Gabriel Cid Rodríguez

“Mujeres espartanas”: heroísmo femenino, nacionalismo y guerra en Chile (1879-1929) [1]

“Spartan women”: female heroism, nationalism and war in Chile (1879-1929)

Gabriel Cid Rodríguez

Instituto de Historia,

Universidad San Sebastián  (Chile)

https://orcid.org/0000-0001-7174-8014

gabriel.cid@uss.cl

Resumen

El artículo examina, desde la perspectiva de la historia cultural de la guerra, el rol desempeñado por las mujeres chilenas en la Guerra del Pacífico (1879-1883) y el reconocimiento social de sus acciones. El trabajo examina el impacto de las mujeres en el imaginario nacionalista de la guerra y su incorporación en el culto a los héroes en los años de la posguerra. El estudio de estos problemas nos permite comprender los límites a los roles de género asociados a la actividad femenina en tiempos de guerra durante el siglo XIX e inicios del XX.

Palabras Clave

Guerra del Pacífico; Heroísmo femenino;  Nacionalismo; Chile; Mujeres; Memoria colectiva.

Abstract

The article examines, from the perspective of the cultural history of the war, the role played by Chilean women in the War of the Pacific (1879-1883) and the social recognition of their actions. The paper examines the impact of women on the nationalist imaginary of the war and their incorporation into the cult of heroes in the postwar years. The study of these problems allows us to understand the limits to the gender roles associated with female activity in wartime during the nineteenth and early twentieth centuries.

Keywords

War of Pacific; Female Heroism; Nationalism; Chile; Women; Collective Memory.

Introducción

En octubre de 2018 se discutió en el Congreso chileno la instauración del “Día Nacional de las Cantineras”, en homenaje a las mujeres participantes en la Guerra del Pacífico (1879-1883). En la fundamentación del proyecto se sostuvo la relevancia de la participación femenina no solo en 1879, sino también en las guerras anteriores, resaltando nombres como los de Irene Morales, Filomena Valenzuela, Juana López, Dolores Rodriguez, Carmen Vilches, María Quiteria Ramírez, entre otras. Respaldando la idea, el diputado Nino Baltolu indicó que esta era la expresión del “reconocimiento profundo y sincero del rol que cumplen las mujeres en los momentos estelares de nuestra historia”, pero también una celebración de “la mujer como elemento fundamental de nuestra sociedad, que todo país debe reconocer”. De esta manera, el Congreso declaró que el 27 de noviembre, el aniversario de la batalla de Tarapacá (1879), era la fecha más indicada a este objeto.[2] 

La sanción del día conmemorativo ocurría 40 años después de que las mujeres pudiesen ingresar a las fuerzas armadas con la modificación, en 1978, de la ley de servicio militar voluntario. Pese a lo tardío del cambio legal, en realidad las mujeres chilenas habían participado activamente en los conflictos internacionales del país desde el siglo XIX, siendo célebre a fines de la década de 1830 el papel de Candelaria Pérez —la “Sargento Candelaria”—, en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (Cid, 2011:154-160). Cuarenta años después, la Guerra del Pacífico implicó una masificación de la participación femenina en el conflicto, cumpliendo muchas de ellas intervenciones destacadas en el campo de batalla que implicaron el reconocimiento contemporáneo a sus acciones a estas mujeres calificadas de “espartanas” (La Patria, Valparaíso, 11/12/1879). Este artículo indaga en el proceso de construcción del proceso de heroificación femenina asociada a la Guerra del Pacífico en el contexto chileno y las tensiones entre este reconocimiento y la persistencia de roles de género tradicionales en la sociedad de fines del siglo XIX e inicios del XX.

Dichas tensiones obedecen a una paradoja de la guerra como experiencia social que ha notado Nira Yuval-Davies (1997: 39-115). Los conflictos bélicos tienden a reforzar la división sexual del trabajo en la guerra, pues pese a la existencia de referentes míticos de mujeres guerreras, el discurso hegemónico insiste en la “no naturalidad” de la mujer soldado, vinculando lo femenino con la paz. Así, tradicionalmente los roles asignados y representaciones de la mujer en tiempos de guerra la instalan lejos del campo de batalla —muchas veces como víctimas a defender— ciñendo su accionar a la alimentación de las tropas, a la atención de los soldados heridos, a las labores de beneficencia en el frente doméstico hacia viudas, huérfanos, etc. Las nuevas perspectivas historiográficas, sin embargo, han permitido replantear esta visión estereotipada, subrayando las conexiones entre los discursos de género y las representaciones culturales de la guerra, donde lo femenino y la experiencia bélica dejan de ser vistos como incongruentes, sino como espacios inevitablemente entrelazados (Fell, 2008:54).

En el caso del problema del heroísmo femenino y los procesos de construcción nacional, la literatura ha señalado cómo la feminización de los panteones heroicos se instala dentro de la ficción de homogeneidad nacional, pues en Hispanoamérica los proyectos nacionales se forjaron a expensas de la exclusión política de las mujeres (Palomar, 2006: 223-224). Con todo, los conflictos armados han servido históricamente para la incorporación en los relatos nacionales a las mujeres, especialmente a las “mujeres guerreras”, para difuminar simbólicamente estas contradicciones por medio de una feminización de los panteones heroicos nacionales (Cothran & Judge & Shubert, 2020).

La Guerra del Pacífico resulta un momento histórico privilegiado para examinar dichas tensiones, porque sus mismas dinámicas de movilización militar incidieron en que las mujeres desempeñasen actividades significativas tanto en el frente interno como en el frente externo. La historiografía sobre la participación femenina en la guerra de 1879, tanto en Chile como en Perú, ha crecido de manera notable en las últimas décadas, examinando el activo rol desempeñado en organizaciones destinadas al suministro de alimentos, a la atención médica, al cuidado de los huérfanos de la guerra y a la beneficencia pública (Rodríguez, 2009; Villavicencio, 1984; Larraín, 2006). También se han analizado sus participaciones en el teatro de operaciones bajo sus roles de cantineras y rabonas (Leonardini, 2014), es decir, aquellas mujeres que se enrolaron en las filas castrenses para asistir a la tropa —e incluso combatir con ella— durante el desarrollo de la guerra. Así, disponemos para el caso chileno de reconstrucciones biográficas que, con un propósito evidentemente encomiástico, persiguen visibilizar algunas trayectorias destacadas del conflicto de 1879 (Cruz Vallejo, 1922; Orellana, 2020; Departamento de Historia Militar, 2004). Con todo, las tensiones creadas por los roles de género esperados en la época y el proceso de heroificación de algunas de las mujeres destacadas en la guerra no han sido examinado en detalle, salvo el trabajo de Cid (2020) quien aborda este fenómeno desde una perspectiva comparada con Perú e incluyendo la Guerra contra la Confederación (1836-1839).

Este trabajo se inscribe dentro de esta línea de análisis y plantea que las actuaciones destacadas de las mujeres en el frente externo implicaron una flexibilización de los roles de género tradicionales en tiempo de guerra y posibilitaron una relativa ampliación del panteón heroico que incluyó un importante reconocimiento en la opinión pública a la labor femenina en el campo de batalla, ya en su rol más convencional de cantineras o derechamente asumiendo roles guerreros. En lo que sigue me gustaría trazar este complejo itinerario, analizando en primer término cómo la guerra incidió en la movilización femenina para hacer frente al esfuerzo bélico y cuales fueron, en términos del discurso público, los roles de géneros asignados. El artículo aborda cómo las dinámicas del conflicto flexibilizaron estos marcos de conducta esperada y ensalzaron la labor bélica de las mujeres. En una segunda parte examino la compleja presencia del heroísmo femenino en el discurso nacionalista de la postguerra, indagando en los límites y posibilidades de su incorporación al canon patriótico construido tras el triunfo chileno en la Guerra del Pacífico a través de rituales conmemorativos, recompensas pecuniarias, homenajes cívicos, literatura y opinión pública. Por último, se analiza un conjunto de rituales fúnebres en homenaje a las cantineras chilenas más destacadas del conflicto, como una instancia que contribuyó a potenciar estos discursos y a confirmar la presencia femenina en el panteón heroico de la guerra.

Guerra, género y heroísmo femenino en Chile, 1879-1883

La Guerra del Pacífico (1879-1883) fue uno de los enfrentamientos bélicos más importantes de la segunda mitad del siglo XIX en América Latina, especialmente por las consecuencias territoriales y los cambios en los equilibrios de poder en la región que su desenlace supuso. El conflicto, que enfrentó a Chile contra la alianza de Perú y Bolivia, terminó con la victoria chilena que incorporó militarmente a su soberanía las regiones de Antofagasta, Tarapacá, Tacna y Arica, condenando a la mediterraneidad a la república boliviana.

La magnitud del conflicto y su prolongación temporal incidieron en que la población de los países beligerantes fuese movilizada ampliamente para sostener el esfuerzo bélico. Esto alcanzó a la población femenina que, en el caso chileno, fue sistemáticamente interpelada para colaborar en las diversas áreas de la guerra, alcanzando niveles de participación inéditos, especialmente si se le compara con el antecedente bélico de la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), donde solo existe registro de la participación de Candelaria Pérez. En 1879, por el contrario, con una sociedad civil mucho más articulada y con una presencia femenina relevante en esta, la visibilidad de su labor fue mucho más notoria, y, dada la magnitud del desafío militar, su participación se tornó imprescindible.[3] 

Así lo entendieron diferentes actores que llamaron al público femenino a cooperar en la movilización bélica, aunque evidenciando los límites de los roles de género en tiempos de guerra. Así, en una pastoral colectiva en la que llamaba a sus feligreses a colaborar a favor de la causa nacional, el obispo de Concepción Hipólito Salas señaló que esta actitud también involucraba a las mujeres, aunque deslindando cuidadosamente los roles que le competían “en su esfera de actividad”. Si la nación y la fe requerían de los hombres “la fuerza de su brazo, el poder de su inteligencia, su fortuna y corazón”, “a la mujer piden la religión y la patria, la sensibilidad exquisita, la ternura de su corazón para convertirlas en provechosa labor para nuestros hermanos que soportan las fatigas y los peligros de la vida militar”. Las categorías para encuadrar la labor femenina eran las de una “matrona” y una “pudorosa virgen cristiana”, subrayando valores como la caridad, la sobriedad y la piedad para cooperar desde el frente interno (Salas, 1879: 15-16). Ese tipo de llamados no fue exclusivo desde el mundo eclesiástico. José Bernardo Suárez, la figura más influyente del ámbito pedagógico local, hizo un llamado al “bello sexo” a sostener la defensa de la nación desde “el papel que le corresponde”, es decir, “colectar erogaciones para proporcionar armas al gobierno; dar bailes y tertulias con el mismo objeto; influir con las madres de familia para que no se opongan a que sus hijos partan a la guerra y hacer propaganda en este sentido” (El Mercurio, Valparaíso, 23/04/1879).

Como queda en evidencia, al inicio del estallido bélico la participación femenina fue requerida desde lógicas que remarcaban la división sexual del esfuerzo bélico, subrayando que la responsabilidad femenina debía circunscribirse al frente doméstico, en correspondencia a los roles de género imperantes en la sociedad decimonónica (Stuven & Fermandois, 2011: 20-27). Como subrayó un periódico, el campo de batalla no era un espacio propicio para las mujeres. “La delicadeza propia del sexo femenino se aviene mal con las ideas de destrucción que representa la guerra”, pues la “mujer ha nacido para perpetuar la humanidad, y no para destruirla” (El Mercurio, Valparaíso, 24/07/1880). No obstante, las mismas mujeres subvirtieron de múltiples formas este tipo de discursos, insistiendo en su necesidad de enrolarse en las filas del ejército y partir hacia el desierto de Atacama. Ilustrativo fue el caso de Josefina Carvallo, quien desde la nortina ciudad de Caracoles reivindicó la noción de “ciudadana chilena” como fuente de legitimidad para marchar al frente, aunque no para combatir, sino cuidar heridos:

Yo, como ciudadana chilena, no puedo menos que ofrecer también mis débiles esfuerzos en favor de nuestra causa, impulsada por ese mismo patriotismo; y así deseo ingresar a las filas de la guardia nacional en clase de cantinera. La pólvora y las balas no me asustan y bien podré cuidar a los heridos en medio del estruendo del combate”. (El Mercurio, Valparaíso, 18/03/1879).

El enrolamiento de las mujeres para partir hacia el teatro de operaciones puso en evidencia los límites de los roles de género asociados a la labor femenina. Este fue un fenómeno mucho más masivo de lo esperado, en parte por cuestiones familiares. Para evitar el desamparo económico de las familias, en los primeros días de la guerra algunos soldados fueron autorizados a viajar con sus esposas y niños. Los motivos eran diversos: desde el deseo de apoyar a la tropa en las funciones de cantinera hasta para ejercer la prostitución (Donoso & Couyoumdjian, 2006: 244-245). En efecto, pese a las prohibiciones muchas se embarcaron como polizonas para ser trasladadas vía marítima al norte, disfrazándose como hombres para eludir las prohibiciones de la época. El oficial chileno Justo Abel Rosales (1984: 28) narró en su diario de campaña como las “soldadas” se aprovechaban de los tumultos creados en los muelles para despedir a la tropa, disfrazándose de militares, cubriéndose fácilmente el cabello con los quepíes adaptados para el desierto.

A mediados de 1879 el problema del enrolamiento femenino despertó el debate entre las dirigencias militares del ejército chileno. Un decreto que establecía el retorno de las mujeres embarcadas hacia Valparaíso hizo que el Comandante en Jefe, el general Erasmo Escala, solicitara a la Intendencia del Ejército la autorización para la creación de un cuerpo de cantineras con algunas mujeres “de reconocida juiciosidad y buenas costumbres”, con el fin de prestar servicios sanitarios en los regimientos. Esta innovación era necesaria dada la envergadura de la empresa bélica y solo institucionalizaba una práctica existente, precisaba Escala. La respuesta de la Comisión Sanitaria del Ejército en Campaña puso en evidencia los límites admitidos inicialmente a la actividad femenina en tiempos de guerra. Su presencia en las filas castrenses era inconveniente, especialmente “por las perturbaciones que ocasionan entre los soldados y embarazo en las marchas del ejército”. Solo en casos extremos podía admitirse a una o dos mujeres “de moralidad reconocida”, que contribuyesen en los regimientos a la preparación del alimento y al cuidado de los enfermos. La respuesta de Federico Echaurren, de la Intendencia General del Ejército y la Armada, solo refrendó esta posición: “No es posible aceptar la presencia de mujeres en el ejército en campaña, por la perturbación y costo que traería semejante práctica, que es preciso que desaparezca de una vez de nuestro ejército” (Ahumada 1884-1891, VI: 25-26).

Las críticas chilenas a las eventuales indisciplinas que implicaría la presencia femenina en las filas castrenses, y el prurito por conservar la distinción entre la vida en el cuartel de la cotidianeidad doméstica deben ser entendidas como una forma de establecer un contraste con la labor tradicional de las rabonas en el ejército peruano y boliviano. Su numerosa presencia era criticada, incluso desde antes de la Guerra del Pacífico (Miseres, 2014), aludiendo a prejuicios socio-raciales, su lógica premoderna y por la falta de profesionalismo que introducían en el cuerpo militar. Los ejércitos aliados, “seguidos de mujeres (rabonas) y de niños, se convierten en ejércitos de familia”, al decir de Charles Wiener (Le XIX siècle, París, 10/06/1879). Sin embargo, el inicio de la campaña terrestre a fines de 1879 en la región de Tarapacá fue el punto de inflexión decisivo para la visibilización de la actividad militar femenina, especialmente por el contenido trágico de la batalla del 27 de noviembre en Tarapacá. Dos de las cantineras del Regimiento 2° de Línea, Leonor Solar y Rosa Ramírez, cayeron en combate junto al comandante Eleuterio Ramírez. Cercadas en un rancho del lugar por las tropas enemigas, fueron capturadas, ejecutadas y calcinadas. La noticia impactó profundamente a la opinión pública nacional, al enterarse que sus cuerpos fueron descuartizados —sus pechos fueron mutilados— antes de ser quemados (El Nuevo Ferrocarril, Santiago, 11/12/1879). Entre los restos de los cadáveres fue encontrado un zapato calcinado de una de las cantineras, que fue enviado a la capital para ser expuesto como una reliquia patriótica (El Mercurio, Valparaíso, 13/04/1880).

La batalla de Tarapacá contribuyó a posicionar la labor femenina en la guerra desde la perspectiva del heroísmo. No solo por el caso de aquellas calificadas como “mártires”, u otras que cayeron prisioneras de guerra —como la cantinera María Quiteria Ramírez— sino también por otros casos destacados como el de Dolores Rodríguez, quien fue comparada por la prensa como “otra Sargento Candelaria”. Tal como en otras ocasiones, la mujer se había enlistado para acompañar a su pareja a la guerra, quien murió en Tarapacá. Con el mismo fusil de su marido, Dolores Rodríguez prosiguió la lucha, dio muerte a tres enemigos y terminó el combate herida en una pierna. Era una nueva “heroína chilena”, declaraba la prensa, que alababa su valentía y compromiso patriótico, pues Rodríguez, pese a sus heridas, no quiso retornar al país sino seguir en campaña. Era la evidencia “de cuanto puede el valor chileno aún en el sexo femenino” (La Patria, Valparaíso, 11/12/1879). Por su valor en combate, además Rodríguez fue ascendida al grado de sargento.

La figura de Dolores Rodríguez impactó a la opinión pública de la época. Desde el mundo popular, por ejemplo, el poeta y publicista Juan Rafael Allende —“El Pequén”— homenajeó a la cantinera en el primer tomo de sus Poesías populares, publicadas en la guerra y que alcanzaron un tiraje de más de 10 mil ejemplares. Allí, Allende cantó la historia del valor de aquella “mujer varonil”, que en su “furor ciego” quiso saciar su sed de revancha con “sangre de peruanos”, que huyeron despavoridos “ante la heroica chilena”. Y culminaba:

“Ha vengado a su marido / Sin demora, sin tardanza

En la espantosa matanza / Y además ha contribuido

Al triunfo con su venganza” (Allende, 1880: 148-151)

Rodríguez además fue homenajeada por Holger Birkedal (1884), ingeniero danés que sirvió en el ejército chileno y escribió también su propia historia de la guerra. Impactado por el valor de Rodríguez, incluyó un retrato litográfico de ella en su obra (Imagen 1).

Imagen en blanco y negro de una persona con una tabla de madera

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Imagen 1. Dolores Rodríguez, en Birkedal (1884:75)

La participación militar de Rodríguez fue el primer antecedente de una creciente actividad femenina en el campo de batalla, ya sea contribuyendo como cantineras o derechamente portando armas. Meses después, en la batalla de Los Ángeles (22 de marzo de 1880) otra cantinera, Carmen Vilches, desempeñó un rol destacado siendo reconocida por la oficialidad chilena. El general Manuel Baquedano, por ejemplo, la destacó en el parte del combate: “La cantinera Carmen Vilches fue un ejemplo de valor, trepando con los atacameños la empinada cuchilla y haciendo fuego sobre el enemigo con su rifle, como cualquier soldado”. Por su lado, el comandante del regimiento Atacama, Juan Martínez, señaló que Vilches no solo había atendido a los heridos en el combate, sino que había empuñado las armas “en el asalto a la cuesta de los Ángeles con su rifle e infundiendo animo a la tropa con su presencia y singular arrojo, obligan nuestra gratitud y la hacen acreedora a un premio especial” (Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 23/04/1880).

Tal como en el caso de Dolores Rodríguez, la venganza de los familiares caídos en combate fue un aliciente para la actividad bélica femenina. Juana López, por ejemplo, vio caer en la guerra a su esposo y a sus tres hijos. Estos lamentables eventos no la arredraron y continuó luchando en el frente, hasta la ocupación de Lima en 1881. Allí, a modo de trofeo de guerra —actualmente forma parte del Museo Histórico Nacional—, tomó el sable de un oficial peruano caído en el cual grabó una inscripción en la que, inspirándose en el modelo bíblico de la venganza femenina de Judith, dejó en evidencia su fervor patriótico: “Recuerdo de Juana López. Como cual modo la espada vencedora con que vengó su sentimiento como hizo valerosamente Judith a Holofernes ¡Viva Chile! Sobre esta espada que nunca jamás Chile sea vencido” (Barra & Godoy, 2012: 86).

Dentro de estas historias de venganza, el caso de Irene Morales merece más atención, pues su destacada actuación en la guerra la hizo convertirse en la heroína más popular del conflicto en el país. Instalada en Antofagasta en 1878, su esposo Santiago Pizarro fue ajusticiado por las autoridades bolivianas del puerto. Sobre el cadáver de su esposo —del que hizo tomar una fotografía para llevarlo como talismán— Morales juró venganza. El inicio de la guerra, apenas meses después le permitió llevar a cabo sus propósitos, enlistándose disfrazada de hombre, una práctica que, como hemos visto, no era infrecuente. Ya enrolada, Irene Morales participó en las acciones de Pisagua y Dolores, donde en retribución a sus servicios Manuel Baquedano la ascendió a sargento y le autorizó a usar la vestimenta femenina. En la campaña de Tacna y Arica Morales tuvo actuaciones de gran connotación pública, que ponen de relieve su ascendiente en la tropa y su popularidad. Después de la decisiva batalla de los Altos de la Alianza, en Tacna (26 de mayo de 1880), Morales fue la primera en entrar a la ciudad de Tacna, gritando “¡Viva Chile!”, revólver en mano y galopando en un caballo en cuyas monturas había atado banderas chilenas (Cristi, 1888: 107). Tras la batalla de Arica (7 de junio de 1880), Morales ordenó, en la plaza del puerto, el fusilamiento de 67 prisioneros peruanos para así “vengar antiguos rencores”. “La tropa obedecía fielmente a Irene, sin pestañear”, sostuvo el historiador Nicanor Molinare (1911:114)

La celebridad alcanzada por Irene Morales en estas acciones hizo que el prolífico historiador y publicista Benjamín Vicuña Mackenna le dedicara una portada en El Nuevo Ferrocarril (Imagen 2), el periódico ilustrado que cubría las vicisitudes de la guerra y daba a la luz los retratos de los personajes más destacados del conflicto. En “Las amazonas del Ejército de Chile”, Vicuña Mackenna trazó la biografía de la heroína, a quien insertó en una tradición histórica de mujeres guerreras locales, como Catalia Erauzo, —la “monja Alférez”, en la guerra de Arauco— y Candelaria Pérez, la “Sargento Candelaria”. El texto del historiador es un documento notable porque reflejó las tensiones constitutivas de la feminización del panteón heroico en la guerra y los límites inherentes dados los estereotipos de género dominantes en la época. En efecto, Vicuña Mackenna no ocultó que su visión sobre el rol femenino debía circunscribirse a ser “madre o vestal” y que esto despertaba su antipatía por la “mujer guerrera, soldadesca y masculina”, a quienes llamó “mujeres marimachos”. Con todo, reconoció que la guerra con sus dinámicas había terminado incorporando a las mujeres en el conflicto y estas habían realizado un rol destacado como cantineras. La historia de venganza de Irene Morales la había empujado a desplegar una intensa actividad en el frente bélico, cumpliendo labores importantes que habían suscitado el entusiasmo de la opinión pública. Pese a esto, Vicuña Mackenna instaba a la “soldado-mujer” a abandonar la guerra y retornar al espacio doméstico que le correspondía debido a su género —“la vida de la mujer verdadera”—, cambiando “su revólver de amazona por su antigua, honrada y querida máquina de coser” (El Nuevo Ferrocarril, Santiago, 12/08/1880).

Imagen 2. “Irene Morales”, El Nuevo Ferrocarril (12/08/1880)

Por cierto, Irene Morales no consideró las palabras del historiador y prosiguió la campaña hacia Lima. La cantinera del 3° de Línea, junto a Dolores Rodríguez, fueron las únicas que, durante la guerra, rompieron el monopolio masculino en la formación de la cultura visual del conflicto. En el caso de Morales, durante la ocupación de Lima se hizo retratar en pose marcial por el estudio de Eugenio Courret (Imagen 3). La cuidada puesta en escena de la cantinera, al igual que el resto de sus compañeros de armas retratados por el estudio, evidencia el orgullo con el que asumió su rol en el conflicto, marcando una diferencia con el rol más pasivo asociado a las cantineras. En efecto, junto a su cantina, con la que asistía a los soldados en el frente, Morales también decidió incluir un rifle y un corvo, reivindicado así valores como el arrojo, valentía y bravura en el combate.

Imagen 3. Irene Morales, 1881.

Colección Elejalde, Pontificia Universidad Católica del Perú.

 La celebridad de Morales llevó al pintor maulino José Mercedes Ortega a elaborar un retrato de la heroína chilena en 1881 (Imagen 4). Ortega se especializaba en retratos históricos y había colaborado activamente con Benjamín Vicuña Mackenna en la década de 1870 en la puesta en marcha del museo del Santa Lucía, en Santiago. La pintura muestra nuevamente a Morales en una pose marcial, subrayando que su acceso a la notabilidad pública fue la guerra. Este retrato representa una ruptura estética en un doble sentido. Por un lado, se constituye en un antecedente inédito de representación femenina en el mundo militar. En efecto, el retrato de Irene Morales se constituye en el primer retrato al óleo de una mujer en un contexto de guerra, instancia históricamente reservada a oficiales varones. Por otro lado, dentro de la trayectoria de retratos femeninos, se trata también de la primera representación de una mujer de extracción popular, sin mayores credenciales que su actuación en la guerra. El retrato femenino históricamente había sido un privilegio de mujeres de elite, religiosas o vinculadas por matrimonio al poder político, con una puesta en escena que reivindicaba un imaginario doméstico, virtuoso y maternal (Cortés, 2009: 9-12). Retratar a una mujer guerrera constituía así toda una ruptura estética, e implicaba el reconocimiento de esta nueva arista de la labor femenina en la formación de la cultura visual del conflicto.

Imagen 4. José Mercedes Ortega, Irene Morales, 1881.

Óleo sobre tela, 51,5x42 cm.  Museo Histórico Nacional de Chile

Las heroínas en la posguerra: entre el recuerdo y el olvido

Para Chile, en términos militares la Guerra del Pacifico culminó en 1883 con Perú y en 1884 con Bolivia, con la firma del Tratado de Ancón y el Tratado de Valparaíso, respectivamente. No obstante, en términos diplomáticos las controversias limítrofes respecto a las nuevas fronteras del Estado chileno en el desierto de Atacama, a expensas de los países derrotados, se prolongaron hasta inicios del siglo XX. En efecto, con Bolivia solo el Tratado de 1904 puso término a los diferendos, mientras que con Perú las disputas se prolongaron por décadas, cuando recién en 1929 se dirimió el problema de la soberanía de las regiones de Tacna y Arica. Este proceso fue clave para que los imaginarios nacionalistas forjados durante la guerra se prolongaran y potenciarán en las décadas siguientes, impactando a una nueva generación que fue socializada de manera sistemática en un nacionalismo marcadamente castrense que se expresó en la toponimia urbana, los monumentos públicos, la enseñanza de la historia, los rituales conmemorativos y la constitución de un panteón heroico. En el culto heroico de los años de la postguerra se tendió a privilegiar a las figuras masculinas que encarnaron valores como la abnegación sacrificial por la comunidad, la valentía y el honor de la nación.

Dentro de este proceso de heroificación de los participantes más destacados de la Guerra del Pacífico, un selecto grupo de cantineras fue incorporado a este, pero desde un lugar marginal y sin mayor reconocimiento oficial. En este sentido, más que entender este proceso de construcción de memoria histórica solamente desde las agencias estatales, conviene ponderar el rol decisivo que desempeñó la sociedad civil en el imaginario nacionalista del conflicto. En ese espacio, literatos, escritores, educadores, periodistas, historiadores, poetas, artistas visuales y, especialmente los círculos de ex-combatientes —donde algunas mujeres formaban parte— desempeñaron un rol crucial en la socialización periódica de la memoria colectiva de la guerra de 1879. La heterogeneidad de actores involucrados en el proceso incidió en la necesidad de que la diversidad de aportes al triunfo chileno fuese reconocida públicamente, permitiendo la incorporación del heroísmo femenino que se caracterizó por su tensión entre el rescate de la sociedad y el relativo abandono oficial.

En efecto, los reconocimientos oficiales —como recompensas, gratificaciones, medallas o ascensos— fueron escasos, tardíos y en general se circunscribieron a las cantineras más populares. Así, solo en 1888, dos años antes de su muerte, el gobierno otorgó a Irene Morales una pensión vitalicia de 15 pesos mensuales. Diez años después, el mismo monto fue asignado a la cantinera Josefa del Carmen Herrera, y, al año siguiente, otra pensión se fijaría en beneficio de Juana López. El reclamo por las recompensas de los ex-combatientes, deudos y mutilados del conflicto fue una tónica de los años posteriores a la guerra, y las cantineras no quedaron al margen de estas denuncias (Méndez Notari, 2004; Casanova, 2019). Por ejemplo, finalizada la conflagración la cantinera María Quiteria Ramírez envió una solicitud al Inspector General del Ejército para requerir el pago de sus sueldos adeudados y demás gratificaciones. Ramírez, apodada popularmente como “María la Grande”, había caído prisionera tras la batalla de Tarapacá y había realizado las campañas de la guerra hasta la toma de Lima.

“Regresé a Chile con parte del Ejército el día 14 de marzo de 1881 y mi salud quebrantada por tantas fatigas me puso a las puertas de la muerte después de haber escapado de las balas; una horrible enfermedad del hígado y una fiebre terciana tenaz, habrían dado fin a mi vida sino hubiese hallado la mano cristiana de una comisión que ha dado auxilio a los heridos y que me atendió generosamente hasta ponerme fuera de peligro” (Avilez, 2015: 199-200).

En esa situación de precariedad, la veterana solicitaba el pago de sus sueldos adeudados y las recompensas ofrecidas a los ex-combatientes por el gobierno. No hubo respuesta. No fue un caso aislado. La cantinera Mercedes Debia, que se enlistó disfrazada de hombre, solicitó en 1898 y 1906 al gobierno el pago de las gratificaciones adeudadas por sus servicios militares, petición que fue desoída. La veterana, afirmaba un periódico, “arrastra su ancianidad menesterosa, para que, ya no la justicia oficial, por lo menos la caridad particular venga a endulzar en algo sus penurias” (El Diario Ilustrado, Santiago, 7/08/1910). Otro caso similar fue el de Juana Alcaíno (Imagen 5), por la que la Sociedad de Veteranos del 79 intercedió ante el Presidente para que éste consiguiera del Congreso una pensión a quien se encontraba “ciega y en la mayor miseria”, después de haber participado en la guerra socorriendo a los heridos (El Mercurio, Santiago, 14/06/1917). En junio se debatió en el parlamento su caso, solicitando un montepío de 20 pesos a la “modesta e ignorada servidora, que nunca ha tenido remuneración alguna por los servicios prestados en época memorable”, según argumentó el diputado Mauricio Mena (El Mercurio, Santiago, 10/06/1917). No se sabe si la solicitud prosperó.

Imagen 5. “Una veterana”, La Nación, Santiago, 14/06/1917

En estas circunstancias, el despliegue más importante de esfuerzos por homenajear a las mujeres combatientes vino desde la sociedad civil, que vio en las cantineras una expresión del valor colectivo de la nación, aunque, proporcionalmente, siempre desde un lugar marginal respecto a los héroes masculinos. Esto queda en evidencia en la primera construcción historiográfica de un panteón heroico del conflicto, el Álbum de la gloria de Chile publicado por Benjamín Vicuña Mackenna entre 1883 y 1885. La obra, que incluyó 54 grabados y más de cien biografías de personajes calificados de “héroes”, apenas incluyó a las mujeres dentro de un apéndice amplio —“Los anónimos de la guerra”— en las que insistía en los roles de género convencionales de “matrona romana”, “virgen” o cantinera. Solo fueron individualizadas Leonor González, Leonor Solar, Rosa Ramírez, María Quiteria Ramírez e Irene Morales (Vicuña Mackenna, 1883-1885, II: 588). En contraste, en su Lectura patriótica. Crónica de la última guerra, Mauricio Cristi, quien fuera asistente de Vicuña Mackenna, popularizó el proyecto heroificador del historiador chileno e incluyó de manera importante a las cantineras como una evidencia del patriotismo colectivo que llevó al país a imponerse a sus enemigos. Valorando el rol de mujeres caritativas como Dolores Vicuña o Rosa Aldunate, Cristi narró las biografías de Leonor Solar — “Leona, la cantinera”—, aquella “heroica hija del pueblo” (Cristi, 1888: 26-28) y de Irene Morales. Además de centrarse en la historia de venganza de la cantinera, Cristi enfatizó que el heroísmo de Morales se debía a su sangre mapuche, siendo “un tipo perfectamente araucano”, convirtiéndose así en una verdadera “Janequeo del siglo XIX” (Cristi, 1888: 105-106).

En el cambio de siglo, los jóvenes intelectuales vinculados a las revistas culturales del país tuvieron un activo rol en el reposicionamiento de la memoria de la guerra, con el fin de utilizar el conflicto de 1879 como un repositorio de valores patrióticos para inspirar a la sociedad. Los homenajes a las cantineras desde el mundo literario hacia las cantineras tuvieron el propósito de dar a conocer sus rasgos biográficos como un modo de exaltar la contribución de las mujeres chilenas a la victoria. En 1904, la cantinera Irene Morales fue homenajeada en las páginas de popular revista La Lira Chilena con un retrato plegable del dibujante Luis Fernando Rojas y una reseña biográfica del escritor Justo Abel Rosales (Imagen 6). Eulogio Gutiérrez (1909: 57-59), un prolífico escritor costumbrista, utilizó también la figura de Irene Morales para mostrar el valor de la mujer chilena, que, cual Calipso, “guarda y conserva la isla sagrada del culto por la patria y el amor por la libertad”. Al despuntar el siglo XX el prolífico escritor, publicista y crítico literario Emilio Rodríguez Mendoza (1902: 58-61) dedicó una semblanza a María Quiteria Ramírez, la popular “María la Grande”.

 La cantinera del 2° de Línea también concitó la atención de otro destacado miembro de la Generación del 1900, el periodista, dramaturgo y folklorista Antonio Acevedo Hernández, quien casi tres décadas después fue al nortino pueblo de Sotaquí a encontrarse con la veterana, “guerrera en todo el sentido de una amazona legendaria”. Ramírez, de ochenta años, era un “símbolo de esta raza pródiga, que no conoce la fatiga ni el odio”. Su historia, contada de sus labios, era la historia colectiva de la nación, “de la vida generosa de muchos chilenos”, aclaraba el escritor y por eso merecía la pena conocerla (Zig-Zag, Santiago, 9/11/1929).

Imagen 6. Luis Fernando Rojas. “Irene Morales, heroica cantinera de nuestro ejército en la guerra del 79”, La Lira Chilena, Santiago, 16/10/1904.

En 1922 el poeta y escritor español José de la Cruz Vallejo decidió escribir una biografía de la cantinera Filomena Valenzuela como un modo de homenajearla y de mostrar, a través de su vida, un conjunto de valores cívicos dignos de imitar. Valenzuela, “varonil veterana” y “símbolo viviente” de la guerra, la “Madrecita” —como la llamaban sus compañeros de armas— se constituía en un ejemplo a seguir de las mujeres de Chile, “el pueblo más viril de los hispanoamericanos”. Era un modelo de abnegación sacrificial por la nación, pues en la cúspide de su vida, “cuando todas las almas femeninas sueñan con un porvenir ideal, prefirió sacrificarse por su patria y sufrir los cruentos rigores de una campaña guerrera” (Cruz Vallejo, 1922: 26).

Además de las semblanzas biográficas, en el ámbito de las letras las cantineras también se constituyeron en un motivo para la novela patriótica, como lo refleja el lugar que adquirieron algunas protagonistas femeninas en la serie Episodios de la Guerra del Pacífico, de Ramón Pacheco. El trabajo más importante a este respecto fue, sin embargo, La cantinera de las trenzas rubias, publicada en 1925 por Rafael Maluenda. La dedicatoria de la obra pone en evidencia, desde sus inicios, el tenor narrativo y el propósito ideológico que movía al autor:

“A las mujeres que supieron encender en los soldados de la Guerra del Pacífico la ardiente fe del patriotismo; a los que vistieron luto después de cada batalla; a las humildes camaradas que siguieron junto a los regimientos las ásperas rutas de la victoria; a todas -madres, esposas, hermanas o amantes- las que en el santuario de las iglesias o en el recogimiento del hogar imploraban, no por la existencia de los seres queridos, sino porque hiciera Dios fecundo el sacrificio de sus vidas, dedico como un homenaje estas páginas de evocación” (Maluenda, 1925: 7)

La novela, inspirada en los recuerdos de su padre, el ex combatiente de la guerra Aaron Maluenda, narra la historia de una cantinera del batallón Curicó, Eloísa Pope que se embarca valerosamente al norte siguiendo a su enamorado, el sargento León Lemus. La tensión narrativa es el triángulo amoroso entre ellos y el capitán Felipe Molina, que, a diferencia de Lemus —descrito de baja catadura moral y cobarde— es presentado como un modelo de valentía y honorabilidad. En el transcurso de la guerra, espacio que devela el carácter verdadero de los protagonistas, Eloísa —que se enlista por “la caridad de poner algo suyo en defensa de la patria, de dar consuelo a los que sufren”— termina inclinando su corazón hacia el capitán Molina. Con el motivo literario del amor trunco, Maluenda utiliza la historia de la cantinera Eloísa Pope para retratar el valor de la mujer chilena, la valentía en la guerra como la virtud más relevante en la época y la camaradería forjada al calor del conflicto.

Los homenajes a las cantineras también se dieron en instancias rituales, donde algunas de ellas participaron de manera destacada en las conmemoraciones de la guerra. El caso más destacable fue el de Filomena Valenzuela. Quien fuera cantinera del batallón Atacama, tras la guerra Valenzuela se instaló en Iquique, en la nueva frontera norte que estaba en proceso de intensa “chilenización” de los territorios anexados (González Miranda, 2004). Dentro de las prácticas utilizadas para la chilenización de la población en las primeras décadas del siglo XX, destacaron los rituales conmemorativos de las victorias chilenas en la Guerra del Pacífico.

Allí Filomena Valenzuela tuvo un rol destacado, participando activamente tanto en Iquique como en Arica (Imagen 7). En esta última ciudad, en los festejos del 7 de junio (batalla de Arica), la cantinera hizo un llamado a la población a confiar en la incorporación definitiva del puerto a la soberanía chilena, confianza sustentada en la pujanza de la “raza chilena”. Según declaró en una entrevista, la “raza chilena” no estaba en decadencia, sino que “ha duplicado su energía. En nosotros cada día el patriotismo es más fuerte” (La Aurora, Arica, 9/07/1917). En los años siguientes, Filomena Valenzuela continuó participando activamente en estas liturgias conmemorativas —dando incluso charlas patrióticas en la Escuela Superior de Niñas de la ciudad— convirtiéndose en una heroína genuinamente popular, “una reliquia venerada de nuestro ejército” (La Aurora, Arica, 6/07/1920). Tan relevante fue su figura en aquellos años que no solo la ciudad de Iquique bautizó una de sus calles en su honor (Bravo Elizondo, 2003); sino que también Valenzuela sería la única mujer militar que apareció retratada en las más de 1200 páginas de Las Fuerzas Armadas de Chile. Álbum histórico (1928: 518), siendo calificada de “defensora heroica y abnegada de la Patria en la guerra del 79”.

Imagen 7. Filomena Valenzuela, Sucesos, Valparaíso, 5/07/1917

Homenajes fúnebres, memoria y nacionalismo en la posguerra

Los homenajes fúnebres durante la Guerra del Pacífico sirvieron para escenificar el culto a los héroes, el agradecimiento de la nación en armas y la valoración republicana a los caídos en combate (Mc Evoy, 2010: 97-110). En los años de la posguerra, las ceremonias fúnebres a los veteranos tuvieron como objetivo reposicionar su legado en la esfera pública y servir como homenajes póstumos de desagravio frente al olvido colectivo. Esto fue particularmente evidente en el caso de las cantineras que estamos examinando en estas páginas y contribuyeron decisivamente a feminizar el panteón heroico de la guerra.

Los funerales de Irene Morales, en agosto de 1890, fueron importantes porque sirvieron para el reposicionamiento no solamente de la heroína, sino también del rol de la mujer en la pasada guerra.  Morales murió de pulmonía en el Hospital San Borja y la prensa le rindió tributo a aquella “mujer guerrera” (El Mercurio, Valparaíso, 28/08/1890), mujer “en quien los sentimientos de caridad y del patriotismo fueron constantemente los nortes de todos los actos de su vida” (La Libertad Electoral, Santiago, 25/08/1890). El periodista, escritor y oficial Justo Abel Rosales trazó para los lectores de El Ferrocarril una biografía de la célebre cantinera, que no solo asistía a los heridos, sino que también se batía en combate. “En medio de la pelea, Irene era feroz, espantosamente feroz. Buscaba sangre y más sangre”, decía Rosales, agregando: “Fue heroína y abnegada. Nada le importaba su vida, pero sí la de sus compatriotas” (El Ferrocarril, Santiago, 27/08/1890). Mientras la Litografía Cadot publicó en aquellos días una breve y económica biografía de la heroína, aprovechando su momentánea celebridad, el poeta popular Juan Valiente (1890) homenajeó a la cantinera en uno de sus pliegos sueltos. Irene Morales, cantaba:

 

“En un caso necesario / Cuando un soldado caía

 Ella misma se batía / Con valor extraordinario

 Era en fin un relicario / De la república entera

 Por amor a la bandera / Abandonó sus hogares

 Con razón los militares / Lloran a su compañera”

En sus exequias, organizadas por los ex-combatientes, Pedro Nolasco Vásquez, a nombre de los veteranos elogió a la cantinera. Su valor en la guerra era raro “entre el débil sexo femenino, destinado por la naturaleza para amar y ser amado”. Morales era para Chile una heroína tal como Juana de Arco. Su patriotismo, valor y altruismo eran dignos de homenajear, especialmente porque “la historia no nos ofrece muchos ejemplos de semejante abnegación en la mujer”. Por eso, confiaba en que el país no olvidaría sus sacrificios. “Sus méritos y nuestra gratitud perpetuarán su memoria”, concluía (La Libertad Electoral, 25/08/1890). Días después, otra multitudinaria romería de más de 800 personas se congregaba en la tumba de quien fue definida como una “esclarecida hija del pueblo” (El Mercurio, Valparaíso, 02/09/1890). Allí se reunieron erogaciones para levantar un mausoleo en honor a la cantinera, proceso que culminó en octubre de 1903. El homenaje, organizado por la Sociedad de Inválidos y Veteranos de la Guerra del Pacífico, se propuso trasladar el cuerpo de la cantinera desde una tumba común a una de la institución, en compañía póstuma de sus compañeros de armas (El Mercurio, Valparaíso, 30/11/1903).

Si en el caso de los funerales de Irene Morales fue evidente el esfuerzo por reivindicar el valor femenino y homenajear a la cantinera más popular del conflicto, en el caso de Juana López los homenajes póstumos se propusieron reparar la injusticia y el olvido en el que había muerto la cantinera en 1904. En efecto, tras recibir una exigua pensión del gobierno, López fallecía en la pobreza y el olvido. “Ni un militar, ni un músico, nadie que fuera llevado por un sentimiento patriótico acompañó sus restos. Murió abandonada por todos quien dio a la patria cuatro vidas”, sentenció un medio capitalino (El Diario Ilustrado, Santiago, 27/01/1904). La dirección del periódico, los círculos de veteranos y el Intendente de Santiago se organizaron posteriormente para realizar un acto de desagravio y darle una sepultura digna. Solo en 1910 el nuevo mausoleo fue inaugurado, en una ceremonia masiva, con presencia de autoridades civiles y militares (Imagen 8). La ceremonia incluyó un desfile por la Plaza de Armas de la capital, y discursos del Intendente de la provincia, de la Sociedad de Veteranos de 1879, del director del Diario Ilustrado y una declamación patriótica del actor Joaquín Montero (El Chileno, Santiago, 08/08/1910). Elogiando en las exequias póstumas a Juana López —quien había perdido en la guerra a su esposo y tres hijos—, el Intendente de la provincia Juan Pablo Urzúa señaló que la cantinera, “fue antes que madre y esposa, soldado de su patria” y por eso debía recibir la gratitud y el homenaje de sus compatriotas (El Mercurio, Santiago, 08/08/1910).

Imagen 8. “En la tumba de Juana López”, Zig-Zag, Santiago, 13/08/1910.

En el caso de los funerales de Josefa del Carmen Herrera, en agosto de 1919, queda en evidencia la relevancia de los círculos de ex-combatientes en el reposicionamiento de la memoria colectiva del conflicto. En efecto, en las sociedades de veteranos la guerra fue vivida como una experiencia límite que requería ser compartida y socializada para evitar su olvido y reivindicar su rol colectivo en la historia nacional (Winter & Sivan, 1999: 6-10). La cantinera, que se había enrolado al norte disfrazada de hombre y con el nombre de “José” para acompañar a su esposo, había realizado todas las campañas de la guerra hasta la toma de Lima, en 1881. Alcanzando el grado de cabo 2°, una medalla de plata y una pensión en 1898, Herrera se había convertido en la posguerra en una activa integrante de la Sociedad de Inválidos de la Guerra de 1879, participando de manera destacada en las ceremonias conmemorativas organizadas por los veteranos para festejar efemérides bélicas (Imagen 9). Así, participó por ejemplo en el aniversario de las batallas de Chorrillos y Miraflores —que posteriormente se convertirían en el “Día del Veterano”—, donde lucía con orgullo sus condecoraciones bélicas (Zig-Zag, Santiago, 18 de enero de 1913). Sus funerales fueron organizados por el Círculo de Oficiales Retirados y la Liga Patriótica Militar, dos de las instituciones más relevantes para el apoyo de los veteranos y la difusión de la memoria de la guerra. En la ceremonia, Domingo de Toro Herrera, el presidente de la Liga, tomó la palabra y homenajeó a la veterana en el mausoleo de los Veteranos de 1879, con quien había compartido una experiencia histórica irrepetible. Herrera, como otras cantineras, “ofrendaron su sangre y recorrían aquellos campos de batalla en que combatíamos”, con el fin de “prestar oportuno auxilio a los que caían muertos, heridos o fatigados, en defensa del nombre de Chile”. “La mujer militar”, representada en la cantinera, era una compañera de armas que merecía el reconocimiento de todos aquellos que habían sostenido “el mutuo sacrificio por la patria”, afirmaba (El Mercurio, Santiago, 23/08/1919).

Imagen 9. Josefa del Carmen Herrera, c. 1913

Colección Museo Histórico Nacional de Chile

Un último caso de homenaje fúnebre destacable para la configuración del proceso de heroificación femenina en la posguerra fue el de Filomena Valenzuela, en octubre de 1924. Fallecida a los 76 años en Iquique, el multitudinario funeral con el que se despidió a la subteniente fue una instancia privilegiada para la celebración del rol de las mujeres en el conflicto. Las exequias, organizadas por la Sociedad de Veteranos del 79 y la Intendencia de la provincia se caracterizaron por la popularidad de las ceremonias. La sociedad civil y las autoridades cívico-militares del puerto, fuertemente comprometidas con las campañas de “chilenización” de la provincia de Tarapacá (González Miranda, 2004) hicieron circular invitaciones a las escuelas, scouts, círculos cívicos, batallones, gremios y sindicatos a participar en el homenaje póstumo a quien fue caracterizada como una “reliquia de la patria” (El Nacional, Iquique, 28/10/1924).

La veterana había dejado indicaciones de cómo deseaba que se le sepultara: envuelta en una bandera chilena y rodeada de algunas osamentas de soldados chilenos que sucumbieron en la batalla de Tacna, que ella resguardaba como reliquias patrias (El Tarapacá, Iquique, 29/10/1924). Su ataúd fue conducido por una columna que se extendía por seis cuadras al son de la popular marcha Adiós al Séptimo de Línea. En el cementerio, el capitán del Ejército Jorge Berguño tomó la palabra para homenajear a la que definió como una “gloriosa mujer”. Su actuación en la guerra había sido un “báculo espiritual”, un   verdadero “zócalo de granito levantado por el corazón de la mujer chilena, en ánimo de soportar el monumento del heroísmo y de la gloria de sus fuertes hombres”. Por eso, aclaraba, la tumba de aquella “mujer heroica” debía inspirar a las nuevas generaciones de soldados a defender la patria a toda costa y no olvidar a quienes se habían sacrificado por ella (El Tarapacá, Iquique, 30/10/1924).

Reflexiones finales

Los conflictos bélicos, como experiencia sociológica, son una instancia límite que muchas veces trastoca la cotidianeidad de la sociedad y sus valores, atenuando o diluyendo prejuicios asentados. En el caso del problema histórico que hemos examinado, la guerra implicó un cuestionamiento de los roles de género decimonónicos instalados en la sociedad chilena. En efecto, en los prolegómenos del conflicto de 1879 los medios de prensa y las instituciones civiles y eclesiásticas hicieron un llamado a un mayor compromiso del mundo femenino con la causa bélica, detallando cuidadosamente los límites admisibles a su labor en función de idearios generizados, que subrayaban la domesticidad de su contribución y la incompatibilidad del servicio en el campo de batalla con el deber ser femenino.

Las dinámicas de la guerra, sin embargo, trastocaron momentáneamente estas convenciones sociales y posibilitaron no solo la amplia participación de las mujeres en el teatro de operaciones de la guerra, sino también un cada vez más importante reconocimiento público a sus acciones. En efecto, la Guerra del Pacífico implicó una democratización de la economía del valor cívico en el caso chileno, permitiendo tanto la popularización del panteón heroico como el acceso femenino a éste, aunque desde los márgenes. Si bien los héroes más importantes de la guerra fueron masculinos, el esfuerzo por feminizar el panteón terminó siendo exitoso y posibilitó el amplio reconocimiento de los contemporáneos a un conjunto de cantineras, como Dolores Rodríguez, Filomena Valenzuela, María Quiteria Ramírez, Josefa del Carmen Herrera y, sobre todo, Irene Morales.

Los años de la posguerra fueron cruciales en este proceso, en tanto contribuyeron a la sedimentación de narrativas patrióticas sobre el conflicto e incidieron en su socialización en una nueva generación. La hegemonía del nacionalismo como corriente cultural en las primeras décadas del siglo XX y el activo rol de los círculos de veteranos en la preservación de la memoria heroica de la guerra fueron dos elementos claves. Especialmente a través de la organización de un sinnúmero de actividades conmemorativas en el espacio público, estas ayudaron a que las camaradas de armas como las cantineras continuaran recibiendo el reconocimiento público, tanto en vida como en homenajes póstumos. Así, la feminización del panteón heroico de la Guerra del Pacífico contribuyó a reforzar una idea matriz del nacionalismo chileno forjado en el conflicto: que el triunfo de la república del sur ante sus vecinos del norte se debía al compromiso patriótico de toda la sociedad en el sostenimiento del esfuerzo de guerra, lo que incluyó, en un rol destacado, a las mujeres. Así, las cantineras devinieron en uno de los símbolos invocados para escenificar el discurso patriótico de la nación en armas, una nación, al menos retóricamente, sin distinciones de género.

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Recibido: 15/03/2022

Evaluado: 18/04/2022

Versión Final: 25/04/2022

páginas / año 14 – n° 36/ ISSN 1851-992X /2022                               


[1] Este trabajo es resultado del proyecto Fondecyt Regular 1201399.

[2] La discusión de la ley en https://www.camara.cl/legislacion/sala_sesiones/votacion_detalle.aspx?prmIdVotacion=29723

[3] Aunque no hay datos precisos sobre el número de mujeres enroladas en el Ejército, los trabajos de Larraín (2006) y Sater (2016: 89-99), aportan algunos datos y ejemplos que permiten hacerse una idea sobre la amplitud de su participación.