Apuntes sobre la patrimonialización
y popularización de la cultura afroariqueña en Chile
contemporáneo[1]
Notes on the patrimonialization and
popularization of Afro-Arican culture in contemporary Chile
Ricardo Amigo Dürre
Universidad de Chile (Chile)
ricardo.amigo@ug.uchile.cl
Resumen
En el contexto de la emergencia de nuevas configuraciones de lo
“afro” en Chile contemporáneo, mediante la movilización etnopolítica
afroariqueña, por un lado, y los procesos de
apropiación de prácticas culturales de raíz africana, por otro, el presente artículo
indaga en la política de la cultura que se despliega en torno a estos
fenómenos, particularmente en relación con las políticas culturales. En primer
lugar, se propone un recorrido por las principales iniciativas de política
cultural que han abordado elementos culturales afroariqueños,
discutiendo sus alcances y limitaciones en relación con la demanda de
reconocimiento articulada por las organizaciones afroariqueñas.
En segundo lugar, se caracteriza la reconstrucción de la práctica músico-danzaria del tumbe o tumba carnaval en el marco de la
movilización afroariqueña, así como la reciente
difusión a nivel local y nacional experimentada por esta práctica. En tercer
lugar, se describe y analiza el “Festival de Tumbe Carnaval”, una iniciativa
que buscaba consolidar una versión autorizada de esta danza, disputada incluso
por algunas organizaciones locales. Finalmente, se discute el contraste entre
el reconocimiento limitado de las expresiones culturales afrodescendientes, por
un lado, y la “nacionalización desde abajo” experimentada por el tumbe, por
otro, la que plantea nuevos desafíos para las políticas culturales.
Palabras Clave
Políticas culturales; movimientos afrolatinoamericanos;
cultura “afro”; reconocimiento; Chile.
Abstract
In the context of the
emergence of new configurations of what is understood as “afro” in contemporary
Chile, both by the Afro-Arican ethnopolitical mobilization and through the
appropriation of African-derived cultural practices, this article explores the
politics of culture that unfolds in these phenomena, particularly with regard
to cultural policies. First, the main cultural policy initiatives regarding
Afro-Arican cultural elements are examined and their scope and limitations
regarding the claim to recognition articulated by Afro-Arican organizations are
discussed. Secondly, the reconstruction of music and dance of the tumbe or tumba carnaval as part of the Afro-Arican political mobilization
is described, as well as the recent spread of this practice on both the local
and national levels. Thirdly, the “Festival of Tumbe Carnaval”, an initiative that sought to establish an
authorized version of this dance, disputed even by some local organizations, is
described and analyzed. Finally, the contrast between
the limited recognition of Afro-descendant cultural expressions, on the one
hand, and the “nationalization from below” underwent by tumbe,
on the other hand, which poses new challenges for cultural policy, is
discussed.
Keywords
Cultural policies; Afro-Latin American social movements; African-derived
popular culture; recognition; Chile.
Introducción
A contrapelo de una ideología género-racializada del mestizaje que
excluyó sistemáticamente a las poblaciones y herencias culturales
afrodescendientes de la construcción de la nación, en las últimas décadas en
Chile han comenzado a emerger nuevas configuraciones —culturales, políticas,
identitarias— de lo “afro”, y particularmente de lo afrochileno.
Se trata, por una parte, de la reivindicación afrodescendiente del movimiento etnopolítico y cultural que se viene articulando desde el
año 2000, aproximadamente, en la Región de Arica y Parinacota, en el extremo
norte del país, irradiando con sus estrategias de visibilización
estadística, cultural y performática hacia diversos espacios del territorio
nacional. Recientemente, las organizaciones que componen este movimiento
alcanzaron un logro importante: la aprobación de una ley que establece el
reconocimiento legal de la existencia del Pueblo Tribal Afrodescendiente
Chileno, la Ley 21.151 de 2019. En paralelo, y con anterioridad a este
importante hito, las organizaciones afrochilenas
también han logrado establecer vínculos con diversas instituciones del Estado,
tanto en el nivel local y regional como nacional, incidiendo particularmente en
la implementación de iniciativas de política cultural orientadas a las
expresiones culturales afrodescendientes.
Por otra parte, desde la década de 1990 en adelante en diversos
espacios de la cultura popular juvenil y urbana chilena es posible observar
procesos de apropiación, resignificación e incorporación de prácticas
culturales de raíz afrodescendiente, o que remiten a África y su diáspora, por
parte de sujetos/as no socialmente “negros/as” y/o que no se identifican
previamente como afrodescendientes. Entre ellas se encuentran tanto la religión
rastafari como la conformación de un amplio campo de prácticas músico-danzarias de raíz africana, performadas
tanto en escenarios como en pasacalles y manifestaciones callejeras en las
principales ciudades de la zona centro-sur del país. Dentro de este campo, uno
de los géneros que recientemente han alcanzado mayor popularidad, a la par de
los repertorios performáticos afroperuanos o afrocolombianos, entre otros, es
el tumbe o tumba carnaval, una danza recreada precisamente en el proceso de
reconstrucción cultural afroariqueña.
En el marco de estos procesos, que han ido conformando un panorama
en el que lo “afro” posee distintas caras y referencias posibles en el contexto
local, las que, además, presentan distintas tensiones entre ellas, el presente
artículo propone explorar una perspectiva que no ha gozado de mucha atención en
el naciente campo de los estudios afrochilenos (cf.
Arre y Barrenechea, 2017): la política de la cultura, reflejada, en este caso,
en los procesos de patrimonialización[2],
las políticas culturales y las representaciones en disputa respecto a una
práctica como el tumbe, de central importancia para la visibilización
y (re)creación performática de la presencia
afrodescendiente en el actual territorio chileno. Si bien varios trabajos
previos han mencionado los vínculos que las organizaciones afroariqueñas
han establecido con las instituciones de política cultural en el transcurso de
dos décadas de movilización etnopolítica, o bien
hecho referencia a las dimensiones patrimoniales de ciertos bienes culturales
que dan cuenta de la presencia afrodescendiente histórica y tienen, por tanto,
la capacidad de intervenir en el discurso patrimonial autorizado (cf.
Barrenechea, 2015), son pocas las perspectivas que han explorado de qué manera
las propias políticas culturales, como parte de una política de la cultura más
amplia, inciden o posibilitan las representaciones, performances y discursos
respecto a la cultura afrochilena, creando una nueva
capa de significado y complejidad en relación con las expresiones culturales
afrodescendientes en Chile.
En este sentido, el presente artículo se inserta en las
discusiones más amplias que se han desarrollado en el campo de los estudios afrolatinoamericanos en torno a la contextualidad
e historicidad de las construcciones de lo “afro” en las distintas sociedades
latinoamericanas. Comprendiendo que la presencia o ausencia de “África” o de lo
“afro” en las configuraciones culturales del continente no es algo de suyo
evidente, sino que es producto de políticas de la cultura que lo hacen aparecer
o desaparecer de forma contextualmente específica (Wade, 2006), esta
perspectiva problematiza las formas en que “[l]a afrodescendencia
se posiciona, se digiere y se reelabora de manera diferencial según los diferentes
contextos regionales, nacionales y locales” (Annecchiarico
y Martín, 2012, p. 9). En otras palabras, se trata de enfocar el campo de las “afropolíticas” (Annecchiarico y
Martín, 2012) que se despliegan en cada país y región de la diáspora,
tensionadas entre las disputas y reivindicaciones políticas locales, las
respectivas “formaciones nacionales de alteridad” sedimentadas históricamente (Segato, 2007), los discursos y representaciones
transnacionales de la africanidad y la negritud y los flujos translocales de prácticas, personas y, en algunos casos,
políticas. En particular, este artículo enfoca las políticas culturales en
torno a la cultura afrochilena —entre la patrimonialización y la popularización— en un sentido
amplio, enfocando tanto el rol de la institucionalidad estatal como de
organizaciones y actores no-estatales (Crespo, Morel y Ondelj,
2015).
El artículo comienza con una breve contextualización de la
movilización etnopolítica afroariqueña,
proporcionando, al mismo tiempo, una primera exploración y cartografía de las
principales iniciativas de patrimonialización de
elementos culturales afrochilenos, así como de otras
instancias en las que las organizaciones afroariqueñas
se han vinculado con las instituciones estatales que implementan las políticas
culturales a nivel nacional. Discuto los alcances del reconocimiento tácito
otorgado por la institucionalidad cultural en el marco de la valoración
multiculturalista de la diversidad, el que se anticipó incluso al
reconocimiento legal, alcanzado recién en 2019. A continuación, resumo la
bibliografía en torno a la recreación del tumbe como expresión y soporte de la
reivindicación afroariqueña, el que, debido a lo
reciente de su recreación, hasta ahora no ha sido abordado por las iniciativas
de patrimonialización, y doy algunas claves respecto
a la difusión a nivel nacional experimentada en el último lustro por esta
práctica músico-danzaria. En tercer lugar, describo
el caso del Festival del Tumbe, una iniciativa con apoyo institucional local
surgida en Arica, en 2018, que a todas luces buscaba consolidar una versión
autorizada de esta danza, disputada incluso por algunas organizaciones locales.
Finalmente, discuto el contraste entre el reconocimiento patrimonial limitado
de las expresiones culturales afrodescendientes, por un lado, y la
“nacionalización desde abajo” experimentada por el tumbe, por otro, la que
plantea nuevos desafíos para las políticas culturales respecto a lo “afro” en
Chile contemporáneo.
La emergencia etnopolítica afroariqueña vista desde las políticas culturales
La preconferencia regional preparatoria
previa a la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la
Xenofobia y Formas Conexas de Intolerancia, realizada en Santiago de Chile en
diciembre del año 2000, es recordada como un hito de primer orden dentro de la
articulación continental de los movimientos afrolatinoamericanos,
pues, como lo resumió el activista afrouruguayo
Romero Rodríguez, en ese evento “entramos negros y salimos afrodescendientes”
(cf. Laó-Montes, 2009), acordando la adopción de esta
última categoría para visibilizar las luchas por el reconocimiento y la equidad
racial que se estaban desarrollando en distintos países de América Latina. Al
mismo tiempo, la preconferencia de Santiago fue
también el hito inicial para la lucha por el reconocimiento de los/as
afrodescendientes chilenos/as, luego de que una delegación de afrodescendientes
ariqueños/as asistieran a este evento y le enrostraran al entonces presidente
de Chile, Ricardo Lagos, su ignorancia respecto a la existencia de una
población afrodescendiente local. Luego de regresar a Arica, la delegación que
había asistido a la preconferencia de Santiago —y
participado de un gran desfile por el centro de la capital junto a
representantes indígenas y afrodescendientes de todo el continente— conformó la
Organización No Gubernamental Oro Negro, la primera organización
afrodescendiente de la que se tuviera registro en Chile. Junto a otras
organizaciones que se conformaron en los
años siguientes, tales como la ONG Lumbanga, las dirigentas de Oro Negro iniciarían una incansable lucha por
la visibilización y el reconocimiento, rompiendo con
la invisibilización de la población afrodescendiente
impuesta luego de la incorporación de Arica al territorio chileno (Duconge & Guizardi, 2014;
Campos, 2017).
De importancia estratégica como puerto de embarque del mineral de
plata proveniente de Potosí, Arica comenzó a recibir importantes contingentes
de africanos/as esclavizados/as desde mediados del siglo XVI (Artal, 2012), y
es posible constatar su presencia y relevancia sociocultural para la vida
urbana, así como para la producción agrícola en el cercano valle de Azapa,
durante todo el periodo en que la ciudad perteneció al Virreinato del Perú
(Briones, 2004). De la misma forma, los censos desarrollados durante el siglo
XIX, con posterioridad a la independencia de la República del Perú, dan cuenta
de una elevada proporción de población afrodescendiente en la provincia de
Arica, dedicada, principalmente, a actividades agrícolas y portuarias (Díaz,
Galdames y Ruz, 2019). Ahora bien, en la Guerra del Pacífico (1879-1884) Arica
fue ocupada por el ejército chileno, y ante la expectativa de la realización de
un plebiscito que decidiría sobre la pertenencia de Arica y de la vecina
provincia de Tacna a Chile o a Perú se inició un violento proceso de
“chilenización”, en el que grupos de civiles nacionalistas armados, con la
connivencia de algunas autoridades, buscaban expurgar del territorio
conquistado la población y expresiones culturales consideradas como “peruanas”
(González, 2004), entre ellas las afrodescendientes. El plebiscito no llegó a
realizarse jamás, y Arica pasó definitivamente al dominio chileno en 1929. Sin
perjuicio de ello, durante el periodo de la chilenización muchas familias
afrodescendientes ariqueñas se vieron forzadas a huir al país vecino, y quienes
permanecieron en el territorio que ahora era chileno debieron ocultar muchas
prácticas culturales de raíz afrodescendiente en un contexto en el que las
construcciones hegemónicas de la nación estaban dominadas por la idea de un
mestizaje homogeneizante y blanqueado (cf. Artal,
2012; Báez, 2012; Alarcón, Araya y Chávez, 2017; Amigo, 2019a, pp. 186-190).
Frente a la invisibilización de más de
un siglo que tuvieron que soportar los/as afrodescendientes ariqueños/as, la
lucha llevada adelante por las actuales organizaciones afroariqueñas
y sus dirigencias se ha plasmado en distintas formas de activismo e incidencia
política, desplegadas tanto a nivel local como nacional. Por una parte, una
demanda continua ha sido la de ser reconocidos/as legalmente e incluidos/as en
las estadísticas a nivel nacional, una demanda que se ha encontrado repetidas
veces con lógicas de exclusión (Campos, 2017). En consecuencia, en relación con
la visibilización estadística los/as afroariqueños/as solo han obtenido logros parciales, tales
como la realización de una primera Encuesta de Caracterización de la Población
Afrodescendiente de la Región de Arica y Parinacota, implementada por el Instituto
Nacional de Estadísticas en 2013. De la misma forma, si bien la Ley 21.151
reconoce legalmente la existencia del Pueblo Tribal Afrodescendiente Chileno,
haciendo eco de la categoría de “pueblo tribal” incluida en el Convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo, esta ley aún no posee un reglamento
que permita traducir en acciones concretas la inclusión de la historia de
los/as afrodescendientes chilenos/as en los currículos escolares, entre otras
medidas de acción afirmativa que prescribe la ley. Por otra parte, como comenta
Nestor Mora (2011), desde el inicio de la lucha de
los/as afrochilenos/as la articulación de
reivindicaciones políticas frente a las instituciones del Estado se ha
complementado con la reconstrucción de prácticas culturales comunitarias y con
la recopilación de memorias orales, entre otras expresiones de una cultura
largamente invisibilizada.
Siguiendo con lo anterior, las organizaciones afroariqueñas
se han vinculado, desde su creación, con distintas iniciativas de política
cultural, entre ellas algunas en el ámbito de las políticas de patrimonialización, las que han permitido tanto financiar
múltiples actividades de reconstrucción y revitalización cultural como también
obtener espacios de reconocimiento aun con anterioridad al reconocimiento legal
obtenido mediante la Ley 21.151. No obstante, se trata de un aspecto
escasamente abordado por la bibliografía en torno a la emergencia etnopolítica afroariqueña, por lo
que en los siguientes párrafos proporciono una sistematización tentativa de la
relación de las organizaciones afroariqueñas con las
políticas culturales implementadas desde el nivel central de la
institucionalidad cultural, principalmente desde el Ministerio de las Culturas,
las Artes y el Patrimonio, así como su antecesor, el Consejo Nacional de la
Cultura y las Artes. Al margen de las políticas culturales mencionadas aquí,
también cabe destacar las alianzas que algunas organizaciones afroariqueñas han establecido con organismos como la Junta
Nacional de Jardines Infantiles, las que han permitido generar materiales
didácticos con pertinencia cultural afrodescendiente para los/as niños/as en
edad pre-escolar de la Región de Arica y Parinacota.
Una de las primeras y más relevantes iniciativas de reconstrucción
cultural emprendidas por la naciente ONG Oro Negro fue la recreación de la música y danza del tumbe o la
tumba carnaval[3],
proceso que abordaré con mayor detención en el próximo apartado. Esta
iniciativa de recreación músico-danzaria de una
expresión festiva que había dejado de practicarse hacia mediados del siglo XX
fue posible, en primer término, por la obtención del financiamiento necesario
para la construcción de tambores y la adquisición de vestuarios a través de un
proyecto presentado a los fondos concursables que proporcionaba la
institucionalidad cultural de la época (Salgado, 2013; León, 2017; Wolf, 2019).
En particular, se trató del proyecto “Formación de un Grupo de Danzas y Música
Negra, para rescatar, mediante la recreación artística, las tradiciones
culturales de los afrodescendientes ariqueños”, el que en 2002 obtuvo
financiamiento público a través de la convocatoria anual del Fondo Nacional
para el Desarrollo Cultural y las Artes (FONDART). Este Fondo representa la
principal política de promoción cultural del período post-dictatorial, y, en
oposición a la censura previa y control ejercidos por la institucionalidad
cultural de la dictadura, se caracteriza por una lógica de subsidiariedad y no
injerencia del Estado en las dinámicas propias del “mercado creativo” (Soto,
2020). Paradójicamente, es precisamente tal falta de direccionamiento de las
políticas culturales luego de la vuelta a la democracia, reflejada en la implementación del
FONDART, la que posibilitó que este instrumento pudiera financiar el proyecto
de recreación del tumbe afroariqueño, sin perjuicio
de que a la fecha no existiera ningún tipo de reconocimiento oficial respecto a
la existencia de una población afrodescendiente en Chile.
En segundo lugar, cabe mencionar la implementación, desde 2006 en
adelante, de una “Ruta del Esclavo” en los valles de Azapa y Lluta (cf. Araya,
2013), aunque este caso no corresponde en primera instancia a una vinculación
del movimiento afroariqueño con las políticas
culturales, sino a la iniciativa de un activista afroariqueño
perteneciente a la ONG Lumbanga (creada en 2003) que
en sus vínculos con el movimiento afrodescendiente a nivel latinoamericano y
con el ámbito de las organizaciones internacionales había conocido el programa
homónimo implementado por UNESCO desde la década de 1990 en adelante (C. Báez,
comunicación personal). Inspirado por ese programa transnacional, presentó la
propuesta de la “Ruta del Esclavo” ariqueña a un concurso estatal de fomento a
la pequeña empresa, a lo que pronto se sumó un proyecto FONDART que le permitió
a la organización diseñar y habilitar una primera versión de la ruta, la que
obtuvo el patrocinio por parte del programa UNESCO “Ruta del Esclavo”. Finalmente,
alrededor de 2008, la iniciativa fue acogida también por el Ministerio de
Bienes Nacionales de Chile, sucesor del anterior Ministerio de Tierras y
Colonización, el que incluyó la “Ruta del Esclavo” local en su programa de
“Rutas Patrimoniales” y, además de implementar algunas señaléticas, produjo un
informativo librillo, recientemente actualizado, que detalla los distintos
hitos a lo largo de la ruta.[4]
La “Ruta del Esclavo” ariqueña es un recorrido turístico que
comprende una docena de sitios[5] asociados a la presencia y memoria afroariqueña,
comenzando con varios lugares del radio urbano de la ciudad de Arica, siguiendo
por distintos asentamientos en el valle de Azapa, hasta terminar en el llamado
“Criadero de Negros”, en el vecino valle de Lluta.[6] Se trata de un lugar que en la época de la colonia habría servido
para la reproducción forzada de africanos/as esclavizados/as y que ha sido
postulado a la categoría de Monumento Nacional (cf. Duconge
& Guizardi, 2014), pero aún no posee este
reconocimiento. A pesar de que la intervención estatal en el caso de la “Ruta
del Esclavo” se restringe, nuevamente, a la adjudicación de fondos concursables
y, posteriormente, a la implementación de señalética y a la edición de materiales de difusión,
se trata de una de las primeras iniciativas que buscan visibilizar los
vestigios materiales que dan cuenta de la presencia afrodescendiente en Arica y
sus valles cercanos, insertándolos en una narrativa más amplia respecto a los
sitios patrimoniales y de memoria. A ello contribuye también la vinculación —de
nombre, primero, y mediante un patrocinio institucional, después— con el
programa “La Ruta del Esclavo” implementado por la UNESCO, el que ha
contribuido a visibilizar a nivel global decenas de sitios vinculados a la
esclavización y la trata transatlántica, en múltiples países de África, América
y Europa.
Imagen 1. Capilla Nuestra Señora del Rosario de Livílcar, valle de Azapa, hito
perteneciente a la “Ruta del Esclavo”, 2021 (Fotografía del autor).
Aunque el reconocimiento patrimonial otorgado a los distintos
sitios que componen la “Ruta del Esclavo” en Arica no proviene, entonces, de la
institucionalidad cultural nacional sino que obedece a la iniciativa de un activista afroariqueño que luego fue acogida por la UNESCO y por un
ministerio de carácter más bien técnico y administrativo como el Ministerio de
Bienes Nacionales, las sucesivas instituciones estatales dedicadas a la
elaboración e implementación de políticas culturales sí han reconocido en
varias ocasiones elementos culturales afroariqueños
enmarcados como expresiones del “patrimonio cultural inmaterial”[7].
En esta línea, en 2011 una agrupación de adultos/as mayores conformada por
personas afrodescendientes fue reconocida, a propuesta de la ONG Oro Negro,
dentro del programa de “Tesoros Humanos Vivos”[8]
implementado por el entonces Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA,
2012). Se trataba del Club del Adulto Mayor Afrodescendiente Julia Corvacho
Ugarte, cuyo nombre recuerda a la matriarca de una de las familias
afrodescendientes más conocidas del valle de Azapa (cf. del Canto, 2003). Como
describe la publicación al respecto editada por el CNCA, “el club de adultos
mayores vela hoy porque sus recuerdos y su patrimonio africano se reconozcan
como parte inherente de la cultura ariqueña y chilena” (CNCA, 2012, p. 31),
nombrando prácticas culturales como la celebración religiosa de la Cruz de
Mayo, la gastronomía o las celebraciones carnavalescas, incluyendo la danza y
música de la “tumba carnaval”. Posteriormente, en 2017, también fueron reconocidas
como “Tesoros Humanos Vivos” tres Sociedades de “Morenos de Paso”, cofradías de
bailes religiosos predominantemente afrodescendientes, antes de que, en 2018,
los “Bailes de morenos de paso de la región de Arica y Parinacota” fueran
incluidos también en el recién creado Inventario del Patrimonio Cultural
Inmaterial del país (SIGPA, s.f.).[9]
En otro plano, desde 2014 que en la ciudad de Arica se viene
realizando anualmente el ciclo de actividades “AfroArica”,
organizado por las distintas organizaciones afroariqueñas
en conjunto con el CNCA —desde 2018 el Ministerio de las Culturas, las Artes y
el Patrimonio— y la Municipalidad de Arica. Este ciclo comprende distintas
actividades culturales, desde ferias artesanales y gastronómicas hasta festivales
de música y danza afroariqueña, y ha contado también
con el apoyo del Programa de Fortalecimiento de la Identidad Cultural Regional,
un programa
que cuenta con presencia a nivel nacional, pero únicamente en Arica posee una
línea de trabajo dedicada específicamente a la identidad cultural
afrodescendiente (SEGIB, 2020). Aunque inicialmente solo se extendía por una
semana, en versiones recientes el ciclo “AfroArica”
ha alcanzado un mes de duración, desde la procesión de San Martín de Porres, a
comienzos de noviembre, hasta el Día del/de la Afrochileno/a,
recientemente instaurado por las organizaciones afroariqueñas
y celebrado el 3 de diciembre.[10] Al
igual que los incipientes reconocimientos patrimoniales mencionados
previamente, cabe destacar que también en este caso se trata de una iniciativa
de política cultural que antecede al reconocimiento oficial del pueblo tribal
afrodescendiente, ofreciendo financiamiento para realizar actividades de
fortalecimiento y visibilización de las expresiones
culturales reconocidas por la propia comunidad afroariqueña
como propias. En una línea similar,
desde 2017 el FONDART Regional[11] ofrece
una línea de financiamiento específica para la “Salvaguardia Cultural del
Pueblo Tribal Afrodescendiente”.
Para concluir este breve recorrido por la relación de los/as afroariqueños/as con las políticas culturales, no puedo
dejar de mencionar el proceso de consulta previa, enmarcado en los compromisos
adquiridos por el Estado de Chile mediante la ratificación del Convenio 169 de
la OIT, que fue realizado en 2014 por el CNCA con motivo del proyecto de ley
que creaba el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. En aquella
ocasión, además de convocar a representantes de los nueve pueblos originarios
reconocidos legalmente por el Estado, el CNCA convocó también a las
organizaciones afrodescendientes de Arica y Parinacota, con plena consciencia
de que esta colectividad aún no poseía un reconocimiento legal formal,
aduciendo las obligaciones respecto a los pueblos tribales, a la par de los
pueblos indígenas, que implicaba el Convenio 169, así como la historia de
trabajo conjunto que existía entre esta repartición y las organizaciones afroariqueñas (CNCA, 2016). Ahora bien, como quedó plasmado
en la sistematización del proceso publicada por la institución, tal inclusión
de los/as afrodescendientes ariqueños/as —la que incidió en que sus
reivindicaciones fueran incluidas tanto en el documento final como,
posteriormente, en los lineamientos que guían las políticas públicas a nivel
nacional y regional (CNCA, 2017; CNCA, 2018)— fue inicialmente rechazada por
algunos/as representantes de los pueblos mapuche y aymara,
“por no ser pueblo ‘preexistente’” (CNCA, 2016, p. 109), reflejando una tensión
política entre distintos destinatarios del reconocimiento estatal que se ha
vuelto a manifestar en las discusiones en torno al actual proceso
constituyente.
En suma, a pesar del tardío reconocimiento legal oficial al nivel
nacional, desde el inicio del movimiento afroariqueño
han existido distintas instancias en las que los/as afrodescendientes se han
vinculado con las políticas culturales y han sido incluidos/as en ellas, por
ejemplo, mediante reconocimientos patrimoniales, sumando un importante espacio
de incidencia aparte de aquellos que han alcanzado a nivel comunal, con la
creación de una Oficina Municipal Afrodescendiente al alero de la Dirección de
Desarrollo Comunitario de la Municipalidad de Arica, y regional. Por una parte,
tal vinculación implica una suerte de reconocimiento tácito a nivel de las
políticas culturales, aunque —en consonancia con
las “incoherencias argumentativas” que Duconge y Guizardi (2014) identifican en relación con la
implementación de políticas multiculturalistas en Chile, desde la década de
1990 en adelante— este reconocimiento solo implique un escaso desarrollo
normativo.[12] Por otra parte, las políticas culturales no solo han sido
instrumentos para visibilizar ciertos aspectos del acervo cultural
afrodescendiente e incluirlos en la categoría de patrimonio, sino que han
contribuido directamente a la reconstrucción cultural, así como al subsecuente
desarrollo de expresiones culturales que habían prácticamente desaparecido, o
bien a la identificación de ciertas prácticas pertenecientes a la religiosidad
popular como explícitamente
afrodescendientes.
La recreación y popularización del tumbe afroariqueño
Como mencioné anteriormente, dentro de un contexto más amplio de
reconstrucción cultural una de las primeras acciones de visibilización
emprendidas por el naciente movimiento afrochileno
fue la recreación de la práctica músico-danzaria del
tumbe o tumba carnaval a través del proyecto (financiado por fondos
concursables) de creación de una primera comparsa afroariqueña,
la que dio inicio al proceso de “renacimiento cultural” afrodescendiente en
Arica (León, 2020; 2021). Siguiendo a la antropóloga Mariana León (ibíd.), la
creación de una primera comparsa de tumbe, vinculada a la ONG Oro Negro, es un
hito fundamental en el proceso de “producción de presencia” de los/as afrochilenos/as en Arica, pues hizo audible y sensible, en
y mediante la performance, la presencia afrodescendiente en el extremo norte del país. Como
también desarrolla Domingo (2020), el tumbe ha sido una herramienta fundamental
para visibilizar al pueblo afroariqueño en el espacio
público, así como para legitimar las demandas de reconocimiento articuladas
frente a la institucionalidad estatal, luego de la invisibilización
producida por el violento proceso de “chilenización” aludido arriba.
Los relatos orales recopilados por los/as integrantes de la
primera comparsa de tumbe daban cuenta de una danza en rueda que se había
dejado de practicar precisamente en el contexto de la “chilenización” y que se
caracterizaba, entre otros aspectos, por el golpe de caderas mediante el que
los/as bailarines/as, gritando “¡tumba carnaval!”, buscaban botarse mutuamente
(cf. Báez, 2012; Salgado, 2013). Partiendo de estos relatos, así como de
referencias a otros repertorios músico-danzarios afrodiaspóricos, los/as integrantes de la primera comparsa
recrearon la música y danza del tumbe, creando tanto patrones rítmicos como
pasos de danza, funcionales a la presentación en desfile, los que vinculan performáticamente la memoria de la presencia africana en
Arica con el espacio agrícola del valle de Azapa (León, 2020; 2021), así como
con la diáspora africana en términos más amplios (Wolf, 2019). Con bailarinas
ataviadas con faldas floreadas y músicos tocando tambores hechos de barriles de
aceitunas, la comparsa desfiló por primera vez por el centro de Arica en la
víspera del Día de Reyes de 2003 (León, 2020; 2021). Como argumenta León (2020,
p. 68), “ese pasacalle y su continuidad de pasos y coreografías, movimientos y
desplazamientos de las actuales comparsas afroariqueñas,
fue una acción reflexiva y generativa de una presencia afrodescendiente en
Arica.”
Luego de su primer desfile, la comparsa de Oro Negro fue invitada
a participar de las celebraciones
carnavalescas que anualmente se realizan en Arica, particularmente en el
Carnaval Andino Con la Fuerza del Sol Inti Ch’amampi,
una celebración que congrega a decenas de comparsas cuyas performances
ponen en escena las diferencias étnicas y los vínculos culturales
transnacionales en el área surandina (Chamorro,
2013). Junto con esta mayor exposición pública y el concomitante crecimiento de
la agrupación, pronto surgieron primeras divisiones, y en junio de 2003 un
grupo de integrantes de la primera comparsa, pertenecientes a núcleos
familiares afrodescendientes del valle de Azapa, se separó de Oro Negro para
conformar la ONG y comparsa Lumbanga, la que desde un
inició se distanció del Carnaval con la Fuerza del Sol por su carácter
competitivo y se ha concentrado en la revitalización del carnaval afrodescendiente
rural del valle de Azapa (cf. Wolf, 2019; León, 2021). Posteriormente, en 2005
nacería la comparsa Arica Negro Recuerdos de la Chimba, dando visibilidad
organizacional y performática a la identidad territorial afrodescendiente del
sector costero de La Chimba (Espinosa, 2015), y en 2010 la comparsa Tumba
Carnaval, formada por muchos integrantes de la primera comparsa, ambas como
escisiones de Oro Negro. Finalmente, en 2017 se formó la comparsa Palenque
Costero, esta vez como escisión de Arica Negro (cf. Carrasco, 2019), a la que
se suman un amplio conjunto de agrupaciones de menor tamaño que presentan el
tumbe en formatos de escenario. Las comparsas Tumba Carnaval, Arica Negro y Oro
Negro se encuentran hoy entre las más populares del carnaval ariqueño, y en sus
participaciones en los masivos desfiles del Carnaval Con la Fuerza del Sol se
presentan con hasta 350 integrantes, aproximadamente, entre bailarinas/es y
percusionistas, al menos en el caso de la comparsa Tumba Carnaval, la más
numerosa.
Ahora bien, aunque el tumbe haya nacido como parte del movimiento afroariqueño y no sea “secundario o auxiliar sino
constitutivo” de este movimiento (León, 2020, p. 68), con el crecimiento de las
agrupaciones su alcance prontamente sobrepasó a esta comunidad. De esta forma,
y a pesar de que generalmente el control de las agrupaciones ariqueñas sigue en
manos de familias y organizaciones que se identifican como afrodescendientes,
se inició un proceso de popularización que ha avanzado rápidamente en los
últimos años, en un primer momento a nivel local y posteriormente también a
nivel nacional. Desde la inclusión de la comparsa Oro Negro en el Carnaval con
la Fuerza del Sol, donde hoy las comparsas afrodescendientes compiten entre sí
por premios y puntajes, el tumbe se hizo conocido en Arica y las filas de las
comparsas comenzaron a ser engrosadas por personas que se sentían atraídas por
el ritmo afrochileno, sin reconocerse de antemano
como afrodescendientes.[13]
Por otra parte, a partir de su recreación y consolidación en
Arica, el tumbe también se ha popularizado crecientemente a nivel nacional,
tanto mediante la participación de agrupaciones y comparsas afroariqueñas
en distintos eventos a lo largo del país como a través de la realización de
talleres en los que cultores/as afroariqueños/as
comparten sus conocimientos con músicos/as y danzantes en distintas ciudades.
Ya en 2008, la comparsa Oro Negro, junto a otras agrupaciones afroariqueñas, realizó un viaje para presentarse en
Valparaíso (cf. Carrasco, 2019), y en la última década la comparsa Tumba
Carnaval ha participado de desfiles carnavalescos tanto en Valparaíso como en
Santiago. Como resultado de estas actividades de difusión, hoy existen
comparsas y agrupaciones de tumbe en la mayoría de las ciudades del norte y
centro del país, particularmente en las más pobladas. De esta forma, solo en la
ciudad de Valparaíso existen dos comparsas de tumbe, una en la ciudad de
Concepción y durante el último lustro la ciudad de Santiago ha presenciado la
conformación de al menos tres comparsas de tumbe —una de ellas en relación de
filiación organizacional con la comparsa Tumba Carnaval—, además de algunas
agrupaciones de menor tamaño que también cultivan este género.[14]
Ahora bien, en ciudades como Valparaíso, Concepción y Santiago la
práctica del tumbe forma parte de un campo más amplio de la danza y música
“afro”, en el que circulan diversos repertorios músico-danzarios
afrolatinoamericanos y africanos, desde las danzas
afrobrasileñas, afroperuanas y afrocolombianas hasta las danzas de Guinea. Este
campo viene conformándose paulatinamente desde la década de 1960 en adelante,
comenzando por los viajes y experiencias de algunas bailarinas locales de
formación universitaria que incluyeron los lenguajes danzarios de raíz africana en sus actividades pedagógicas,
y con mayor fuerza desde las décadas de 1990 y 2000, periodo en el que se
diversifican tanto los repertorios practicados localmente como los espacios
sociales en los que son practicadas y transmitidas las danzas y músicas “afro”
(Allende, Amigo y Rojas, 2019). Sin perjuicio de las tensiones y
contradicciones inherentes a tal proceso de apropiación de prácticas culturales
racializadas por parte de danzantes y músicos/as que no son socialmente “negros/as” y que en
su gran mayoría no se identifican como afrodescendientes, estas prácticas
permiten a muchos/as de sus cultoras/es locales establecer nuevos vínculos con
la herencia africana negada en la historia de Chile, y particularmente con las
reivindicaciones del movimiento afroariqueño (Amigo,
2019a; 2019b; 2021; Allende, Amigo y Rojas, 2019).
En línea con lo anterior, en los últimos años la práctica
del tumbe ha comenzado a asumir un lugar especial dentro del campo de las
prácticas músico-danzarias de raíz africana a nivel
nacional, reflejando una incipiente “nacionalización desde abajo”[15] de esta
práctica músico-danzaria. A diferencia de la ostensible extranjeridad que para muchos/as
de los/as cultores/as locales representan las danzas y músicas africanas y de
la diáspora, sostengo que el tumbe comienza a ser identificado con una auténtica africanidad chilena, no reducida a Arica, sino
extensible a todo el territorio nacional. Según me decía un percusionista
santiaguino, al tocar y cantar las canciones de tumbe no es necesario “hablar
como cubano”, dando a entender que el tumbe logra articular una africanidad
chilenizada que se encuentra en continuidad con el habla popular chilena y, en
extensión, también con algunas marcas corporales invisibilizadas por el
“régimen de corporalidad situado” (Restrepo, 2012) impuesto desde el centro del país, pero para cuya relectura en clave de afrodescendencia la práctica músico-danzaria
“afro”, y particularmente afroariqueña, abre un espacio de posibilidad (cf. Amigo, 2021). Por otra
parte, y en consonancia con lo que ha ocurrido con otros géneros y repertorios
músico-danzarios de raíz africana reterritorializados
en distintas ciudades chilenas, el tumbe también ha sido objeto de procesos de
resignificación que inscriben esta expresión en el contexto de las diversas
luchas sociales locales de las últimas décadas, así como de las movilizaciones
feministas del último lustro (cf. Amigo, 2019b). En
este sentido, destaca la participación de comparsas de tumbe en los carnavales
populares urbanos que se celebran en distintas ciudades del centro del país,
frecuentemente localizados en barrios marginalizados, así como la conformación
de sendos bloques tumberos que participan en las
marchas anuales del 8 de marzo, tanto en Arica como en Santiago y otras urbes (Amigo,
2019b).
En síntesis, si bien el tumbe fue recreado como parte del proceso
de emergencia etnopolítica afroariqueña,
proceso del que, al mismo tiempo, fue un catalizador, actualmente esta
expresión está sujeta a un proceso de popularización a nivel local y nacional que
ha sobrepasado los límites del movimiento afroariqueño,
primero, y de la Región de Arica y Parinacota, después. En consecuencia,
también existen crecientes tensiones entre algunas agrupaciones afroariqueñas y sus símiles en otros lugares del país en torno
a la autenticidad de la performance, así como intentos, por parte de
agrupaciones y organizaciones afroariqueñas, de
mantener versiones autorizadas de esta expresión y, de esta forma, de mantener
un control sobre la circulación y práctica del tumbe en otras regiones del
país, por ejemplo, mediante el desarrollo de incipientes políticas culturales
impulsadas por las organizaciones afroariqueñas, en
articulación con las instituciones estatales con las que se han relacionado en
dos décadas de movilización etnopolítica. Uno de los
dispositivos nacidos en este contexto fue el Festival del Tumbe Carnaval, un
evento que se realizó por primera vez en noviembre de 2018, y el que paso a
describir y discutir a continuación.
El Festival del Tumbe
En una tarde de primavera, cuando ya el sol se había puesto sobre
el Océano Pacífico y se levantaba un viento helado que hacía sentir la cercanía
del mar, entre las casas de una población cercana al centro de Arica, encallada
en uno de los flancos del cerro que da acceso a la impresionante formación
rocosa del Morro de Arica, retumbaron los tambores de una comparsa de tumbe.
Seguida por algunos/as
vecinos/as y por
participantes del Festival del Tumbe, esta comparsa recorrió la principal
avenida de la población hasta llegar a una cancha multipropósito, recientemente
renovada y provista de una gradería de cemento en uno de sus costados, en la
que se desarrollaría la primera edición del Festival. La fuerte pendiente del
sitio en el que se ubicaba la cancha, compensada por altos taludes, permitía
una vista panorámica sobre la nocturna ciudad de Arica, desde la extendida
costanera en la zona norte de la ciudad hasta el gran Morro, un bastión que
había sido considerado inexpugnable hasta su toma por parte de las tropas
chilenas en la Guerra del Pacífico y que hoy está coronado por una descomunal
bandera chilena, como queriendo despejar cualquier duda sobre la soberanía del
Estado chileno en este territorio. Al llegar a la cancha, las bailarinas y los
bailarines de la comparsa, vestidas/os, además de camisetas deportivas negras
con el logo y nombre de la comparsa, con largos faldones blancos o con
pantalones blancos arremangados, respectivamente, formaron una gran rueda para
bailar frente al escenario que había sido dispuesto para el Festival.
El Festival del Tumbe había sido convocado por la Municipalidad de
Arica, a través de su Oficina Afrodescendiente, como parte de las actividades
del calendario de actividades pertenecientes al ciclo “AfroArica”
2018. Según me relató una persona famliarizada con la
organización del Festival, la idea de realizar tal actividad había sido
propuesta por un reconocido músico afroariqueño que
ha participado de varias de las comparsas que compiten en el Carnaval con la
Fuerza del Sol, quien había tenido la oportunidad de viajar a Colombia y
conocer allí el Festival Nacional de la Tambora, uno de los más importantes
festivales de música afrocolombiana, con más de 30 años de existencia. Este
músico se había acercado, entonces, a la Oficina Afrodescendiente para replicar
algo similar en Arica y en relación con el tumbe, con el objetivo de
salvaguardar esta expresión en el lugar que le dio origen. En este sentido, el
objetivo explícito del Festival del Tumbe era “preservar y mantener los
actuales patrones de música y baile del ritmo de Tumba Carnaval, dada la
importancia de difundir de manera adecuada el rescate de esta tradición”. Así
lo expresaban las bases de este evento, elaboradas por una comisión
organizadora compuesta por la Oficina Afrodescendiente en conjunto con
dirigentes de las comparsas de tumbe y publicadas en la página del municipio,
las que continuaban afirmando que
“...las proyecciones que nuestro ritmo
regional ha logrado en casi dos décadas de rescate han sido insospechadas, por
tanto, es necesario seguir trabajando en ello, y asumir como nuestro deber la
difusión de manera adecuada de esta expresión artístico-cultural a fin de que
siga siendo visibilizada e incorporada así a nuestro folclor nacional.”
En otras palabras, frente a la expansión que estaba experimentando
la práctica a nivel nacional, de lo que se trataba en este Festival era de
contribuir a una transmisión del tumbe que, a ojos de los/as cultores/as afroariqueños/as, fuera “adecuada”, es decir, que respetara
los parámetros musicales y estéticos que se habían asentado en Arica a lo largo
del proceso de reconstrucción de esta práctica músico-danzaria,
desde el año 2002 en adelante.
Si bien el Festival del Tumbe se planteaba como un evento con “un
ánimo de encuentro, colaboración e intercambio de saberes entre las distintas
agrupaciones afrodescendientes ariqueñas y las agrupaciones nacionales, más
allá de la competencia”, el elemento central era el concurso entre distintas
agrupaciones, las que competirían en distintas categorías en los ámbitos de la
música y de la danza, con parámetros precisos para lo que se consideraría como
la performance “correcta” en cada caso. De esta forma, las bases del concurso
establecían claramente cuáles eran las formas de vestuario permitidas —falda
con falso y blusa para las mujeres, pantalones ¾ y guayaberas para los
varones—, los pasos que las parejas y grupos de baile podían realizar de
acuerdo a la categoría en la que competían —“pareja de baila en rueda”,
emulando la espontaneidad e improvisación que habría caracterizado al tumbe
original, o “coreografía estilo comparsa”, retomando los movimientos que
interpretan las comparsas afroariqueñas en sus
pasacalles—, la instrumentación que podían emplear los conjuntos musicales
—tambores con parche de cuero y shekerés,
principalmente, prohibiendo explícitamente el uso de congas, bongós, djembés, entre otros—, así como las canciones entre las que
debían optar aquellos conjuntos que compitieran en la categoría musical de
“riqueza folclórica”, a la que se sumaba la categoría de “canción inédita”.
Ahora bien, fueron precisamente estos criterios estéticos,
dancísticos y musicales los que motivaron a una de las organizaciones afroariqueñas más longevas, la ONG Lumbanga,
que en 2018 cumplía 15 años de existencia, a restarse del Festival del Tumbe y
a publicar en su página de Facebook un extenso comunicado fundamentando su
decisión. Es interesante detenerse en este documento, pues la argumentación
desplegada por Lumbanga da luces respecto a las
cuestiones en conflicto, las que no eran solo estéticas o performáticas, sino
que decían relación con decisiones fundamentales respecto a cuáles aspectos del
tumbe era necesario salvaguardar. Los reparos de Lumbanga
comenzaban por el título del evento, el que en su versión completa —“Festival
de Tumbe Carnaval – Kiko Anacona”— recordaba el nombre de un luthier ariqueño
que, si bien no era afrodescendiente, contribuyó decisivamente a la elaboración
de los primeros tambores de tumbe. Sin desconocer tales méritos para con el
proceso de reconstrucción cultural afroariqueño, para
Lumbanga tal denominación “no coincide con nuestro
proceso de la lucha por el racismo estructural y la descolonización de nuestras
mentes” y, por el contrario, para esta organización “este festival debiese
resaltar a personajes afrodescendientes que aportaron y fueron clave en la
construcción y difusión del rescate de nuestra cultura”.
El comunicado continuaba enumerando otros aspectos del Festival
del Tumbe con los que Lumbanga estaba en desacuerdo,
desde la estructura del evento, basada en la competencia, pasando por las
definiciones de la danza, de los pasos que la componen, del vestuario[16] o de los cantos, hasta las prescripciones respecto a cuáles
instrumentos estaba permitido tocar para una correcta performance del tumbe
según los criterios reflejados en las bases del evento. En todos estos casos, Lumbanga argumentaba refiriendo a la autoridad de los
“abuelos y abuelas” afrodescendientes cuyos relatos orales habían permitido
emprender la reconstrucción cultural. La competencia, por ejemplo, “no se
relaciona con la cosmovisión que nuestros abuelos y abuelas nos transmitieron”,
la definición de la danza en las bases del concurso no daría cabida “para
presentar nuestra ‘Danza Ancestral Ronda Tumba Carnaval’, rescatada por los
relatos orales de más de treinta abuelos y abuelas afro”, y, de la misma forma,
los pasos, las vestimentas y los instrumentos que se definían para el Festival
no se condirían con los conocimientos sobre la cultura afroariqueña
rescatados de la tradición oral. Finalmente, agregando un elemento de
estrategia política a su crítica del Festival del Tumbe, la organización
también hacía hincapié en la inconveniencia de que el evento fuera promovido
por el municipio local y dependiera, por lo tanto, de la voluntad política de
la respectiva administración municipal. Por el contrario, para Lumbanga, “[e]s importante que una organización o grupo
afrodescendiente tome el liderazgo de dicha actividad, apoyada y acompañada por
el resto de las organizaciones, comparsas o grupos”, asegurando la continuidad
del evento y su autonomía en relación con las instituciones del Estado, incluso
en relación con el municipio local, sin perjuicio de que hubiese sido
precisamente en este nivel de la administración pública que el movimiento afroariqueño había alcanzado los primeros logros en la
senda para alcanzar el reconocimiento legal.
Aunque Lumbanga se esforzaba en dejar en
evidencia que valoraba la creación de una instancia que contribuyera a
salvaguardar la autenticidad de la expresión del tumbe, así como de expresar
sus agradecimientos al gestor del Festival, las críticas al certamen que
formulaba en el comunicado que he venido discutiendo se enmarcan en una idea de
ancestralidad que ya se encuentra presente en las posiciones previas adoptadas
por uno de los dirigentes de esta organización, cuyos escritos enfatizan la
importancia de construir conocimiento y posicionamientos políticos “desde
adentro” (cf. Báez, 2012; ver tb. Amigo, 2018). En
este sentido, y más allá de los aspectos estéticos y performáticos de la
expresión, desde la perspectiva de Lumbanga el núcleo
del tumbe que debiese salvaguardarse es la vinculación de esta práctica con la
presencia afrodescendiente ancestral y diaspórica en
el territorio de Arica y de sus valles cercanos:
“...es necesario construir un festival con
sentido no solo desde hace 15 años, cuando se inició el rescate y reinvención
de este ritmo, sino también tratar de conectar estas expresiones culturales con
la historia de casi 500 años en esta tierra y la relación con nuestra África
ancestral.”
Sin perjuicio de que la organización Lumbanga
se restara de participar, en las dos jornadas del Festival —las que fueron
precedidas por un “Seminario del Tambor” realizado en la biblioteca municipal
de Arica, en el que invitados/as locales e internacionales presentaron
ponencias dedicadas a la historia del tumbe, a la herencia africana en otras
danzas del norte de Chile, a la práctica del candombe afrouruguayo
en Buenos Aires y a la música de la tambora afrocolombiana— se presentaron un
total de seis agrupaciones, entre ellas una formación de escenario
perteneciente a Oro Negro y una agrupación proveniente de la ciudad de Iquique,
a 350 km de distancia de Arica. Sobre el escenario que había sido montado en la
cancha descrita arriba, flanqueado por gigantografías con el logotipo de la municipalidad
de Arica, cada una de las agrupaciones tuvo oportunidad de presentarse dos
veces para competir en las distintas categorías definidas en las bases, siendo
evaluadas por un jurado integrado tanto por referentes locales de las comparsas
afroariqueñas como por dos invitados/as
internacionales que participaron también del Seminario del Tambor: una
activista de ascendencia afrouruguaya avecindada en
Buenos Aires y un cultor colombiano de la música de tambora.
Aunque al año siguiente se pretendía realizar una segunda edición
del Festival del Tumbe, esta vez con mayor preparación y presupuesto, este plan
debió ser pospuesto debido a la revuelta social que se inició el 18 de octubre
de 2019, y en la que, como describe León (2019), las comparsas y agrupaciones afroariqueñas convergieron en una gran columna de danzas y
tambores que se unió a las masivas manifestaciones populares que desencadenaron
el proceso de cambio constitucional en el que Chile se encuentra inmerso hoy.
Luego del estallido social, fue la pandemia del covid-19 la que coartó los
espacios para la práctica músico-danzaria colectiva,
de forma que hasta ahora la iniciativa del Festival del Tumbe no ha tenido
mayor continuidad.
No obstante, el caso del Festival del Tumbe es interesante para la
presente discusión pues se trata de uno de los primeros intentos de
salvaguardar un tumbe “auténtico”, y, de esta forma, de introducir esta
práctica en el ámbito de los discursos y las políticas patrimoniales —aunque la
iniciativa del Festival no esté formulada explícitamente en esos términos—,
haciendo frente a un proceso de popularización en el que el control de la
expresión parece escapársele de las manos a quienes fueron sus primeros/as y
legítimos/as cultores/as. En este contexto, la controversia suscitada por la
definición del tumbe que reflejaban las bases del Festival, extensamente
criticada por una de las organizaciones con mayor trayectoria al interior del
movimiento afroariqueño —y que, por lo demás, desde
sus inicios se restó de eventos competitivos como el Carnaval con la Fuerza del
Sol—, permite apuntar a los desafíos que tales iniciativas deben afrontar,
especialmente en el caso de una cultura invisibilizada por tanto tiempo como la
cultura afroariqueña. Por una parte, la lógica
dinámica y creativa del proceso de reconstrucción cultural y la fluidez que
caracteriza a la práctica del tumbe, tanto en Arica como en distintos lugares a
nivel nacional, choca con la rigidización implícita
en el intento de definir la expresión auténtica, definición que produce una
suerte de “artefacto patrimonial” (Amigo, 2015) que transforma la relación de
los/as cultores/as con la práctica. Por otra parte, cabe problematizar también
las modalidades de participación de la comunidad portadora, cuya voz frente a
las instituciones locales y nacionales que implementan iniciativas de política
cultural (sin estar necesariamente especializadas en este campo de las
políticas públicas) no es única, sino que está constituida por distintos
posicionamientos que deben ser tomados en cuenta.
Reflexiones finales
Como he desarrollado a lo largo de este artículo, al contrario de la popularización que ha
experimentado el tumbe —una de las principales expresiones culturales afroariqueñas y parte integral de la lucha por el
reconocimiento y la visibilización de los/as
afrodescendientes chilenos/as— el alcance de las políticas culturales estatales
dirigidas a las expresiones culturales afrodescendientes ha estado limitado,
principalmente, al reconocimiento de “Tesoros Humanos Vivos” y a ciertas
iniciativas poco articuladas entre sí, y recién en el último lustro vienen
mostrando una orientación clara a la inclusión y el reconocimiento del pueblo
tribal afrodescendiente chileno. Eso sin perjuicio de que el ámbito de las
políticas culturales se ha adelantado al reconocimiento oficial de este pueblo
mediante la ley 21.151, el que recién se produjo en 2019 y aún tiene grandes
dificultades para plasmarse en una inclusión efectiva de la población afroariqueña en la formulación de las políticas públicas
que les afectan, tal como muestran los impedimentos para que sus representantes
participasen con un escaño reservado en la Convención Constitucional, a la par
de los pueblos indígenas. Por otra parte, iniciativas como el Festival del
Tumbe muestran la necesidad de salvaguardar una expresión que es central tanto
para la visibilización performática
como para la constitución performativa de la identidad afroariqueña.
Frente a la “nacionalización desde abajo” que ha comenzado a experimentar el
tumbe, este festival parece representar un primer paso hacia la patrimonialización de esta expresión, con los desafíos que
ello implica.
En suma, si bien las políticas culturales han reconocido algunos
aspectos de la cultura afroariqueña que aparecen como
dignos de proteger en el marco del “discurso autorizado del patrimonio” (Smith,
2006), aquella expresión que es la que posee mayor difusión a nivel nacional, y
en la que parece más grande el riesgo de que los/as cultores/as
afrodescendientes pierdan el control de su circulación y de su vinculación con
los discursos que reivindican el reconocimiento de la presencia
afrodescendiente en un país que históricamente la ha negado, solo hay al
respecto iniciativas incipientes. Al mismo tiempo, aunque la iniciativa del
Festival del Tumbe surgió desde la propia comunidad afroariqueña,
un desafío central parece ser la inclusión de todas las organizaciones en la
formulación y gestión de tales iniciativas de política cultural, de manera de
salvaguardar el carácter comunitario y político de la práctica, pues son estas
características, más que los
elementos estéticos y formales de la música y la danza, los que vinculan a
los/as afroariqueños/as contemporáneos/as con África,
con la diáspora y con la experiencia histórica de sus propios/as ancestros/as.
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Recibido: 02/09/2021
Evaluado: 24/10/2021
Versión Final: 15/11/2021
[1] La investigación
en la que se basa este artículo fue posible gracias a una Beca de Doctorado
Nacional otorgada por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de
Chile (Folio 2016-21161362). Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias
de dos evaluadores/as anónimos/as de la Revista Páginas.
[2] En el presente
artículo, comprendo la patrimonialización como un
proceso de construcción social (Prats, 1997), mediado por las intervenciones
performativas de un “discurso patrimonial autorizado” (Smith, 2006) que crea nuevos significados “metaculturales”
mediante operaciones como la curaduría y la exhibición (Kirshenblatt-Gimblett,
2006; ver tb. Amigo, 2015).
[3] No existe acuerdo
entre sus cultores/as respecto a cuál sería la denominación correcta de esta
práctica. En el presente artículo uso el concepto abreviado de “tumbe”, cuyo
uso se ha afianzado en los últimos años.
[4] La versión más
reciente de este librillo, editada con motivo de un relanzamiento del Programa
de Rutas Patrimoniales en 2021, puede ser consultada en https://rutas.bienes.cl/wp-content/uploads/2020/03/RP44.pdf.
[5] Existen diferencias entre los sitios
incluidos en una primera y en una segunda versión de la ruta, según es posible comprobar en los librillos editados por el Ministerio de Bienes Nacionales.
Por ejemplo, la versión actualizada amplía los sitios ubicados en el radio
urbano de Arica, reflejando los resultados de un estudio implementado a este
efecto (C. Báez, comunicación personal).
[6] En conjunto con la creación de la “Ruta del
Esclavo”, en el poblado de San Miguel de Azapa también se habilitó un “Museo
Afro” en el terreno particular de una familia afrodescendiente (cf. Mora,
2011). En la actualidad, este espacio, que reunía distintas fotografías y
objetos asociados a la presencia afrodescendiente en el valle de Azapa, está
deshabilitado.
[7] Al contrario del
énfasis eurocéntrico de la noción de “patrimonio cultural” en las grandes obras
y monumentos, el concepto de “patrimonio cultural inmaterial”, adoptado por la
UNESCO mediante la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural
Inmaterial de 2003, incluye la dimensión de las prácticas, los conocimientos y
las representaciones culturales.
[8] La noción de
“Tesoros Humanos Vivos” proviene de la política cultural japonesa de reconocer
“tesoros nacionales vivos”, implementada desde la década de 1950 en adelante.
Junto a los aportes de diversos otros países no occidentales, entre ellos de
América Latina, esta iniciativa fue un antecedente importante para la
elaboración de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural
Inmaterial (cf. Ochoa, 2011).
[9] Además de los “Tesoros Humanos Vivos” descritos aquí, también cabe mencionar la participación de Chile en el
Centro Regional para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de
América Latina (CRESPIAL). En 2013, este centro produjo —en conjunto con la
Fonoteca Nacional de Colombia— un CD titulado “Cantos y música afrodescendiente
en América Latina”, en el que se incluían dos grabaciones de tumbe afrochileno. La lista de títulos incluidos puede
consultarse en https://www.senalmemoria.co/articulos/cantos-y-musica-afrodescendientes-de-america-latina.
[10] Esta fecha fue
elegida como “Día del/de la Afrochileno/a” para
conmemorar la realización, en una fecha similar, de la preconferencia
de Santiago, en el año 2000, la que constituyó un hito fundacional para la
conformación del movimiento afroariqueño.
[11] Aunque en sus
inicios poseía pocas diferenciaciones internas, desde el año 2002,
aproximadamente, el FONDART ha tendido a una cada vez mayor cantidad y
especificidad de las líneas de financiamiento (Soto, 2020).
[12] Cabe mencionar que, además de reconocer
legalmente la existencia del “pueblo tribal afrodescendiente chileno”, la Ley
21.151 también reconoce como patrimonio cultural inmaterial del país los
“saberes, conocimientos tradicionales, medicina tradicional, idiomas, rituales,
símbolos y vestimentas” de este pueblo (Art. 3).
[13] Cabe mencionar que entre los/as iniciadores/as
de la primera comparsa también se encontraban varias personas no
afrodescendientes, cuyo aporte, sin embargo, fue fundamental para la recreación
musical y performática del tumbe (León, 2021). Por otra parte, muchos/as
jóvenes/as pertenecientes a las nuevas generaciones del movimiento afroariqueño tuvieron su primer contacto con este
movimiento a través del tumbe, cuya práctica —así como la existencia de
instancias formativas sobre el movimiento al interior de las comparsas (cf.
Carrasco, 2019)— incidió en su autoidentificación como afrodescendientes (cf.
León, 2021).
[14] En algunos casos, estas comparsas y
agrupaciones de tumbe fuera de Arica cuentan con integrantes afrodescendientes,
ya sea afroariqueños/as residentes en otras ciudades
o personas pertenecientes a la diáspora africana en sentido más amplio.
[15] Este concepto me
fue sugerido por el Dr. Luis Ferreira.
[16] En relación con este ítem, Lumbanga critica la inclusión de la guayabera para los
bailarines, la que “representa una moda panchanguera
y no representa al hombre negro de esta tierra”, así como la restricción del
tipo de sombrero que los bailarines podían usar, la que desconocería “las
distintas formas que tenían nuestros ante-pasados [sic] para diseñar y fabricar
sombreros de acuerdo a su entorno.” Ahora bien, al margen de estos aspectos,
también es interesante comparar las normas de vestuario incorporadas en las
bases del Festival del Tumbe con la relativa improvisación que caracterizaba
los vestuarios de la primera comparsa (cf. León, 2021), así como con la
posterior predominancia de faldas y blusas blancas y la inclusión de otros
colores a
partir de las performances
carnavaleras (cf. Wolf, 2019). En otro plano, tal normación del vestuario
tumbero hace eco también con la queja, expresada por algunas de las personas
mayores que participan de las comparsas, de que —debido, entre otros factores,
a la competencia en el carnaval y a la introducción de nuevos instrumentos— el
pulso de la música se ha acelerado de sobremanera, perdiendo la cadencia que lo
caracterizaba originalmente y dificultando una danza placentera (cf. Wolf,
2019: Carrasco, 2019; Domingo, 2020).