuncian la omisión y el despojo a los que han sido sometidos y demandan la restitución y autodeterminación sobre ellos. Sin embargo, en otras instancias, como se desprende de este fragmento, las contestaciones y resistencias operan bajo el ejercicio de una secrecía que manifiesta enfáticamente la negativa a revelar y la decisión de controlar y establecer un tope sobre aquello no se quiera siga siendo botín de conquista, de enajenación ni de una preservación que se lee destructiva y excluyente de relacionalidades y cosmovisiones distintas: “nadie en la casa se lleva un pedacito porque es como invadir un espacio que hoy lo está ocupando alguien que se fue y sigue siendo su espacio” –destaca en su relato.   

En el año 2015, esta misma decisión de guardar en secreto como parte de un instrumento de protesta, poder y respeto trascendió a la esfera pública de la voz de mujeres mapuche de otra comunidad, que habían reclamado la restitución de una ancestra indígena musealizada. Se trataba del cuerpo de Margarita Foyel, una de las tantas indígenas que luego de las campañas militares de fines del siglo XIX, por un pedido del director del Museo de la Plata –Francisco Pascasio Moreno– fue enviada con otros prisioneros de la Isla Martín García al Museo, donde fueron estudiados por la ciencia y trabajaron como personal de la institución. A su muerte sus esqueletos fueron investigados y desmembrados para documentar la existencia de una diferencia racial, y exhibidos en las vitrinas junto con otros miles que habían sido extraídos de diferentes espacios territoriales de Argentina.[9] La comunidad que reclamó su cuerpo reflexionó públicamente, durante varios programas radiales y en otros medios de comunicación, sobre la relación entre la conquista implementada en su territorio hasta la actualidad y la violencia ejercida sobre los cuerpos y las pertenencias de sus antepasados en los museos; sobre los conocimientos, luchas y roles existentes dentro de la cosmovisión mapuche; sobre la forma de concebir la vida y la muerte y la manera en que se debía dar tratamiento al cuerpo de esta ancestra restituida, sobre los derechos humanos y sobre la experiencia afectiva que involucraba esta restitución.[10] Asimismo,  invitó a población indígena y no indígena a formar parte de la caravana que acompañaría el regreso de su cuerpo al territorio de la región, pero decidió hacer público que resguardarían para el pueblo mapuche algunos trawn (encuentros) vinculados con la restitución, el lugar donde sería enterrada y la ceremonia de enterramiento: “Está descansando, no se la puede molestar” sostuvo Mirta Ñancunao en una entrevista.[11]

Más allá de los cuestionamientos mapuche difundidos en ese momento en la zona con relación al dispositivo patrimonial en su conjunto, la celosía se centró en el ámbito de la exhibición. Desde ya, no era la primera vez que los enterramientos de cuerpos indígenas restituidos a sus espacios se realizaban en la intimidad indígena. Otras restituciones de ancestros indígenas, tanto en Argentina como en Uruguay, involucraron reservar a la intimidad espacios y ceremonias de enterramiento. Pero en esa oportunidad, la comunidad dejó en claro que quería evitar la manipulación de su cuerpo para el “espectáculo” museológico, gubernamental y/o turístico. El resguardo en torno a su lugar de enterramiento funcionaba como denuncia del poder que los “otros” han puesto históricamente en juego en una economía que volvió espectáculo de sobrexposición a sus ancestros (Masotta, 2017), mostrándolos desaparecidos o en procesos de desaparición (Crespo, 2018, 2020). Pero además, esa secrecía y la intimidad ponían de manifiesto la violencia –física, epistémica y ontológica– que ocultaron estos regímenes, transmitían otra manera de pensar la muerte y la relación entre vivos y muertos, y el deseo y derecho político como pueblo de decidir ellos –no el Estado ni académicos– sobre lo propio (Crespo, 2016):

 

“Hace un tiempo, el año pasado, la comunidad fue la anfitriona de la restitución de Margarita Foyel y a través de un sueño, por eso está muy ligado a la cuestión espiritual, pudimos encontrar el lugar donde ella fue finalmente enterrada, es decir, no le pedimos permiso a nadie para enterrar a una persona. Margarita estuvo detenida, prisionera, ciento treinta años en un museo, y lo menos que nosotros vamos a hacer es pedirle permiso al Estado para decidir dónde la vamos a enterrar”.[12]

 

Más que el contenido, la secrecía como práctica asume en estos dos últimos ejemplos un carácter político-provocador. Manifiesta no sólo aquello que no podemos comprender producto de marcos epistémicos y ontológicos diversos, sino especialmente lo que debe ser secretado por razones ético-políticas, ligadas a la práctica extractivista atribuida al conocimiento científico y a la dislocación y fraccionamiento que han generado a lo largo del tiempo los regímenes de patrimonialización sobre sus saberes, visiones de mundo, historias, territorios, autonomías y antepasados.

 

“Lo que viniendo del pasado, permanece en el presente”: Prácticas y expresiones mbyá impelidas a ser expuestas   

 

 

La mayoría quiere conocer y quiere ver la cultura (destacaba el maestro del coro de la comunidad Pindó Poty). No podemos negar, por eso tenemos que mostrar. La mayoría no tenía que mostrar, pero como ellos quieren saber la cultura, tenemos que cantar sí o sí. Algunos piensan que no existe más cultura mbyá, porque ellos ven que estamos así nomás… no mostramos todo” (Entrevista a NB, 2017).

 

La mercantilización del patrimonio, tornó a ciertas performances y saberes nativos o locales –ceremonias, canciones, danzas, artesanías– bases de atracción y oferta turística, a partir de la revitalización de formas culturales que fueron olvidadas y hasta nuevamente creadas, como sugiere Macdonald (2018); pero también –agregamos– de saberes y prácticas culturales que, aún vigentes, son redefinidas e incluso algunas partes transformadas en su producción para el turismo. Desde el cambio de milenio, en el marco de políticas multiculturales neoliberales, ciertas expresiones mbyá guaraní, que habían sido históricamente devaluadas como “atrasadas”, comenzaron a ser promovidas como parte de la diversidad del patrimonio de la provincia de Misiones, y difundidas y/o comercializadas dentro de proyectos turísticos, producciones discográficas y audiovisuales realizadas por agentes estatales, privados u ONGs. Algunas de estas propuestas se presentan como un medio para el “desarrollo” económico de los mbyá guaraní; otras como una forma de salvaguarda de prácticas culturales indígenas que continúan presentes. Pero, aún bajo distintos propósitos, todas contribuyen a la promoción turística que la provincia está realizando sobre sus características naturales y culturales “únicas” y “distintivas”, y al discurso ambientalista y ecológico que propaga.[13]

Las visitas a las comunidades mbyá se publicitan como la posibilidad de acceder a  “la cultura ancestral guaraní en una Aldea Aborigen” y conocer o descubrir sus “secretos” que, paralelamente, se definen como los secretos de la selva.[14] Todas las propuestas turísticas apelan a representar a estas comunidades como auténticas, autóctonas y bajo un halo de exotismo: las describen como parte de lo natural, en convivencia armónica con la naturaleza y con un modo de vida misterioso, aislado, oculto, radicalmente distintivo, mítico y atemporal; por lo que –como señalan Cantore & Boffelli (2017) y Enriz (2018)– todas omiten señalar las condiciones materiales y las relaciones interétnicas asimétricas que han atravesado estas comunidades hasta actualidad.

Los proyectos turístico-patrimoniales implementados, presionaron a aquellas comunidades mbyá que decidieron participar en estas actividades, a tener “algo” que mostrar e intercambiar acorde a la lógica del mercado actual (Rufer, 2014), sea en sus propias aldeas o bien en otros espacios. Como parte de un pueblo que históricamente ha resguardado y realizado en secreto ciertas prácticas espirituales y cuyos intercambios comunicativos están muy marcados por el silencio, la puesta en exhibición de lo propio, como condición para participar en estas propuestas turísticas, supuso una profunda reflexión sobre las fronteras de lo mostrable. Las comunidades mbyá incluyeron como objeto de intercambio turístico la venta de artesanías, recorridos por ciertos senderos de la selva, la exposición de trampas de caza y/o la exhibición de lo que se denomina “coro de niños” –un coro acompañado de instrumentos musicales, donde niños y niñas cantan en lengua mbyá coordinados por su maestro.[15]

La patrimonialización turística de sus prácticas y saberes, entre ellas, de expresiones musicales, instalaron una serie de tensiones, desafíos y negociaciones en la comunidad mbyá de Pindo Poty. Como lo destacaron varios académicos, ciertas expresiones musicales, instrumentos y objetos están íntimamente vinculados con una dimensión religiosa para los mbyá, forman parte de su comunicación con las divinidades, se realizan sólo en ámbitos sagrados como el opy (templo) y están clausurados para la mirada externa (Ruiz, 1984, 2012; Setti, 1997; Stein, 2009, entre otros). Estas prácticas musicales están ligadas a poderes curativos, pueden predecir acontecimientos futuros y forman parte de la socialización y valoración de los niños en la espiritualidad, la cosmovisión, las formas de relacionalidad y la lengua mbyá. 

 

“Hay cosas que no podemos mostrar porque vamos por alguna enfermedad, pedimos para dios directamente” (Entrevista a AO, febrero de 2020).

 

Frente a la reducción del monte, al deterioro de sus condiciones materiales de existencia y la necesidad de tener algo que exhibir e intercambiar en el ámbito turístico e incluso en otros ámbitos de interacción con el juruá (no indígenas), la comunidad de Pindo Poty  reformuló ciertos “objetos” ligados con lo sagrado para comercializarlos como “artesanías” y comenzó a exhibir –aunque selectivamente cuando la comunidad lo considera– el “coro de niños”,[16] que desde hace al menos dos décadas ha sido una práctica difundida por otras comunidades mbyá, incluso por comunidades que residen en Brasil y Paraguay.[17] En sus relatos describen al coro como una expresión “parecida” a los cantos del opy –pues posee un carácter religioso– pero también diferente. Se considera una “alabanza”, las letras aluden a los dioses y a la cosmología mbyá; pero se diferencia de los rezos y cantos rituales porque se despliegan por fuera del opy, no están ligados a una función terapéutica ni son realizados por personas mayores que tienen un conocimiento sagrado dentro de la comunidad.[18] 

 

“Por ahí el juruá quiere entrar a ver dentro del opy pero opygua no admite porque ellos tienen un secreto que es muy particular digamos entonces ni nosotros podemos ver el secreto del opygua[19]. Por eso nosotros tenemos que tener afuera algo parecido como que tenemos adentro del opy para no entrar los juruá adentro del opy” (Entrevista a NB, enero de 2017). 

 

La exhibición de estos coros por parte de esta comunidad no es frecuente ni tampoco exclusiva de realizar en el marco de visitas de turistas. En ocasiones se pone en escena en eventos municipales o frente a visitas de organizaciones cristianas que asisten a la comunidad para realizar acciones de caridad y evangelizar.[20] La comunidad decide cuándo y qué exhibir, lo que le permite reducir las tensiones que la actividad turística, aun siendo aceptada, les provoca. Frente a la presión de tener que “exhibir” a agentes externos –políticos, religiosos, turistas– su etnicidad, la presentación del coro como una práctica “tradicional” por parte del maestro, les permite participar en espacios interétnicos –entre ellos, circuitos de mercado– y resguardar lo que se prescribe debe quedar en la intimidad de los mbyá, oculto de una sociedad que busca consumir sus “secretos”. Así como los opygua mantienen secretos con el resto de la comunidad –secretos que le permiten configurar su rol de autoridad y la cualidad especial y sagrada de ese saber–, los mbyá resguardan en secreto aspectos vinculados con el orden de lo sagrado. Mediante este secreto buscan evitar que las políticas turístico-patrimoniales, en su afán de exponer y salvaguardar la diferencia, pongan por ello paradójicamente en peligro la comunicación con los dioses y la enajenación de lo propio por parte del juruá. Pues, cualquiera sea el caso, el develamiento de ciertos saberes a otros conllevaría algún tipo de riesgo, sea porque debido a las diferencias culturales los jurua harían un mal uso de las prácticas ocultas, o porque mediante su acceso, adquirirían un poder que los mbyá no están dispuestos a ceder.

En líneas generales, a los integrantes de Pindo Poty no les gusta hablar sobre aquello que no está permitido. En sus conversaciones recurren a estrategias de ocultación verbal y “opacidad expresiva” (Graham, 2014: 57). Abundan en silencios, tienen respuestas escuetas y explicitan la imposibilidad de hablar de ciertos temas: “No te puedo explicar”, “Eso es un secreto de nuestros abuelos” (Entrevista a NB, enero de 2020).  Asimismo, los ocultamientos marcan significativamente el espacio y sus usos. Dentro de las aldeas, existen normas muy precisas respecto al ingreso al opy (templo) y prácticas asociadas a éste y a otros ámbitos que configuran espacialmente lo que puede ser público versus aquello que debe mantenerse en privado (Gallego, 2015).  

 

“Afuera ya se ve todo, cualquier puede ver de afuera. Pero opy es diferente porque es más adentro viste, es más profundo y ahí ya no puede entrar cualquier persona” (Entrevista a NB, enero de 2017).  

 

La reformulación de expresiones sagradas o de la vida cotidiana para el intercambio interétnico también está presente en otras manifestaciones. La comunidad confecciona imitaciones de petyngua (pipa de uso ritual para curaciones) con otros materiales para ofrecerlas como artesanías, produce objetos especialmente destinados a la comercialización –tales como arcos, flechas, cerbatanas, cestería decorativa e instrumentos musicales– a los que en muchos casos les adjudican otra nomenclatura. Por ejemplo, en lugar de la flauta de pan de tubos sueltos mimby reta (muchas flautas), realizan flautas de tubos unidos para la venta, a las que denominan mimby miri (“flauta pequeña) o bien diferencian la cestería para uso ritual ajaka etecesta verdadera– de la artesanal ajaka miri –cesta débil– para el mercado. La reformulación de estos “objetos” y prácticas musicales les permite participar del mercado manteniendo en reserva lo que debe ser parte del uso exclusivo de la comunidad. De ese modo, los mbyá desafían la noción de “autenticidad” y “secretos indígenas” sobre los que se asientan las políticas turísticas y producen en el proceso lugares alternativos de “autenticidad”, valor y “secrecías”. 

La exhibición del coro y de estos objetos no es ajena a la práctica del secreto sino un medio de “secreción”, es decir, la exhibición de signos de secreto sin revelarlos en su contenido. Tanto el coro como aquellos objetos funcionan así como una pantalla, una práctica comunicativa de ocultación y una ocultación que revela (Graham, 2014), pues esconden y a la vez muestran (Sommer, 1992), pero orientando y capturando la atención, la escucha y la mirada hacia otro lado, es decir, hacia los bordes aceptables de aquello que se oculta. Sommer (1992) ha señalado que esto forma parte de un tipo de seducción retórica mediante la cual los sujetos dejan ver la orilla de lo oculto con el fin de dar indicios de su importancia, producir una distancia similar al respeto y hacer más atractivo al secreto que se anuncia; de ahí que es la exhibición e intercambio de algo reformulado, la que refuerza el secreto (Giraud, 2006) y revela la construcción inestable de la noción hegemónica de “autenticidad indígena”. Pero puertas adentro, esta tensión entre exhibición y ocultamiento también tiene un papel importante. Permite conformar lazos político-afectivos intraétnicos, aprender sobre los límites entre lo público y lo íntimo y establece la frontera del grupo. La exhibición del coro de niños socializa a los mbyá, desde edades muy tempranas, a internalizar los límites de lo posible e imposible de mostrar y transmitir, porque pone en tensión valores y cosmovisiones estructurales de y para la comunidad.

Bendix (2009) alerta sobre el peligro de congelar el patrimonio a través de un proceso de “folclorización” o la búsqueda de “autenticidad” y de los problemas emergentes de regímenes patrimoniales que desconocen las costumbres que rigen el acceso a secretos o a aspectos sagrados y dan lugar a usos comerciales inapropiados de éstos. Si bien la gubernamentalidad neoliberal construye mandatos sobre la diferencia indígena basados en este desconocimiento sobre los usos apropiados de aspectos sagrados y/o secretos, la celosía mantenida por la comunidad, aun en estos contextos de condicionamientos político-económicos, pone ciertos límites al poder de los “otros”, disputa grados de autonomía y reelabora ciertos mandatos hegemónicos basados en la exposición de secretos. 

 

Reflexiones finales

 

No cabe duda que las prácticas de secrecía y silenciamiento indígena emergen en varios terrenos –no sólo el terreno patrimonial– bajo sentidos y condiciones divergentes (Crespo, 2016, Nahuelquir, 2011, entre otros). También que la práctica del secreto, tal como sugieren varios académicos, es una cualidad de las organizaciones e instituciones estatales, una fuente de legitimidad y condición de soberanía de los estados modernos (Graham, 2014) y está presente en las mismas instituciones patrimoniales. En efecto, omisiones y secretos han permeado a las instituciones y agentes patrimoniales desde sus inicios, especialmente en lo que refiere a los pueblos originarios, que fueron históricamente omitidos de las leyes patrimoniales, silenciada su voz en la interpretación y decisión sobre sus pertenencias, borrados los espacios de extracción y nombres de varios de sus ancestros, etc.

En el marco de un fenómeno tan complejo como el patrimonial en materia indígena, –sea  éste entendido como proceso, como dispositivo de poder, violencia y expropiación, como régimen gubernamental, etc.– que se expande cada vez más, el secreto desplegado por estos indígenas nos habla de un límite trazado sobre la posibilidad de extraer, de saber, de conservar y de exhibir –fases constitutivas del dispositivo patrimonial– aquello que “otros” –funcionarios, académicos, agentes turísticos– deciden y definieron sobre el “nosotros” dentro de los marcos impuestos por el dispositivo patrimonial. Pero el secreto no es una noción estática (Deleuze & Guatari, 2004) y, aun cuando en las diversas modalidades que adopta en todos los casos examinados, la celosía aparece como un lugar de apego y conformación de lazos comunales, un signo de su indigeneidad, una forma de protección y de acción política, revisar situadamente esta práctica nos permite vislumbrar acentos e implicancias diferenciales que están presentes en estos límites y agenciamientos. 

Entre los mapuches, el secreto emerge como respuesta a históricas políticas de patrimonialización que, desde fines del siglo XIX, implicaron el avasallamiento de sus visiones de mundo y la extracción de lo propio para depositarlo, diseccionarlo, exhibirlo y/o estudiarlo en museos o, fuera de ellos, bajo perspectivas ajenas y durante algunos períodos racistas. En este marco, el secreto de los mapuches aquí examinado deviene en un mecanismo en el que expresan su diferencia tanto como sus desacuerdos, autodeterminaciones e injusticias –históricas y presentes–. Por un lado, la secrecía testimonia en el primer relato mapuche lo que quedó ausente y nunca capturado en los procesos de patrimonialización: ese conocimiento y visión del mundo reservado en los límites de la comunidad y el que se encuentra en las materialidades y cuerpos indígenas que están enterrados. Pero la negación explícita por parte de algunos de ellos a revelar el conocimiento o la exhibición de sus ceremonias, cuerpos y “objetos”, como fue señalado en los dos últimos relatos, va más allá de ese plano. Se formula como un cuestionamiento crítico a los implícitos instituidos por este dispositivo –“preservar”, “coleccionar”, “descubrir”, “exhibir”– y demarca una barrera infranqueable, una estrategia de control y una forma de trastocar e invertir las asimetrías vividas. Sin duda, más que el contenido del secreto, lo que importa aquí es ese gesto de invocar que se decide no contar, no exhibir o no habilitar el acceso a quienes no sean indígenas a aquello que se concibe propio y fue enajenado. Es ese gesto provocador el que señala una manera de resistencia al avasallamiento aún vigente y el ejercicio de un derecho de decisión –el derecho a negarse– como pueblo.     

Ahora bien, entre los mbyá guaraníes la secrecía contiene otras particularidades. En contextos multiculturales neoliberales en los que se instala el mandato de la exhibición o la exposición de autenticidad, autoctonía y secretos de la diversidad, como sucede en los actuales regímenes turístico-patrimoniales, la visibilidad y legibilidad de la indigeneidad puede permanecer a través del secreto. Devenir secreto, como señalan Deleuze & Guatari (2004), es devenir imperceptible, aunque no invisible y, como señalamos, un acto de apropiación que deja constancia de que hay algo que está en riesgo. Producto de un proceso de deterioro de su entorno y de sus condiciones de vida, la comunidad mbyá guaraní de Pindo Poty –y otras comunidades mbya guaraníes de Misiones– no se negaron a abrir sus aldeas a la visita turística y exhibir sus saberes y prácticas –a diferencia de los dos relatos mapuche anteriormente examinados–. A la inversa, la comunidad se incorpora a estos proyectos turísticos haciendo del “secretismo” un lenguaje por medio del cual negociar –a la par que desafiar– estas propuestas patrimoniales multiculturales neoliberales y resguardar una espiritualidad que se considera no debe ser expuesta. Las reformulaciones de sus prácticas musicales y objetos sagrados para su exhibición, despojados del poder y valor que tienen sus versiones privadas, cobran una vida diferente, capaz de incorporarse en estos nuevos canales de circulación e intercambio interétnico con agentes estatales, privados, religiosos, ONGs y turistas. La decisión y reflexión de los mbyá guaraníes de reproducir una versión, esto es, algo similar pero distinto de aquello que se concibe sagrado, muestra las contradicciones y problemáticas que generan políticas patrimoniales más recientes que se legitiman en el reconocimiento de la diferencia bajo un paradigma de “preservación” universalizante vinculado a una ontología occidental y capitalista. Si la autenticidad es un producto de una historia siempre en tensión, la reconfiguración de objetos y cantos devienen en una señal de otra cosa, de otro valor y otra lógica. La comunidad mbyá intercambia esas versiones de sus manifestaciones y prácticas culturales –sagradas creando lugares alternativos de una autenticidad y autoctonía definida desde el exterior, a cambio de preservar secretos constitutivos; y, pese a sus condiciones de asimetría, moldea a partir de ello y en sus propios términos, la demanda de ser cabalmente vista en su intimidad. 

Sea uno u otro caso, resulta interesante retomar una pregunta de los Comaroff (2011: 46), esto es, ¿quién controla en la actualidad las condiciones en que se representa y enajena la cultura? Del análisis realizado deriva que prácticas de silenciamiento y secrecía de los pueblos indígenas –y no sólo cuestionamientos,  conflictos y reclamos abiertos en el ámbito público en torno al patrimonio indígena instituido–  son claves para aprehender las formas en que se expresan, retan y/o resisten –con posicionamientos heterogéneos y en desiguales condiciones– relaciones de poder, valores y visiones hegemónicas de la alteridad, mientras se protege y transmite el cuidado y respeto sobre aquello que se concibe propio.  

 

 

 

 

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Recibido: 02/09/2021

Evaluado: 16/10/2021

Versión Final: 11/11/2021



[1] Según el autor, “las intensas prácticas conmemorativas de las que somos testigos en tantos lugares del mundo contemporáneo articulan una crisis fundamental de una estructura anterior de la temporalidad que caracterizó a la era de la alta modernidad, con su fe en el progreso y en el desarrollo, con su celebración de lo nuevo como utópico, como radical e irreductiblemente otro, y con su creencia inconmovible en algún telos de la historia” (Huyseen 2007:36).

[2] En el actual contexto de “multiculturalismo neoliberal” (Hale, 2004), el patrimonio se ha constituido, de hecho, en una de las formas de tratamiento y producción de la diversidad tanto de la mano de los Estados –nacionales, provinciales, locales– como de los organismos internacionales –UNESCO, BID, BM, etc.–.  

 

[3] La relevancia que adquirió el patrimonio inmaterial está vinculado con la Recomendación de Salvaguarda de las culturales tradicionales y populares formulada en 1989 por la UNESCO, así como por la Convención del Patrimonio Cultural Inmaterial dictada por esta misma institución en el 2003.  Cabe aclarar que esta distinción entre patrimonio material e inmaterial ha sido ampliamente cuestionada desde la antropología.

[4] Si bien Benjamin (1989) relaciona el aura con la noción de autenticidad y originalidad de la obra de arte, la noción de aura asociada a la unicidad de la misma puede vincularse también con la noción de autoctonía.

[5] Con este término se designó a las campañas militares llevadas adelante en la Patagonia Argentina a fines del siglo XIX con el objeto de anexar este territorio  indígena a la nación. Estas campañas supusieron el exterminio de gran cantidad de población indígena, la apropiación de su territorio y todo lo que se encontrara en su interior por parte del Estado nacional y el sometimiento de aquellos que quedaron vivos dentro de la economía capitalista promovida por el Estado. 

[6] El primer caso descansa en el estudio llevado adelante por Carolina Crespo, desde el año 2004 hasta la actualidad, en la región de la Comarca Andina del Paralelo 42° -noroeste de la provincia de Río Negro y sudoeste de Chubut. La investigación ha tenido como propósito analizar cómo se articulan memorias mapuche vinculadas con manifestaciones de la vida cotidiana, sagrada y ancestralidades indígenas que fueron patrimonializados con procesos de demandas territoriales indígenas. El trabajo ha sido realizado con miembros mapuche de distintas comunidades de la región.  El segundo, forma parte de la investigación desarrollada  desde el año 2015 por Jacqueline Brosky, cuyo objetivo ha sido examinar las tensiones que se gestan en los procesos de patrimonialización, difusión y comercialización de prácticas musicales mbyá guaraní en el marco de la promoción turística de la provincia de Misiones. El estudio se sitúa en la comunidad de Pindo Poty de dicha provincia.

[7] Un análisis exhaustivo sobre estos y otros relatos mapuches sobre esta temática puede leerse en Crespo (2012).

[8] La comunidad denomina “piedras pintadas” a lo que en arqueología se designó como “arte rupestre”.

[9] Los esqueletos y cráneos fueron diseccionados para su estudio y en algunos casos intercambiados con otras instituciones académicas incluso del exterior del país con las que los académicos establecían lazos.

[10] Mayores detalles y análisis de este proceso de restitución pueden encontrarse en Crespo (2017, 2018, 2020)

[11] Restos del presente. Indymedia 19/12/2015 http://argentina.indymedia.org/news/2015/12/885084.php

[12] Elisa Ose en http://derrocandoaroca.com/2016/06/29/de-territorios-en-resistencia-no-solo-una-cuestion-de-tierras/

[13] Misiones es la provincia con mayor cantidad de áreas protegidas en el país. Desde los años 1990 ha creado numerosas áreas protegidas donde se desarrolla el turismo, entendido este como una actividad sustentable.  

[14] Extraído de http://www.misiones.tur.ar/images/1647388011.pdf (fecha de consulta 16/01/2019).

[15] Cabe aclarar que no todas las comunidades que participan en estas propuestas turísticas realizan la totalidad de estas actividades en las visitas ni tampoco todas las desarrollan en la aldea propia. También es importante agregar que algunas de estas actividades forman parte de intercambios mantenidos por fuera del turismo con agentes religiosos y estatales.

[16] La comunidad de Pindo Poty consideró que incorporarse a estas propuestas turísticas podía abrir algunas oportunidades para la comunidad (Entrevista a AB, enero 2017). Entre ellas, establecer lazos con agencias estatales, habilitar otros reclamos, resolver algunas tensiones internas en la comunidad vinculadas con la recepción de recursos en infraestructura o ingreso monetario, evitar la salida de los más jóvenes en búsqueda de trabajo y estimular la reproducción y valoración de conocimientos propios en edades tempranas.

[17] Desde la década de 1990 los mbyá han abierto ante los ojos del juruá (no indígenas) la posibilidad de presenciar y conocer determinadas expresiones musicales realizadas fuera del espacio religioso del opy (Ruiz, 2012).  

[18] No obstante, cabe aclarar que para los mbyá las voces de los niños tienen un valor especial que les  permite comunicarse con los dioses.

[19] Se refiere a la utilización de un lenguaje y algunos cantos del opygua (líder religioso) no enseñados a los demás participantes.  

[20] Con la exhibición del coro buscan legitimar su religión frente a continuos intentos de cristianización.