Reseña bibliográfica

Uriarte, J. (2020). The Desertmakers. Travel, War, and the State in Latin America. Routledge: New York, 306 páginas.

En los últimos años han empezado a aparecer varias obras que trabajan de una u otra manera la producción de paisajes en latinoamericana. La lista es amplía, diversa en enfoques, e incluye trabajos como Un desierto para la nación de Fermín Rodríguez, Mapas de poder de Jens Andermann o Imagining the Plains de Axel Pérez Rodríguez. En estos y otros tantos trabajos se cuestiona, directa o indirectamente, la pretendida naturalidad del paisaje, su obstinado enmascaramiento de la convención que le da origen.  El libro de Uriarte se suma a este grupo de trabajos desde una aproximación inédita dentro de la crítica cultural latinoamericana: la guerra. The Desertmakers propone, en este sentido, a la guerra como una “hacedora de desiertos”, una auténtica bomba de vacío necesaria para la consolidación del Estado moderno en la Latinoamérica de finales del siglo XIX, pero también fundamental en la creación de zonas de expansión para el modo de producción capitalista.  

El tema del viaje es una variable crucial en la historia que nos cuenta Uriarte. El fenómeno de la guerra, ya se sabe, atrae cientos de viajeros que se acercan a los campos de batalla con una mezcla de prevención y fascinación. Uriarte selecciona, entre todos ellos, a cuatro reconocidos ejemplares: Richard Burton, William Henry Hudson, Francisco Moreno y Euclides da Cunha.  Sin importar si el viaje que cada uno emprende está marcado por intereses neocoloniales o por las ansiedades de un Estado preocupado por consolidar su control sobre sus periferias nacionales, el resultado es sorprendentemente similar: ninguno saldrá ileso de su paso por la guerra y, con ello, de su aventura por el desierto. En cada caso, la guerra cuestiona sus filiaciones originales, su compromiso incondicional con el progreso o la civilización.  Y, sin embargo, son sus textos y escritos los que prefiguran estos desiertos, los que despueblan o hacen improductivos países enteros, los reducen ciudades a ruinas. La guerra —lo descubrirá cada uno a su manera— convierte la metáfora del desierto en una realidad palpable y, en ese tránsito de lo figurado a lo literal, cada uno tendrá que replantearse si era necesaria tanta destrucción y muerte para imponer paz, esto es, para crear un desierto.  

Los dos primeros capítulos trabajan la terna que conforman desierto, guerra y viaje desde su relación con el neo-colonialismo y su manera casi imperceptible de hacer presencia en Latinoamérica a pesar de su innegable influencia en la vida económica y, por tanto, social y cultural, de la región. El primer caso de estudio es Letters from the Battle Fields of Paraguay (1870) de Richard Burton. Menos conocido que otros de sus trabajos, Letters describe los viajes del explorador y cónsul inglés al Paraguay en medio de la guerra de la Triple Alianza (1864-70). No se trata, sin embargo, de un informe sobre la guerra, al menos no en estricto sentido. En realidad, lo que hallamos en el libro corresponde más a un inventario de las cicatrices y heridas que esta ha dejado en la fisionomía del Paraguay. Abundan en su reporte cadáveres, escombros, cuerpos flotando en los ríos, aguas empozadas, figuras todas que convierten al Paraguay en un desierto de ruinas. Nada de esto, sin embargo, debería resultar sorprendente por cuanto el Paraguay, nos explica Uriarte, fue imaginado desde mucho tiempo atrás como una ruina prematura, un país en obra negra: un desierto aislado del mundo y de la historia. La guerra reduce así a ruinas lo que ya aparecía arruinado en el discurso. Poco importa en esta medida que Burton abrigue ciertas prevenciones y temores respecto a la barbarie de la que es testigo directo. Pues si Paraguay ha sido desde siempre un desierto, la guerra, a pesar de su violencia y exceso, promete al menos la apertura del país a los flujos y movimientos del capital (casualmente favorables para el imperio británico). La realidad refuta las ilusiones de Burton. Ni progreso ni modernidad vendrán con el final de la guerra. Por el contrario, Paraguay ingresará en la historia convertida en lo que siempre se quiso que fuera: un país de ruinas, un desierto para la esperanza.  

En el segundo capítulo nos movemos a “la banda oriental”, al Uruguay de la mano de W.H. Hudson y su Purple Land (1885). Si la “extravaganza” podría definir la manera en que viaja Burton, Richard Lamb, el protagonista de la novela de Hudson, nos parece marcado por la errancia constante, por “a sensação de não estar de todo”.  Es cierto que Lamb abraza, inicialmente, la fe irrestricta en el progreso, fe que reduce las pampas a desiertos improductivos, a leguas y leguas de tierra y naturaleza desaprovechadas. Pero también lo es que las vicisitudes de su viaje, su contacto con las violentas dinámicas del Uruguay del XIX, lo llevarán a preferir esos mismos desiertos por sobre los espejismos de una modernidad que resulta cada vez menos convincente. La pampa trastoca radicalmente las prioridades de Lamb y el viaje deja de ser el medio para convertirse en un fin en sí mismo en el que lo improductivo, lo ilegible y lo nómada y, en general, todo aquello por fuera del control del Estado se vuelve central. Aun así, el paisaje no deja de ser un desierto. Lo que cambia es, más bien, la relación de Lamb con este, la forma en que lo mira. El deseo de posesión y dominio es sustituido entonces por una nostalgia que extraña lo que observa, que convierte en recuerdo todo lo que toca. De ahí que esta nostalgia funcione, en el fondo, como corroboración tácita del avance irrevocable de las fuerzas del progreso, de la inevitable desaparición de su tierra cárdena, de la montonera y sus lanzas, en suma, del Uruguay que conoció.

Los dos siguientes capítulos nos conectan directamente con la consolidación del aparato estatal en Latinoamérica y sus maneras de hacer guerras y, por tanto, desiertos. De hecho, es el capítulo 3, “Making Museums, Making Deserts” el que mejor podría ilustrar la tesis del libro. En este seguimos el viaje de Francisco “Perito” Moreno por la Patagonia en un periodo que tiene por telón de fondo la llamada Conquista del desierto. Moreno, ciertamente, escribe desde la perspectiva del Estado en un intento por medir y precisar los límites difusos, de hacer de la Patagonia un espacio estriado, plenamente dividido. A lo largo de su periplo, Moreno va dejando marcas de la presencia del Estado, pequeñas “ceremonias de posesión”, banderas, toponimias e, incluso, su propio nombre grabado en alguna piedra. Al mismo tiempo, la Patagonia va convirtiéndose poco a poco en un desierto y sus habitantes en piezas de museo, artefactos de un pasado ya extinto. Este desierto que Moreno Fabrica sirve como tela en blanco sobre la cual se proyecta un paisaje futuro de trenes y automóviles, de progreso y modernidad que alcanza, al menos discursivamente, para justificar la guerra y, por tanto, la eliminación de los indígenas. Cuando Moreno regrese varios años después de que la guerra haya concluido, lo que hallará no es el paisaje productivo imaginado. La Patagonia que queda es, más bien, un desierto de latifundios, de tierras despobladas y concentradas en pocas manos, muchas de ellas improductivas. Es decir, el desierto que él mismo había imaginado.

Con el capítulo 4 nos desplazamos a la guerra de Canudos en el noreste brasileño y, con ello, nos adentramos en Os sertões (1902) de Euclides da Cunha. Canudos representa una zona opaca, límite infranqueable para un Estado que desde su independencia se había empeñado en conocer y dominar su territorio. En este contexto, la obra de Euclides da Cunha parecería ser parte de este mismo esfuerzo por hacer de Canudos algo legible para el Estado, por explicarlo y asimilarlo. Y, sin embargo, su prosa, caótica y sobrecargada con hiperbátos, produce el efecto contrario. El intento de da Cunha por representar la guerra, por entender la violencia y el caos que la rodea, resulta en el desconcierto. Todo en Os sertões parece flotar en medio de una atmósfera enrarecida, ondulante, donde incluso la filiación inicial del autor con la causa republicana se trastoca tornándose también opaca y ambivalente.  Bajo esta perspectiva, dos temas resultan cruciales en la lectura que hace Uriarte de Os sertões: lo ilegible y lo ruinoso.  Canudos se nos presenta, por un lado, como inmovilidad absoluta, imposibilidad de viaje y recorrido que hace invisible el territorio y, por tanto, lo convierte en algo ilegible para el Estado. Y, por el otro, Canudos es también una ruina, naturaleza y humanidad devastadas por igual (incluso antes de la guerra), pero por ello mismo incomprensible para la mirada del Estado, porque ¿como destruir lo que está destruido, lo que es ya una ruina? La respuesta oficial es, no obstante, clara: Canudos debe ser eliminado, arrasado, hundido en las profundidades de un lago. Solo así podrá imponerse, finalmente, el progreso y la civilización con la esperanza de que el olvido se encargue del resto. Sobra decir que Os sertões es prueba de los límites de ese proyecto.

En todos los textos revisados por Uriarte existe una constante. La mirada del Estado o del Imperio impone también su tiempo. La guerra anula el espacio y reduce las periferias nacionales a un pasado impreciso en relación con la marcha incesante de las fuerzas de la modernidad. Ser un desierto es entonces equivalente a un anacronismo. El sertão pertenece a una época prediluviana; la Patagonia es una inmensa tumba; la “banda oriental”, violencia pre-moderna; y el Paraguay, ruinas.  Uriarte lo señala explícitamente: “establishing different temporalities functions as a strategy of symbolic exclusions for the nation” (164). De allí que viajar a estos territorios sea, en estricto sentido, un viaje hacia el pasado, viaje que, por lo demás, justifica la empresa modernizadora y, con ello, la guerra en tanto estrategia destinada a garantizar su incorporación dentro del tiempo de la nación.

¿Qué queda entonces? Uriarte nos recuerda la frágil etimología que emparenta desiertos con desertar. Cada desierto, podemos presumir, debe producir también su cuota de desertores.   Arquíloco, santo devoto de todos estos, nos recuerda igualmente que huir tiene su temporada, su momento. Tachados de cobardes o débiles dentro de la lógica militarista del Estado, los desertores no viajan hacia la guerra sino en la dirección opuesta. De ahí que su deserción, ya sea por letargo o convicción, represente una apertura frente al lapidario epígrafe de Tácito que abre el libro. Ellos son parte una comunidad improbable conformada por todos aquellos que se rehusaron a marchar hacia la muerte, por todos esos que abandonaron su escudo en el campo de batalla y se negaron a hacer desiertos. Uno de los tantos méritos del The Desertmakers es que esa historia, silenciada a menudo por el ruido de las tropas, también se insinúa en sus páginas.

Andrés Ernesto Obando-Orozco

University of Pittsburgh (Estados Unidos)

aeobandoo@pitt.edu