Richard Leonardo-Loayza

De mestizos y guerras. In(ter)venciones políticas y sociales en Jorge o El hijo del pueblo (1892) de María Nieves y Bustamante

Of mestizos and wars. Political and social in(ter)ventions in Jorge o El hijo del pueblo (1892) by María Nieves y Bustamante

Richard Leonardo-Loayza

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (Perú)

https://orcid.org/0000-0001-6867-2127

pchurile@upc.edu.pe

Resumen

El siguiente artículo estudia Jorge o El hijo del pueblo (1892) de María Nieves y Bustamante. Nuestro objetivo es demostrar que en esta novela se recrean los principales eventos de la guerra civil peruana de 1856-1858, pero también, que la autora de este texto pretende darles un sentido distinto a dichos eventos, con el fin de justificar el comportamiento que la clase dirigente de Arequipa tuvo en tal conflicto. Asimismo, se desea probar que en la novela de Nieves y Bustamante se sugiere realizar cambios en la estructura social, pero estos son apenas superficiales. La hipótesis que se sostiene es que su autora escribió esta novela para intervenir en la esfera pública, espacio simbólico restringido para las mujeres. en el que no le estaba permitido actuar debido a que era una mujer. La estrategia de Nieves y Bustamante fue representar la guerra, lo que le valió opinar sobre una serie de aspectos políticos y sociales de su época, como, por ejemplo, el trato que le otorgaban las élites a los grupos subalternizados, el lugar que se le tenía asignado a la mujer en los asuntos públicos, el tipo de grupo social que debería conducir la sociedad.

Palabras Clave

María Nieves y Bustamante; novela peruana; novela arequipeña; guerra civil 1856-1858; novela política.

Abstract

The following article studies Jorge or The Son of the People (1892) by María Nieves y Bustamante. Our objective is to demonstrate that in this novel the main events of the Peruvian civil war of 1856-1858 are recreated, but also that the author of this text intends to give a different meaning to these events, in order to justify the behavior that the ruling class of Arequipa had in such a conflict. Likewise, it is desired to prove that in the novel by Nieves and Bustamante it is suggested to make changes in the social structure, but these are barely superficial. The hypothesis that is supported is that its author wrote this novel to intervene in the public sphere, a symbolic space in which she was not allowed to act because she was a woman. The strategy of Nieves and Bustamante was to represent the war, which earned him an opinion on a series of political and social aspects of his time, such as, for example, the treatment that elites gave to subalternized groups, the place assigned to women in public affairs, the type of social group that should lead society.

Keywords

María Nieves y Bustamante; peruvian novel; Arequipa novel; civil war 1856-1858; political novel.

Introducción

En el campo de los estudios literarios del siglo XIX peruano, son tres los fenómenos que saltan a la vista: “la configuración de un proyecto de modernidad nacional, la aparición correlativa de un nuevo discurso literario que se afianzó en la impronta romántica y, por último, la emergencia de un nuevo sujeto discursivo: la escritora ilustrada” (Denegri, 1996: 20). Si bien de los tres temas el último es el que más se ha trabajado en las últimas décadas, resulta importante seguir rescatando los aportes que ofrecieron las mujeres ilustradas de este periodo, sobre todo de aquellas que no forman parte del canon literario.

Una de las voces más interesantes de la literatura peruana decimonónica es la de María Nieves y Bustamante (Arequipa, 1861-1947), autora de Jorge o El hijo del pueblo (1892). Este texto, a la manera de otras novelas decimonónicas como Sab (1841) de Gertrudis Gómez de Avellaneda o Amalia (1855) de José Mármol, propone  la instrumentalización de un proyecto ideológico-político que ensaya una  solución a algunos de los problemas pendientes de la nación en plena consolidación (Leonardo-Loayza, 2018: 1). No se trata solamente de una de las pocas novelas peruanas que presentan un proyecto de esta factura, sino que su autor es una mujer, que, como los mestizos, los indígenas y los afrodescendientes en el siglo XIX, no poseen el estatuto de ciudadanos, es decir, que se les considera individuos sin acceso al poder formal y, como tales, sin ningún tipo de injerencia en los asuntos políticos. Lo cierto es que a pesar de que el espacio público era un lugar de acción exclusivamente reservado para los hombres, las mujeres escritoras del continente irrumpieron en dicho espacio y participaron en las soluciones de los problemas que aquejaban a sus respectivos contextos. En algunos casos, esta participación adoptó las formas del modelo canónico masculino pero, en otros, se alejó de dicho modelo, lo que implicó una nueva manera de practicar la política, en la que se puso en escena aquello que Josefina Ludmer denominó “las tretas del débil”, o sea, “que, desde el lugar asignado y aceptado, se cambia no sólo el sentido de ese lugar sino el sentido mismo de lo que se instaura en él” (1985: 53). Así, desde el ámbito de lo doméstico, reivindicando el mundo de los afectos, transformando sus experiencias personales y cotidianas en literatura, las mujeres de Hispanoamérica participaron en una discusión reservada para los varones, pero con el añadido de que en más de una ocasión presentaron una postura más desafiante y valerosa que sus pares varones, al escribir sobre temas realmente incómodos para la época.

En el Perú del siglo XIX los ejemplos de dichas autoras son varios. Por ejemplo, Clorinda Matto de Turner escribió en contra del abuso sobre el indígena y la postergación que padeció la mujer y Mercedes Cabello de Carbonera denunció la educación precaria a la que estaba condenado el género femenino y la corrupción generalizada que remecía el país. A este grupo de mujeres ilustradas pertenece también María Nieves y Bustamante, ya que decidió transgredir su posición de género (que la ligaba a los quehaceres del hogar y la familia) y se atrevió a cultivar la escritura, “un gusto demasiado masculino” para la época”, [1]  con el agregado de que si bien en el imaginario podía aceptarse de que las mujeres se dedicaran al ejercicio de la poesía, la autora (nacida en una ciudad en la que destacaban los poetas)[2] se empeñó en convertirse en una novelista. Tal gesto la definió como una rebelde, provocadora de los modelos sociales vigentes impuestos por el patriarcado, en el que se intentaba domesticar a la mujer “como agente de la reproducción demográfica” (González Stephan, 2010: 38).[3] 

Por otra parte, Nieves y Bustamante no eligió un tema trivial para debutar como narradora, más bien prefirió centrarse en un evento fundamental para la memoria de su ciudad, Arequipa, y el Perú: la guerra civil de 1856 a 1858.[4] En este conflicto, el general Manuel Ignacio de Vivanco acaudilló a Arequipa y se enfrentó al entonces presidente Ramón Castilla, quien no perdonó tal osadía y, junto a su ejército, asaltó e invadió la ciudad, derrotando al insurrecto y provocando más de tres mil arequipeños muertos. María Nieves y Bustamante no solo relató los sucesos más importantes de dicho enfrentamiento, sino que, en el marco de este contexto, incluyó una segunda historia, más doméstica, “menos trascendental”: el idilio imposible de un mestizo, “un hijo del pueblo”, y una muchacha que pertenece al grupo dominante blanco y acomodado. Como dice Margaret Macmillan, muchas veces los intelectuales se concentran en los guerreros, en sus batallas, victorias y derrotas, y no se presta atención a los civiles que se ven atrapados en una guerra (Macmillan, 2021: 263). Nieves y Bustamante narra el conflicto, pero sin olvidar a la gente que participa en ella, en los dramas particulares que experimentan como consecuencia de la misma.

Ahora bien, no solo María Nieves y Bustamante escribió sobre la guerra civil de 1856-1858, sino también lo hizo Mercedes Cabello de Carbonera en El conspirador (Autobiografía de un hombre público) (1892). Sin embargo, mientras la escritora arequipeña detalla los hechos bélicos ocurridos en tal conflicto, Cabello de Carbonera solo alude a ellos para configurar al personaje principal de su novela, Jorge Bello, quien se deja seducir por un conspirador que le dará las primeras lecciones de política: “formar un partido político sin programa, nutrido de apariencias y apasionamientos, una empresa quijotesca donde no importen las ideologías sino las utopías personalistas” (Cárdenas, 2021: LVIII).  

Este artículo analiza Jorge o El hijo del pueblo (1892). El objetivo es demostrar que en dicho texto María Nieves y Bustamante no solo recrea los principales eventos de la guerra civil peruana de 1856-1858, sino que pretende darles un sentido distinto a dichos eventos, con el fin de reivindicar el papel que desempeñó el mestizo en tal gesta, pero también el de justificar la conducta que tuvo la clase dirigente arequipeña en dicho conflicto. La hipótesis que se sostiene es que Nieves y Bustamante escribió esta novela para intervenir en la esfera pública, un espacio masculino por esencia. Así esta autora pudo opinar sobre una serie de aspectos políticos y sociales de su época, como, por ejemplo, el trato que le otorgaban las élites a los grupos subalternizados (mujeres, mestizos, indígenas y afrodescendientes), el lugar que se le tenía asignado a la mujer en los asuntos públicos, el tipo de grupo social que debería conducir la sociedad. Nieves y Bustamante empleó la representación de la guerra como el artefacto cultural que le posibilitó intervenir en dichos debates. Si se sigue a John Keegan, la guerra es una actividad estrictamente masculina (Keegan, 2014: 136), lo que no implica que la mujer no pueda escribir sobre ella ni utilizarla para sus propios fines.

Arequipa y la guerra civil de 1856-1858

En Desencuentros de la modernidad. Literatura y política en el siglo XIX, Julio Ramos afirma que si bien durante las guerras de independencia las virtuales clases dirigentes latinoamericanas habían logrado articular un consenso “–‘nosotros’ […] en oposición al enemigo común: España– tras la instalación de nuevos gobiernos las contradicciones fundamentales reemergen a la superficie de la vida social” (2021 [1993]: 51). Es entonces cuando sucumbe la aparente armonía y homogeneidad de los países hispanoamericanos impuesta por las circunstancias. Las clases dirigentes, afincadas mayormente en las capitales de las nuevas repúblicas, tuvieron que lidiar con ambiciones de otras ciudades. El resultado de esta coyuntura fue que las antiguas colonias españolas en América, ahora convertidas en Repúblicas, se debatieron entre la violencia y el caos producidos por las guerras civiles. El Perú no fue la excepción al contexto descrito. Lima se mantuvo como la capital, lo que, como era de esperarse, a pesar del nuevo diseño institucional, no trajo el alivio que podía significar este hecho político (Contreras, 2014:19). Ante esta situación, otras ciudades de gran importancia durante el coloniaje reclamaron su lugar,[5] agudizando la heterogeneidad propia del Perú. Como explica Orrego Penagos: “Sin llegar a posiciones abiertamente secesionistas, la población estaba muy fragmentada por cuestiones de raza o clase y el sentimiento regional o local era más fuerte que el nacional” (2005: 136). En efecto, ciudades como Trujillo, Cuzco y Arequipa, principalmente pugnaron de manera abierta por lograr un sitio protagónico en el proyecto de consolidación de la nación peruana. De esta manera, en el Perú, después del proceso de Independencia, y en medio del caciquismo y el gamonalismo generalizados, se tuvo tres aristocracias con vigencia local o regional; ninguna de las cuales inicialmente pudo ejercer un verdadero dominio nacional: la aristocracia limeña, la aristocracia del norte, especialmente la trujillana, y la aristocracia del sur andino (Cusco y Arequipa) (Carpio Muñoz, 1994: 507). Estas aristocracias no actuaban solas, sino que empleaban la figura de los caudillos: los jefes militares vencedores de Ayacucho y Junín, entre los que se puede nombrar a personajes como Agustín Gamarra, Felipe Santiago Salaverry, Andrés de Santa Cruz y José Ignacio de Vivanco. No está de más aclarar que tales caudillos no operaron como las simples marionetas de estos grupos aristocráticos; para ellos estaba bien claro que, para llegar al poder y mantenerse en el mismo, necesitaban del apoyo de una base social amplia, que incluyera tanto a la gran masa como a sus clases sociales dirigentes.

De las aristocracias mencionadas la única que se mantuvo constante en su anhelo de arrebatarle el poder a Lima fue la arequipeña. A lo largo del siglo XIX, esta aristocracia provinciana puso en más de una vez en jaque a la capital mediante una serie de guerras civiles o revoluciones. Sin embargo, el conflicto que se destaca es el de 1856-1858, porque definió la balanza en favor de la aristocracia limeña.

En el año de 1856 dos integrantes de la élite arequipeña, Domingo Gamio y Diego Masías, se sublevaron en nombre de Vivanco (Ricketts, 1990: 167; Holguín Callo, 1994: 516-517). Al enterarse de tal situación, el caudillo regresó al Perú desde su exilio personal en Chile. Entre vítores y aplausos, se dice que a su llegada habló de la regeneración de la República y de la necesidad de un gobierno nuevo y fuerte, uno que reemplazara, por supuesto, al de Ramón Castilla, su viejo contendor político. Vivanco era un veterano de guerra y, por eso, consideró que, para lograr el éxito de su campaña debería de empezar por apoderarse de Lima. Así el 31 de diciembre de 1856, apoyado por la armada llegó al Callao, fue rechazado por la población del lugar y el ejército. Vivanco retornó a Arequipa y la ciudad entera lo recibió como un triunfador. Según Eusebio Quiroz Paz Soldán (1990: 101), este caudillo dejó entender entonces a la población arequipeña que la guerra estaba perdida y que “tan solo quedaba salvar el honor”. A pesar de esta confesión, el pueblo de Arequipa permaneció en pie de lucha, apoyando a Vivanco y a la aristocracia local. Por su parte, Castilla no perdonó este intento de insubordinación y envió al grueso de su ejército hacia Arequipa. El cerco duró nueve meses. En este lapso, los pobladores fortificaron su ciudad, levantaron innumerables trincheras. Entre junio de 1857 y marzo de 1858, el pueblo de Arequipa, ya sin la dirección de Vivanco ni la de su clase dirigencial al frente, encaró a los sitiadores en grupos aislados y por voluntad propia. Arequipa fue vencida. Castilla calculó que había tenido 2000 mil bajas; los muertos entre los arequipeños llegaban a 3000 (Ricketts, 1990: 168). Con esta acción, Ramón Castilla terminó de aplastar militarmente a la aristocracia arequipeña y, de esta manera, ayudó a consolidar la alianza y hegemonía de los caudillos militares y los aristócratas limeños sobre el Perú. Pero, a la vez, sirvió para deslegitimar la dirigencia de la elite aristocrática arequipeña, no solo a nivel nacional, sino, sobre todo, a nivel local. Las clases populares, que acostumbraban a acompañar a las elites en sus aventuras militares, después de esta guerra civil, dejaron de prestarles su apoyo incondicional.

Juan Carpio Muñoz, especialista en las revoluciones arequipeñas, se pregunta “¿Qué misteriosa fuerza impulsó a pelear al conglomerado social de artesanos, chacareros, domésticos, aristócratas terratenientes y comerciantes, bajo un solo pendón y un solo caudillo?” (1982: 36). Pues, la respuesta es sencilla: el honor. Una de las razones que llevan a los pueblos y a los individuos a ir a la guerra (Macmillan, 2021: 193). Este valor que en Arequipa no estaba supeditado solo a las clases altas y blancas (como ocurría en otros lugares), sino que se reconocía como parte esencial de los arequipeños (Chambers, 2003), y al cual se podía aspirar en función a los actos que se realizaran, entre los cuales estaba, por supuesto, la valentía. El honor permitió que los diferentes grupos sociales y étnico-raciales que integraban Arequipa, se unieran para luchar por su ciudad y, si era necesario, por la nación misma. El honor le dio unidad a este conglomerado a lo largo del tiempo. Sin embargo, dicha unidad se resquebrajó cuando las clases dirigentes desertaron de la defensa de Arequipa ante el ataque de las fuerzas del gobierno de Ramón Castilla. Los sectores populares se sintieron traicionados y decepcionados de su élite. A partir de entonces, decidieron retirarles su apoyo.

En tales circunstancias, después de 1858 los miembros de la aristocracia local tenían que agenciarse la manera de recuperar esa confianza perdida por el pueblo, solo logrando este objetivo podrían seguir aspirando a tener un papel más protagónico en el destino político de la nación. De esa manera, se hizo imperativa la comunión entre la clase social dirigente y las clases populares. Este deseo por reconectar a ambos grupos sociales estuvo a cargo de la intelectualidad arequipeña. Este sería el caso, por ejemplo, de Juan Gualberto Valdivia, autor de Las revoluciones de Arequipa (1874), texto histórico en el que puede reconocerse el anhelo de unir a la población de Arequipa. La estrategia de Valdivia consistió en elaborar un recuento de las diversas revoluciones que los arequipeños protagonizaron en gran parte del siglo XIX, y en las que lucharon unidos sin importar la condición social o el grupo étnico racial y en contra del poder central. En este libro, aparece la figura del “pueblo arequipeño” enunciado como un todo indisoluble. Ahora bien, cuando Valdivia se ocupa de la revolución de 1856-1858, argumenta que el gran culpable de la debacle fue el caudillo Vivanco, el cual no estaba preparado para conducir “a un pueblo tan glorioso como el arequipeño”. En ningún momento, se refiere al papel desastroso e indigno que desempeñó la clase aristocrática en este evento político.

María Nieves y Bustamante, lectora de Valdivia, revisa esta situación al escribir su novela Jorge o El hijo del pueblo, en la que evoca nuevamente los acontecimientos ocurridos en esta guerra civil, pero no solo para recordar y suscribir el papel fundamental que el pueblo (que para ella está integrado solo por los mestizos) desempeñó en esa gesta heroica, sino para explicar las razones que llevaron a la élite a actuar de manera tan deshonrosa. Ahora bien, Jorge o El hijo del pueblo no es simplemente una novela histórica (San Román Giovanini, 1953; Palo Tejeda, 1993; Bacacorzo, 1995; Cáceres Cuadros, 2003) reivindicativa de los sectores populares (Bermejo, 1954), sino que busca un objetivo mayor: fijar el sentido de estos acontecimientos históricos y ligarlos a un proyecto ideológico-político que implica la intervención del sujeto femenino en la esfera pública arequipeña y nacional. Nieves y Bustamante apela a la novela y a la guerra como tema para legitimarse, lo que le permite erigirse como sujeto ideológico-político con la capacidad de reflexionar, criticar y proponer ideas sobre el diseño social y político que debe asumir su ciudad y, por extensión, la nación peruana misma.

Jorge o El hijo del pueblo 

En Jorge o El hijo del pueblo,[6] uno de los aspectos resaltantes es que su narrador no solo se dedica a dar cuenta de los hechos que se desarrollan durante la guerra civil de 1856-1858, sino que desliza una serie de opiniones acerca de estos, los enjuicia. Por ejemplo, ante la llegada de Vivanco a Arequipa, el narrador expresa:

“Arequipa estaba apasionada de aquel hombre que poseía tantas cualidades para fascinar. Entre las incultas personalidades que por tanto tiempo se habían sucedido en el mando; en la total carencia de principios de todos los que ascendían en nombre de la audacia o de la intriga, ¡cómo irradiaba la ilustración, cultura y honorabilidad del General Vivanco!” (2010: 31)  

En esta digresión puede reconocerse que no solo es el pueblo de Arequipa el que está fascinado por el caudillo, sino también el mismo narrador, el cual comparte con la población la perspectiva positiva sobre Vivanco. Desde la mirada del narrador, el Jefe supremo, como se le conoce a Vivanco, representa una posibilidad real de transformación para el Perú, una solución al desorden que experimenta la nación en ese momento histórico. Jorge Flores (protagonista de la novela; personaje que hace de portavoz del sentir y el pensar del sector popular arequipeño) confía en este militar. En el recorrido narrativo, cuando otro personaje del pueblo, que no está de acuerdo con Vivanco, le hace notar a Jorge el peligro de los caudillos militares, este responde, airado y muy seguro: “–Ahora es distinto… si el General Vivanco triunfa, quedará inaugurada una era de Paz y prosperidad” (2010: 74). Sin embargo, a medida que se desarrolla la novela, el entusiasmo y la fe puestos en el caudillo se trastocan en cuestionamiento y repulsa por parte del pueblo de Arequipa. La conducta displicente, sus aires amanerados y aristócratas, su actitud impasible y de abandono respecto al ataque de Castilla sobre Arequipa, convencen a los pobladores de que Vivanco no es el líder indicado. Incluso, el propio narrador ha variado su opinión acerca del caudillo al afirmar que:

“Por sus desaciertos e indiferencias parecía Vivanco el mejor aliado del enemigo… El pueblo combatía por el honor de su propio nombre, en defensa de su ciudad adorada, y aparecía resuelto a triunfar, a pesar de las ventajas obtenidas por el enemigo de fuera, y las maquinaciones del enemigo de adentro, que tales podían considerarse los actos del Jefe Supremo”. (2010: 523)

La cita evidencia algunos de los propósitos de Jorge o El hijo del pueblo. Por una parte, resaltar el papel que desempeñó el sector popular en la defensa de la ciudad. En segundo lugar, recordar el abandono de la guerra por parte del caudillo Vivanco y el grupo dirigente aristocrático. Respecto a este punto, el narrador es implacable al enjuiciar la actitud del caudillo, lo llama “enemigo de adentro”. Cuando se refiere al grupo dirigente no ocurre lo mismo, más bien lo que se busca es explicar los motivos que originaron tal deserción. Para la narradora existe un divorcio entre los integrantes de la aristocracia y el pueblo, originado en el desprecio de los primeros por los segundos. Dicho divorcio se plasma en la relación amorosa imposible que entablan Jorge Flores, un artesano mestizo, y Elena Velarde, la hija de uno de los matrimonios más distinguidos de la ciudad. Jorge repara en esta situación, por eso expresa:

“Entre ella [Elena] y yo… la sociedad tenía abierta su maldito abismo que por serlo de orgullo necio e ignorante no pueden salvarlo ni la virtud, ni el talento, ni el poder, ni el oro, ni la gloria. Elena era una señorita de ilustre cuna y distinguida posición social; yo, un pobre muchacho acogido en su casa por caridad, el hijo de la ama, un infeliz, un hijo del pueblo (…)”. (2010: 185)

La separación entre los dos amantes reproduce el abismo de la desigualdad que existe en la estructura social arequipeña: por un lado, el grupo dirigente aristocrático, heredero de la colonia y, por otro, el pueblo, conformado por los mestizos. Ambos lados se encuentran desarticulados, desconfiando el uno del otro. Este desprecio se expresa en la subestimación con la que las clases acomodadas consideran a los integrantes de las clases populares, a las cuales se las jerarquiza mediante una serie de estereotipos. Asumen, por ejemplo, que “los hijos del pueblo” no poseen la capacidad de razonar o, incluso, sentir como ellos. De esta subestimación se percata el narrador cuando presenta el dialogo entre Jorge y fray Antonio. Jorge ha intentado explicarle al sacerdote qué es lo que piensa acerca de cómo se lleva la vida en Arequipa. Luego:

“Jorge se detuvo e inclinó la cabeza bajo el misterioso peso de sus pensamientos.

Fray Antonio le contemplaba con creciente asombro. ¿Cómo un hombre oscuro se explicaba de aquella manera?

Nadie, ni el mismo anciano, si no le acabase de oír, habría creído a Jorge capaz de emitir ideas semejantes. Y es que, a pesar de todas las teorías, nuestra sociedad sigue creyendo en la incapacidad de los hijos del pueblo para sentir y pensar”. (2010: 73)  

Cuando el narrador se refiere a “nuestra sociedad” está aludiendo a la clase aristocrática, la cual es criticada por estar desfasada, debido a que sigue creyendo que los integrantes de las clases populares son individuos sin alma ni cerebro. En la novela se muestra el pensamiento de dicha clase aristocrática de origen colonial en la figura de dos de sus integrantes: Enriqueta de Latorre y su hermano, Guillermo. En un pasaje de la novela, el narrador dice de la primera:

“Doña Enriqueta pensaba en lo comprometido que estaba su hermano y en la venganza que de ellos tomaría el indio de Castilla. La culpa de todo la tenía la Patria; si mandase el rey todo estaría en paz, la gentalla ocuparía su lugar y no tendría el atrevimiento de irse sobre la gente”. (2010: 78)  

Doña Enriqueta, más adelante, a pesar de conocer que Jorge es su sobrino legítimo, le niega su parentesco. Cuando Guillermo de Latorre le comenta su deseo de reconocer legalmente a Jorge como hijo suyo, su hermana reacciona violentamente: “—¡Que con la ruina que estamos pasando es casi nada!; pero bien, si lo quieres, dale a ese Jorge lo que te parezca, pero no eches un borrón sobre la familia concediendo tu apellido a un cholo” (2010: 560). Doña Enriqueta considera que aceptar al sobrino mestizo es manchar a la familia, contaminarla con la presencia del otro étnico-racial, por eso es necesario repudiarlo y negarlo.

Una cuestión interesante de la diégesis de Jorge o El hijo del pueblo es que el lugar del otro étnico-racial lo ocupa el mestizo, un sujeto social que para la segunda mitad del siglo XIX recibe “los prejuicios y recelos de las capas altas de la sociedad” (Del Águila, 2019: 279). En la representación de Arequipa pareciera sugerirse que no existen los indígenas ni los afrodescendientes, pese a ser dos estamentos históricamente presentes en la ciudad. Los únicos personajes que pertenecen a dichas filiaciones en la novela no son nativos de Arequipa, sino que vienen de Lima, junto con Castilla, o de Chile. Ahora bien, la representación que se elabora sobre estos personajes está cargada de estereotipos. Por ejemplo, en una escena de la novela se presenta a los indígenas tomando por asalto la ciudad, pero en plena batalla se detienen ante una bodega repleta de aguardiente:

“Los soldados indígenas apercibidos de la existencia de este depósito, rompen la puerta y con la avidez de una sed frenética se apresuraron a beber arrancando las llaves de las tinajas. El licor corre a torrentes. Los soldados se amontonan, se apiñan, se sofocan y se ahogan entre oleadas de aguardiente que llevan a levantarse media vara sobre el nivel del suelo.

En vano los jefes tratan de contener el desborde. Allí no hay más que un medio horrible.

Llega Castilla y ordena que se les haga fuego sin misericordia. La orden se cumple al punto, y aquellos infelices son cañoneados sin piedad”. (2010: 131)

La escena actualiza el estereotipo del indígena borracho, pero lo lleva al límite al presentar a estos individuos como seres que no pueden controlar su deseo por el alcohol, tanto es así que al entrar en contacto con esta bebida se transforman en una especie de masa incontrolable (el uso de la lexía “desborde” no es casual en el relato). Se representa a este otro como un abyecto, un monstruo. La otra situación que llama la atención de la cita es la actitud de Castilla, el cual también es descalificado como cruel, porque no demuestra piedad sobre los suyos.

Ahora, respecto a la representación que se elabora sobre el mestizo en el texto de Nieves y Bustamante esta no deja de ser problemática, porque se pone énfasis solo en una de las matrices etno-raciales que la originan (la blanca). Por ejemplo, cuando el narrador describe a la madre de Jorge, Carmen, dice: “La joven podría contar dieciséis primaveras: tenía rojos los labios, como la purpurina corola del Texao, rubios los cabellos, largas y rizadas las pestañas; vestía el sencillo traje de las hijas del pueblo” (2010: 286). No se trata de una mujer de rasgos híbridos; más bien, se describe a una mujer blanca. Carmen es un personaje mestizo, pero su representación privilegia la matriz occidental. Esta es una especie de operación de blanqueamiento que se reitera en la descripción de los personajes mestizos. El hecho de no representar a los indígenas ni a los afrodescendientes como parte integrante de Arequipa, el privilegiar el aspecto blanco de la matriz mestiza es parte de una ideología que se desarrolló en América Latina a mediados del siglo XIX y que Raúl Bueno llamó “genocidio virtual” (2005), entendido este como la intencionalidad de borrar, en el marco del libro, en el ámbito del deseo, todas aquellas matrices que no sean la blanca occidental. Debe recordarse que la literatura sirve en este periodo histórico como un poderoso artefacto de producción de imágenes y representaciones del país y sus habitantes (Oliart, 1995: 73). Las novelas buscan definir las diversas identidades que pueblan el territorio peruano. De este modo, la novela ensaya una serie de fórmulas en las que incluye/excluye a los diferentes grupos subalternos que comparten el espacio con el grupo criollo, blanco y acomodado. El debate consiste en qué identidades etno-raciales deberían ser incluidas en el proyecto de modernización nacional (Leonardo-Loayza, 2022: 153).[7]

El mestizo en Jorge o El hijo del pueblo, por otro lado, es consciente del lugar que ocupa en la estructura social. Así, Jorge reflexiona:

“—Hay personas para quienes un obrero es algo como un mueble […] no sospechan en él inteligencia ni corazón, y por lo tanto no se eximen de hacer ni decir en su presencia cuanto les importa ocultar a la sociedad. A esta clase pertenece la familia de Latorre, así es como vi sin la careta del patriotismo, la ambición ilimitada, los mezquinos cálculos, la vil adulación, la falsía, el interés egoísta de don Guillermo; vi sin fingimiento, la presunción, la ignorancia lastimosa, la soberbia ilimitada de doña Enriqueta”. (2010: 57)    

Los mestizos son considerados como cosas u objetos por parte de la élite. Esta toma de conciencia acerca del lugar asignado socialmente revela en Jorge (y en el mestizo en general) un primer nivel en la capacidad de agencia (Sen, 1985: 203), debido a que racionaliza las circunstancias adversas que le ha tocado enfrentar y busca los medios para superar dichas circunstancias. Pero Jorge no se queda con los brazos cruzados, sino que intenta revertir el estado negativo en el que vive mediante la pintura. Nieves y Bustamante reconoce así las habilidades de los mestizos, su anhelo por trascender el lugar negativo a la que la élite los ha condenado.

Ahora bien, la estrategia más importante para evidenciar que el mestizo debe ser reivindicado es el papel que desempeña en la guerra. Como explican Jacob y Visoni-Alonso, la guerra es agente de cambios sociales, se convierte en una fuerza histórica que le da forma a la política, la ideología y la cultura (2016). María Nieves y Bustamante, al enfatizar la participación que tuvo el mestizo en la guerra civil de 1856-1858, no solo pretende restituir una verdad histórica, sino que plantea una nueva percepción sobre este sector social que desde siempre fue sometido y ninguneado. En la diégesis de la novela el pueblo (los mestizos) participan activamente de la guerra:

El pueblo trabaja a sus expensas y con sus propias manos las municiones que gastan diariamente y cada uno de sus hogares es una pequeña maestranza de proyectiles.

El artesano elabora en su taller la pólvora que debe consumir al día siguiente; las señoras preparan hilas y vendas. (2010: 254)

Tanto hombres como mujeres del pueblo están comprometidos con la defensa de la ciudad. A diferencia de los sectores pudientes, esta gente no escatima en gastos ni esfuerzos para enfrentar al enemigo foráneo. Ya sea en grupos, como la “Columna Inmortales”: “trescientos artesanos que representaban la juventud distinguida de los talleres, la flor de los hijos del pueblo” (2010, p. 318); o, individualmente, como José:  

Un hombre del pueblo combate con singular tenacidad.

Parece león defendiendo su guarida. Ciertamente, allí arrancará su palma a la victoria o bajará a la tumba.

A pesar de la pólvora que tiñe su semblante y del humo que lo envuelve, podemos distinguirlo: es José, el honrado artesano de Santa Teresa.

Él, como otros muchos paisanos que le rodean, pelea por su propia cuenta, sin sujeción a ningún arte ni orden superior, todo lo confía a su acertada puntería y esforzado corazón. (2010: 515)

En la novela se resalta el hecho de que el pueblo no sigue ciegamente a un caudillo o a un grupo dirigencial, sino que su reacción es espontánea y libre, que surge ante la coyuntura de la invasión que sufre Arequipa por parte del ejército de Castilla. La guerra, de esta manera, sirve para evidenciar la autonomía del pueblo y su compromiso con los valores que constituyen su sociedad. Ahora bien, si es cierto que se puede hablar acerca del mestizo como personaje colectivo, también lo es que dicho personaje se encarna principalmente en Jorge Flores, que pese al dolor personal que experimenta por el desengaño amoroso, se bate en la guerra.

Un fuego horrendo, lanzado de frente, por los costados, por retaguardia y por encima, derriba a sus defensores, como el huracán a sus árboles más frondosos.

Jorge está allí de pie, en medio del torrente de fuego, parece invulnerable.

Se diría que los proyectiles resbalan sobre su cuerpo, sin dañarle.

Quiere atender a todas partes; pretende dividir en cuatro grupos, a los que con él combaten, para resistir a la vez a todos los enemigos; pero al querer impartir sus órdenes, advierte que se halla solo. Todos los Inmortales están tendidos a su pies; ningún paisano ha retrocedido¸ sus inanimados cuerpos, alfombran toda la calle. (2010: 520)

Jorge es un héroe, porque ha sido “capaz de sobrepasar sus históricas y personales limitaciones” (Racionero, 2021: 19). El héroe no es alguien que busca la abundancia y desea el poder o la riqueza material, “sino una persona comprometida con una causa que ejerce una redención individual o colectiva” (Racionero, 2021: 21). Nieves y Bustamante construye un héroe en el que se concitan todas las cualidades del sector étnico-racial al que pertenece. Los mestizos son honorables y valientes, peculiaridades que lo legitiman para formar parte de la sociedad arequipeña, un derecho que se ha ganado a pulso en el campo de batalla.  

Ahora bien, respecto al trato que la clase dirigente les da a los integrantes del pueblo es importante subrayar que el narrador de la novela pareciera afirmar que esta segregación no se debe a una maldad de carácter esencial, propia de la aristocracia, sino a que esta última no ha recibido instrucción ni una correcta formación religiosa. Guillermo de Latorre y su hermana Enriqueta son el ejemplo de lo que se afirma. El narrador describe, por ejemplo, a doña Enriqueta como:

“una reminiscencia de la nobleza del tiempo del coloniaje.

Su misma rigidez de costumbre, su misma autoridad de virtud, su mismo orgullo llevado hasta el despotismo, hasta la temeridad [...] por lo demás, ignorante, como la mayor parte de las señoras de aquel tiempo, no tenía sino un barniz de instrucción religiosa, lo cual se reducía en su concepto, a las prácticas piadosas que le habían enseñado y que repetía de buena fe; pero sin penetrar en su espíritu”. (2010: 36)

Se trata de una persona orgullosa, déspota, ignorante y con un barniz de instrucción religiosa. En cuanto a Guillermo de Latorre, hermano de Enriqueta, el narrador apunta:

“Hombre de cortos alcances, no había seguido carrera alguna, bien que hasta hace poquísimo tiempo se creía que el hombre rico no le era indispensable la instrucción literaria ni profesional, que no debía ingerirse en política, y que el buen tono consistía en vegetar tranquilamente en el oscuro recinto de su casa, sino ocuparse de otra cosa que de consumir sus rentas”. (2010: 41)

Más adelante, en el recorrido narrativo, cuando Guillermo de Latorre está a punto de morir, el narrador añade: “de Latorre era católico; pero de esos que no se acuerdan que lo son” (2010: 557). Como se aprecia, ambos personajes tienen como denominador común que no han recibido una auténtica educación y que practican la religión más por hábito que por verdadera convicción.

En la novela se propone que la élite arequipeña está dividida en dos sectores. Por un lado, la aristocracia de origen colonial, clase dirigente y hegemónica, cuyos integrantes no le dan importancia a la educación ni a la religión; por otro, la aristocracia mercantilista, clase emergente con cierto poder, que se apoya en estas cualidades. Mientras el primer grupo está integrado por las personas mayores (como doña Enriqueta o don Guillermo Latorre), el segundo, está constituido por los jóvenes, hijos de los primeros. No hay duda de que el narrador se identifica con el segundo grupo; postula que la aristocracia mercantil es diferente y superior, ya que condena y rechaza los valores de la aristocracia de origen colonial. Sin embargo, la crítica a este sector dominante no es rotunda, sino apenas tibia y menguada. Como se dijo, según el narrador, los verdaderos culpables de las actitudes nefastas de doña Enriqueta y don Guillermo, serían su falta de educación y su descuido al no profesar la religión de manera correcta. El narrador utiliza a su personaje principal, Jorge Flores, para reforzar lo dicho anteriormente. En un pasaje, el joven artesano expresa:

“—Procuraré explicarme. Todo lo malo que esos señores piensan [los aristócratas]; dicen y hacen no reconoce por origen perversidad del corazón, sino la ignorancia, unida a antigua preocupaciones, y a la falta de educación. Les parece que por encima de todo está lo que de buena fe llaman su nobleza, el orgullo forma en ellos una segunda naturaleza”. (2010: 58)

En estas expresiones, no se produce un cuestionamiento real del andamiaje social y la distribución del poder en la ciudad. María Nieves y Bustamante no está exigiendo una transformación radical, sino que su planteamiento establece que ese orden es todavía subsanable. La autora denuncia vicios y errores de la élite, pero su proyecto no postula que sea el pueblo (los mestizos), los que asuman el poder. El sector hegemónico tiene fallas, defectos, pero estos no invalidan su mando y dirección. En la novela, se propone que los cambios no corresponden ya a la vieja aristocracia, sino a un derivado de esta: los hijos de esa vieja aristocracia maridada con la burguesía adinerada, terrateniente y mercantil. Con este grupo se identifica plenamente Isabel, la hija de Guillermo Latorre. Precisamente, en Jorge o El hijo del pueblo, es ella quien representa el cambio al interior del grupo hegemónico. Esta muchacha es un símbolo de la aristocracia en tránsito hacia una nueva forma social emparentada con la burguesía. Isabel se diferencia de su familia en la educación y en una práctica estricta de la religión católica, tecnologías sociales que le permiten estrechar lazos con “los hijos del pueblo”. El narrador refiere acerca de esta muchacha: “Porque Isabel distaba tanto de tener el carácter orgulloso de su tía, como el ambicioso de su padre” (2010: 47). Esta descripción no es privativa del narrador, sino que es compartida por parte de los propios personajes de la diégesis. Por ejemplo, la manera cómo Jorge califica a Isabel, al hablarle de ella a Luis, otro hijo del pueblo. Este último dice:

“—Te aseguro, Jorge, que cada vez te entiendo menos; lo que yo creo firmemente es que esa familia es muy mala, sin meterme a averiguar si será por esto o por aquello…

— ¿Y si yo te dijera que en medio de esa familia hay un ángel de bondad?

– ¿Un ángel?

—Sí, una criatura tan bella de alma como de rostro, una excepción entre los suyos.

—Ya sé a quién te refieres, hablas por la señorita Isabel.

Has acertado.

—Cecilia la quiere mucho, dice que la señorita la trata como a una hermana, que no tiene secretos para ella...” (2010: 58)

Representada como “ángel de bondad”, como “hermana” de los mestizos, la propia Isabel se define así al aceptar “la chicha”, bebida rechazada por la clase aristocrática por ser de origen popular. Cuando Jorge duda en invitarle o no la bebida, Isabel se apura en decir: “—Gracias, amigo mío, gracias— interrumpió la joven, recibiendo el vaso— a mí me agrada este licor tan suave como inocente, no pertenezco al número de quienes la rechazan sólo por ser peruano" (2010: 171). A partir del rechazo o aceptación de esta bebida, Isabel instala una distinción. Este personaje se sitúa entre aquellos que aceptan lo popular (lo peruano) y se diferencia de aquellos que lo desprecian. Jorge también considera a Isabel como aliada y amiga, la única persona que lo comprende. El narrador explica:

“Isabel comprendió que había algún misterio en el corazón de su amigo, y vivamente interesada por él, trató de sondearlo.

—No me precio de adivinar por el exterior de una persona lo que pasa en su alma —dijo—, pero, o mucho me engaño, o es cierto que Ud. sufre, Jorge.

—Es cierto, es cierto —respondió el joven con una precipitación que denotaba la necesidad de revelar algo que abrazada su alma—. Usted que cree que los hijos del pueblo tienen los mismos sentimientos e igual inteligencia que los demás; Ud. que me ha abierto su corazón y me ha confiado sus secretos, que me llama su amigo y su hermano, que sufre, y que ha adivinado que yo sufro también, es cierto la única persona capaz de comprenderme, sólo a usted puedo abrir mi alma, hasta hoy cerrada por todos”. (2010: 176)

Isabel es considerada “la única persona” que puede comprender a Jorge. Entre ellos ha surgido una alianza. Más adelante, Isabel le reitera a Jorge esta condición filial y le insiste sobre las ventajas que conlleva esta relación: “—Jorge, soy como su hermana; yo sé que es un alivio inmenso confiar a otro nuestros pesares; usted necesita indudablemente un corazón leal en el cual depositar los suyos” (2010: 396). En este mismo orden de ideas, María Nieves y Bustamante propone también que la forma que redime de sus faltas a los aristócratas de herencia colonial y sus aliados es el arrepentimiento, como lo hacen de Latorre y el antagonista de Jorge, Alfredo Iriarte (y también doña Enriqueta, pero ya en el lecho de muerte). Iriarte al ver que Jorge se sacrifica por él, echándose la culpa por sus delitos, contrariando su pérfido patrón de conducta, se arrepiente y se entrega a los captores que intentaban llevarse a Jorge.

“—Jorge— dijo Iriarte—, el heroísmo de su virtud ha trocado mi pervertido corazón. Yo nunca había visto a otros ejemplos que los del vicio, por eso he sido perverso; nunca oí hablar de religión, sino entre las burlas de gentes que no la conocían y que pasaban por ilustrados, por eso he sido descreído. Nunca olvidaré la lección de hoy”. (2010: 623)

En efecto, Nieves y Bustamante asocia la idea de educación a la de religión; ambas formas permiten el acercamiento de una clase social a otra. Dicha actitud comprensiva e integradora de Isabel es compartida por las hijas del doctor Peña, Hortensia y Mercedes; las hijas del doctor Vélez, Sofía y Elvira; como también los ilustrados Carlos y Juan, futuros abogados y esposos de estas últimas. De tal manera, se evidencia el cambio de actitud frente al pueblo por parte de la aristocracia, que, luego, se une a la burguesía ilustrada. María Nieves y Bustamante no pide una transformación social, sino la perpetuación de un régimen en el que la aristocracia conserve el poder, pero que se acerque a los sectores populares. Quizá así pueda entenderse la figura de Jorge, hijo de un aristócrata y una mujer del pueblo. El aristócrata, después de negarlo por mucho tiempo, le pide perdón y lo acepta como su hijo. Es como si la autora propusiera de este modo que el error de la clase social dirigente fue no tomar en cuenta al pueblo y que debe, si es que quiere seguir en el poder, aceptarlo y entenderlo. En esta tarea la mujer desempeña un rol fundamental, como Isabel, que enseña el camino que el grupo hegemónico debe asumir en la diégesis de Jorge o El hijo del pueblo, como la propia María Nieves que mediante su novela propone el reconocimiento social de los mestizos.

A modo de conclusión

Jorge o El hijo del pueblo es una novela en la que se pretende narrar lo que efectivamente ocurrió en la guerra civil peruana de 1856-1858. A diferencia de otros textos que se ocuparon del mismo tema, como Leila. Escena de la toma de Arequipa (Marzo 8 de 1858) (1862) de Ernesto Noboa y Las revoluciones de Arequipa (1874) de Juan Gualberto Valdivia, en el texto de María Nieves y Bustamante no solo se refiere al heroísmo con el que participó el pueblo de Arequipa en dicho conflicto, sino que se especifica el papel fundamental que desempeñaron los mestizos, sector étnico-racial marginado en la sociedad arequipeña decimonónica. De esta manera, Nieves y Bustamante emplea la guerra como un artefacto de validación social, pues le sirve para proponer la reivindicación de un sector olvidado. Ahora bien, la autora de Jorge o El hijo del pueblo también usa la representación de la guerra para manifestarse sobre algunos aspectos que están relacionados con la sociedad de su tiempo. Por ejemplo, para Nieves y Bustamante los responsables de la debacle que experimentó Arequipa en la guerra civil de 1856-1858 fueron Vivanco y el grupo dirigencial aristocrático de origen colonial. Sin embargo, en la novela solo se realiza una crítica  contundente en contra del caudillo, pero no pasa lo mismo con la clase dirigencial, la cual, desde la perspectiva que se asume en la narración, supuestamente actúo incorrectamente en tal conflicto debido a que no recibió una educación formal ni tampoco ejerció estrictamente los postulados de la religión católica. Esta situación no solo le permite a Nieves y Bustamante exculpar a la élite por su deserción ante la invasión de Castilla, sino explicar por qué dicha élite segrega a las clases sociales populares. Asimismo, esto también permite postular un cambio en la estructura de poder, pero este no es absoluto, ya que no se está pidiendo que el pueblo asuma la conducción de Arequipa, sino que el grupo dirigencial aristocrático ceda el paso al nuevo conglomerado que posee elementos de la aristocracia, pero maridados con la burguesía y el sector mercantil.

Jorge o El hijo del pueblo es una de las primeras novelas peruanas que tiene como protagonista al mestizo. Sin embargo, este mestizaje es problemático, porque la fusión entre lo blanco y lo indígena no se realiza en igualdad de condiciones, considerando a la matriz blanca como naturalmente superior a la de carácter indígena. Por esta razón, los personajes de los sectores populares (el grupo que encarna dicho mestizaje) es representado como una entidad cuyos rasgos poseen una fuerte carga occidental. Lo indígena queda oculto, perviviendo apenas en algunas manifestaciones culturales y lingüísticas. Si bien en la novela se propone una problematización acerca del lugar que ocupa el mestizo en el espectro social, lo cierto es que no se formula un cambio real de dicho lugar, se lo sigue asumiendo como un personaje subalterno. Desde esta lógica, se propone una relación jerárquica entre el grupo hegemónico y el pueblo, desempeñando el primero el papel de hermano mayor del segundo, necesitado este último de tutelaje y protección.

Finalmente, el papel que desempeña la mujer en este proyecto político es el de mediadora entre los grupos sociales. Su misión consiste en acercar a estos grupos, pero sin poner en cuestionamiento el lugar de la élite al frente de la sociedad. En la novela este papel le corresponde a Isabel, quien, siendo hija de una de las familias aristocráticas de origen colonial, no comparte las ideas de dicha clase acerca del trato que se les da a los integrantes del pueblo. Para Nieves y Bustamante es necesario un recambio por otra clase dirigencial, que sea educada y siga fielmente los preceptos religiosos. Pero este recambio, no implica que la aristocracia de origen colonial deje el poder, sino que sea capaz de aliarse con las nuevas manifestaciones político-económicas que emergen en Arequipa, como la burguesía y el sector mercantil.  

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Recibido: 30/03/2022

Evaluado: 30/05/2022

Versión Final: 12/08/2022

páginas / año 14 – n° 36/ ISSN 1851-992X /2022                               


[1] Como explican bien Gilbert y Gubar, escribir, leer y pensar son por definición actividades masculinas y no solo son ajenas a la mujer, sino enemigas de las características femeninas (1998: 23).

[2] En el imaginario arequipeño, existe la idea de que Arequipa es una ciudad de poetas. Cornejo Polar sostiene: “La poesía es antiguo ejercicio de las gentes de Arequipa” (1998: 239). Cincuenta años atrás del comentario anterior, Vladimiro Cornejo afirmaba: “Seguramente, en ningún pueblo o país, es más difícil la labor del antologista, que en Arequipa. La razón: el sinnúmero de poetas y versificadores en esta maravillosa ciudad” (1958).

[3] Un castigo a esta rebeldía fue que por mucho tiempo se insinuó que Nieves y Bustamante no era la verdadera autora de Jorge o El hijo del pueblo, sino que esta novela fue escrita por un “autor más talentoso” (Delgado Díaz del Olmo, 1995: 36). Incluso se dijo que se trataba de Juan Gualberto Valdivia (Díaz Valdivia, 1997). Otros afirmaban que era Jorge Polar (Delgado Díaz del Olmo, 2010: XIX). Este es un ejemplo de la mirada androcéntrica que supone que la mujer por su condición de subalternizada no podía aspirar a producir “obras trascedentes”. Quizá para acallar estos rumores, María Nieves y Bustamante procuró que el Estado le reconociera el derecho de propiedad intelectual sobre su novela, situación jurídica que recién alcanzó el 28 de octubre de 1924 (Leonardo-Loayza, 2015: 66).

[4] En la novela también se alude a la guerra civil de 1851, pero este tratamiento es mucho menor al conflicto mencionado.

[5] El sur nunca aceptó del todo la preeminencia de Lima. Como indica Sobrevilla Perea: “El Cusco mantenía la ilusión de ser el verdadero centro del país gracias a la recreación de su pasado inca, mientras que Arequipa, la segunda ciudad en términos económicos, se sentía más cercana al Altiplano por sus conexiones comerciales” (2005: 183-184). Por su parte, Carpio Muñoz explica: “Si la aristocracia arequipeña luchó contra este arbitrario poder impuesto por la soldadesca, era porque ella se sentía llamada y con igual derecho que la aristocracia limeña por hacer patria —léase para tener acceso a la conducción política del Estado nuevo” (cit. en Chambers, 2003: 52).

[6] Para este trabajo emplearemos la edición de Jorge o El hijo del pueblo publicada en 2010.

[7] Un aspecto que a menudo se olvida es que dicho debate también implicaba discernir sobre las identidades sexuales que debían ser consideradas como propicias para el logro de dicho objetivo (Leonardo-Loayza, 2022). Un ejemplo de estas intervenciones se tiene en “Lorenzita” (1878) de Manuel Atanasio Fuentes.