Patrimonio,
pueblos originarios y prácticas del secreto
Heritage, indigenous people and practices of secrecy
Carolina Crespo
Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano,
Universidad de Buenos Aires,
Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Argentina)
carolcres@hotmail.com
Jacqueline Brosky
Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano,
Universidad de Buenos
Aires,
Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Argentina)
masjacqui@hotmail.com
Resumen
No cabe duda acerca de la relevancia que está
adquiriendo el patrimonio en las últimas décadas. Numerosos estudios caracterizan
a este período como boom, inflación o abuso patrimonial y han proliferado la
cantidad de cientistas sociales que debaten al respecto. En gran medida,
aquello que legitimó y sigue haciéndolo a estas políticas es el mandato moral
de la transmisión, la persistencia en el tiempo, el conjuro contra el olvido y
la desaparición; aunado, en las últimas décadas, con el reconocimiento de la
diversidad. Estos mandatos, positivamente valorados, opacan la politicidad y avasallamientos de estas políticas de patrimonialización, los afectos-efectos y tensiones que
generan y el debate sobre los límites de lo patrimonializable. En tal sentido, sin dejar de reflexionar
sobre aquello que el patrimonio hace con las expresiones culturales de la vida
cotidiana, saberes y cosmovisiones indígenas, proponemos concentrarnos en
repensar el camino inverso, esto es, que es lo que hacen esas manifestaciones y
cosmovisiones indígenas con el patrimonio. Con este propósito, a partir de
algunos ejemplos etnográficos derivados de nuestro trabajo de campo con el
pueblo mbyá guaraní y mapuche, discutimos acerca del
papel complejo y heterogéneo que juegan las prácticas de secrecía indígenas en
los procesos de patrimonialización.
Palabras
Clave
Procesos de patrimonialización; poder; prácticas del secreto; límites;
pueblos originarios.
Abstract
There is no doubt
about the relevance that heritage is acquiring in recent decades. Numerous
studies characterize this period as a boom, inflation or heritage abuse and a
great number of social scientists have been debating about it. In general, what
have been legitimized these policies is the moral mandate of transmission,
persistence through time against oblivion and disappearance; combined, in
recent decades, with the recognition of diversity. These mandates, positively
valued, overshadow the politicity behind these
heritage policies, its affects-effects, tensions and the debate about the
limits of the patrimonial. In this sense, without ceasing to reflect on what
heritage does with cultural expressions of indigenous daily life, knowledge and
worldviews, we propose to concentrate on rethinking the reverse path, that is,
what those indigenous manifestations and worldviews do with heritage. In fact,
through some ethnographic examples derived from our field work with the Mbyá Guaraní and Mapuche people,
we discuss the complex and heterogeneous role that indigenous secrecy practices
play in the processes of heritagization.
Keywords
Process of heritagization; power; practices of secrecy; limits;
indigenous people.
Introducción
No cabe duda que las políticas patrimoniales han sufrido una serie de
cambios en las últimas décadas. Entre ellos, aquellos que están vinculados con
el régimen de temporalidad en las que se asientan, las prácticas,
materialidades y saberes que se patrimonializan y el propósito por el cual se
lo hace. Si como parte del proyecto moderno, durante el siglo XX, las políticas
patrimoniales de los Estados nacionales recuperaban selectivamente el pasado
con miras a legitimar “presentes futuros” basados en la asimilación de la
diferencia cultural; a partir de 1980 comenzaron a pronunciar y afirmar la
diversidad en el marco de lo que Huyssen (2007)
denominó “pretéritos presentes”.[1]
En ese pasaje, ampliaron aquello pasible de ser patrimonializado incorporando
manifestaciones culturales de sectores subalternizados
y alterizados que habían sido estigmatizadas, y las
promovieron como parte de políticas de desarrollo centradas en la
comercialización de la diferencia (Comaroff y Comaroff, 2011).[2]
Numerosos estudios caracterizan a este período como boom, inflación o
abuso patrimonial y han proliferado cantidad de científicos sociales que
debaten al respecto (Hartog, 2006; Berliner, 2018).
Sin embargo, frente al giro y ensanchamiento pasible de advertir en este campo,
la discusión de Berliner (2018) acerca de los topes
existentes aun hoy en torno a lo que podría ser objeto de patrimonialización,
resulta relevante. Hasta la fecha, aquello que legitimó y sigue legitimando a
las políticas patrimoniales es el mandato moral de la transmisión, la persistencia
en el tiempo, el conjuro contra el olvido y la desaparición; aunado, en las
últimas décadas, con el reconocimiento de la diversidad y la posibilidad del
“desarrollo sustentable”. En materia indígena, estos mandatos opacaron la politicidad y avasallamientos de estas políticas de patrimonialización, los afectos-efectos y tensiones que
generan y el debate sobre sus límites.
En este artículo, con el objeto de examinar aquello que hacen las
expresiones de la vida cotidiana y cosmovisiones indígenas con el patrimonio
instituido o normativizado, nos interesa discutir el papel complejo y
heterogéneo que juegan las prácticas de secrecía indígenas en los procesos de patrimonialización. Para ello organizamos el escrito en
tres partes. Bajo el propósito de situar esas prácticas, esbozamos en el primer
apartado algunas consideraciones respecto a la trayectoria de las políticas
patrimoniales de expresiones, materialidades, cuerpos y espacios indígenas en
Argentina. En el segundo y tercero, analizamos –a través de ejemplos
etnográficos derivados de nuestro trabajo de campo con pueblos originarios que
viven en el noreste y sur de la Argentina– qué nos dicen silencios y secretos
indígenas –mbyá guaraníes y mapuche– sobre los
regímenes patrimoniales.
Regímenes patrimoniales:
autenticidad, autoctonía y alteridad
Dentro de la literatura académica crítica sobre las políticas
patrimoniales es un lugar común abordar al patrimonio como un régimen de
propiedad que se gesta con la creación de los Estados nacionales, y su
ejercicio de soberanía y administración sobre todo aquello que se encuentra
dentro de sus límites territoriales. También señalar, que desde el siglo XIX a
esta parte, manifestaciones de la vida cotidiana y sagrada, ancestralidades,
espacios y materialidades vinculadas con los pueblos originarios fueron
selectivamente incorporados en los regímenes patrimoniales nacionales –e,
incluso, internacionales– bajo una serie de reglas, lenguajes y normas
occidentales que se constituyeron como universales, aun en períodos recientes
en los que se invoca el reconocimiento de la diferencia (Abreu, 2014, Crespo,
2016, entre otros).
Sin embargo, a pesar de estas permanencias, el patrimonio puede
definirse –retomando a Fernández Bravo (2016)– como “un significante vacío”, inscripto
en un circuito cuyo sentido opera y circula según contextos y modalidades de convivencias contingentes y
cambiantes, vinculadas con luchas por las clasificaciones instituidas. En
Argentina, la inclusión de las manifestaciones, espacios y cuerpos indígenas
dentro del campo patrimonial persiguió distintos propósitos según la coyuntura.
Esas políticas han ido estableciendo una política de verdad, formas de conocer
y visiones de mundo que
gobiernan y regulan la relación entablada entre estos pueblos con el Estado y con las
propias prácticas, cuerpos y expresiones recodificadas como patrimonio.
Durante la conformación de la nación, bajo el proyecto de constituir una
identidad y pasado colectivo común que tenía como horizonte el blanqueamiento,
el progreso y la marcha hacia la “civilización”, los procesos de patrimonialización
de “cuerpos, expresiones y producciones de la cultura material de distintos
pueblos indígenas surgieron y fueron el emergente –a la par que el ejercicio
mismo– de un proyecto racista de dominación sobre el territorio, el tiempo, las
poblaciones, los cuerpos y las subjetividades” (Crespo, 2020: 72). Los
indígenas funcionaron como sujetos incómodos, enemigos a exterminar y someter,
pero también como sujetos productivos. Sobre-exhibidos
sus muertos y “restos” materiales en los museos, permitían construir una
autoctonía de la nación frente a la fuerte inmigración europea de la época, a
la vez que demarcar una alteridad auténtica (Lenton, 2005) que no debía ser tomada
como modelo de identificación dentro de esta historia evolutiva de la nación. Basados en una retórica del salvataje de la
pérdida (Gonçalves, 2012),
los discursos patrimoniales ensombrecieron los procesos de despojo,
fragmentación, desaparición y destrucción que –como lo señaló Crespo (2017, 2020)– impulsaba el mismo proyecto patrimonializador. La “desaparición del indígena” o de
aquello que “estaba a punto de desaparecer” producto de la modernización
decimonónica, justificó el proceso por el cual sus manifestaciones –sea lo que
la ciencia denominó como “evidencias arqueológicas” o “etnográficas”– se
expropiaran y fragmentaran en colecciones y exhibiciones museales que, a la par
que testimoniaran el origen o el pasado primitivo y ancestral de la nación,
demostraran el interés por abolir ese pasado dentro de un ordenamiento
occidental y capitalista considerado irreversible.
En los
últimos años, el patrimonio, en particular aquel clasificado por la UNESCO y
las instituciones estatales como “intangible” –artesanías, conocimientos,
festividades, ritos, etc.– se volvió una inversión o –en términos de del Mármol
& Santamarina (2019)– un activo crucial de la naturaleza cambiante del
capital en la economía neoliberal.[3] En este tránsito,
en el que estas políticas se asociaron cada vez más con la promoción de la
diferencia dentro de la lógica del mercado y el turismo, el patrimonio pasó de
edificarse bajo la fórmula del “rescate” a legitimarse mediante la opaca noción
de una “puesta en valor”, que ha ocultado los procesos y relaciones de poder
que intervienen en ellas. Las políticas patrimoniales se encaminaron no tanto a
extraer los conocimientos, cuerpos muertos u objetos indígenas de los márgenes
al centro para exhibirlos como la presencia de una ausencia, residuos de
un pasado desaparecido o en vías de extinción; sino a afirmar, exhibir y performar la alteridad in
situ, esto es, a comercializar aquello que se define como “tradiciones”
particulares o exóticas preservadas en el ámbito de lo local. Rufer (2014) denomina a este mecanismo patrimonial como
“poética del retorno”. El autor destaca que, en el marco del multiculturalismo
neoliberal, en el que los Estados configuran –mediante modalidades disímiles–
la alteridad permitida (Hale, 2004), la promoción de “la tradición ya no está
arcaizada en el museo nacional de la capital sino producida en la lejanía del
pueblo y la aldea y que los que fueron objeto del museo y exhibición se vuelven
sujetos de producción de una mirada y un orden” (2014: 96).
En el terreno de los regímenes patrimoniales vinculados con el
universo indígena, este desplazamiento no invalidó la relevancia de los
criterios que fueron los ejes vertebradores en estas políticas desde sus
inicios. A lo largo del siglo XX y XXI, el criterio de “autenticidad”,
“exotismo” y “autoctonía” ha prevalecido como fuente de identificación
hegemónica de la alteridad. El
patrimonio indígena se ha construido como diferencia encapsulada y opuesta a
occidente, ocultando la dinámica y los efectos que ha tenido la conquista y los
legados de poder sobre estos pueblos, y omitiendo los ejercicios de control y
autoridad que el propio régimen patrimonial establece, así como la forma en que
éste disloca aquello que autentifica y enuncia preservar. Pero al calor de las
mudanzas operadas con el neoliberalismo, las temporalidades y valoraciones
asociadas a la autenticidad, la autoctonía y el exotismo se reformularon. Aun cuando cabría preguntarse si no es el
mismo proceso de patrimonialización el que configura
y normaliza esa tríada, la autenticidad, como sugieren del Mármol &
Santamarina (2019), está asociada a dos sentidos. Por un lado, a lo “verdadero,
fiel al original o a su origen, tal como lo postuló Benjamin
(1989), lo que involucra su duración material y su testificación histórica. Por
otro lado, está vinculada con la autoría, el “carácter genuino o su legitimidad
para representar una característica o cosa” (del Mármol & Santamarina,
2019:127). Mientras esa autenticidad ligada a un origen y carácter genuino
refiere a una singularidad de orden cultural, la autoctonía remite a la
particularidad asociada a un orden temporo-espacial. Pero si
anteriormente esa autoctonía, exotismo y autenticidad atribuida al indígena se
ubicaban en el pasado de la nación como dimensiones que se perdían –y debían
perderse– en pos de “integrarse” a la sociedad, ahora
la “autoctonía”, el exotismo y la “autenticidad preservada” en el presente –es
decir, ya no “lo que queda de un pasado desaparecido” sino “lo que queda como
remanente”– es ese “aura”, “la manifestación irrepetible de una lejanía” (Benjamin, 1989: 24),[4]
que se formula como oportunidad a la alteridad indígena para articularse con un
mercado, que predefine de interés, aspectos particulares y escasos.
Dentro de los estudios sobre la problemática patrimonial, algunos
autores han sostenido que, a pesar de los cambios acaecidos en los procesos de patrimonialización, existen ciertos límites en la
ampliación y reformulación de lo patrimonializable.
Atribuyen esos límites a la matriz de pensamiento, ontología e ideología de los
propios agentes patrimonializadores. Prats (1996)
señaló que aquel elemento que participe de la naturaleza, la historia y/o la
individualidad de la inspiración creativa es susceptible de ser
patrimonializado. Heinich (2009) señala que la antigüedad, la
autenticidad, la rareza, el significado y la belleza son los valores sociales
necesarios para transformar algo en “patrimonio”. Van de Port y Meyer (en Berliner, 2018) reconocen la relevancia de la “política de
autenticación” y la “estética de persuasión” para transmutar algo a la esfera
patrimonial. Candau y Mazzucchi
Ferreira (2015) acuñaron la noción de “prestaciones patrimoniales” para
comprender la elegibilidad de algunos elementos como patrimoniales. Berliner (2018), Macdonald
(2018) y Smith (2012) agregaron que la nostalgia, la amenaza, la
irreversibilidad y los pasados de violencia configuran aspectos susceptibles de
ser inscriptos como patrimoniales. Pero más allá de los marcos ontológicos, epistémicos
e ideológicos institucionales occidentales desde los cuales se demarca que
deviene patrimonializable, según las fuerzas
históricas, sociales, económicas y políticas de cada momento, ¿qué pasa cuando
el régimen de patrimonialización no coincide con el
sistema de valores, epistemes y cosmovisiones de los sujetos de quienes
provienen esos “objetos” y expresiones patrimonializadas? ¿son sólo las
instituciones quienes con sus mandatos delimitan aquello que queda por fuera
del dispositivo patrimonial?
Interesadas en reflexionar sobre aquello que se le escabulle; esto es,
sobre las reflexiones metaculturales (Kirshenblatt Gimblett, 2004) y
los límites que emergen en estas políticas no tanto por parte de las
instituciones sino en todo caso por los posicionamientos que asumen las comunidades
indígenas con las que trabajamos, desplegamos los ejemplos que siguen. El
primero refiere a experiencias de trabajo de campo ligadas a memorias mapuche
relevadas en distintas comunidades indígenas de la localidad de El Bolsón
–provincia de Río Negro, Patagonia Argentina– en torno a materialidades y
cuerpos que, luego de la “conquista al desierto”,[5]
fueron constituidos como objeto de estudio de la arqueología y
patrimonializados por el Estado. El segundo remite a la reciente turistificación de expresiones de la vida cotidiana y
sagrada de los mbyá guaraní de Pindo Poty en la reserva de Biosfera Yabotí
dentro de la provincia de Misiones, en el noreste del país.[6]
En ambos casos, el secreto como tropo ha adquirido un papel en sus narrativas y
prácticas vinculadas con lo patrimonial y resulta un terreno fértil para
indagar –a la luz de la historia de los regímenes patrimoniales– sobre su
emergencia, formatos, sentidos e implicancias en el campo de la patrimonialización
de expresiones, espacios y cuerpos de sectores que han sido subalternizados
y alterizados.
Prácticas de secrecía
indígena y dispositivos patrimoniales
“Lo que queda del pasado”. Ceremonias, ancestros y saberes secretos
mapuche
En
la comunidad mapuche de Nahuelpan
en El Bolsón, las
preguntas sobre aquello que fue clasificado como “patrimonio
arqueológico”
derivaban numerosas veces en contadas sobre desenterramientos de
“cosas de
indios” por parte de “gringos” o extranjeros. Los
relatos abundaban en el
coraje que tenía que tener su excavador frente al
guardián –“bicho” o
“espíritu”–
que lo protege y el peligro que lo acechaba, ya que, aunque
debía huir
inmediatamente, era imposible escapar a la maldición y al efecto
irreversible
que provocaba su extracción. Las contadas sobre los
desenterramientos hacían
siempre referencia a la pertenencia indígena de esos
“objetos” valiosos y
cuerpos, y a la agencia que estos tienen sobre sus saqueadores,[7]
pero en una conversación sobre las “piedras pintadas”[8]
y entierros indígenas que están próximos a la comunidad de Nahuelpan,
Aurelia agregaba la existencia de un secreto asociado a esos enterramientos:
“y dicen que se lo llevaron (al
esqueleto indígena) y se fueron, porque dicen que la gente se tiene que ir si
encuentran cosas… se tienen que ir porque si no los persigue mucho la gente y
al final salen matándose, porque cosas que dejan ellos, ¿vio? Porque dicen que
los indios son indios pero dicen que tienen cosas,
¡muchas cosas de valor! Según escuchaba que ellos (los viejos) contaban. Pero
dicen que estas cosas… ¡es un secreto que tienen! … Por
eso es el secreto que hay que nadie sabe. Bueno, los viejos de antes capaz que
ellos saben, pero, vio como uno es chico no, no le cuentan. Yo lo sé porque a
veces uno pregunta y algunas cosas le dicen los viejos” (Entrevista a AN, Diciembre 2006).
En su estudio sobre el secreto, Simmel (1906)
destacó que toda la vida social se funda en el intercambio de información sobre
aquello que los sujetos son, las expectativas que se tienen sobre ellos y sobre
cómo se regula esa información. A diferencia de otro tipo de silencios, el
secreto involucra una puesta en relación de sujetos a partir de la clausura de
una información que es compartida de manera excluyente. De ahí que, retomando a
Giraud (2006), más allá del contenido, la práctica de secrecía configura lazos
de intimidad, proximidad, confianza, pertenencia con quienes se comparte,
mientras genera exclusiones, desconfianzas o diferenciaciones con aquellos que
no se lo hace y, a través de ellos, se reifican o
disputan ciertos imaginarios de poder.
En el relato de Aurelia, la afirmación de
un secreto que no había sido develado, luego de diferenciarlo de aquello que le
había sido contado por sus maestros, resultaba indicativo de una especificidad
cultural que quería marcar. Señalaba que había algo que a los no indígenas nos
era desconocido y que no éramos capaces de conocer: el valor que aún tienen
esos “indios”, sus secretos y el secreto de sus padres y abuelos que habían
decidido no transmitir; al menos no por fuera de la intimidad del hogar, pues
Aurelia, que había preguntado, algo sabía.
El
relato expresaba al menos
tres consideraciones. Por un lado, que eso que el Estado había configurado como
“patrimonio” era de los “indios”. Por otro, que se trataba de un “secreto
valorado” (Sabatella, 2011) que se resistía a ser
transmitido por fuera de quienes no fuesen indígenas. Finalmente, que era
imposible comprenderlo desde marcos de referencia ajenos, sea porque se
entendería como inverosímil, sea porque los dispositivos patrimoniales
occidentalizaron los saberes ligados a su cosmovisión. En tal
sentido, la enunciación de un secreto ligado a los cuerpos enterrados advertía
sobre la incapacidad de entender y conocer lo que aun
siendo público en su materialidad patrimonial, se le escurre a este dispositivo
como parte de una diferenciación o especificidad cultural que está más allá de
nosotros y –como lo señala Sommer (1992) respecto al
testimonio de Rigoberta Menchú– que merece respeto y el mantenimiento de “una
distancia prudente”. Y en ese respeto, impedimento y distancia, los
antropólogos también estábamos incluidos, porque si bien en la actualidad
muchos colaboramos con los pueblos originarios con quienes trabajamos y
revisamos críticamente la trayectoria ético-política de nuestra disciplina,
cargamos con ese colonialismo que ha acompasado la apropiación de sus saberes,
materialidades, cosmovisiones y “muertos” para beneficio ajeno.
La presencia de saberes, experiencias,
memorias y cosmovisiones guardadas y silenciadas atravesaba otras esferas de la
vida de esta comunidad y han sido parte constitutiva de la subjetividad mapuche
de muchas comunidades de la región. En los intercambios mantenidos, los recuerdos
sobre los silencios transmitidos –las “memorias de silencios” (Crespo, 2016)–
emergían constantemente
en los relatos como parte de una práctica que, por un lado, entendían
íntimamente vinculada con su trayectoria y su necesidad de protección o supervivencia
como pueblo subalternizado y alterizado;
pero, por otro, los redefinían como motor de una lucha político-afectiva
anudada en torno a su pertenencia indígena. En contextos en que la transmisión
y la pérdida se han convertido en cuestiones politizadas (Berliner,
2013), la “retórica de lo silenciado” o “lo guardado en secreto” ‒“No se
animan a decir. No están perdidas… es como que están guardadas”
(Entrevista a RN, Marzo 2006)‒, discute visiones hegemónicas que apelaron al tropo de la “cultura desaparecida”
o la “falta”, estigmatizando
y sospechando de su “autenticidad” indígena. Además, manifiesta las
continuidades y discontinuidades que los ha atravesado producto de experiencias
de subordinación vividas, pero también pone en primer plano su capacidad de
agencia en contextos de asimetría.
Con posterioridad al relato de Aurelia, el
secreto asociado con cuerpos y “objetos” indígenas patrimonializados, apareció
de la boca de otros mapuches pero como parte de una
decisión explícita que testificaba otros sentidos e implicancias:
“En lo personal, soy muy respetuoso de las cosas que pertenezcan a
cualquier persona. No estoy de acuerdo con que vayan a excavar y buscar
cosas...Yo ¡nunca facilito esas cosas! ¡Nunca! (enfatiza) Porque me parece que...o
sea, ¡que se conserve cómo está! Si un día tiene que desaparecer porque hubo un
terremoto, que desaparezca. Fijate, la mayoría de las
cosas que se han descubierto, que dijeron `vamos a conservarlas´, se terminaron
destruyendo más. ... Y me parece que ya
se ha excavado bastante en distintos lugares del país y ¡¿no sé qué es lo que
quieren encontrar más de lo que se sabe?! ¿no? Porque en Ruca Choroi (zona donde reside una comunidad mapuche) hay un par
de lugares que vos encontrás pedacitos de jarrones. La
gente no los levanta. La gente de la comunidad es respetuosa de los chenques,
de los entierros. O sea hay lugares donde hay
entierros y nadie en la casa se lleva un pedacito porque es como invadir un
espacio que hoy lo está ocupando alguien que se fue y sigue siendo su espacio”
(Entrevista a FN, Diciembre 2006)
Como
lo señaló Kishenblatt-Gimblett (2004), las políticas
patrimoniales promueven reflexiones entre sus agentes acerca de qué es la
cultura en un sentido amplio, aquello que se delimita como propio y de las
relaciones entabladas con los otros. En el marco de la patrimonialización
de la cultura material y cuerpos indígenas, la visión occidental instituida a
través de estas políticas ha estado sedimentada, desde principios del siglo XX
hasta la actualidad, sobre imputaciones y amputaciones –ausencias, expropiaciones
y silencios– estandarizantes y estigmatizadoras de la
otredad, que han tenido efectos disímiles en estas poblaciones. Junto con el
hecho de que estos sujetos quedaron fuera o en los márgenes de la historia y
muchas de sus experiencias fueron desdibujadas de este campo, los indígenas han
sido impedidos de hablar de sí mismos y sus relaciones e, incluso, de decidir
sobre aquello que, en función de sus cosmovisiones, podía o no ser exhibido o
dicho (Crespo, 2016). En los
últimos años, varios indígenas en Argentina reclaman públicamente como propios
espacios, “objetos” y ancestralidades instituidos
dentro del dispositivo patrimonial, los redefinen en sus propios términos,
denuncian la omisión y el despojo a los que han sido sometidos y demandan la
restitución y autodeterminación sobre ellos. Sin embargo, en otras instancias,
como se desprende de este fragmento, las contestaciones y resistencias operan
bajo el ejercicio de una secrecía que manifiesta enfáticamente la negativa a
revelar y la decisión de controlar y establecer un tope sobre aquello no se quiera siga siendo botín de conquista,
de enajenación ni de una preservación que se lee destructiva y excluyente de relacionalidades y cosmovisiones distintas: “nadie en la casa se lleva un pedacito porque
es como invadir un espacio que hoy lo está ocupando alguien que se fue y sigue
siendo su espacio” –destaca en su relato.
En el año 2015, esta misma decisión de
guardar en secreto como parte de un instrumento de protesta, poder y respeto
trascendió a la esfera pública de la voz de mujeres mapuche de otra comunidad,
que habían reclamado la restitución de una ancestra
indígena musealizada. Se trataba del cuerpo de Margarita Foyel, una de las tantas
indígenas que luego de las campañas militares de fines del siglo XIX, por un
pedido del director del Museo de la Plata –Francisco Pascasio Moreno– fue
enviada con otros prisioneros de la Isla Martín García al Museo, donde fueron
estudiados por la ciencia y trabajaron como personal de la institución. A su
muerte sus esqueletos fueron investigados y desmembrados para documentar la
existencia de una diferencia racial, y exhibidos en las vitrinas junto con
otros miles que habían sido extraídos de diferentes espacios territoriales de
Argentina.[9]
La comunidad que reclamó su cuerpo reflexionó públicamente, durante varios
programas radiales y en otros medios de comunicación, sobre la relación entre
la conquista implementada en su territorio hasta la actualidad y la violencia
ejercida sobre los cuerpos y las pertenencias de sus antepasados en los museos;
sobre los conocimientos, luchas y roles existentes dentro de la cosmovisión
mapuche; sobre la forma de concebir la vida y la muerte y la manera en que se
debía dar tratamiento al cuerpo de esta ancestra
restituida, sobre los derechos humanos y sobre la experiencia afectiva que
involucraba esta restitución.[10]
Asimismo, invitó a población indígena y
no indígena a formar parte de la caravana que acompañaría el regreso de su
cuerpo al territorio de la región, pero decidió hacer público que resguardarían
para el pueblo mapuche algunos trawn (encuentros) vinculados con la restitución, el lugar
donde sería enterrada y la ceremonia de enterramiento: “Está descansando, no se
la puede molestar” sostuvo Mirta Ñancunao en una
entrevista.[11]
Más allá de los cuestionamientos mapuche
difundidos en ese momento en la zona con relación al dispositivo patrimonial en
su conjunto, la celosía se centró en el ámbito de la exhibición. Desde ya, no
era la primera vez que los enterramientos de cuerpos indígenas restituidos a
sus espacios se realizaban en la intimidad indígena. Otras restituciones de
ancestros indígenas, tanto en Argentina como en Uruguay, involucraron reservar
a la intimidad espacios y ceremonias de enterramiento. Pero en esa oportunidad,
la comunidad dejó en claro que quería evitar la manipulación de su cuerpo para el
“espectáculo” museológico, gubernamental y/o turístico. El resguardo en torno a
su lugar de enterramiento funcionaba como denuncia del poder que los
“otros” han puesto históricamente en juego en una economía que volvió
espectáculo de sobrexposición a sus ancestros (Masotta, 2017), mostrándolos desaparecidos o en
procesos de desaparición (Crespo, 2018, 2020). Pero
además, esa secrecía y la intimidad ponían de manifiesto la violencia –física,
epistémica y ontológica– que ocultaron estos regímenes, transmitían otra manera
de pensar la muerte y la relación entre vivos y muertos, y el deseo y derecho
político como pueblo de decidir ellos –no el Estado ni académicos– sobre lo propio
(Crespo, 2016):
“Hace un tiempo, el año pasado, la comunidad fue la anfitriona de
la restitución de Margarita Foyel y a través de un sueño, por eso está muy
ligado a la cuestión espiritual, pudimos encontrar el lugar donde ella fue
finalmente enterrada, es decir, no le pedimos permiso a nadie para enterrar a
una persona. Margarita estuvo detenida, prisionera, ciento treinta años en un
museo, y lo menos que nosotros vamos a hacer es pedirle permiso al Estado para
decidir dónde la vamos a enterrar”.[12]
Más que el contenido, la secrecía como
práctica asume en estos dos últimos ejemplos un carácter político-provocador.
Manifiesta no sólo aquello que no podemos comprender producto de marcos epistémicos y ontológicos diversos,
sino especialmente lo que debe ser secretado por razones ético-políticas,
ligadas a la práctica extractivista atribuida al conocimiento científico y a la
dislocación y fraccionamiento que han generado a lo largo del tiempo los
regímenes de patrimonialización sobre sus saberes,
visiones de mundo, historias, territorios, autonomías y antepasados.
“Lo que viniendo del pasado, permanece en el
presente”: Prácticas y expresiones mbyá impelidas a
ser expuestas
“La mayoría quiere conocer y
quiere ver la cultura (destacaba el maestro del coro de la comunidad Pindó Poty). No podemos negar, por eso tenemos que mostrar. La
mayoría no tenía que mostrar, pero como ellos quieren saber la cultura, tenemos
que cantar sí o sí. Algunos piensan que no existe más cultura mbyá, porque ellos ven que estamos así nomás… no mostramos
todo” (Entrevista a NB, 2017).
La
mercantilización del patrimonio, tornó a ciertas performances y saberes nativos o locales
–ceremonias, canciones, danzas, artesanías– bases de atracción y oferta
turística, a partir de la revitalización de formas culturales que fueron
olvidadas y hasta nuevamente creadas, como sugiere Macdonald
(2018); pero también –agregamos– de saberes y prácticas culturales que, aún
vigentes, son redefinidas e incluso algunas partes transformadas en su
producción para el turismo. Desde el cambio de milenio, en el marco de
políticas multiculturales neoliberales, ciertas expresiones mbyá
guaraní, que habían sido históricamente devaluadas como “atrasadas”, comenzaron
a ser promovidas como parte de la diversidad del patrimonio de la provincia de
Misiones, y difundidas y/o comercializadas dentro de proyectos turísticos,
producciones discográficas y audiovisuales realizadas por agentes estatales,
privados u ONGs. Algunas de estas propuestas se
presentan como un medio para el “desarrollo” económico de los mbyá guaraní; otras como una forma de salvaguarda de
prácticas culturales indígenas que continúan presentes. Pero, aún bajo
distintos propósitos, todas contribuyen a la promoción turística que la
provincia está realizando sobre sus características naturales y culturales “únicas”
y “distintivas”, y al discurso ambientalista y ecológico que propaga.[13]
Las visitas
a las comunidades mbyá se publicitan como la
posibilidad de acceder a “la cultura
ancestral guaraní en una Aldea Aborigen” y conocer o descubrir sus “secretos”
que, paralelamente, se definen como los secretos de la selva.[14]
Todas las propuestas turísticas apelan a representar a estas comunidades como
auténticas, autóctonas y bajo un halo de exotismo: las describen como parte de
lo natural, en convivencia armónica con la naturaleza y con un modo de vida
misterioso, aislado, oculto, radicalmente distintivo, mítico y atemporal; por
lo que –como señalan Cantore & Boffelli (2017) y Enriz (2018)– todas omiten señalar las condiciones
materiales y las relaciones interétnicas asimétricas que han atravesado estas
comunidades hasta actualidad.
Los
proyectos turístico-patrimoniales implementados, presionaron a aquellas
comunidades mbyá que decidieron participar en estas
actividades, a tener “algo” que mostrar e intercambiar acorde a la lógica del
mercado actual (Rufer, 2014), sea en sus propias
aldeas o bien en otros espacios. Como parte de un pueblo que históricamente ha
resguardado y realizado en secreto ciertas prácticas espirituales y cuyos
intercambios comunicativos están muy marcados por el silencio, la puesta en
exhibición de lo propio, como condición para participar en estas propuestas
turísticas, supuso una profunda reflexión sobre las fronteras de lo mostrable.
Las comunidades mbyá incluyeron como objeto de
intercambio turístico la venta de artesanías, recorridos por ciertos senderos
de la selva, la exposición de trampas de caza y/o la exhibición de lo que se
denomina “coro de niños” –un coro acompañado de instrumentos musicales, donde
niños y niñas cantan en lengua mbyá coordinados por
su maestro.[15]
La patrimonialización
turística de sus prácticas y saberes, entre ellas, de expresiones musicales,
instalaron una serie de tensiones, desafíos y negociaciones en la comunidad mbyá de Pindo Poty. Como lo
destacaron varios académicos, ciertas expresiones musicales, instrumentos y
objetos están íntimamente vinculados con una dimensión religiosa para los mbyá, forman parte de su comunicación con las divinidades,
se realizan sólo en ámbitos sagrados como el opy (templo) y están clausurados
para la mirada externa (Ruiz, 1984, 2012; Setti, 1997;
Stein, 2009, entre otros). Estas prácticas musicales están ligadas a poderes
curativos, pueden predecir acontecimientos futuros y forman parte de la
socialización y valoración de los niños en la espiritualidad, la cosmovisión,
las formas de relacionalidad y la lengua mbyá.
“Hay cosas que no podemos mostrar
porque vamos por alguna enfermedad, pedimos para dios directamente” (Entrevista
a AO, febrero de 2020).
Frente a la reducción del monte, al deterioro
de sus condiciones materiales de existencia y la necesidad de tener algo que
exhibir e intercambiar en el ámbito turístico e incluso en otros ámbitos de
interacción con el juruá
(no indígenas), la comunidad de Pindo Poty reformuló ciertos “objetos” ligados con lo
sagrado para comercializarlos como “artesanías” y comenzó a exhibir –aunque
selectivamente cuando la comunidad lo considera– el “coro de niños”,[16]
que desde hace al menos dos décadas ha sido una práctica difundida por otras
comunidades mbyá, incluso por comunidades que residen
en Brasil y Paraguay.[17]
En sus relatos describen al coro como una expresión “parecida” a los
cantos del opy –pues posee un
carácter religioso– pero también diferente. Se considera una “alabanza”,
las letras aluden a los dioses y a la cosmología mbyá; pero se diferencia de los rezos y cantos rituales
porque se despliegan por fuera del opy, no están
ligados a una función terapéutica ni son realizados por personas mayores
que tienen un conocimiento sagrado dentro de la comunidad.[18]
“Por ahí el juruá quiere entrar a ver dentro del opy pero opygua no
admite porque ellos tienen un secreto que es muy particular digamos entonces ni
nosotros podemos ver el secreto del opygua[19]. Por eso nosotros tenemos que
tener afuera algo parecido como que tenemos adentro del opy para no entrar los juruá adentro
del opy” (Entrevista a NB, enero de 2017).
La exhibición de estos coros por parte de
esta comunidad no es frecuente ni tampoco exclusiva de realizar en el marco de
visitas de turistas. En ocasiones se pone en escena en eventos municipales o
frente a visitas de organizaciones cristianas que asisten a la comunidad para
realizar acciones de caridad y evangelizar.[20]
La comunidad decide cuándo y qué exhibir, lo que le permite reducir las
tensiones que la actividad turística, aun siendo aceptada, les provoca. Frente
a la presión de tener que “exhibir” a agentes externos –políticos, religiosos,
turistas– su etnicidad, la presentación del coro como una práctica
“tradicional” por parte del maestro, les permite participar en espacios
interétnicos –entre ellos, circuitos de mercado– y resguardar lo que se
prescribe debe quedar en la intimidad de los mbyá, oculto
de una sociedad que busca consumir sus “secretos”. Así como los opygua mantienen secretos con el resto de la
comunidad –secretos que le permiten configurar su rol de autoridad y la
cualidad especial y sagrada de ese saber–, los mbyá
resguardan en secreto aspectos vinculados con el orden de lo sagrado. Mediante
este secreto buscan evitar que las políticas turístico-patrimoniales, en su
afán de exponer y salvaguardar la diferencia, pongan por ello paradójicamente
en peligro la comunicación con los dioses y la enajenación de lo propio por
parte del juruá. Pues, cualquiera sea
el caso, el develamiento de ciertos saberes a otros conllevaría algún tipo de
riesgo, sea porque debido a las diferencias culturales los jurua harían un mal uso de las prácticas ocultas,
o porque mediante su acceso, adquirirían un poder que los mbyá
no están dispuestos a ceder.
En líneas generales, a los integrantes de
Pindo Poty no les gusta hablar sobre aquello que no
está permitido. En sus conversaciones recurren a estrategias de ocultación
verbal y “opacidad expresiva” (Graham, 2014: 57). Abundan en silencios, tienen
respuestas escuetas y explicitan la imposibilidad de hablar de ciertos temas:
“No te puedo explicar”, “Eso es un secreto de nuestros abuelos” (Entrevista a
NB, enero de 2020). Asimismo, los ocultamientos marcan significativamente
el espacio y sus usos. Dentro de las aldeas, existen normas muy precisas
respecto al ingreso al opy
(templo) y prácticas asociadas a éste y a otros ámbitos que configuran
espacialmente lo que puede ser público versus
aquello que debe mantenerse en privado (Gallego,
2015).
“Afuera ya se ve todo, cualquier
puede ver de afuera. Pero opy es diferente
porque es más adentro viste, es más profundo y ahí ya no puede entrar cualquier
persona” (Entrevista
a NB, enero de 2017).
La reformulación de expresiones sagradas o de
la vida cotidiana para el intercambio interétnico también está presente en
otras manifestaciones. La comunidad confecciona imitaciones de petyngua (pipa de uso ritual para curaciones)
con otros materiales para ofrecerlas como artesanías, produce objetos
especialmente destinados a la comercialización –tales como arcos, flechas,
cerbatanas, cestería decorativa e instrumentos musicales– a los que en muchos
casos les adjudican otra nomenclatura. Por ejemplo, en lugar de la flauta de
pan de tubos sueltos mimby reta (muchas flautas), realizan flautas de
tubos unidos para la venta, a
las que denominan mimby miri (“flauta pequeña) o bien diferencian
la cestería para uso ritual ajaka ete –cesta
verdadera– de la artesanal ajaka miri –cesta débil– para el mercado. La
reformulación de estos “objetos” y prácticas musicales les permite participar
del mercado manteniendo en reserva lo que debe ser parte del uso exclusivo de
la comunidad. De ese modo, los mbyá desafían la
noción de “autenticidad” y “secretos indígenas” sobre los que se asientan las
políticas turísticas y producen en el proceso lugares alternativos de
“autenticidad”, valor y “secrecías”.
La exhibición del coro y de
estos objetos no es ajena a la práctica del secreto sino un medio de
“secreción”, es decir, la exhibición de signos de secreto sin revelarlos en su
contenido. Tanto el coro como aquellos objetos funcionan
así como una pantalla, una práctica comunicativa de ocultación y una ocultación
que revela (Graham, 2014), pues esconden y a la vez muestran (Sommer, 1992), pero orientando y capturando la
atención, la escucha y la mirada hacia otro lado, es decir, hacia los bordes
aceptables de aquello que se oculta. Sommer (1992) ha
señalado que esto forma parte de un tipo de seducción retórica mediante la cual
los sujetos dejan ver la orilla de lo oculto con el fin de dar indicios de su
importancia, producir una distancia similar al respeto y hacer más atractivo al
secreto que se anuncia; de ahí que es la exhibición e intercambio de algo
reformulado, la que refuerza el secreto (Giraud, 2006) y revela la construcción
inestable de la noción hegemónica de “autenticidad indígena”. Pero puertas
adentro, esta tensión entre exhibición y ocultamiento también tiene un papel
importante. Permite conformar lazos político-afectivos intraétnicos,
aprender sobre los límites entre lo público y lo íntimo y establece la frontera
del grupo. La exhibición del coro de niños socializa a los mbyá,
desde edades muy tempranas, a internalizar los límites de lo posible e
imposible de mostrar y transmitir, porque pone en tensión valores y
cosmovisiones estructurales de y para la comunidad.
Bendix
(2009) alerta sobre el peligro de congelar el patrimonio a través de un proceso
de “folclorización” o la búsqueda de “autenticidad” y
de los problemas emergentes de regímenes patrimoniales que desconocen las
costumbres que rigen el acceso a secretos o a aspectos sagrados y dan lugar a
usos comerciales inapropiados de éstos. Si bien la gubernamentalidad
neoliberal construye mandatos sobre la diferencia indígena basados en este
desconocimiento sobre los usos apropiados de aspectos sagrados y/o secretos, la
celosía mantenida por la comunidad, aun en estos contextos de condicionamientos
político-económicos, pone ciertos límites al poder de los “otros”, disputa
grados de autonomía y reelabora ciertos mandatos hegemónicos basados en la
exposición de secretos.
Reflexiones
finales
No cabe duda que las
prácticas de secrecía y silenciamiento indígena emergen en varios terrenos –no
sólo el terreno patrimonial– bajo sentidos y condiciones divergentes (Crespo,
2016, Nahuelquir, 2011, entre otros). También que la
práctica del secreto, tal como sugieren varios académicos, es una cualidad de
las organizaciones e instituciones estatales, una fuente de legitimidad y
condición de soberanía de los estados modernos (Graham, 2014) y está presente
en las mismas instituciones patrimoniales. En efecto, omisiones y secretos han
permeado a las instituciones y agentes patrimoniales desde sus inicios,
especialmente en lo que refiere a los pueblos originarios, que fueron
históricamente omitidos de las leyes patrimoniales, silenciada su voz en la
interpretación y decisión sobre sus pertenencias, borrados los espacios de
extracción y nombres de varios de sus ancestros, etc.
En el marco de un fenómeno tan complejo como el patrimonial en materia
indígena, –sea éste entendido como
proceso, como dispositivo de poder, violencia y expropiación, como régimen
gubernamental, etc.– que se expande cada
vez más, el
secreto desplegado por estos indígenas nos habla de un límite trazado sobre la
posibilidad de extraer, de saber, de conservar y de exhibir –fases constitutivas
del dispositivo patrimonial– aquello que “otros” –funcionarios, académicos,
agentes turísticos– deciden y definieron sobre el “nosotros” dentro de los
marcos impuestos por el dispositivo patrimonial. Pero el secreto no es una
noción estática (Deleuze & Guatari, 2004) y, aun
cuando en las diversas modalidades que adopta en todos los casos examinados, la
celosía aparece como un lugar de apego y conformación de lazos comunales, un
signo de su indigeneidad, una forma de protección y
de acción política, revisar situadamente esta práctica nos permite vislumbrar
acentos e implicancias diferenciales que están presentes en estos límites y
agenciamientos.
Entre los mapuches,
el secreto emerge como respuesta a históricas políticas de patrimonialización
que, desde fines del siglo XIX, implicaron el avasallamiento de sus visiones de
mundo y la extracción de lo propio para depositarlo, diseccionarlo, exhibirlo
y/o estudiarlo en museos o, fuera de ellos, bajo perspectivas ajenas y durante
algunos períodos racistas. En este marco, el secreto de los mapuches aquí
examinado deviene en un mecanismo en el que expresan su diferencia tanto como
sus desacuerdos, autodeterminaciones e injusticias –históricas y presentes–.
Por un lado, la secrecía testimonia en el primer relato mapuche lo que quedó
ausente y nunca capturado en los procesos de patrimonialización:
ese conocimiento y visión del mundo reservado en los
límites de la comunidad y
el que se encuentra en las materialidades y cuerpos indígenas
que están
enterrados. Pero la negación explícita por parte de
algunos de ellos a revelar
el conocimiento o la exhibición de sus ceremonias, cuerpos y
“objetos”, como
fue señalado en los dos últimos relatos, va más
allá de ese plano. Se formula
como un cuestionamiento crítico a los implícitos
instituidos por este
dispositivo –“preservar”, “coleccionar”,
“descubrir”, “exhibir”– y demarca una
barrera infranqueable, una estrategia de control y una forma de
trastocar e
invertir las asimetrías vividas. Sin duda, más que el
contenido del secreto, lo
que importa aquí es ese gesto de invocar que se decide no
contar, no exhibir o
no habilitar el acceso a quienes no sean indígenas a aquello que
se concibe
propio y fue enajenado. Es ese gesto provocador el que señala
una manera de
resistencia al avasallamiento aún vigente y el ejercicio de un
derecho de
decisión –el derecho a negarse– como pueblo.
Ahora bien, entre los
mbyá guaraníes la secrecía contiene otras
particularidades. En contextos multiculturales neoliberales en los que se
instala el mandato de la exhibición o la exposición de autenticidad, autoctonía
y secretos de la diversidad, como sucede en los actuales regímenes
turístico-patrimoniales, la visibilidad
y legibilidad de la indigeneidad puede permanecer a
través del secreto. Devenir secreto, como señalan Deleuze & Guatari (2004), es devenir imperceptible, aunque no
invisible y, como señalamos, un acto de apropiación que deja constancia de que
hay algo que está en riesgo. Producto de un proceso de deterioro de su entorno y de sus condiciones
de vida, la comunidad mbyá guaraní de Pindo Poty –y otras comunidades mbya
guaraníes de Misiones– no se negaron a abrir sus aldeas a la visita turística y
exhibir sus saberes y prácticas –a diferencia de los dos relatos mapuche
anteriormente examinados–. A la inversa, la comunidad se incorpora a estos
proyectos turísticos haciendo del “secretismo” un lenguaje por medio del cual
negociar –a la par que desafiar– estas propuestas patrimoniales multiculturales
neoliberales y resguardar una espiritualidad que se considera no debe ser
expuesta. Las reformulaciones de sus
prácticas musicales y objetos sagrados para su exhibición, despojados del poder
y valor que tienen sus versiones privadas, cobran una vida diferente, capaz de
incorporarse en estos nuevos canales de circulación e intercambio interétnico
con agentes estatales, privados, religiosos, ONGs y
turistas. La decisión y reflexión de los mbyá
guaraníes de reproducir una versión, esto es, algo similar pero distinto de
aquello que se concibe sagrado, muestra las contradicciones y problemáticas que
generan políticas patrimoniales más recientes que se legitiman en el
reconocimiento de la diferencia bajo un paradigma de “preservación” universalizante vinculado a una ontología occidental y
capitalista. Si la autenticidad es un producto de una historia siempre en
tensión, la reconfiguración de objetos y cantos devienen en una señal de otra
cosa, de otro valor y otra lógica. La comunidad mbyá
intercambia esas versiones de sus manifestaciones y prácticas culturales
–sagradas creando lugares alternativos de una autenticidad y autoctonía
definida desde el exterior, a cambio de preservar secretos constitutivos; y,
pese a sus condiciones de asimetría, moldea a partir de ello y en sus propios
términos, la demanda de ser cabalmente vista en su intimidad.
Sea uno u otro caso, resulta interesante
retomar una pregunta de los Comaroff (2011: 46), esto
es, ¿quién controla en la actualidad las condiciones en que se representa y
enajena la cultura? Del análisis realizado deriva que prácticas de
silenciamiento y secrecía de los pueblos indígenas –y no sólo
cuestionamientos, conflictos y reclamos
abiertos en el ámbito público en torno al patrimonio indígena instituido– son claves para aprehender las formas en que
se expresan, retan y/o resisten –con posicionamientos heterogéneos y en
desiguales condiciones– relaciones de poder, valores y visiones hegemónicas de
la alteridad, mientras se protege y transmite el cuidado y respeto sobre
aquello que se concibe propio.
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Recibido: 02/09/2021
Evaluado: 16/10/2021
Versión Final: 11/11/2021
[1] Según el autor, “las intensas
prácticas conmemorativas de las que somos testigos en tantos lugares del mundo
contemporáneo articulan una crisis fundamental de una estructura anterior de la
temporalidad que caracterizó a la era de la alta modernidad, con su fe en el
progreso y en el desarrollo, con su celebración de lo nuevo como utópico, como
radical e irreductiblemente otro, y con su creencia inconmovible en algún telos de la historia” (Huyseen
2007:36).
[2] En el actual contexto
de “multiculturalismo neoliberal” (Hale, 2004), el patrimonio se ha
constituido, de hecho, en una de las formas de tratamiento y producción de la
diversidad tanto de la mano de los Estados –nacionales, provinciales, locales–
como de los organismos internacionales –UNESCO, BID, BM, etc.–.
[3] La relevancia que adquirió el
patrimonio inmaterial está vinculado con la Recomendación de Salvaguarda de las
culturales tradicionales y populares formulada en 1989 por la UNESCO, así como
por la Convención del Patrimonio Cultural Inmaterial dictada por esta misma
institución en el 2003. Cabe aclarar que
esta distinción entre patrimonio material e inmaterial ha sido ampliamente
cuestionada desde la antropología.
[4] Si bien Benjamin (1989) relaciona el aura con
la noción de autenticidad y originalidad de la obra de arte, la noción de aura
asociada a la unicidad de la misma puede vincularse también con la noción de
autoctonía.
[5] Con este término se designó a
las campañas militares llevadas adelante en la Patagonia Argentina a fines del
siglo XIX con el objeto de anexar este territorio indígena a la nación. Estas campañas
supusieron el exterminio de gran cantidad de población indígena, la apropiación
de su territorio y todo lo que se encontrara en su interior por parte del
Estado nacional y el sometimiento de aquellos que quedaron vivos dentro de la
economía capitalista promovida por el Estado.
[6] El primer caso descansa en el
estudio llevado adelante por Carolina Crespo, desde el año 2004 hasta la actualidad,
en la región de la Comarca Andina del Paralelo 42° -noroeste de la provincia de
Río Negro y sudoeste de Chubut. La investigación ha tenido como propósito
analizar cómo se articulan memorias mapuche vinculadas con manifestaciones de
la vida cotidiana, sagrada y ancestralidades indígenas que fueron
patrimonializados con procesos de demandas territoriales indígenas. El trabajo
ha sido realizado con miembros mapuche de distintas comunidades de la
región. El segundo, forma parte de la
investigación desarrollada desde el año 2015 por Jacqueline Brosky, cuyo objetivo ha sido examinar las tensiones que se gestan en
los procesos de patrimonialización, difusión y
comercialización de prácticas musicales mbyá guaraní
en el marco de la promoción turística de la provincia de Misiones. El
estudio se sitúa en la comunidad de Pindo Poty de
dicha provincia.
[7] Un análisis exhaustivo sobre estos y otros relatos mapuches sobre esta
temática puede leerse en Crespo (2012).
[8] La comunidad
denomina “piedras pintadas” a lo que en arqueología se designó como “arte
rupestre”.
[9] Los esqueletos y cráneos fueron diseccionados para su estudio y en
algunos casos intercambiados con otras instituciones académicas incluso del
exterior del país con las que los académicos establecían lazos.
[10] Mayores detalles y análisis de este proceso de restitución pueden
encontrarse en Crespo (2017, 2018, 2020)
[11] Restos del presente. Indymedia 19/12/2015 http://argentina.indymedia.org/news/2015/12/885084.php
[12] Elisa Ose en http://derrocandoaroca.com/2016/06/29/de-territorios-en-resistencia-no-solo-una-cuestion-de-tierras/
[13] Misiones es la provincia con mayor cantidad de áreas protegidas en el país. Desde los años
1990 ha creado numerosas áreas protegidas donde se desarrolla el turismo,
entendido este como una actividad sustentable.
[14] Extraído de http://www.misiones.tur.ar/images/1647388011.pdf (fecha de consulta 16/01/2019).
[15] Cabe aclarar que
no todas las comunidades que participan en estas propuestas turísticas realizan
la totalidad de estas actividades en las visitas ni tampoco todas las
desarrollan en la aldea propia. También es importante agregar que algunas de
estas actividades forman parte de intercambios mantenidos por fuera del turismo
con agentes religiosos y estatales.
[16] La comunidad de Pindo Poty
consideró que incorporarse a estas propuestas
turísticas podía abrir algunas oportunidades para la comunidad (Entrevista a
AB, enero 2017). Entre ellas, establecer lazos con agencias estatales,
habilitar otros reclamos, resolver algunas tensiones internas en la comunidad
vinculadas con la recepción de recursos en infraestructura o ingreso monetario,
evitar la salida de los más jóvenes en búsqueda de trabajo y estimular la
reproducción y valoración de conocimientos propios en edades tempranas.
[17] Desde la década de 1990 los mbyá han abierto ante los ojos del juruá (no
indígenas) la posibilidad de presenciar y conocer determinadas expresiones
musicales realizadas fuera del espacio
religioso del opy (Ruiz, 2012).
[18] No obstante, cabe
aclarar que para los mbyá las voces de los niños
tienen un valor especial que les permite
comunicarse con los dioses.
[19] Se refiere a la utilización de un lenguaje y algunos
cantos del opygua (líder religioso)
no enseñados a los demás participantes.
[20] Con la exhibición del coro
buscan legitimar su religión frente a continuos intentos de cristianización.