Clase obrera, insilio y dictadura en Argentina: lo inenarrable del terror

Working class, insilio and dictatorship in Argentina: the unspeakable of terror

María Laura Ortiz

Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades,

 Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

laura.ortiz@unc.edu.ar

 https://orcid.org/0000-0003-2190-2065 

Resumen

Este artículo aborda el exilio interior o insilio como una de las formas de afectación del terrorismo de Estado. El sujeto histórico sobre el que se focalizará esta indagación se constituye por una fracción de la clase trabajadora que se había involucrado con lo que era considerado desde el gobierno como “subversión”. Una parte importante de quienes, hasta ese momento, habían tenido algún tipo de activismo sindical o militancia partidaria, debieron ocultarse, cambiar su identidad, su trabajo, su lugar de residencia, sus vínculos, etc. Se explorarán sus memorias a partir de las herramientas metodológicas de la historia oral, y se analizará cómo la experiencia traumática del insilio provocó olvidos y silencios en la memoria colectiva. La condición inenarrable de esos recuerdos pervivió en esta comunidad en las décadas siguientes y, en muchos casos, continúa hasta el presente.  

Palabras Clave

Insilio; terrorismo de Estado; memorias; obreros.

Abstract

In this article we addressthe internal exile or insilio as one of the forms of affectation of State terrorism. The historical subject on which this research will focus is constituted by a fraction of the working class that had become involved with what was considered by the government as "subversion". An important part of those who, up to that moment, had had some kind of union activism or party militancy, had to go into hiding, change their identity, their work, their place of residence, their ties, etc. Their memories will be explored using the methodological tools of oral history, and we will analyze how the traumatic experience of insile caused forgetfulness and silence in the collective memory. The unspeakable condition of these memories survived in this community in the following decades and, in many cases, continues to the present.  

Keywords

Insilio; State terrorism; memories;  workers.

Introducción

En los últimos años, las investigaciones sobre la clase obrera durante la última dictadura militar y cívica en Argentina (1976-1983) han producido distintas miradas sobre su experiencia. Por un lado, existe un conjunto de trabajos que ha hecho hincapié en las múltiples formas de represión que afectaron a este conjunto social, ya sea a partir del circuito concentracionario clandestino o de las formas institucionales, tales como la retracción de los derechos laborales y sindicales, el achicamiento del mercado de trabajo producido por la desindustrialización, entre otros. Por otro lado, algunas pesquisas han examinado las memorias de algunas fracciones de esta clase, concluyendo que la vida cotidiana de lxs trabajadorxs “comunes” muestra una larga continuidad en las vivencias antes, durante y después del terrorismo de Estado. En este trabajo se intentará poner en diálogo estas dos lecturas de la experiencia de la clase obrera, reconociendo que los silencios y olvidos en sus memorias sobre la dictadura son una de las formas de procesar situaciones conflictivas y traumáticas como lo fue aquella.

En particular este artículo abordará el exilio interior o insilio como una de las formas de afectación del terrorismo de Estado. El sujeto histórico sobre el que se focalizará esta indagación se constituye por una fracción de la clase trabajadora que se había involucrado con lo que era considerado desde el gobierno como “subversión”. Sin embargo, el insilio fue una experiencia que desbordó los márgenes de la clase obrera, y que involucró a miembros de otras clases sociales que también fueron perseguidxs políticxs durante el terrorismo de Estado. Una parte importante de quienes, hasta ese momento, habían tenido algún tipo de activismo sindical o militancia partidaria, debieron ocultarse, cambiar su identidad, su trabajo, su lugar de residencia, sus vínculos, etc. Sus vivencias tienen muchas características en común y otras especificidades. Se explorarán sus memorias a partir de las herramientas metodológicas de la historia oral, y se analizará cómo la experiencia traumática del insilio provocó olvidos y silencios en la memoria colectiva. La condición inenarrable de esos recuerdos pervivió en esta comunidad en las décadas siguientes y, en muchos casos, continúa hasta el presente. Asimismo, se cotejarán esos testimonios con otros soportes de memorias, como documentos secretos producidos por los servicios de inteligencia de la Policía Federal Argentina durante aquellos años, cuyos registros permiten dimensionar la profundidad que alcanzó el terrorismo de Estado en el ámbito fabril.  

Las consecuencias estructurales del terrorismo de Estado para lxs trabajadorxs

Desde los años 80´s hasta el presente se ha desarrollado una gran cantidad de investigaciones sobre las implicancias del terrorismo de Estado en la sociedad argentina, cuya vastedad ha abarcado muchas dimensiones. De todas ellas, nos concentraremos en aquellas que abordan el mundo obrero, en tanto fue uno de los principales blancos de la dictadura militar y cívica durante 1976-1983.

A partir de las primeras pesquisas se analizó cómo la dictadura afectó a lxs trabajadorxs a partir del eje movilización-desmovilización (Delich, 1983; Pozzi, 2008 [1988]; Falcón, 1996, entre otras). Lo que fue un dato indiscutible desde aquel entonces fue el carácter clasista de la violencia implantada por la dictadura, ya que la mayoría de lxs desaparecidxs eran trabajadorxs. La investigación de la CONADEP[1] demostró que el 30,2% de lxs desaparecidxs eran obrerxs y, en el caso de provincias como Córdoba, con una fuerte presencia fabril, esa cifra ascendía a 41.90%[2]. A ello hay que sumar las ejecuciones sumarias que sucedieron en los meses previos al golpe de Estado, amén de los presxs políticos, exiliadxs, insiliadxs y otras formas de persecución (Ortiz, 2014).

En los últimos años, las investigaciones sobre la clase obrera durante la última dictadura militar y cívica en Argentina (1976-1983) han producido distintas miradas sobre su experiencia. Por un lado, existe un conjunto de trabajos que ha hecho hincapié en las múltiples formas de represión que afectaron a este conjunto social, ya sea a partir del circuito concentracionario clandestino o de las formas institucionales, tales como la retracción de los derechos laborales y sindicales, el achicamiento del mercado de trabajo producido por la desindustrialización, entre otros (Basualdo E., 2006; Basualdo V., 2006; Carminati, 2012; Dicósimo, 2013; Lorenz, 2013; Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación et al., 2015; Mateu, 2016; Palomino, 2005; Rougier y Odisio, 2019; Pozzi, 2008[1988];  Schneider, 2000; Schorr, 2013; Simonassi, 2007; Zorzoli, 2015). Por otro lado, varias pesquisas han examinado las memorias de algunas fracciones de esta clase, concluyendo que la vida cotidiana de lxs trabajadorxs “comunes” muestra una larga continuidad en las vivencias antes, durante y después del terrorismo de Estado (Negri, 2021; Robertini, 2021). En este trabajo se intentará poner en diálogo estas dos lecturas de la experiencia de la clase obrera, reconociendo que los silencios y olvidos en sus memorias sobre la dictadura son una de las formas de procesar situaciones conflictivas y traumáticas como lo fue aquella.

Entre los conocimientos sobre el tema, recientemente se han desarrollado con fuerza las investigaciones que han puesto el acento en las causas y consecuencias de la transformación económica estructural que implicó la instalación del terrorismo de Estado en Argentina. No sólo por los cambios en la estructura económica sino por su significativo componente antisindical y una probada responsabilidad empresarial con la represión orientada a disciplinar el movimiento obrero (Basualdo, V., 2006; Cieza, 2012; Dicósimo, 2013; Nápoli, Perosino y Bosisio, 2014). En provincias como Córdoba, estos procesos represivos buscaron sofocar las corrientes sindicales de bases que protagonizaban el escenario político regional desde la década de 1960 y que tuvo como referente al sindicalismo clasista. El desarrollo de esta corriente sindical fue un proceso amplio que tuvo algunos dirigentes reconocidos nacionalmente y sobre los que hay una importante cantidad de investigaciones, como el Sindicato de Trabajadores de Fiat Concord y Materfer (SiTraC-SiTraM), el Sindicato de Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA) o el Sindicato de Luz y Fuerza. Además de esos casos paradigmáticos, una serie de experiencias similares se habían desarrollado en un sinnúmero de fábricas y ramas de producción industrial, como fueron algunas fábricas metalúrgicas, fábricas de calzado, de vidrio, de caucho, establecimientos lácteos y de carne, obras de construcción y en otros sectores de servicios, como la sanidad y los empleados públicos (Ortiz, 2019). La importancia de ese activismo sindical se puso de manifiesto en insurrecciones populares como el “Cordobazo” (1969) y el “Viborazo” (1971), que fueron acontecimientos centrales en la historia política del país y que representaron la emergencia de una cultura política revolucionaria (Ollier, 1986: 9-12). La respuesta del bloque social dominante representó el inicio del terrorismo de Estado, que comenzó a nivel provincial con el “Navarrazo” (1974)[3] y se intensificó aún más luego del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.

La política económica del gobierno dictatorial de 1976 generó un profundo cambio del complejo financiero y una desregulación aduanera y comercial orientada hacia el mercado externo. Procuró generar un crecimiento asentado en el sistema financiero y de servicios por sobre el conjunto de actividades productivas, un modelo basado en la rearticulación de la actividad agroexportadora y la desarticulación del espacio industrial. Como resultado de las políticas aplicadas se produjo una significativa redistribución del ingreso desde los sectores asalariados hacia el conjunto de los no asalariados mediante la caída del salario real, el redimensionamiento del mercado laboral, el deterioro de sus condiciones y el aumento de la jornada de trabajo (Almada y Reche, 2019; Mateu, 2016; Schorr, 2013). Este proceso de desindustrialización impactó en las condiciones de trabajo: se redujo la cantidad de obrerxs ocupadxs (entre 1974 y 1982 disminuyó un 36,4%) y el volumen físico de la producción cayó en los mismos años un 17%. Al mismo tiempo aumentó la productividad de la mano de obra un 30,6% y el salario real bajó un 38,5% (Mateu, 2016: 113-125).

En particular en Córdoba este proceso fue patente, ya que se trataba de una ciudad cuya principal actividad económica era la industria metalmecánica. Las empresas comenzaron a disminuir su producción por acumulación de stock, y tomaron ese argumento para despedir y suspender a sus trabajadorxs, especialmente a quienes habían sido identificadxs como activistas sindicales clasistas y combativxs. A partir de un análisis exhaustivo de una serie documental producida por los servicios de inteligencia de la Policía Federal Argentina[4], se destaca que el cambio de modelo de acumulación se tradujo en una creciente represión a lxs trabajadorxs. Si en 1974 empezaron a reprimir a lxs dirigentes sindicales clasistas y combativxs de primeras líneas, a partir de 1976 lo hicieron con lxs delegados de fábrica y obrerxs dispuestos a defender sus conquistas históricas. Hacia 1980 muy pocos de ellos seguían en sus puestos de trabajo, ya que gran parte había sido desaparecido, preso, despedido o forzado por la empresa para que renunciara. De esa manera, la dictadura y las principales industrias se garantizaron “limpiar” sus fábricas de núcleos revolucionarios y/o resistentes y, hacia 1980, se pudo establecer una nueva camada de dirigentes sindicales que se integraron al sistema a partir de la lógica de la negociación y la desmovilización de las bases obreras.

Hasta aquí es lo que ya se conoce acerca de cómo operó la dictadura para la clase obrera, en términos estructurales. Ahora bien, uno de los aspectos que aún no ha sido explorado es qué pasó con todas esas personas que habían sido parte de la clase obrera movilizada de los años 1960 y 1970 luego de la dictadura y la recuperación de la democracia. Después de tener que abandonar su trabajo, su activismo y en muchos casos su militancia política, ¿cómo continuaron sus vidas? ¿Dónde vivieron? ¿De qué trabajaron? ¿Qué sucedió con sus familias, con sus parejas, con sus hijxs? ¿Qué les preocupaba? ¿Lo vivieron igual varones y mujeres trabajadorxs? Este enorme y heterogéneo conjunto de trabajadorxs sobrevivientes silenciosos del terrorismo de Estado formaron parte de lxs insiliadxs, personas que eran buscadas por la maquinaria represiva del Estado y vivieron muchos años escapando de ella, sin poder/querer/saber mudarse al extranjero. Esa experiencia es la que propongo analizar en este trabajo. Consideraremos al insilio como una de las formas de afectación que produjo el terrorismo de Estado sobre grandes sectores de la población argentina, sobre todo aquellxs que habían tenido alguna participación en el proceso de politización y radicalización política que había iniciado en la década de 1960 (Águila, Garaño y Scattizza, 2016). Dentro de este conjunto, nos concentraremos en la experiencia de la clase obrera, una comunidad de memorias (Halbwachs, 2004[1968]) que en su mayoría ha silenciado su vivencia insiliar durante más de cuatro décadas. Y ese silencio colectivo (Da Silva, 2001) tiene que ver con las características propias de esa experiencia, anclada en el terror colectivo y en la mudanza de identidades.

En lo que sigue se analizarán algunos testimonios orales recogidos entre obrerxs y dirigentes sindicales clasistas y combativxs de Córdoba en los años setenta[5], quienes comparten el haber atravesado la experiencia insiliar. A partir de ellos se pretende elaborar un conjunto de caracterizaciones sobre esas vivencias colectivas, cuyo proceso de construcción y reelaboración es contemporáneo a la escritura de este trabajo.[6]

Las mudanzas territoriales e identitarias  

La cuestión del insilio ha sido poco investigada hasta ahora, tanto en lo relativo a ámbitos académicos como a instituciones dedicadas al trabajo de las memorias sobre el terrorismo de Estado. Sin embargo, existen algunos aportes que colaboran en la definición de esta experiencia. Por un lado, el trabajo de Enrique Coraza (2020) conceptualiza las movilizaciones forzosas y dentro de ellas, los “desplazamientos forzados internos” (DFI). En esta categoría destaca su carácter forzado, ya que las movilidades son producto de amenazas que provocan que la gente se desplace desde un lugar considerado inseguro hacia otro que se cree más seguro. En ese caso, hay un agente externo que condiciona la movilidad, que según este autor, tendrá por estos motivos escasa planificación y será marcado por una sensación de desprotección del Estado. En su trabajo Coraza construye esta categoría en base a una gran diversidad de datos empíricos correspondientes a experiencias de distintos países latinoamericanos y de largas duraciones, aunque no menciona específicamente los DFI producidos por razones políticas ni asociados a la población que aquí nos ocupa.

Sobre Argentina hallamos el trabajo de Natalia Casola (2012), quien analizó los testimonios de dos militantes revolucionarios que se mudaron desde Córdoba hacia la Patagonia en 1975 y 1976. Sus recuerdos permiten a la autora sostener la idea de que el exilio interior –tal es la categoría que utiliza ella- fue una forma de sobrevivencia al Terrorismo de Estado por parte de lxs trabajadorxs y militantes de superficie. A pesar de tratarse de un estudio preliminar, logró visibilizar la cuestión como un problema a indagar.

Desde un interés en la historia de la psicología, Vissani, Scherman y Fantini (2019) indagan también sobre el insilio. En su trabajo se aproximan a las estrategias de resistencia frente a la censura y persecución impuestas por el Terrorismo de Estado y reconocen, además, que la experiencia del exilio interior es un área de vacancia.

De manera que aunque sean pocas las referencias bibliográficas sobre el tema, es conocido que el terrorismo de Estado obligó a movilidades forzadas que no pueden explicarse si no se considera la coyuntura histórica en la que sucedieron, y en la que la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) había transformado la idea de frontera hacia el interior del propio territorio nacional. Siguiendo a Coraza & Gatica (2019), la DSN fue el comienzo de una consideración de fronteras simbólicas, no representadas necesariamente en un espacio concreto, sino referidas a un espacio social, que delimitaban lo propio de lo ajeno. Esta idea simbólica de espacio también se relaciona con el exilio e insilio, en tanto la movilidad forzada abandona un espacio simbólico (que era espacio y, a la vez, tiempo) y al que no se pudo retornar nunca más en las mismas condiciones en las que se lo abandonó. El proceso de movilidad forzada afectó fuertemente las subjetividades individuales y colectivas, significando una ruptura en el continum vivencial, y fue una experiencia compartida tanto por exiliadxs como insiliadxs. Sin embargo, las formas en que ese quiebre afectó sus vidas fue diferente en unxs y otrxs.

Quizás convenga recordar que la diferencia entre exiliadxs e insiliadxs fue la longitud en la escala de su migración, en tanto unxs atravesaron fronteras nacionales y lxs otrxs no. Pero no se trata sólo de una medición en kilómetros recorridos, sino que esa diferencia generó diferentes vivencias e, incluso, condiciona fuertemente las memorias sobre esas experiencias. El insilio es una movilización forzosa porque lxs insiliadxs también se mudaron de casa, de barrio, de ciudad, de provincia, cambiaron de trabajo, de relaciones, de compañerxs. Y en los pocos casos en los que no se mudaron ni de casa, lo que mudó fue el mundo que lxs rodeaba. De allí que sea un obstáculo para esta observación pensar en una escala tipo “nacionalismo metodológico” o “modelo estado-céntrico”, que incluso están siendo abandonadas por los estudios sobre migraciones internacionales, ya que sugieren una homogeneidad idiosincrática y étnica que no se condice con la hibridez de toda población (Llopis Goig, 2007).

En todas las entrevistas realizadas, el momento vivenciado como de máxima inseguridad fue acompañado de algún tipo de desplazamiento territorial. En algunos casos fue el 24 de marzo de 1976, en otros fue antes, cuando empezaron a ser perseguidxs por las fuerzas policiales/militares. Para algunos fue después del golpe de Estado, cuando empezaron a ver que sus propixs compañerxs de la fábrica o del sindicato eran secuestradxs y desaparecidxs. Esos desplazamientos territoriales afectaron el continum de sus vidas, ya que lxs ubicó en un tiempo suspendido, en una situación de espera hacia poder volver a su vida, su casa, sus compañerxs, su identidad. En muchos casos, esas movilidades territoriales duraron décadas y fueron múltiples, entre varios pueblos y ciudades. Tal es el caso de Juan, que fue obrero y dirigente sindical de la fábrica Perkins de Córdoba. Cuando sucedió el golpe de Estado, su sindicato fue intervenido por los militares y toda la comisión directiva debió esconderse. En su caso, se fue a la colonia de vacaciones del sindicato que estaba en Tanti, una localidad del interior de Córdoba. Allí convivió un mes con otros perseguidos, y de ello recuerda el frío del invierno y las comidas que compartían. Pero cuando le llegó la noticia de la desaparición de dos de sus compañeros de la fábrica, se mudó a Buenos Aires.

“Y ahí ya no…  Todo el mundo me dijo ´No puede ser´. Así que me fui por Alta Gracia, el veinte de junio del setenta y seis, por Alta Gracia, en un colectivo con un documento falso y un revólver que me habían dado, este, a Buenos Aires. Y ahí me quedé”.[7]

Allí se reunió con su esposa y su hija, hasta que en 1982 volvieron a mudarse a otra localidad del interior de Córdoba, Brinkmann, donde un conocido le ofreció trabajo en la municipalidad. Volvieron a la ciudad de Córdoba muchos años después, en el 2003, cuando se enteraron que se estaba formando un espacio de derechos humanos y por la memoria, y consideró que era un lugar que podía ocupar.

Aparte del relato de los lugares por donde estuvieron, su memoria se concentra en relatar de qué vivían. Los primeros tiempos sobrevivían con las colectas que hacían sus compañeros de Perkins, pero cuando se mudaron a Buenos Aires ese vínculo se cortó y vivió de hacer bolsitas y artesanías con hilo sisal, que su esposa vendía en la Plaza Once. Cuando llegaron a Brinkmann siguió haciendo carteras y su esposa trabajaba como kinesióloga, hasta que consiguió ser secretario del intendente que ganó las elecciones en 1983. Este intendente, conociendo su posicionamiento político de izquierda, le recomendó a Juan que no explicite su posicionamiento como estrategia de protección y que en cambio, busque temas transversales para conversar con la gente, como el fútbol: “Andá allá, vos hablá de fútbol. Nooo digás más nada de nada”.[8]

En esta trayectoria vital encontramos varios aspectos que condensan una experiencia colectiva. La primera y evidente es la múltiple movilidad territorial, siempre con el miedo de ser atrapado, por eso el documento falso y la búsqueda de lugares que diesen seguridad. La segunda es el empobrecimiento, ya que los trabajos formales estaban vedados por las listas negras que confeccionaban los servicios de inteligencia de las fuerzas militares y que eran compartidas por todo el país. Ello generaba una preocupación extra en los varones, para quienes los valores culturales tradicionalmente indicaban que debían ser los proveedores del hogar (Hall, 2013[1990]). En este caso, es posible suponer que la subsistencia familiar dependió de la esposa, que tenía una profesión y no estaba incluida en el registro de “subversivxs”, algo que se infiere pero que no es explicitado en el testimonio quizás porque no es la imagen que se pretende mostrar. La tercera idea que surge de su vida, es que el proceso insiliar implicó silenciar quiénes eran, no sólo por ocultar su verdadero nombre sino sobre todo por no poder decir qué pensaban, qué creían que era justo e injusto, qué visión de mundo tenían. Tenían que simular ser otras personas, no demostrar interés por lo que les interesaba, hablar de temas “apolíticos” como el fútbol.

Las memorias de algunas mujeres obreras no distan de la de los varones en estos aspectos, aunque el problema de la sobrevivencia no era un dato menor, en sus palabras hay una confianza en sus posibilidades que no trasunta las voces masculinas. La mayoría se dedicó a coser/tejer ropa, o a comprarla y venderla, o la venta por catálogo de distintos productos, incluso el trabajo en casas de familia, tareas que ya sabían hacer desde antes de la persecución y que no implicaba tanto riesgo.[9] Por ser trabajos informales, o con un grado de explotación tan alto que la identidad de las trabajadoras era poco investigado por las fuerzas de seguridad, estas tareas son relatadas como una salida naturalizada.

Si la represión del terrorismo de Estado afectó a todo el sector obrero por los cambios estructurales que ya se describió, la repercusión fue mayor para las mujeres obreras que no trabajaban en relación de dependencia y que dependían del salario fijo de su marido. Como ya se ha mencionado, a quienes tenían algún grado de activismo sindical se los había obligado a renunciar o habían sido despedidos y sus nombres quedaron “marcados” por “subversión”, por lo que debieron sortear la dictadura con trabajos temporales (haciendo “changas”). En esas condiciones, ya sin el “salario familiar”, el hogar obrero debía complementarse con el trabajo asalariado de las mujeres, en modalidades de similar precariedad.

“Bueno, nos vinimos para acá [Córdoba] y no veíamos ni en figuritas, no teníamos ni para comer, allá en el Chaco yo me rebuscaba porque salía a vender casa por casa champú, que esto lo otro, lo que me daban para vender, yo salía a vender. Pero acá era distinto, a pesar de haber vivido tantos años acá, a mí nadie me daba mercadería en concesión para salir a vender, así que empecé a trabajar en casas de familia”.[10]

Este testimonio, junto a otros recogidos, demuestra que para estas mujeres obreras hacer “changas” no era una novedad en sus vidas. No era la primera vez que salían a trabajar, puesto que ya tenían experiencia en venta callejera o a domicilio, también como empleadas domésticas, es decir que casi nunca eran trabajos formales o en relación de dependencia. Por ende, aquella construcción simbólica de que en el hogar obrero el hombre proveía y la mujer gastaba, sólo puede sostenerse en términos de formalidad, desconociendo una parte de la realidad y una coyuntura de transición como la que estamos analizando. Una situación similar fue relatada por Julia Teresa Vergara, quien testimoniaba entre lágrimas en el juicio por el asesinato de su esposo, que luego de su muerte:

“Fue muy duro para mí, fue muy duro para mí y para mis hijos porque no tenía trabajo, no podía… nada… Donde conseguía un trabajo me dejaban afuera cuando se enteraban lo que había pasado. Y yo con mis [tres] hijos sufriendo de todo, frío, hambre, de todo... Me recogió mi hermana, me dio lugar en su casa para vivir y poder trabajar en casas de familia. Porque no podía trabajar ni en negocios ni en ningún lado. Vendía ropa por la calle, hacía todas esas cosas para poder darle de comer a mis hijos”.[11]

Onel, que fue obrera y delegada de la fábrica ILASA, cuando comenzó a ser perseguida por la dictadura se mudó con su esposo a Buenos Aires. Antes de irse, arregló con la empresa su renuncia y consiguió que le dieran dinero, con lo que se compró una máquina de tejer que se llevó en su insilio. Aunque no era tan buena tejedora, se las arreglaba para vender, llevando pedidos a pie por largas distancias ya que “no tenía un mango”.[12] Otra vez la pobreza. Pero su relato no se concentra en la pobreza, sino en la gente que la rodeaba, quiénes la ayudaron a sobrevivir. En los recuerdos de los peores momentos, por el miedo al allanamiento de la casa donde vivía, lo primero que se destaca es la sensación de soledad. No se podía recurrir a la casa de familiares, porque también allí se podía ser buscado, además del compromiso para la vida de los seres queridos. En el caso de Onel, cuenta que el apoyo vino de parte de sus ex compañeras de la fábrica:

“Y bueno, digo yo ´¿Qué mierda hago acá? No me puedo quedar acá porque acá van a venir, van a allanarme la…´. Así, cuando se quedó todo así, eh, alcé la cartera, no sé, un poco de, de, de ropa y allá fui, eran como las diez de la noche, qué se yo, a la casa de alguna de mis compañeras de la fábrica. Era, caía o, o a mi suegra que tampoco podía ir mucho porque allá también la iban a buscar también. Así que a algún lado de… me ayudaron mucho las chicas de… mis compañeras. Y bueno, y esa noche, vinieron, allanaron. Al otro día allanaron también(…).De la gente que menos por ahí pensabas que podía llegar a ayudarte, es la gente que en definitiva más nos ayudó desinteresadamente. Más queee porque al final los familiares tenían miedo. ´Que no, que si, que mirá, que si vienen, que si te buscan´. Yo, de la, siempre, este, son gente que ha quedado marcada así, que siempre estuvieron, ayudándote de una forma, sabiendo que había riesgo, porque había riesgo. Así que bueno. De ahí nos fuimos”.[13]

El miedo, propio y de la gente cercana, es lo primero en su relato. Y a pesar de él, la narración cuenta cada una de las personas que colaboraron en su vida, quiénes fueron garantes para alquilar una pieza, quiénes les prestaron la cama y la heladera, quiénes le dieron trabajo por dos monedas, o un buen trabajo. Pero el eje de la memoria no está puesto en el trabajo sino en las personas, quiénes ayudaban y quiénes no.

Otro de los aspectos que destaca del relato de Onel en su movilidad forzada a Buenos Aires es el sentirse perdida en el territorio, tomando varios segmentos de la entrevista para narrar, por ejemplo, las veces que se tomaba un colectivo para el lado contrario al que debía ir. Probablemente es una forma de enunciar que no era su lugar, que a pesar de que lo buscaban como una forma de escapar a la muerte, no era un espacio que sintieran como propio. Esta última característica parece ser algo que afectó especialmente a las mujeres, más allá de la clase obrera, y se refleja en otros testimonios como el de Bonini (1999), que era una estudiante universitaria que se mudó de Córdoba a Buenos Aires.

En las memorias de las mujeres obreras que habían sido madres en ese contexto de persecución, la contención de los hijos entre el terror y el empobrecimiento profundo, es crucial en sus relatos. El ejemplo más palmario es el de Berta, que había sido trabajadora de salud en una fábrica de vidrio, y que había sido detenida en más de una oportunidad por estar vinculada la militancia revolucionaria y al activismo sindical. En su insilio, entre Córdoba y la Patagonia, pasando por Carlos Paz y Mar del Plata, también relata quién la ayudaba y cómo, haciendo eje en las personas: “En esa época hubo gente que se jugó la vida sin saberlo”.[14] En su largo relato de mudanzas constantes, sin un lugar fijo por mucho tiempo, atravesó dos embarazos y su preocupación era tener leche para alimentar a sus hijos recién nacidos: “Vos sabés que recuerdo esa época que, lo único que pensaba: ´Ojalá tenga mucha leche´. Porque no sabía cómo lo iba a alimentar, sino”.[15]

Aunque en menor proporción, hubo gente que no se mudó ni de ciudad, ni de barrio. Pero en esos casos lo que sí mudó fue su vida, su identidad, y sobre todo, sus vínculos sociales. La persecución los obligó a silenciar quiénes eran, cuáles eran sus ideas políticas que definían su identidad, qué les había pasado durante el largo período de estar perseguidos. Y la persecución no era una sensación, era una realidad tan palpable como el allanamiento constante o la guardia policial (de civil) enfrente de la casa. Tal es el caso de Negrita, que tenía terror a que le quitaran a sus hijos en los múltiples allanamientos que tuvo en su casa luego de la desaparición de su esposo.

“Porque si, al, cada dos por tres venían y nos allanaban. Además teníamos, nos cuidaban, no podíamos ir ni al, ni al centro. Si mi mamá se iba al centro la seguían. Cambiaba… era como una guardia que teníamos al frente. Eh, a la mañana había un tipo, a la tarde otro, a la mañana a veces una mujer, a la tarde un muchacho joven, a la noche un hombre grande. Todo el tiempo esa guardia. Y un [auto] Fiat (…) había un auto Fiat que ahí comían, ahí estaba permanente ese auto. No se iba, nunca. (…) Dos años duró. Los vecinos nos decían que nos fuéramos, porque subían de noche, caminaban arriba de los techos, porque los techos se, se comunican todos.”[16]

En el recuerdo de Negrita aparecen sus vecinos, pidiendo que se vayan del barrio por el peligro que significaban. Es decir que sabían lo que había pasado, igual que las maestras de sus hijos, que sabiendo que su padre estaba desaparecido, le pedían que no lo enunciaran y los obligaban al silencio. Lo que les había pasado era algo que no podía decirse. Y lo que no puede enunciarse, lo silenciado, puede tender a olvidarse. De manera que, aunque ella recuerda que la escolarización de sus hijos fue muy complicada por la ausencia del padre, hay cosas que no puede recordar, como por ejemplo a qué escuela fueron.

L: ¿Y cómo fue el proceso de escolarización de los chicos tuyos? En ese contexto.

N: ¡Ay! Pobrecitos (…) E. [la hija] sufrió todo, todo lo, su… Después tenía dos meses cuando lo detienen a Pablo. Eh, yo me dediqué a buscarlo por todos lados [se le quiebra la voz] y me chorreaba la leche y venía nerviosa y lloraba, y lloraba esa chica y yo me sentía mal y… bueno. Se crió como pudo. Mi mamá le daba la leche de sachet ¿viste? Hasta que yo viniera, entonces ya no quería más la teta y así se acostumbró a tomar la mamadera y de paso me hizo un favor. Porque yo podía salir, salir a buscarlo y, bueno, de paso no sé si me hizo un favor, pero había que buscarle el padre. (…) Ah, iba a la guardería P. [el hijo] (…) y la maestra no lo quería, pobre chico, usaba chupete, tenía cuatro años y usaba chupete, este… y no, porque él quería a su papá y decía que el papá estaba preso, y claro, como la maestra, bueno ´Callate, no digás. Callate, no hablés. Callate, callate y no digás´. Y él decía, él iba, yo lo llevaba a la cárcel. Cuando lo encontré íbamos a la cárcel. (…) Si me decís en qué colegio empezó P. no, no me acuerdo. (…) hay cosas que no, no me acuerdo (…) P. quería decir siempre que a su padre lo mataron en la cárcel, todos los vecinos sabían, pero los maestros ´No, callate, no digás, ¡no! ¿Cómo, señora? No, bueno, edúquelo´.”[17]

        

La imposibilidad de enunciar lo que les había sucedido, las razones y emociones provocadas de las pérdidas, generó varios olvidos. Durante décadas quienes habían sufrido la persecución del terrorismo de Estado debieron ocultarse, no pudieron decir quiénes eran incluso aunque el resto lo supiera. Debían deshacerse de su propia identidad que en ese nuevo contexto era considerado algo malo, lo “subversivo”, nocivo para propios y ajenos. Y en esa nueva visión desdibujada, en todo lo no-dicho, en esa negación de sí mismos y de su propia historia, debían educar a sus hijxs además.

El insilio como sobrevivencia al terrorismo de Estado

Se ha investigado que para quienes fueron atravesados por la vivencia del exilio en aquellos años, sus identidades quedaron signadas por esa experiencia. No sólo en términos individuales o familiares, en tanto debieron procesar el duelo por abandonar su patria, sino, sobre todo, en términos colectivos, ya que fueron estigmatizados por el resto de la sociedad argentina como cómplices de las políticas criminales de las Fuerzas Armadas. Si bien se trató de “rumores” que comenzaron a circular desde la misma época de la dictadura cívico-militar con el discurso de la “campaña antiargentina”, estos se acentuaron en la década del ochenta con la “Teoría de los dos demonios” y la política de Raúl Alfonsín de enjuiciar a dirigentes de izquierda que se habían exiliado. No obstante, a partir de 2003, con las nuevas políticas de Derechos Humanos del gobierno de Néstor Kirchner, las marcas del exilio en esos colectivos comenzaron a tener un sentido positivo ya que se elaboraron leyes de reparaciones económicas que lxs reconocieron como víctimas del terrorismo de Estado, a la vez que se crearon unidades de apoyo para ex exiliadxs políticxs dentro de distintos ministerios con el fin de coordinar estrategias que favoreciesen su inserción en el país (Yankelevich, 2008). Pero la idea de que lxs exiliadxs fueron de alguna manera cómplices, traidores, derrotadxs y culpables, es una noción que tiene una larga continuidad en la historia de exilios y destierros, desde el siglo XIX hasta el presente (Jensen, 2009). Ana Longoni (2007), en este sentido, ha indagado sobre acusaciones similares, veladas o explícitas, que condenaban con epítetos análogos no sólo al colectivo de exiliadxs sino a todxs lxs sobrevivientes del terrorismo de Estado por no haber corrido la misma terrible suerte que sus compañerxs detenidxs-desaparecidxs. Según Longoni, para develar estas cuestiones hay que preguntarse sobre la “moral de la violencia” y la “ética del sacrificio” que, entre otras circunstancias, modelaron la pasión política y que pueden ayudar a entender no sólo a lxs que murieron, sino también a lxs sobrevivientes. Y quienes se insiliaron, lo hicieron para sobrevivir al terrorismo de Estado. Lo interesante de Longoni es que afirma que esa condena sigue actuando en el presente y que es necesario interrogarla para reconocer otras formas de hacer política que dejen de entender la duda, la crítica o la diferencia en términos de traición. En la mayoría de las entrevistas realizadas con el colectivo de insiliadxs se pudo observar que esas caracterizaciones también son compartidas por esta comunidad de memorias, con la diferencia que como no hubo una “salida” del país tampoco hubo un “retorno”, de manera que su movilidad forzada quedó invisibilizada para otrxs y para ellxs mismxs. La DSN fue fundamental para ese proceso. Es decir, vivieron la mudanza de su mundo social, fueron obligados a transformar su identidad (tanto su identidad real en muchos casos, como su identidad política en casi todos), pero todas esas transiciones no debían notarse para otrxs, porque en esa diferencia residía el “peligro”, la “amenaza” que la dictadura pretendía combatir. Así lo explicita Berta, quien recuerda el terror ligado a la obligación de pasar desapercibida:

Durante mucho tiempo uno, este, trató de pasar desapercibido. Durante mucho tiempo uno intentó, este... no, no, no, este… no mostrar demasiadas cosas. Pero es difícil. Uno no puede esconder muchas cosas ¿no? [se ríe]. Es muy difícil no reaccionar ante situaciones, ante comentarios… es difícil. Finalmente la gente que por ahí a uno lo rodea, y, se da cuenta. Sí, no es fácil…”[18]

Casi con las mismas palabras se expresó Carlos Masera, quien fue secretario general del Sindicato de Trabajadores de Fiat Concord, uno de los sindicatos que impulsó el clasismo en el contexto del post Cordobazo. Luego de que lo cesantearan de la fábrica por su rol sindical, se puso un taller metalúrgico en su casa y su objetivo fue conservar un perfil bajo:

“Yo me vine a mi casa y me puse a laburar y me, y me olvidé de la política. Hasta el año 78 que me secuestraron del taller y me encerraron. (…) Si, estuve secuestrado pero esto fue bastante corto, menos de un mes, un mes. No sé, no retengo mucho las fechas. Sé que me llevaron un primero de agosto.  Sé que estuve dos semanas en La Perla. (…) Bueno, a los pocos días de, de parar la picana, una semana después, algo así, me trasladan a un sótano que está ahí en la calle Mariano Moreno. (…)A partir de, de, de que salí de preso y bueno, ya, me, prácticamente me interesó de nuevo dar opiniones, ayudar con denuncias y este tipo de cosas. Pero yo te lo dije el otro día, yo quiero preservar mi bajo perfil. No, no me interesa ser figura, además no tengo capacidad para serlo.”[19]

Es importante señalar que la experiencia sindical de Masera fue entre 1970 y 1971, pero sus registros como “subversivo” quedaron activos hasta 1978 al menos. A pesar de colaborar en la justicia como testimoniante sobre el circuito concentracionario de Córdoba, su secuestro y tortura fueron suficientes para horadar su confianza en sus capacidades de liderazgo. Habiendo sido el referente de uno de los sindicatos más combativos de la época, se convenció de que no tenía potencial para ser figura, que debía quedarse en su casa y trabajar en su taller. Algo similar le sucedió a Domingo Bizzi, quien también fue dirigente en el SITRAC. Desde 1973 comenzó a ser hostigado con allanamientos en su casa, con su nombre en listas negras, con amenazas de las Tres A. Al igual que Masera, luego de su despido de Fiat Bizzi había instalado un taller de tornería en su casa junto a un compañero de la fábrica, pero las dificultades económicas y la situación política no le permitieron sostenerlo más allá de 1975.A partir de allí fue chatarrero e instaló varios negocios, pero siempre tuvo policías de civil siguiendo sus movimientos, hasta que decidió mudarse a Cruz del Eje, una localidad del interior de Córdoba, hasta 1982. De todos esos años, Bizzi recupera la discusión sobre las indemnizaciones que cobraron varios de sus compañeros por ser presos políticos a partir de la frase: “Agradecé que estás vivo y no te torturaron ni estuviste afuera, no es lo mismo, no vas a poner en el mismo nivel”.[20]El ser un sobreviviente tiene esas marcas: además de conservar la vida hay que agradecerlo. Como si no pudieran medirse los dolores de haber atravesado esa experiencia traumática si no es comparando con lo peor: la tortura, el exilio o la muerte. Una frase que resume la fuerza del “mandato sacrificial” del que hablaba Longoni, y que pesó fuertemente en lxs sobrevivientes con forma de culpa por haberse conservado vivxs.

Aquella culpa sobre la conservación de la vida propia fue acompañada del terror. Un miedo extremo que tuvo temporalidades muy largas y formas muy extrañas de manifestarse. Algunas memorias recuerdan el no poder descansar por décadas, a pesar de dormir:   

“Toda esta actuación de las tres A en Córdoba del setenta y cinco que era una cosa terrible de ver los [automóviles] Falcon con la gente adentro que se asomaban por las ventanas, que eran bombas todo el tiempo, las sirenas. A mí me costó años poder escuchar una sirena y no alterarme”.[21]

El terror y el silencio son un combo explosivo para cualquiera. Muchos de los varones que vivieron aquella experiencia vivieron varios años bajo el alcoholismo. Y las mujeres manifiestan distintas formas físicas en que expresaron aquellas vivencias, desde problemas cardíacos que asocian por distintas razones a esos años, hasta otros problemas como quedarse sin voz de un día para el otro. Muchas de esas expresiones físicas del dolor se hicieron presentes hacia el año 2000, sobre todo con la reapertura de los juicios por delitos de lesa humanidad que escocieron esas heridas que nunca habían terminado de cicatrizar.[22]

Conclusiones

A lo largo de este trabajo se ha analizado la experiencia del insilio entre integrantes de la clase obrera de Córdoba. Este estudio no pretendió abordar la experiencia de toda la clase obrera durante la dictadura, sino de una fracción movilizada y politizada que había sido señalada por la DSN como “subversiva”. Una característica distintiva de esta fracción de la clase es su experiencia insiliar como consecuencia del terrorismo de Estado y como mecanismo para sobrevivirlo. Así como estas vivencias no fueron compartidas por toda la clase obrera, es digno de preguntarse qué tenían estxs obrerxs de diferente a lxs llamadxs “trabajadorxs comunes”. En términos estructurales, la transformación económica que implementó la dictadura afectó a unos y otros, en tanto la desindustrialización, el achicamiento del mercado laboral, la caída del salario real, etc., fue un quiebre en el funcionamiento de sus fuentes de trabajo. El hecho de que unxs recuerden haber sido despedidxs y otrxs recuerden haber conservado su trabajo, ¿es suficiente para explicar por qué para unxs la dictadura fue un quiebre y para otrxs no?

Para quienes fueron expulsados de las fábricas por razones políticas en los años del terrorismo de Estado la persecución se encargó de expulsarlos también de sus vínculos sociales. Aislar a lxs “subversivxs” de sus relaciones sociales y políticas era despojarlxs de su identidad. Ese aspecto no fue exclusivo de la clase obrera insiliada, sino que se compartió con otras fracciones de la sociedad. Entonces, ¿qué distingue el insilio obrero del de la clase media? Sin ánimo de cuantificar, en la subjetividad de quienes relatan el empobrecimiento estructural golpeó mucho más fuerte a lxs que ya eran humildes, en tanto no había vínculos sociales que sostuvieran materialmente la falta de trabajo y la imposibilidad de buscar uno nuevo. A cambio de la falta de apoyos materiales, las redes solidarias propias de la clase obrera fueron la base de su subsistencia, ya que las mudanzas y lugares nuevos en los que se instalaron lxs perseguidxs, fueron conseguidos gracias a personas que les ayudaron a ocultarse.

Hay marcas en la memoria que fueron borradas de forma obligada por el terror, que durante décadas fueron olvidadas, y que la reapertura de algunos juicios por delitos de lesa humanidad comenzó a activar de distintas maneras. Pero también, el cargar con la culpa de haber sobrevivido a la persecución en un contexto de genocidio, genera la necesidad de despojarse de los recuerdos que reviven esa carga. En ese marco es entendible que se haya construido un olvido colectivo sobre cómo la dictadura afectó a la clase trabajadora, tanto en términos estructurales como subjetivos.

La interseccionalidad del análisis a partir de las variables de clase y género han sostenido esta comunicación, siempre y cuando fue posible, reconociendo que a pesar que lo masivo y colectivo de la experiencia insiliar hay marcas que sobresalen acorde a distintas fracciones de la sociedad.

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Recibido: 08/10/2022

Evaluado: 15/12/2022

Versión Final: 15/02/2023

páginas / año 15 – n° 38/ ISSN 1851-992X /2023                             


[1] La Comisión Nacional por la Desaparición de Personas (CONADEP) se formó en la transición a la democracia. Fue formada por el Poder Ejecutivo Nacional y constituida por personas públicas, encabezadas por el escritor Ernesto Sábato, encargada de organizar una investigación sobre los casos de desapariciones forzadas durante la dictadura militar (1976-1983). A partir de esa investigación, se elaboraron informes y se publicó el libro Nunca Más, que recopilaba sus conclusiones y algunos testimonios. Estos informes fueron fundamentales para el desarrollo del primer juicio a las Juntas militares, entre 1985 y 1986.

[2] Nunca Más,Informe, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), Buenos Aires: Eudeba, 1984; Informe Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) delegación Córdoba, Córdoba, 1984.

[3] El “Navarrazo” fue un golpe de Estado provincial iniciado por el Jefe de la Policía provincial, Teniente Coronel (re) Antonio Domingo Navarro, quien derrocó al gobierno de Córdoba que había sido elegido democráticamente diez meses antes (Servetto, 1998).

[4]El acervo documental constituido por los Radiogramas y Memorandos de la sección Inteligencia de la Policía Federal Argentina con sede en Córdoba fue consultado en el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba (APM) que resguarda sus copias digitales. Se trata de alrededor de 18.500 folios que corresponden a los años 1974-1982 y que contienen información sobre procedimientos del Ejército y la Policía sobre todo lo relativo a la considerada “subversión”: registros de antecedentes de detenidos políticos, actividades de partidos políticos, organizaciones estudiantiles y sindicatos, entre otros. Ellos son una evidencia de la infiltración que los servicios de inteligencia tenían sobre estos ámbitos, ya que en su mayor parte son elaborados en base a “medios propios”, mencionando que los datos se obtuvieron de “informantes” que realizaron “auscultaciones” (Ortiz, 2020).

[5]Desde 2009 al presente realicé alrededor de 50 entrevistas a personas identificadas con este colectivo de memorias, de los cuales sólo uno de ellos atravesó la dictadura en el exilio, mientras todo el resto se insilió.

[6]En el presente me encuentro colaborando con la Asociación Familiares de Detenidos Desaparecidos por Razones Políticas de Córdoba y el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba en un proyecto colectivo para visibilizar y problematizar la experiencia insiliar.

[7]Entrevista a Juan Villa, delegado y miembro de Comisión Directiva de Perkins, integrante de la Lista Marrón de Perkins, militante de Movimiento de Liberación Nacional (MLN), luego en El Obrero y más tarde en Poder Obrero, entrevista realizada en Córdoba el 29/08/2011 por Laura Ortiz.

[8]Entrevista a Juan Villa, ya citada.

[9]Entrevista a Norma, delegada de la fábrica Cindalux (Vidrio), realizada en Córdoba el 24/08/2011 por Laura Ortiz;entrevista a “Mami”, ex esposa de Mario, delegado de SiTraC y militante del PRT-ERP, realizada en Córdoba el 19/05/2012 junto a Santos Torres, Liliana Callizo, Paula Puttini, Agustín Cocilovo y Laura Ortiz; entrevista a Onel, delegada de ILASA e integrante del Movimiento de Recuperación Sindical - Lista Marrón del SMATA, realizada en Córdoba el 16/09/2010 por Laura Ortiz; entrevista a Negrita, viuda del desaparecido Pablo Balustra, realizada en Córdoba el 19/03/2021 por Laura Ortiz y Constanza Clerico, transcripción de Malena Rodríguez Mutis.

[10] “Mami”, entrevista citada.

[11]Testimonio de Julia Teresa Vergara en el juicio “Diedrichs- Herrera” llevado a cabo en el Tribunal Oral Criminal N° 1 de Córdoba, 17 de noviembre de 2020. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=hUpdVblj1Bk&list=PL21Fz5yTBIh4sxmaAOQBiXVAiZ3zDk1wE&index=16

[12]Entrevista a Onel, ya citada.

[13]Entrevista a Onel, ya citada.

[14]Entrevista a Berta Elorriaga, empleada de fábrica LESA (Vidrio), entrevista realizada de forma virtual el día 24/08/2020 por Laura Ortiz, transcripción realizada por Malena Rodríguez Mutis.

[15]Entrevista a Berta Elorriaga, ya citada.

[16]Entrevista a Negrita, ya citada.

[17]Entrevista a Negrita, ya citada.

[18]Entrevista a Berta Elorriaga, ya citada.

[19]Entrevista a Carlos Masera, Secretario general del SiTraC, entrevista realizada en Córdoba el 14/12/2010 por Laura Ortiz.

[20]Entrevista a Domingo Bizzi, Secretario adjunto SiTraC y militante del PRT, entrevista realizada en Córdoba el 21/12/2010 por Laura Ortiz.

[21]Entrevista a Berta Elorriaga, ya citada.

[22]Por razones éticas y de conservación de las identidades de lxs testimoniantes, no se menciona quiénes dijeron haber sufrido estas dolencias en sus entrevistas.