Código de honor y culturas políticas a inicios del siglo XX argentino. Notas sobre la identidad radical
Código de honor y culturas políticas a inicios del siglo XX argentino. Notas sobre la identidad radical
Honour code and political culture at the beginning of the Argentinian XX century. Notes on the ‘radical’ identity
Javier Rodrigo
Facultad de Humanidades y Ciencias
Universidad Nacional del Litoral (Argentina)
javier.rodrigo20@gmail.com
https://orcid.org/0009-0007-9767-822X
Resumen
A partir de la reformulación de la historia política en las últimas décadas, ha sido posible combinar marcos teóricos y objetos de estudio antes impensables en la disciplina. A tono con estas renovaciones, en el artículo se propondrá una reflexión de índole teórica sobre las posibilidades analíticas de combinar el estudio del honor en la política argentina de inicios de siglo XX, con los aportes conceptuales de las “culturas políticas”. Luego de una presentación de ambos acervos teóricos, se abordará a modo de ejemplo sus posibilidades para el estudio del radicalismo en tanto cultura política que fue interpelada por el código de honor en el periodo. De este modo, se espera realizar un pequeño aporte para profundizar el análisis de algunas de las aparentes contradicciones de las transiciones a la política de masas a inicios de siglo.
Palabras clave: honor; violencia; culturas políticas; duelo; siglo XX.
Abstract
After the reframe of political history over the last decades, it has been possible to combine theoretical frameworks and study objects that were previously unthinkable on the discipline. In keeping with these innovations, the article will propose a theoretical reflection on the analytical possibilities of combining the study of honour in the Argentinian politics at the beginning of the 20th century, with the conceptual benefits that the ‘political culture’ can provide. After an introduction of both theoretical heritage, the paper will focus on, as an example, the study case of ‘radicalismo’ as a political culture that was questioned by the honour code during the period. In this way, it is expected to make a small contribution to deepen the analysis of the apparent contradictions of the transitions to mass politics at the emergence of the century.
Keywords: honour; violence; political culture; duel; XX century.
“No existiendo, pues, ofensa… lo confirma el que suscribe aplicando reglas que hacen precedente y en virtud de las cuales se han excluido de toda cuestión personal las incidencias creadas a los hombres públicos de nuestro país, cuando ellas son originadas por razones puramente políticas y no afectan como ocurre en el presente caso el honor de los mismos, el duelo no corresponde”
(Laudo de Manuel María de Iriondo sobre el desafío entre Manuel Menchaca y Enrique Mosca. Diario Santa Fe, 24/03/1931)
Introducción
En 1931, el dirigente y posterior gobernador radical antipersonalista de la provincia de Santa Fe, Manuel María de Iriondo (1937-1941), debió interferir en un asunto privado de enorme importancia para el radicalismo santafesino. Luego de veinte años, el partido había sido desalojado del gobierno provincial por un golpe de Estado que amenazaba con romper su sólida hegemonía. Es cierto, se trataba de un dominio inestable producto de las internas que caracterizaban a las facciones radicales locales. Con todo, tanto la prensa partidaria como sus líderes creían necesario lograr una fórmula común para las elecciones convocadas para abril de ese año. En este contexto, el desafío a duelo lanzado por el ex gobernador radical, Enrique Mosca, al primer gobernador del partido en Santa Fe, Manuel Menchaca, no pudo ser más inoportuno. En especial, porque los ex representantes del Poder Ejecutivo provincial entre 1920-1924 y 1912-1916 respectivamente, eran los candidatos para volver a ocupar el cargo.
No sorprende la rápida designación de un árbitro convenido por los padrinos. De Iriondo reunía todas las características, desde su pertenencia a una de las antiguas familias de la elite santafesina a una importante trayectoria en el partido. Su fallo fue parte de una estrategia más amplia de conciliación entre ambas facciones para lograr una candidatura común. Aunque finalmente las elecciones fueron suspendidas debido a la inesperada victoria radical en la provincia de Buenos Aires y al golpe de timón en el gobierno de José Félix Uriburu, no deja de ser sorprendente que tres gobernadores hayan coincidido, junto con buena parte de la plana mayor de la dirigencia radical, en un episodio como el descripto. Se trataba de un duelo de caballeros, ritual para resolver las afrentas al honor personal que tuvo una enorme vigencia en las elites argentinas entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
De todas formas, para 1931 la práctica se encontraba en franca decadencia. Lo curioso del desafío no se encuentra en el contexto, sino en su aparentemente contradictoria pervivencia, su resistencia a desaparecer en una sociedad y un sistema político que se supone ya no los necesitaba. En el artículo se buscará indagar en uno de los motivos que se considera, a modo de hipótesis, resulta pertinente para explicar la relevancia relativa del código de honor en la política argentina desde el cambio de siglo hasta su extinción en la década del 30.
El foco estará puesto en proponer las posibles líneas comunes entre dos conjuntos temáticos y teóricos que se espera colaboren en explicar este fenómeno. Para eso, luego de presentar ciertas precisiones sobre el honor en las sociedades modernas, se intentará desarrollar sus líneas comunes con el otro acervo central de estas líneas: las culturas políticas. En especial, el trabajo se concentrará en demostrar los aportes analíticos que puede brindar el concepto a los estudios historiográficos sobre el honor en la política moderna. A fines de brevedad, se dejará de lado el análisis de casos históricos concretos, para hacer énfasis en las posibilidades teóricas de este diálogo.
Luego de un repaso, se abordará la riqueza analítica de combinar ambos conjuntos conceptuales para el análisis del radicalismo en tanto cultura política que fue interpelada por el código de honor. En este sentido, se trabajará con sus particulares formas de apelación a la violencia política legítima. Junto con los combates electorales o las revoluciones políticas, se considerará al honor y los duelos como una entre otras prácticas a través de las cuales los radicales podían remitirse a esa tradición de violencia en su identidad política. Se espera de este modo realizar un aporte para complejizar la mirada sobre los procesos de modernización política en el contexto de auge y crisis de la primera democracia argentina.
Los duelos, el honor y la historiografía
Antes de presentar los estudios sobre el honor en las sociedades modernas, conviene realizar algunas aclaraciones sobre el duelo de caballeros, entendido como una de las vías principales de defensa de la honra. En este sentido, los duelos eran uno entre otros caminos posibles –como las solicitadas en la prensa o los juicios de calumnias - para resarcir ofensas a la estima personal de una persona. Sin embargo, entre finales del siglo XIX e inicios del XX, los desafíos se vuelven uno de los medios predominantes por las cuales los varones de las elites resolvían los ‘asuntos de honor’. Por el término ‘duelo’ se hacía referencia a una serie de prácticas singulares de violencia pactada. Consistía en “un combate singular, supervisado por padrinos, que se originaba en el atentado al honor personal” (Gayol, 2008:13). Este tipo de enfrentamientos admitía diversas expresiones de violencia entre individuos, que recorren un amplio espectro social. Sin embargo, entre las elites occidentales comenzó a distinguirse progresivamente un duelo de caballeros, patrimonio de las clases altas y protegido por la ley, frente a otro popular considerado como simples riñas o actos criminales. La legitimidad alcanzada por la primera se basó tanto en la posición social de sus practicantes, como en el descenso de heridas de gravedad y la casi desaparición de fatalidades.
Esta forma de violencia civilizada era posible bajo su estricta regulación en forma de manuales, artículos en la prensa, la palabra autorizada de maestros y por la supervisión de instituciones sociales y deportivas de elite que vieron en los duelos una “escuela de cortesía” para la sociabilidad burguesa masculina hasta pasada la Primera Guerra Mundial (Nye, 1993:162). Asimismo, la agresión era controlada por los padrinos, representantes de cada parte, que intervenían en todo el trámite del desafío y supervisaban su adecuado desarrollo. Su rol era tan importante como los duelistas. Debían ser figuras de cierto renombre social, “conocedores de los asuntos de honor”, que guíen fielmente a su ahijado (Gayol, 2008:128).
Los desafíos debían seguir pasos estrictos. Una vez realizado algún tipo de ofensa –desde golpes a expresiones verbales y gestuales-, correspondía enviar a los padrinos con el desafío al agresor. A continuación, este debía nombrar a los propios para que acuerden la naturaleza de la ofensa y, de ser convenidas las mutuas responsabilidades, las posibilidades de una disculpa pública. Si no se acordaba se tramitaba un duelo, cuyas condiciones –con sable, espada o pistola; a primera sangre, a tantos asaltos, a un número de disparos - pactaban y vigilaban los padrinos. Finalmente el duelo tenía lugar ante ellos, los médicos convenidos, así como en algunos casos ante árbitros y testigos notables. Con un saldo pocas veces mayor a algún corte ligero, o un susto por un disparo que pasó cerca, los duelos debían terminar con la reconciliación de las partes. El honor quedaba así ‘salvado’ para todos.
La relevancia de los duelos como una vía de entrada para analizar al honor, queda manifiesta al comprender a este último en tanto objeto de estudio. Aquí una primera confusión habitual se encuentra al distinguir la categoría analítica frente a su versión nativa por los propios sujetos históricos. Comenzando por la segunda, el honor se entendió como un “sistema de valores” que aunque se pretende y reconoce como universal, no puede separarse de sus significados en cada sociedad (Peristiany, 1974). Así, el honor se encontraba inmerso en los conflictos de cada comunidad, se trataba de un correlato de sus estructuras de poder y jerarquías. En el largo siglo XIX, desde finales del XVIII a las primeras décadas del XX, con la lenta trasformación de estas jerarquías se pueden caracterizar algunos de los valores inherentes del honor moderno en la “virtud, buena fama, integridad, dignidad y prestigio” de un grupo o individuo en el trato con sus iguales, superiores o inferiores (Mantecón Movellán, 2012:446).
Por otro lado, mayor relevancia tiene el honor como categoría analítica. Su conceptualización requiere un ejercicio doble. Por un lado, el reconocer su expresión social, pero que comprende también su dimensión individual. En este sentido, se trata de un conjunto de atributos asignados a un individuo por parte de una comunidad que son interiorizados y reinterpretados en los procesos de socialización. Se produce en el diálogo entre diferentes niveles de representaciones: “el sentimiento de valor propio de una persona, la evaluación… sobre su valor en los ojos de otros y la real opinión de los otros sobre él” (Spierenburg, 1998:2). Pero, aunque se construya como un sistema simbólico, sus efectos y consecuencias tenían efectos materiales. Por ejemplo, en la ofensa verbal y la agresión física, así como en el necesario control de las pulsiones físicas y emocionales. Al tomar forma en el cuerpo, el honor se impuso en forma de códigos de conducta -el código de honor propiamente- sobre los sujetos. Aquí el segundo ejercicio: comprender el carácter valorativo del honor que se corresponde a su vez con su dimensión punitiva.
Como todo código moral, enaltece ciertas actitudes e ideales como parte de un correlato de deberes y obligaciones. “El honor es una enfermedad cuyos síntomas solo aparecen cuando ya no está” (Pitt-Rivers, 1999:241). Con esta frase, el antropólogo Julian Pitt-Rivers describe la obligación de reparación que el honor exige ante la injuria. Con ella, se despiertan mecanismos de defensa que buscan recomponer la estima perdida. Resultan claves estos procedimientos para el investigador porque constituyen los mejores medios de observación de un universo simbólico que resulta en extremo elusivo. A través de las ofensas y sus vías de reparación es posible observar los componentes del honor, las representaciones a las que apela, los discursos que impone y las prácticas que exige.
En términos generales, la conformación del campo historiográfico enfocado en el honor en las sociedades contemporáneas surgió en torno a la temática del duelo. Sin embargo, sus antecedentes provinieron mayormente de disciplinas afines que recién consolidaron sus vínculos con la historiografía desde los 70 y 80. De esta forma, mientras que se lo consideraba como interés de anticuarios, en la sociología histórica (Elias, 2009, 2011) y en la antropología (Peristiany, 1974) el honor se convirtió en una llave interpretativa de sus investigaciones.
Sin embargo, un cambio de tendencia comenzó a producirse en el ámbito historiográfico europeo a finales de la década del 80. En este momento surgieron una serie de interpretaciones acerca del honor y de los duelos de caballeros como representaciones y prácticas inherentes a los procesos sociales y políticos del siglo XIX. Generalmente a partir del análisis de casos nacionales, se sucedieron publicaciones que lentamente consolidaron un campo de estudio debido a sus similitudes teóricas y metodológicas. Entre las pioneras, se pueden nombrar producciones sobre Francia (Billacois, 1990 y Nye, 1993) y Alemania (Frevert, 1995 y Elias, 2009). Muchos de los autores coincidieron en un primer hito de consolidación del campo a partir de la compilación realizada por Pieter Spierenburg (1998). Ya en el siglo XXI, pueden citarse aportes sobre Italia (Hughes, 2007; Banti, 2020) y la península ibérica (Sánchez y Berrendero, 2019).
Sin embargo, no puede decirse lo mismo para las academias latinoamericanas. Puede que así ocurra por falta de recursos o el legado del antiguo debate sobre la modernidad en América Latina, reemplazado luego por temáticas probablemente más urgentes. Por ejemplo, las preocupaciones en torno de los autoritarismos y las democracias. Sin embargo, existen algunas excepciones sobre Uruguay (Parker, 2020), México (Kiddle, 2015) y Perú (Chambers, 2003), que se propusieron pensar al honor como un componente en las sociedades y la política latinoamericana entre los siglos XIX y XX.
En Argentina, por su parte, también se siguieron estas líneas de observación, en especial en la obra de Sandra Gayol (2008). Al trasladar el análisis al escenario local, los aportes de la autora deben integrarse con otros trabajos contemporáneos provenientes de la historia cultural y una renovada historia política que permitieron repensar las miradas tradicionales sobre las elites argentinas. Por ejemplo, sobre la competencia política notabiliar (Alonso, 2010) o sus estrategias de sociabilidad (Losada, 2008) en el cambio de siglo. Más cercanos a las perspectivas de estudio del honor, destacan dentro del caso santafesino trabajos sobre la libertad de prensa ante los delitos de calumnias e injurias (Bonaudo, 2009); sobre la proyección de honorabilidad en la sociabilidad burguesa rosarina (Garcilazo, 2017) o en la reciente línea de estudios en clave regional sobre los escándalos políticos (Peña Guerrero y Bonaudo, 2019).
El honor en el entramado de las culturas políticas
Comentadas algunas de las especificidades sobre el honor como objeto de estudio en la modernidad, corresponde en este punto interpelar al concepto de ‘culturas políticas’. Se trata de un aporte solo comprensible en el campo de la historia política a partir de su profunda renovación de las últimas décadas. La perspectiva de una “historia política configuracional” volvió posible analizar objetos, procesos y actores políticos que antes no eran considerados (Barriera, 2002).
Producto directo de las aspiraciones de este cambio, el ingreso de las culturas políticas en la historia ha resultado tan prolífico como problemático. Es probable que estas líneas no escapen a la contradicción. Luego de una introducción a las tendencias de análisis propuestas, se procurará explicar la validez teórica de las culturas políticas para analizar las dimensiones del honor en la política moderna del siglo pasado.
Al igual que el campo sobre el honor, la cultura política tampoco tuvo su origen en la historiografía sino en la ciencia política funcionalista norteamericana. Las principales acusaciones al concepto original llegaron con la ola epistemológica de los 80 y en su ‘alquiler’ por otras disciplinas como la antropología y la historia política. La denominada “perspectiva de la interpretación” sobre las culturas políticas se volvió así dominante en los estudios historiográficos y es la que se intentará caracterizar a continuación (de Diego Romero, 2006:248).
De forma simplificada, la corriente interpretativa centra su atención en los sujetos históricamente situados y, desde una perspectiva constructivista y relacional, sus elaboraciones de sentido. La variante fue adoptada por la escuela francesa de las culturas políticas[1]. Entre sus méritos se encuentra la vocación por pensar de forma plural a las culturas políticas, compitiendo y vinculándose entre sí en un mismo régimen político. Asimismo, por adaptar el concepto a las temporalidades históricas, las culturas políticas “nacen, viven y mueren en la Historia”, en cuanto logran adaptarse a los desafíos de nuevos escenarios (Caciagli, 2019:15).
La ambición teórica y conceptual de la categoría, su predisposición a explicar procesos, actores y representaciones simbólicas complejas necesariamente vuelve difícil una definición acotada. Como dijera el politólogo alemán Max Kaase: “definir la cultura política es como intentar colgar un flan de una pared”[2]. Probablemente, porque cada concepto que se posea de cultura política, “implica una cierta teoría de la acción humana y, por lo tanto, un objeto de estudio y un programa de investigación histórica específicos” (Cabrera, 2010:79).
La complejidad de las categorías, así como su dificultad para acoplarse a los estudios históricos, vuelven necesaria una definición por agregación. En primer lugar, se trata de un:
conjunto de representaciones que cohesionan a un grupo humano en el plano político … una visión del mundo compartida, una lectura común del pasado, una proyección hacia el futuro, vivida en el grupo. Esto desemboca… en la aspiración a tal o cual forma de régimen político y de organización económica, al mismo tiempo que… normas, valores y creencias compartidos (Sirinelli, 1999:462).
La descripción anterior incorpora una serie de elementos comunes. Entre otros, construcciones discursivas de un “subsuelo filosófico o doctrinal común”, generalmente expresados en forma de una “vulgata” accesible; una perspectiva “institucional” sobre las organizaciones del Estado; un “discurso codificado” compuesto por vocabularios compartidos; y “ritos y símbolos” que permiten materializar prácticas comunitarias (Berstein,1999:391). En definitiva, desde esta perspectiva las representaciones englobadas por las culturas políticas deberían permitir comprender también identidades e ideologías; discursos y prácticas; componentes tanto racionales, como doctrinales e incluso emocionales, que constituyen la potencia de toda fuerza política.
Por supuesto, esta definición no termina de explicar los procesos o mecanismos por los cuales surge o se consolida una cultura política; los factores que contribuyen a su interiorización en los sujetos, o que aporten una relación explicativa a una “acción política” determinada (Cabrera, 2010:50). Las respuestas a estas incógnitas requerirían de un necesario ajuste de cuentas teórico, como también de componer un esquema lo suficiente flexible a su uso empírico. Por este motivo, en la mayoría de los estudios historiográficos la definición del concepto no suele ser un problema, sino que se opta por transpolar esquemas ajustables al periodo a analizar. La caja de herramientas, su adaptación a recursos teóricos y conceptuales intercambiables, para bien o para mal tiende a predominar. Lo propio ocurre con trabajos que no mencionan la categoría, pero que negocian tácitamente con ella.
Al retornar a las investigaciones sobre el honor en las sociedades modernas, este es mayormente el caso. En líneas generales, los trabajos mencionados se desarrollaron en dos variables relacionadas. La primera, en la honra y los duelos de caballeros como un “marcador de clase” para cohesionar a las elites socioeconómicas (Gayol, 2004:483). La otra, más cerca de los intereses de este artículo, se concentró en explorar su vigencia en los cambios políticos durante los procesos de modernización de los regímenes europeos entre los siglos XIX y XX[3].
Así ocurrió con la Argentina moderna. A diferencia del Viejo Mundo, aquí el honor y los duelos no tenían referentes medievales, sino que se trató de un producto importado de su Belle Epoque. Puede ser considerado como “parte esencial del proceso de construcción de la modernidad” en el país (Gayol, 2008:107). No obstante, en sus aspectos políticos resaltan las similitudes. Con la construcción definitiva del orden político nacional, la honra se integró como parte de la “trama argumentativa de la acción política” de la época, es decir, en las prácticas de disputa y representación políticas (78). En este sentido, Sandra Gayol ha estudiado su relevancia en torno a diversos procesos políticos como las representaciones sobre la ciudadanía, las disputas parlamentarias atravesadas por lances caballerescos, la cobertura de la prensa sobre los asuntos de honor, el ejercicio republicano de la función pública o en las prácticas de competitividad inter e intra partidarias.
En este punto, es necesario tomar dos recaudos. El primero, respecto a las periodizaciones: el auge de la práctica en el país se produjo desde las décadas de 1870-1880, para entrar en decadencia entre 1910-1920 (Gayol, 2008). Mientras que el honor de caballeros se desarrolló conjuntamente con una gran variedad de procesos de modernización social, cultural y política en la Argentina, su decadencia parece coincidir con la maduración de los fundamentos de tal modernidad. Nuevas formas de sociabilidad, la profesionalización de la política o las nuevas dimensiones de sus prácticas violentas se encuentran entre los principales motivos.
El segundo recaudo consiste en señalar los límites de las pretensiones delimitadoras del honor por parte de las élites. A tono con la movilidad social y los procesos de democratización política a inicios de siglo, la honra constituyó también un campo de disputa. El ingreso de los hombres a la ‘sociedad de la satisfacción’ fue negociado en cada caso, acorde a las presiones de la situación, los antecedentes de los implicados y sus pericias en el arte de la injuria. Especialmente en política, parlamentarios y funcionarios, pero también periodistas o simples militantes debatieron en la prensa y la vía pública en defensa de su reputación. De esta manera, Gayol no duda en afirmar que “un sentido del honor más igualitario y republicano (…) constituyó la base de la definición de los derechos y obligaciones de la ciudadanía” (2008:94).
Los radicales y los duelos: la sublimación de la violencia política
Como se ha mencionado, los estudios del honor y las culturas políticas se han encontrado al abordar la política moderna y la forma en que interpeló a sus actores, prácticas y representaciones. De esta forma, los políticos argentinos creyeron necesario batirse a duelo tanto para defender su propio honor como el de su nación y su partido. Veían en sus preceptos “una forma de violencia política honorable… una manera de dignificar la política” (Gayol, 2008:169). Es decir, un modelo de conducta a través del cual distanciarse de los males tradicionales de la ‘política criolla’.
En esta sección se propondrá como ejemplo de la relación entre los dos conjuntos teóricos los vínculos entre la cultura del honor con ciertas representaciones políticas sobre la violencia que deben rastrearse en la segunda mitad del siglo XIX y que resistieron, con altibajos, durante el primer tercio del XX. De este modo se espera, a su vez, dilucidar una de las razones que explican la difusión, pero, ante todo, la pervivencia de este código en la política argentina. Incluso, a inicios de la década del 30 cuando el honor y los duelos ocupaban un lugar que debe considerarse de forma “residual” en el campo político.[4]
Para comenzar, existieron diversas formas paradigmáticas de violencia legítima ligadas al republicanismo decimonónico rioplatense. Aunque a fines de brevedad se lo caracterizará disociado del liberalismo, tal ejercicio sólo resulta posible de forma teórica. En este aspecto, ambos resultan en última instancia comprensibles como “lenguajes políticos” y, por ello, en su “historicidad” que se rebela a partir de las contradicciones de sentido en su performatividad (Palti, 2002:111).
Sin embargo, es útil comenzar con algunas similitudes teóricas entre la cultura del honor y el republicanismo como cultura política. La primera es de tipo ontológica. Ambos comparten un imaginario del individuo como sujeto virtuoso, cuya dignidad se adquiere en relación a una comunidad de referencia sin menoscabo de su propia individualidad. Por un lado, el republicanismo propone a un sujeto que alcanza, sea por predisposición natural o mediación pedagógica, su excelencia en el compromiso con su comunidad política (Ovejero, 2008:221). Algo similar ocurre con el caballero del código de honor cuya dignidad se construye al incorporar valores y conductas que lo admiten como miembro de un conjunto de pares. A su vez, en los dos universos se presupone una igualdad teórica que puede estar sujeta a límites en el terreno práctico.
Al seguir el razonamiento, a partir de la condición virtuosa del sujeto se lo presume digno de atribuciones -la conducta honorable y los derechos políticos- pero se le imponen también su correlato de obligaciones. Ante todo, los dos universos simbólicos apelan a las armas como contraparte de la virtud. El honor, mediante la reparación de la estima ofendida con los duelos. El segundo, por la defensa de la comunidad política, sus derechos e instituciones.
Al abandonar los esquemas teóricos, los parecidos se concretan en el terreno de las prácticas históricas. Siguiendo el esquema propuesto, los duelos y las actuaciones de violencia política republicanas pueden ser vistos como prácticas vinculadas en tanto formas de violencias legítimas a sus respectivos universos simbólicos. Entre ellas, las revoluciones rioplatenses del siglo XIX, es decir los levantamientos civiles contra gobiernos considerados como despóticos, pueden que sean uno de los mejores ejemplos. Después de todo, junto con otras formas de participación política como la prensa o la ocupación del espacio callejero; las revoluciones fueron parte de un ciclo político que contribuyó a delimitar una esfera de opinión pública conjuntamente a la conformación del Estado nacional (Sábato y Ternavasio, 2020). Se abre así el interrogante: ¿de qué forma es posible captar una correspondencia entre ambos conjuntos de prácticas?
Una aproximación a la respuesta puede que se encuentre en los intersticios observables de las culturas políticas según se presentan en casos históricos. Un buen espacio de observación para esta opción puede encontrarse en la Unión Cívica Radical (UCR), concretamente en una serie de atributos identitarios de su cultura política entre fines del siglo XIX y una buena parte del XX.
Es necesario comenzar por los antecedentes. Las revoluciones y la figura del ciudadano en armas anteceden al radicalismo. Ambas formaron parte de una “concepción de la política fuertemente republicana en la que la violencia tenía reservado un lugar legítimo” que caracterizó a la política rioplatense desde la segunda mitad del siglo XIX (Sábato, 2002:166). Se trataba de un significado de revolución que se utilizaba en sentido regeneracionista, el retorno a un pasado idealizado de participación en la comunidad política. Con ella, se aportaba un componente emotivo a los levantamientos, compatibles con las nociones del honor en clave republicana como la defensa viril de las libertades cívicas.
Aunque desde finales del siglo XIX la violencia fue desplazada progresivamente de la arena política, producto de la consolidación del orden institucional y de su deslegitimación en la opinión pública, sus continuidades son rastreables en el XX. Así ocurrió en el radicalismo. La “identidad política” radical recupera esta tradición republicana, tanto en los combates electorales, como en torno a las representaciones construidas a partir de su mito fundacional: la Revolución del Parque de 1890 (Reyes, 2022: 17)[5]. Aunque fuera obra de civiles y militares de tendencias heterogéneas, los radicales lograron apropiarla como símbolo.
Posteriormente a la Revolución, la UCR surge a partir de las fracciones de la Unión Cívica lideradas por Leandro N. Alem que se oponían a pactar con el gobierno. El radicalismo se conforma desde la oposición, y fundó desde ese lugar una “cultura política” singular, respaldada en influencias ideológicas eclécticas, pero en torno a principios y sensibilidades como la intransigencia, la deslegitimación del rival y un republicanismo militante de tono moral (Alonso, 2000: 304). Con esta impronta, adquirió tempranamente una estructura organizativa innovadora, establecida en convenciones y comités como forma de articular una máquina que se pensaba orgánica, pero que reveló sus tempranos personalismos. Así ocurrió con el liderazgo de Alem, que con la directiva partidaria enfocaron los primeros esfuerzos en las revoluciones de 1893 en Buenos Aires y Santa Fe, entre varias provincias.
La organización y movilización política exitosa se combinaba tanto en la vía revolucionaria como en la electoral. Pero en la elección por estas opciones se desarrollaron también las tendencias facciosas que tendrían largo arraigo en la UCR. Tras las derrotas de 1893 los grupos radicales se dividieron en torno a liderazgos, entre ellos el de Hipólito Yrigoyen en el comité bonaerense. La fragmentación, las alianzas con fuerzas afines al gobierno y el suicidio de Alem en 1897, denunciaron a sus contemporáneos la crisis. A ello le siguió un muy largo periodo de “reorganización”, con hitos como el congreso partidario de 1903, el intento revolucionario de 1905, la ley Sáenz Peña de 1912 con las primeras victorias provinciales, hasta el ascenso de Yrigoyen a la presidencia en 1916 (Reyes, 2022:177).
En este lapso, el ascenso vertiginoso de la UCR no debe atribuirse solo al éxito de su maquinaria partidaria o a la fragmentación de la coalición gobernante, sino en su capacidad de rearticular elementos del lenguaje y las prácticas políticas previas. Aunque no eran de su patrimonio exclusivo, la cultura radical supo convertir a estos elementos, como las revoluciones, en “rasgos distintivos” que comprendían “la legitimidad del uso de la violencia” como medio político (Alonso, 2000:297). En las revoluciones y las luchas comiciales los radicales veían una forma de compromiso político con su causa identitaria. Fundamentalmente, porque con su continua referencia, apelaban a evocar imágenes de tono moralizante sobre el deber ser radical. A medida que la UCR alcanzaba posiciones de gobierno, las revoluciones pervivieron como mitos en conmemoraciones ritualizadas donde militantes y dirigentes desfilaban con los símbolos partidarios. Y con un rol protagónico, los nombres de los “mártires” caídos en las revoluciones, así como el “apóstol” Alem y, una vez en el poder, el propio Yrigoyen (Reyes, 2022:212).
La densidad simbólica que cargaban los componentes de esta ‘religión cívica’ recuerda a la ritualidad inherente a la cultura del honor y su expresión en los duelos. En ambos casos se trataba de una violencia pactada, sea como ocupación viril del espacio público, o en el compromiso de igualdad que se reconoce entre duelistas para demostrar mutuamente la estima propia. Es también violencia regulada, sometida a reglas y acuerdos; cuyo fin no era la destrucción del rival sino una estrategia personal y colectiva de demostración de poder.
¿Significa que la cultura del honor y los duelos son componentes intrínsecos de la identidad radical? Por supuesto que no. Desde la llegada de la UCR al poder nacional con la presidencia de Yrigoyen en 1916, el partido debió reconvertirse a las exigencias del gobierno. Pero, como suele ocurrir, las prácticas políticas en la oposición probaron su resistencia.
Desde el primer gobierno entre 1916-1922, proliferaron facciones radicales a nivel provincial, así como sus ramificaciones en la política nacional. Las disputas entre tendencias caracterizaron desde sus orígenes al radicalismo; en forma de organizaciones distinguidas por lealtades flexibles a dirigentes individuales, al comité nacional y, progresivamente, ante el liderazgo de Yrigoyen. Pero en el poder, las diferencias se agravaban tanto en el ámbito de ejercicio estatal, como en el parlamentario. Con la ampliación de la burocracia y de la figura del presidente; la UCR continuó con las prácticas de la política “criolla” al fortalecer la maquina partidaria mediante las redes clientelares del empleo estatal; pese a las denuncias de la oposición conservadora y socialista (Persello, 2004:75). Estas se realizaban en un Congreso Nacional en que era difícil negociar: pese que la UCR adquirió la mayoría en Diputados en 1918 –no la lograría en el Senado- la “parálisis legislativa” fue continua (Ferraris, 2008: 60-61).
Los conflictos solían superaban la contención partidaria. Se resolvían en candidaturas separadas, fraude, violencia y en el recurso de la intervención federal. Por estos motivos, conviene pensar al radicalismo durante el periodo en plural, como una “federación de formaciones políticas provinciales” coordinadas en mayor o menor medida por una dirigencia nacional (Reyes, 2022:147). Durante la gestión de Alvear, entre 1922-1928, la interna se institucionalizó en el cisma entre yrigoyenistas y antipersonalistas desde 1923, que se recrudeció con la victoria de Yrigoyen en 1928 y el abrupto fin de su gobierno en 1930.
A su vez, se pueden trazar trayectorias provinciales específicas. En Santa Fe, la lucha facciosa se agravó ante la ausencia de un partido conservador fuerte, resultado de la debilidad del Partido Demócrata Progresiva (PDP), y el éxito de la UCR santafesina por cooptar “actores políticos de agrupaciones tradicionales del orden oligárquico” (Carrizo, 2020:242). A los clivajes por líderes y ante la cúpula partidaria, aquí se agregaban también el que existía entre las elites tradicionales capitalinas con las burguesías rosarinas. Estas divisiones pueden pensarse a partir de los involucrados en el desafío que abre estas líneas[6].
En primer lugar se encuentra Manuel Menchaca, médico de la ciudad de Santa Fe y primer gobernador radical de la provincia entre 1912-1916. Menchaca constituía un ejemplo de una nueva generación de dirigentes que reemplazaron, favorecidos por el comité nacional, a notables que lideraron la UCR santafesina desde la revolución de 1893. Durante su gestión surgió una facción ‘disidente’, que consagró a Guillermo Lehmann como gobernador los cuatro años siguientes. Luego retornaron los ‘nacionalistas’, con el también protagonista del desafío, Enrique Mosca. Destaca de su gobierno, entre 1920-1924, el veto a la constitución provincial en 1921 que favorecerá la formación de una tendencia “constitucional” aliada con el PDP en la defensa de la ley magna –que contó con Menchaca - versus la oficialista que debió acercarse a los grupos “nordistas” (Persello, 2004:44). De su alianza surgió el gobierno de Ricardo Aldao, entre 1924-1928, identificado con el antipersonalismo a nivel nacional. Y finalmente, de nuevo acorde a las tendencias nacionales, el gobierno ‘personalista’ de Pedro Gómez Cello hasta el golpe de 1930. En el momento del desafío de 1931, la pertenencia de ambos se había realineado con el contexto. Menchaca se encontraba entre los integrantes de la Junta Reorganizadora, personalista, que buscaban una lista de unidad para gobernador. Mosca, en cambio, se encontraba entre los antipersonalistas, denominados “unificados”, que especulaban con una lista propia[7].
Aunque finalmente se impuso la lista de unidad, el decurso de lealtades y alianzas flexibles en las dos décadas anteriores reflejan el peso de la tradición facciosa radical en Santa Fe. Aquí solo se han mencionado las principales entre las que compusieron el “caleidoscopio radical” en la provincia y sus colores cambiantes de acuerdo a la coyuntura (Carrizo, 2020:157).
Recapitulando, aunque los radicalismos en el gobierno nacional y los escenarios provinciales reconfiguraron sus prácticas políticas en el poder, pervivieron las dinámicas facciosas, así como elementos de la competencia política anterior a la reforma de 1912. La violencia comicial estuvo entre ellas, en mayor o menor medida, durante todo el periodo. En ellas los componentes litúrgicos radicales se convertían en un instrumento del conflicto interpartidario, en parte de una lucha por las banderas propias en la que se recurría a diversos dispositivos simbólicos vinculados a las memorias revolucionarias. La competencia por su identidad política, es decir por poder llamarse los auténticos radicales, puede que explique la presencia del honor y los duelos. En estas líneas se sostiene que una de las razones debe rastrearse en la apelación a los desafíos como una forma consciente por parte de militantes y dirigentes de remitirse, en una versión domesticada, a la violencia política legítima inherente a la cultura política radical y a la tradición republicana.
Con el siglo XX la violencia decayó como opción viable y legítima para el conflicto político. Sin embargo, su memoria se mantuvo actualizada en diferentes actores y recursos simbólicos. Por este motivo, es posible sostener que la vigencia de los duelos se correspondió con una estrategia, consciente o no, de los actores políticos por relacionarse con una larga tradición de violencia política. Después de todo, el cambio histórico suele constituirse por desfasajes entre las situaciones concretas de los sujetos y las mentalidades con las cuales las interpretan. El honor y los duelos eran así percibidos como una forma de violencia pactada y regulada, “civilizada” en el sentido de Norbert Elias (2011), con la cual adaptarse a los conflictos de la política de masas. Pero, como ocurría con los radicalismos, manteniendo la memoria de violencia legítima tan importante a sus prácticas políticas. La referencia al esquema de Elias no es literal, en tanto un proceso “sociogenético” de aprendizaje, sino como una estrategia empleada para distinguirse de la barbarie de la política decimonónica, pero manteniendo su memoria como marca viril de compromiso individual y colectivo[8].
Si el duelo era aceptado como un medio para ‘dignificar la política’, también podía serlo como un recurso de los dirigentes radicales por mantener viva la memoria revolucionaria de su partido en su persona. Pasado el tiempo de las revoluciones, aun debía demostrarse el compromiso y el “honor de la causa partidaria y de sus correligionarios frente a los adversarios de turno” (Reyes, 2022:274). Junto con la violencia comicial, en los mítines y conmemoraciones, se encontraba el honor defendido en los duelos. Cómo justificaba un periódico partidario frente a las posturas anti duelo del Partido Socialista (PS) en 1916:
No se es hombre, o no se es partido, cuando no se tiene honor, cuando no se tiene dignidad, cuando no se sabe defenderlo… El que se deja lanzar un mentís a la cara, el que se deja llamar cobarde… y dice que no se bate porque no se lo permiten sus leyes… ése no es un hombre, ese no es partido (El Radical, citado en Reyes 2022:275)[9]
Los duelos de caballeros pueden así revelar una faceta de domesticación de la violencia que bien podía funcionar como práctica de memoria de un anhelado pasado viril republicano. Sin embargo, puede que la mejor forma de fundamentar esta hipótesis no se encuentre en el tiempo de apogeo de los duelos, o durante los gobiernos radicales, sino con la crisis de ambos en la década del 30. En este contexto, el golpe de Estado de 1930 inauguró un periodo de incertidumbres para los políticos argentinos. En términos generales, sobre la democracia de masas. Para los radicales, sobre su real representación de la causa nacional ante un golpe que los había desalojado demasiado fácil del poder.
En este contexto florecieron los duelos entre los dirigentes del partido. Pueden mencionarse, a modo de ejemplo, algunos seleccionados por la relevancia nacional de sus implicados y las repercusiones que tuvieron como parte de los conflictos políticos producto de la crisis. Además del caso comentado sobre Santa Fe, se pueden citar otros ejemplos como el desafío lanzado por el político conservador bonaerense Antonio Santamarina al ex presidente Alvear en su exilio en Montevideo[10]. O el duelo realizado en 1932 en Córdoba entre el ex Ministro de Obras Públicas en la segunda gestión de Yrigoyen, José Benjamín Ábalos, y su ex vicepresidente Enrique Martínez[11]. El motivo había sido justamente las acusaciones cruzadas de uno y otro por las responsabilidades tomadas en el golpe. Otro desafío, que solo quedó en rumores, fue protagonizado por el político Ricardo Caballero con “un integrante del Comité Nacional de la UCR” a raíz de declaraciones injuriosas contra el santafesino[12]. Cabe aclarar, la crisis política y los duelos no solo afectaron a los radicales. Escenas similares se produjeron cuando el político socialista y –a su pesar- asiduo duelista Alfredo Palacios desafió en 1932, en plena sesión del Senado nacional, al dirigente conservador Matías Sánchez Sorondo por desmentir sus acusaciones sobre torturas a presos políticos durante la gestión de Uriburu[13].
Como ilustran estos hechos, la incertidumbre que inauguró la ruptura del proceso constitucional favoreció cierto regreso de los duelos como camino para resolver disputas tanto al interior del radicalismo como en otros espacios políticos. Suspendidas las elecciones, en un nuevo clima de censura, estas modalidades de violencia simbólica recobraron vigencia como medio de negociación política. En especial, así parece haber ocurrido con los radicales, entre quienes se recurría a estos dispositivos simbólicos para disputar y reafirmar lealtades cuando estas parecían volverse más frágiles que nunca.
Sin embargo, la decisión resulta curiosa. Concretamente, porque estas expresiones de conflictos simbólicos competían con alternativas mucho más reales de violencia. Por un lado, como se ha trabajado para el caso de Buenos Aires, en el crecimiento de la violencia en los actos partidarios en las calles capitalinas y los barrios conurbanos. Con las elecciones y victoria de Yrigoyen en 1928, los tiroteos y batallas callejeras se consolidaron en tanto prácticas políticas violentas que tienen su origen en el siglo XIX, para reeditarse en los actores políticos de la década del 20 y buena parte del 30. La violencia aún operaba como “un elemento constitutivo y legítimo de la praxis política”, en la que intervenían de forma central las “cuestiones de honor” en la defensa del partido, los dirigentes y el territorio (González Alemán, 2021:103).
Por el otro, en los intentos revolucionarios que protagonizaron algunas corrientes radicales entre 1930 y 1933. En el nuevo escenario de política fraudulenta, estos sectores pretendieron desempolvar su viejo recurso histórico. Con todo, las chances de éxito eran mucho menores. Principalmente, por la falta de apoyo de la dirigencia partidaria, a cargo de las facciones alvearistas, que preferían mantener una abstención pacífica para negociar una apertura democrática del régimen. A su vez, a diferencia de lo ocurrido en 1905, los levantamientos tuvieron muy poco apoyo militar de un cuerpo mucho más cohesionado institucionalmente bajo el liderazgo del general Agustín Justo. Posiblemente, el último caso exitoso haya sido el mismo golpe de 1930, con un fuerte componente radical, y que ha sido considerado como el “último de los ‘golpes’ del siglo XIX” por la escasa autonomía militar en relación a los actores políticos que lo promovieron (Macor, 2006:82). Por último, por nuevas prácticas de violencia política que amenazaban volver obsoleto el clivaje propuesto por los radicales entre república y régimen fraudulento.
Frente a estas alternativas, resulta esclarecedor que buena parte de las dirigencias nacionales –como Alvear-, y provinciales –Mosca y Menchaca en Santa Fe-, hayan insistido en los duelos cuando otras formas de violencia política, centrales al radicalismo, se hacían de nuevo presentes. Tal vez, demasiado para ser llevadas efectivamente a la práctica. Es posible que por ello insistieron en una versión sublimada de esta violencia, en la apelación a sus elementos identitarios pero desde la comodidad de desafíos y duelos muy poco violentos. De esta forma, no era casual que el diario filo radical Santa Fe celebrase la salida honorable del desafío entre Ábalos y Martínez, en la misma edición que condenaba las asonadas revolucionarias y llamaba al “camino del orden y la no violencia”[14]. Fue en la ciudad de Santa Fe justamente, en coordinación con otras localidades, donde ocurrió uno de los últimos de estos intentos revolucionarios en diciembre de 1933, cuando una facción inició el levantamiento mientras que el Comité Nacional del partido se reunía en la ciudad.
En una de sus últimas ocasiones, los radicales entendían que la memoria y la emotividad retórica de la revolución resultaban mucho más útiles y necesarios que su propia ejecución. Así lo creyeron en un contexto de fragmentación política, que afectó especialmente a una fuerza que se había desacostumbrado a encontrarse en la oposición. Para colmo de males, cuando buena parte de sus correligionarios formaban parte del gobierno que los mantenía en ese lugar. En este contexto, se produjeron las apariciones finales tanto de las prácticas republicanas que habían nutrido a la identidad radical, como del honor y los duelos en la política argentina.
Por el contrario, comenzaron a trascender nuevas formas de violencia en clave “militarizada” que trajeron a escena los grupos nacionalistas de derecha y que se fundamentaban en “el rechazo de las formas de la política democrática tradicional” (González Alemán, 2013:98). En retrospectiva, era el fin de ciertas pautas tradicionales de conflicto en la política argentina. Para reemplazarlas, surgían otras prácticas violentas que en las décadas siguientes adquirirán cuantitativa y cualitativamente una magnitud mucho mayor. El rival, al que se debía vencer o dominar, se convertirá en el enemigo a eliminar. La mecanización de la violencia y el siglo de las catástrofes hacían así su entrada triunfal en la Argentina.
A modo de conclusión
A lo largo del artículo se ha intentado demostrar las posibilidades analíticas en la historia política de pensar, de forma conjunta, los estudios historiográficos sobre el honor en la política moderna con los aportes conceptuales de las culturas políticas. En particular, al considerar estas contribuciones aplicadas al análisis del radicalismo durante las primeras décadas del siglo XX. En este sentido, se espera haber demostrado que la cultura del honor y los duelos funcionaron como un dispositivo simbólico que podía insertarse, según la coyuntura, efectivamente en las representaciones y prácticas identitarias de esta fuerza política. En ellas, las apelaciones a tradiciones de violencia legítima del siglo XIX jugaban un rol clave, puesto que actuaron como los mitos fundacionales en torno a los cuales se estructuró la identidad radical. Junto con la simbología revolucionaria, se encontraban los duelos de caballeros para resguardar la estima de sus militantes, dirigentes y el honor partidario.
De todas maneras, las conexiones son múltiples y más profundas. Es importante recordar que aquí solo se ha desarrollado una expresión específica de una relación más densa entre código de honor, cultura política republicana y radicalismo. Los desafíos y duelos son una manifestación específica de este vínculo, frente a otros lazos más sutiles en el terreno de los discursos y las representaciones. Resta para futuros trabajos explorar estos vínculos, así como desarrollar los casos aquí apenas mencionados por su relevancia para comprender la coyuntura de crisis del radicalismo a inicios de la década del 30.
Para concluir, se espera haber contribuido con un pequeño aporte en pos de enriquecer los análisis y las posibilidades de una historia política tan renovada como diversa. Como siempre, el fin es el objetivo imposible de comprender a los sujetos históricos en su contexto. Cuando los dirigentes y militantes radicales se encontraron en el terreno del honor, no hay motivos para dudar de su seriedad y, por qué no, honestidad. Puede que la honra no haya sido más que uno de los recursos que poseían para encarar los desafíos de su tiempo, especialmente a medida que el futuro se plagaba de incertidumbres que parecían alejarlo cada vez más de la tan ansiada meta republicana. En este sentido, tal vez la definitiva desaparición del honor como referente en la política argentina sea también un síntoma del declive de tales aspiraciones cívicas y de las culturas políticas que les dieron origen.
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Recibido: 04/05/2023
Evaluado: 03/07/2023
Versión Final: 20/07/2023
páginas / año 16 – n° 40/ ISSN 1851-992X /2024
[1] Se toma como referencia la revista gala de historia cultural y política Vingtième Siècle. en especial su número 44 de 1994 (Berstein, 1999:392).
[2] Citado en Caciagli (2019:7).
[3] Así se ha hecho, por ejemplo, con Italia desde 1870. En este novel sistema político, los duelos de caballeros consistían en una “brújula moral común” en torno a la cual transitar la nueva política (Hughes, 2007:128). Algo similar ocurrió en Francia durante la Tercera República. Sus gobiernos apelaron al duelo como parte integral del “arsenal retórico” para construir al ciudadano comprometido (Nye, 1993:157).
[4] Se agradece a Sandra Gayol esta observación en las “VI Jornadas Política de masas y cultura de masas en América Latina: conexiones, circulación y redes transnacionales” (2021). La referencia es de Raymond Williams (2003:143-149).
[5] Nótese que el autor opta por el concepto de “identidad política” frente al de cultura política. Pese a la distancia teórica entre ambas, la categoría resulta útil a fines de explorar elementos de las prácticas políticas radicales.
[6] Diario Santa Fe (SF) 22/03/1931. Véase las ediciones entre la fecha y el 29/03/1931.
[7] SF 21/03/1931.
[8] Así ha sido considerado para los políticos italianos en el cambio de siglo. Por ejemplo, los republicanos acudían a los duelos como una manera de apelar a la gesta de Giuseppe Garibaldi. Les permitía “continuar, aunque de forma individual, el drama y heroísmo del Risorgimento mismo” (Hughes, 2007:97).
[9] La cita original en (Ferrari, 2008:164). Respecto a la prohibición de los socialistas a batirse, se encuentra formulada desde sus orígenes en el Primer Congreso del partido en 1896 (Gayol, 2008:257). Disposiciones similares regían para los socialismos europeos. Al igual que otras formaciones izquierdistas, consideraban que los duelos eran una ‘farsa burguesa’ y, para el socialismo argentino, una prueba más de la ‘política criolla’.
[10] SF 22/07/1931; 23/07/1931. Acaudalado terrateniente, Santamarina ocupó cargos legislativos desde 1908 por el Partido Conservador. Al momento del desafío, era senador nacional de su provincia por el Partido Demócrata Nacional. Respecto a Marcelo T. de Alvear, el ex presidente se encontraba luchando por ganar el liderazgo partidario (Persello, 2004:138). ‘Sportsman' y conocedor de los asuntos de honor, se desempeñó como padrino en numerosas ocasiones. Entre ellas, acompañando a Hipólito Yrigoyen en su duelo con Lisandro de la Torre en 1897 (Gayol, 2008:183).
[11] SF 28/03/1932; 29/03/1932. José Benjamín Ábalos fue un médico de Rosario que ejerció como diputado nacional de Santa Fe por la UCR. Desarrolló una importante carrera profesional que lo llevó a ser rector de la Universidad Nacional del Litoral en 1922. Enrique Martínez fue un dirigente cordobés proveniente de un “clan familiar” con integrantes tanto en el Partido Demócrata como en la UCR cordobesa (Ferrari, 2008: 201-206). Antes de ser vicepresidente fue diputado provincial, nacional y gobernador de Córdoba.
[12] SF 3/07/1931. Ricardo Caballero, médico de origen cordobés, fue un importante dirigente radical en Rosario. De antecedentes anarquistas, mantuvo buenas relaciones con los sindicatos de la ciudad portuaria y logro liderar una facción gravitante en la provincia que le permitió ser vicegobernador en 1912 y parlamentario nacional en varias ocasiones (Carrizo, 2020:91). En 1931 se encontraba cerca del antipersonalismo.
[13] SF 29/03/1932. Para el dirigente y primer diputado socialista de América, no eran nuevos ni los duelos ni sus consecuencias políticas. Ya en 1915 Palacios había sido expulsado del PS por desafiar al diputado nacional radical Horacio Oyhanarte en el recinto de la Cámara Baja. Por su parte, el político conservador bonaerense Matías Sánchez Sorondo contaba con una larga carrera parlamentaria en el Partido Conservador de la provincia de Buenos Aires. En el gobierno de facto se desempeñó como Ministro del Interior desde septiembre hasta la crisis del régimen en abril de 1931.
[14] SF 28/03/1932.