Tradición y reforma en tiempos de transición: la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima a fines del siglo XVIII

Tradición y reforma en tiempos de transición: la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima a fines del siglo XVIII [1]

Tradition and reform in times of transition: the Royal University of San Marcos de Lima at the end of the 18th century

María Gabriela Huidobro Salazar

Universidad Andrés Bello (Chile)

mhuidobro@unab.cl

http://orcid.org/0000-0001-9980-6175

Aldo Casali Fuentes

Universidad Andrés Bello (Chile)

aldo.casali@unab.cl

http://orcid.org/0000-0002-5669-6305

Resumen

El artículo revisa, desde la perspectiva de la historia cultural, la trayectoria histórica de la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima en el siglo XVIII, para analizar su proyecto formativo y clima intelectual a la luz de los procesos de reforma impulsados por el rey Carlos III, que desafió la tradición universitaria desde lógicas ilustradas. El período resulta significativo pues, en ese contexto, se formaron intelectualmente algunos de los patriotas que, a comienzos del siglo XIX, lideraron los movimientos autonomistas de las colonias hispanoamericanas.

Palabras clave: Universidad Hispanoamericana; Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima; Reforma universitaria; Carlos III; Ilustración; Tradición Universitaria.

Abstract

The paper reviews the historical trajectory of the Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima in the 18th century, to analyse its formative project in the context of the reform processes promoted by King Carlos III that challenged the university tradition from enlightened logic. The period is significant because, in this context, some of the patriots who, at the beginning of the 19th century, led the autonomist movements in the Spanish-American colonies, were intellectually formed.

Keywords: Spanish American university; Royal University of San Marcos de Lima; University reform; Charles III; Enlightenment; University Tradition.

Introducción

A comienzos del siglo XIX, las colonias hispanoamericanas enfrentaron procesos decisivos en su historia política, desafiando a la autoridad española para lograr sus independencias. Se trató de un fenómeno facilitado por la interconexión de las elites criollas que no solo lideraron la lucha militar, sino que trabajaron sobre la redefinición política de sus estados.

Las fuentes documentales del período denotan prácticas dialógicas coherentes entre los próceres de la independencia, basadas en códigos y referentes históricos comunes. Desde esta consideración, los letrados patriotas[2] que lideraron estos procesos políticos pueden considerarse como una comunidad cultural o de interpretación (Chartier, 2005; Huidobro, 2017) reconocible en patrones discursivos transversales y trayectorias biográficas similares. La mayoría recibió una escolarización propia de la elite criolla y se educó en el circuito universitario colonial, completando sus experiencias formativas, en algunos casos, con estadías en Europa[3].

En este sentido, las universidades coloniales pudieron jugar un rol clave como espacios de encuentro, diálogo y formación de la comunidad intelectual criolla que lideró de manera protagónica los cambios políticos en Hispanoamérica a comienzos del siglo XIX. Entre ellas, la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima ejerció un papel decisivo en el circuito letrado del Virreinato del Perú. Importantes letrados patriotas se formaron en sus aulas o participaron de sus claustros durante las últimas décadas del siglo XVIII. En el caso de los líderes de la independencia chilena, destacaron Manuel de Salas y Juan Egaña, quienes obtuvieron allí el Bachillerato en Cánones y Leyes. En el caso peruano, es posible mencionar, entre otros, a José Hipólito Unanue, graduado de Bachiller en Medicina en 1783 y luego catedrático en la misma universidad; y Toribio Rodríguez de Mendoza, Doctor en Teología por la misma institución (Silva Castro, 1959; Ugarte, 1970; Arias-Schreiber, 1974; Eguiguren, 1951).

El periodo formativo de dichos líderes coincidió con una época de evolución doctrinal hacia el absolutismo y la expansión de un ideario ilustrado (Cubas, 2002), que inspiraron numerosas propuestas de reforma para las universidades hispanoamericanas, aun cuando, en su mayoría, estas no lograron su efectiva implementación. Las tendencias culturales y educacionales clamaban, desde Europa, por la superación de los modelos escolásticos y una modernización de las aulas desde una inspiración ilustrada. Con este ánimo, la Corona española, en especial bajo el gobierno de Carlos III, promovió cambios en el sistema universitario, buscando fortalecer el control sobre la administración, el comercio y la educación de las colonias. Se trataba, por tanto, de un período de tensiones y transición entre una antigua tradición cultural académica y los afanes de reforma y modernización, del que la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima no pudo quedar ajena. ¿Qué lugar cupo a esta casa de estudios en el contexto de dichos debates y acciones de cambio? ¿Cómo participó la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima durante el periodo de formación de los letrados patriotas que lideraron luego los procesos independentistas? ¿De qué manera enfrentó a la tradición escolástica y a las tendencias reformistas borbónicas? ¿Es posible advertir, a fines del siglo XVIII, un proyecto renovado, moderno e ilustrado en los planes formativos de la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima?

Nuestra hipótesis propone que la historia institucional de esta casa de estudios en el siglo XVIII permite comprender su caso como expresión del complejo proceso de tensiones y transiciones que caracterizaron a las colonias hispanoamericanas en sus ámbitos cultural y político a fines de dicha centuria y que conformaron el marco contextual durante el cual los letrados patriotas se formaron a nivel intelectual. Aun cuando el desarrollo del pensamiento político e ideario de los patriotas fue el resultado de una multiplicidad de factores locales y globales, el contexto universitario puede ser considerado como una de las instancias que favoreció su diálogo y reconocimiento mutuo, y que los formó en la coyuntura de los cambios y revoluciones de fines de siglo. Si bien, para entonces, las universidades coloniales pueden considerarse como bastiones de la tradición escolástica y monárquica, estas no deberían entenderse sólo en referencia a su institucionalidad, sino en relación con las comunidades que albergaron, sus redes de influencia y el clima intelectual que se generó al alero de ellas (Roberts, Rodríguez y Herbst, 1999). Así como se ha reconocido la influencia que otros establecimientos educacionales, como el Convictorio de San Carlos (Robles, 2006), ejercieron en el desarrollo de las ideas ilustradas y liberales, la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima pudo haber constituido, al margen de las disposiciones institucionales, un espacio que dialogó con los ánimos de reforma y participó de un clima intelectual animado por principios ilustrados circulantes entre la élite intelectual (Weinberg, 1997), canalizando y favoreciendo el diálogo entre sus miembros.

Atendiendo a estos antecedentes, el objetivo del presente artículo consiste en revisar la trayectoria histórica, el proyecto formativo y contexto intelectual de esta casa de estudios en un periodo caracterizado por los ánimos reformitas ante la tradición institucional, desde la posibilidad de contemplarlos como factores incidentes en los procesos formativos de parte de la comunidad patriotas independentista hispanoamericana y de su ideario ilustrado. Con este fin, será necesario revisar, en primer lugar, los antecedentes históricos de las universidades hispanoamericanas desde una perspectiva panorámica, centrándonos en sus principales modelos y ordenanzas, con miras a conocer las características de la tradición universitaria. A partir de ello, abordaremos las propuestas reformistas en tiempos de Carlos III que tensaron dicha tradición, con el fin de conocer su impacto en la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima y analizar así su proyecto educativo y clima intelectual hacia fines del siglo XVIII, periodo de formación de la intelectualidad patriota.

A diferencia de lo que ocurrió en esa casa de estudios, investigadores como Cubas (2001), Huaraj (2013) y Padilla (2019) han reconocido la tendencia reformista e ilustrada que pudo tener mayor acogida, en sus aspectos normativos e institucionales, en el Real Convictorio de San Carlos, en especial, bajo el rectorado de Toribio Rodríguez de Mendoza. Por su parte, otros autores han sugerido la influencia de la Universidad de San Marcos en la formación de los próceres de la independencia, en particular con relación al inicio y expansión de las críticas al poder español, desde un enfoque mayormente político (Porras, 1963; Marticorena, 2013).

Esta propuesta busca complementar dichas líneas de estudios para aplicarla al caso de San Marcos y contribuir con los propósitos de ampliar la historia de las universidades coloniales hispanoamericanas sustentada por una mirada institucional. A partir de ella, historiadores como Varcárcel (1951, 1955) y Marticorena (2013) han constatado las dificultades e imposibilidad experimentadas en la Real Universidad de San Marcos para implementar verdaderos cambios a lo largo del siglo XVIII. Con todo, tal como reconoce González (2017), este ámbito historiográfico invita a volver sobre él desde perspectivas que contemplen las problemáticas sociales, culturales e intelectuales de las comunidades universitarias albergadas en estas casas de estudios. En este caso, esperamos revisarlas desde una perspectiva cultural que comprenda que, más allá de su éxito, subyació a estos impulsos reformistas un afán de cambios, inspirado en las ideas ilustradas, que no pudo ser ajeno a aquel ambiente cultural en que los intelectuales patriotas se encontraron, dialogaron y se educaron.

Panorámica histórica de las universidades ibéricas: la construcción de una tradición.

El surgimiento de la institucionalidad universitaria en Europa se desarrolló entre los siglos XII y XIII, constituyéndose en una innovadora forma de organización para la promoción del conocimiento (Romero & Pupiales, 2013). Las primeras universidades, cuyos antecedentes se encuentran en el imperio carolingio y la sociedad feudal, surgieron de escuelas preexistentes, de carácter eclesiástico, o de profesores que ofrecían instrucción a cambio de un pago (Brunner & Peña, 2011).

La institución universitaria surgió en un contexto de transición, a medida que la vida económica, social y cultural urbana europea se reactivó, demandando paulatinamente personas con mayor grado de formación y favoreciendo la circulación del conocimiento, gracias al incremento de la cultura escrita, de la comunicación entre el mundo greco-árabe y Europa, y la progresiva movilidad de estudiantes (Guijarro, 2018; Barcala, 1985). Esto impulsó el surgimiento de corporaciones que tomaron el control y regularon los oficios, estimulando la creación de un gremio -universitas- entre estudiantes y profesores[4].

La primera universidad surgió en Bolonia, legitimada por la bula del papa Victor III en 1088. La siguieron París, Salerno, Oxford, Montpellier y Padua. Durante sus primeras décadas, estas instituciones contribuyeron a satisfacer la creciente demanda por personal especializado en administración teológica y eclesial, derecho civil y canónico, medicina y artes liberales (Brunner & Peña, 2011; Romero & Pupiales, 2013).

En el caso de España, la institucionalidad universitaria reconoce sus primeros desarrollos en Castilla y León[5], con la Universidad de Palencia, que vio luz entre 1212 y 1214 como continuidad de la Escuela Catedralicia de la ciudad. Palencia se institucionalizó gracias al apoyo del Obispo Raimundo y del rey Alfonso VIII. No obstante, al fallecer sus promotores, los monarcas del siglo XIII orientaron su apoyo a los nuevos estudios generales de Salamanca y Valladolid, lo que derivó en la extinción de la Universidad de Palencia en 1263 (Guijarro, 2018).

El nacimiento de la Universidad de Salamanca, en 1218, resultó del impulso de Alfonso IX, intentando replicar la experiencia de Palencia. Salamanca era una ciudad fronteriza, siendo además sede episcopal del arzobispado de Santiago de Compostela, donde funcionaba una importante escuela catedralicia, que se nutría de los intercambios culturales con los maestros formados en Francia. En 1243, Salamanca confirmó sus beneficios, organización y rentas, consolidando, dos años después, su carácter de sede universitaria mayor en el Concilio de Lyon (Guijarro, 2018). En 1254, bajo reinado de Alfonso X, confirmó sus privilegios mediante una Carta magna constitucional, asignando recursos para la mantención de personal académico para los estudios de Leyes o Derecho civil, Decretos, Decretales, Gramática, Física, Medicina, Lógica y Música (Rodríguez Cruz, 1990). En 1255, la universidad fue confirmada como Pontificia y recibió validez universal para sus grados conferidos, a través de cuatro bulas dictadas por el Papa Alejandro VI (Guijarro, 2018).

Valladolid completa la triada de las primeras universidades hispanas. Su existencia se constata documentalmente en 1293, cuando solo alcanzó estatus de estudio general. Sus graduados recién contaron con títulos de validez universal en 1346, por aprobación del Papa Clemente VI, a petición del rey Alfonso XI (Guijarro, 2018).

También a finales del siglo XIII, se fundaron los estudios de Alcalá de Henares, obedeciendo mandato del rey Sancho IV. A mediados de la centuria siguiente, la universidad recibió impulso del arzobispo Alonso Carrillo, fundando las cátedras de Gramática, Lógica y Ciencias. En el siglo XV, promovida por el cardenal Jiménez de Cisneros, Alcalá se transformó en un centro crucial del Renacimiento español, centrándose en estudios bíblicos y filológicos (Hernández, 1961).

Si bien los modelos salmantino y alcalaíno difirieron en algunos aspectos, influido el primero por su tuición monárquica y el segundo, por su vínculo con órdenes religiosas, en términos generales, estas instituciones se ciñeron a una propuesta educativa común. Esta establecía un primer nivel formativo obligatorio en una facultad de artes liberales o studia generalia, asociadas desde época tardo-antigua al trivium y quadrivium: gramática, dialéctica, retórica, aritmética, geometría, astronomía y música. Con el tiempo, se agregaron otras materias, como lenguas clásicas y romances, política, metafísica o economía. Desde este primer nivel, era posible optar a una segunda etapa de Medicina, Derecho o al grado superior de Teología (Moncada, 2008).

El método de enseñanza por excelencia era el dialéctico, propio del ejercicio escolástico medieval, que basaba cada clase en una lectio ofrecida por el maestro, lectura de un texto escrito de un autor canónico, que comprendía su análisis e interpretación inicial (sensus y sententia). La lectio se seguía de la quaestio, discusión propuesta por el maestro sobre algunas sentencias que requirieran de profundización y debate. Ella podía derivar a una tercera etapa, la disputatio, disertación pública sobre la materia en controversia, donde podían participar los miembros de la facultad bajo supervisión de doctores. Se esperaba que, al día siguiente, el maestro concluyera sobre estas discusiones (Romero & Pupiales, 2013). Todos estos ejercicios se realizaban en latín. La obtención de un grado académico exigía la capacidad para disertar en dicha lengua sobre las materias y lecturas revisadas en las cátedras.

Bajo estos esquemas, las universidades no diferían sustancialmente entre sí, sino por la calidad, cantidad e identidad de sus claustros. Las lecturas estaban definidas por un canon que consideraba autores representativos de la cultura clásica antigua y a los Padres de la Iglesia, en la medida en que sirvieran a una formación en consonancia con los principios de la fe cristiana. Alfonso de Cartagena (1381-1456), por ejemplo, admitía la pertinencia de autores paganos como Aristóteles, Platón, Séneca, Salustio y Cicerón. La gramática podía enseñarse a través de máximas morales de Catón, Quintiliano y Diógenes Laercio, o de los cristianos Prisciano y Donato. Para la retórica, solía recomendarse a Aristóteles, Cicerón, Plauto, Horacio, Terencio y Marcial, mientras que, en astronomía, era usual recurrir a Ptolomeo. Porfirio y Aristóteles eran referentes para la dialéctica y la ética, materia que también consideraba a Séneca y San Jerónimo. Graciano, Raimundo de Peñafort y Justiniano constituían lecturas frecuentes en las cátedras de derecho (Villa, 2017).

Las universidades tradicionales hispánicas cimentaron, así, un modelo homogéneo, constituyéndose en referentes de autoridad. Fueron instituciones nacidas al amparo de la Iglesia y la monarquía, que combinaron esfuerzos para dar lineamientos a estas casas de estudios como fuentes de poder y prestigio, y como polos de influencia en la educación de las élites que administrarían los poderes religioso y civil. Asimismo, consolidaron un modelo curricular sobre la base de un canon de estudios, institucionalizado por largos siglos, cuya inercia formativa se extendió hasta las universidades americanas, fundadas en esta tradición de cuna medieval.

Las universidades en el Nuevo Mundo: vínculos y continuidades.

Las universidades en América surgieron como descendientes del modelo tradicional europeo. Aunque su tipología fue diversa, el referente que predominó entre ellas fue el de Salamanca, que gozaba de importante prestigio en Europa y reconocimiento pontificio (Rodríguez, 2012). Casi dos tercios de las universidades americanas basaron sus estatutos en dicho modelo, incorporando académicos graduados en Salamanca en diversos roles, como inspectores, administradores, rectores, cancilleres y profesores (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999; Rodríguez, 2008).

La primera institución fue emprendida por los dominicos en La Española en 1509. Con todo, su categoría universitaria en propiedad se determinó en 1538, mediante bula papal In apostolatus culmine (Rodríguez Demorizi, 1970). La institución buscaba formar al clero para las labores misioneras, organizando cuatro facultades y recibiendo los privilegios formales que tenían las Universidades de Alcalá y Salamanca (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999).

La iniciativa de las órdenes dominica y jesuita fue clave para impulsar la fundación y desarrollo de colegios y universidades en los territorios indianos. Considerando las distancias geográficas con España, la posibilidad de conformar comunidades universitarias americanas era imperioso. Por eso, el Cabildo de Lima, en 1550, se sumó a la petición de los Dominicos de Santo Domingo a la Corona, por un studium generale. Obispos, tribunales superiores y autoridades presentaron cada vez más peticiones de privilegios universitarios al Papa y al Rey, para contar con estudios superiores en sus territorios (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999).

De esta manera, en 1551, una autorización real dio origen a universidades en los virreinatos de Perú y Nueva España (Casalino, 2017), recibiendo la confirmación papal en 1571 y 1595 respectivamente. Ambas obtuvieron los privilegios que gozaba la Universidad de Salamanca y se constituyeron en modelos para las instituciones que luego se crearían (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999)[6].

Sin embargo, las relaciones de la autoridad europea con las universidades coloniales afectaron las cuestiones financieras. La Corona estableció un sistema de sostenimiento a bajo costo para el tesoro real, lo que incidió en la prolongación del intervalo transcurrido entre la fundación de las casas de estudios y su puesta en marcha.

Sin embargo, con el correr del tiempo, las colonias americanas pudieron desarrollar nuevas instituciones de educación superior, entre ellas, las universidad de San Fulgencio de Quito (1586); La Plata (Los Charcos, 1622); Córdoba (Tucumán, 1623); Santo Tomás (Quito, 1681); Nuestra Señora del Rosario (Santiago de Chile, 1685); San Antonio de Cuzco (1691); San Nicolás (Santa Fe de Bogotá, 1694); San Carlos de Guatemala (1681); San Cristóbal de Huamanga (Ayacucho, 1677); La Habana (1721); Caracas (1725); San Felipe (Santiago de Chile, 1747); Buenos Aires (1778); Popayán (Nueva Granada, 1744); San Francisco Xavier (Panamá, 1749); Asunción del Paraguay, (1733); y Santo Domingo, que obtuvo el título de “real” en 1747 (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999).

Así, a lo largo del período colonial, la sociedad hispanoamericana contó con espacios para la formación intelectual de la élite criolla que se educaría en el marco de una tradición académica europea, para fortalecer los lazos culturales y políticos entre uno y otro territorio. Por este motivo, aquellos debates y reformas que comenzaron a desarrollarse al alero de las crecientes tendencias ilustradas del siglo XVIII también harían eco en las instituciones americanas, sobre todo a fines de la centuria, cuando las universidades acogieron en sus aulas a quienes, más tarde, liderarían los procesos autonomistas patriotas.

El sistema universitario en tiempos de Carlos III: avances reformistas.

Pese al esplendor que las universidades españolas alcanzaron en el siglo XVI, estas comenzaron a sufrir, en las centurias siguientes, un persistente proceso de anquilosamiento, expresado en la pesada permanencia de rituales institucionales y en la forma de concebir los métodos de enseñanza y el desarrollo del conocimiento. Desde comienzos del siglo XVIII, los ilustrados criticaron la decadencia de la universidad hispana, intensificando sus cuestionamientos conforme avanzó la centuria, inspirados por una concepción iluminista del conocimiento como un medio indispensable para el bienestar de las sociedades (Espinoza, 2015).

Diversas voces se alzaron con esa perspectiva. En 1767, el político y jurisconsulto Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802), en su Discurso crítico-político sobre el estado de literatura y medios de mejorar las universidades y estudios del reyno, se refirió a las universidades como “establecimientos casi del todo inútiles, y que sirven solo de llenar el reino de bachilleres, doctores, licenciados y catedráticos, pues a excepción de la Teología puramente escolástica, las demás ciencias ni se estudian ni se explican” (en Perrupato, 2014). Por su parte, para el ensayista benedictino Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764), las causas de la decadencia de las universidades hispánicas eran múltiples. Entre ellas, la preocupación que reinaba en España contra nuevos saberes que pudieran menospreciar la religión; el abandono de la docencia por parte de los catedráticos, buscando ocupaciones mejor remuneradas; la concesión de grados en las universidades “Menores” sin las mismas exigencias que las “Mayores”; y el predominio de los Colegios Mayores frente a la universidad (Domínguez, 1989-1990).

Las críticas se extendieron en los años siguientes. En carta destinada a Gaspar Melchor de Jovellanos, en 1795, el conde Francisco Cabarrús (1752-1810) criticaba al sistema universitario que perpetuaba la profesionalización de unas pocas carreras académicas -en su opinión, ociosas-, en lugar de fomentar aquellas que impulsarían el progreso de la sociedad:

¿No ha conseguido multiplicar hasta lo infinito las vocaciones al sacerdocio, al estado religioso, a la milicia, a la jurisprudencia, y a todas las clases parásitas de procuradores y ajentes, de oficinistas y de criados? Trata de reducir a lo preciso todas estas vocaciones, y de fomentar todas las demás… ciérrense aquellas universidades, cloacas de la humanidad, y que solo han ecsalado sobre ella la corrupción y el error (Cabarrús, 1795).

En ese contexto, en 1759, Carlos III asumió como rey de España. Su gestión destacó por asignar cargos a jóvenes intelectuales, como Manuel de Roda y los condes de Aranda, Floridablanca y Campomanes, que serían impulsores del cambio reformista para el Imperio (Domínguez Lázaro, 1989-1990). A partir de ello, algunos intelectuales y académicos propusieron criterios para impulsar una reforma universitaria.

Feijoo, por ejemplo, promovió cambios en la docencia a través de nuevas metodologías, para dejar atrás la práctica fundamental de la lectio, como una enseñanza por dictados, e incorporar el uso de libros de texto para cada asignatura (Álvarez de Morales, 1985). Otro propulsor de estas reformas fue Pablo Antonio José de Olavide (1725-1803), escritor y jurista limeño, autor del Plan de Reforma de la Universidad de Sevilla (1768) (Domínguez Lázaro, 1989-1990,). Olavide también llamaba a superar la metodología del dictado. Además, sugería crear nuevas materias, como Geografía y Política, un curso de Matemáticas y cambiar el nombre de la Facultad de Artes por Facultad de Física. Su propuesta planteaba la primacía de las universidades sobre los colegios y la necesidad de actualizar la bibliografía. Confiaba en estas medidas para superar el retraso de las universidades españolas frente a las “naciones civilizadas” (Álvarez de Morales, 1985; Fernández Sanz, 1996).

Por su parte, en 1767, el jurista Gregorio Mayans y Siscar (1699-1781), uno de los mayores representantes de la Ilustración española, redactó un proyecto de reforma de los estudios, titulado De la idea del nuevo método que se puede practicar en la enseñanza de las universidades de España, propuesta que, pese a no implementarse, ejercería importante influencia. Su plan contemplaba establecer la enseñanza a través de principios generales sintetizados en manuales. En este sentido, Mayans reconocía un canon de autores para cada disciplina -Aristóteles, Cicerón y Quintiliano para la retórica, por ejemplo-, lo que hacía innecesario agregar nuevas referencias para compilar, en cambio, los principios establecidos en obras generales (en Peset & Peset, 1975, pp. 182-183). A esta propuesta agregaba otras como reemplazar los dictados por explicaciones de los profesores y preguntas dirigidas a los alumnos, determinar la obligatoriedad de los exámenes y potenciar las enseñanzas prácticas, especialmente para médicos y juristas (Peset & Peset, 1975; Arias de Saavedra, 1997).

Una de las áreas de reforma fundamental para Mayans fue la formación de los estudiantes en Gramática, que, para el castellano, debía basarse en las obras de Nebrija, Sánchez de las Brozas y Simón de Abril, y que agregaba griego y hebreo para la comprensión de la Biblia (Álvarez de Morales, 1988, p. 469). Matemáticas y Filosofía también adquirían importancia para el acceso exitoso a las facultades mayores. Por su parte, para Medicina, se propusieron complementos curriculares, agregando un quinto año, ampliando la formación de Anatomía y los aprendizajes prácticos, reemplazando el Compendio Anatómico de Heister por las Instituciones Anatómicas de Vesalio, y adicionando dos cátedras de química y botánica como saberes básicos (Perrupato, 2014).

Según el mismo plan propuesto por Mayans, en Filosofía se estudiaría Lógica, Metafísica y Filosofía Moral; en Teología, se abordaría Teología Expositiva, Dogmática, Moral y Escolástica; en Leyes, Derecho Común o Romano, Derecho Natural, Derecho Español o Municipal, y se ampliaría un periodo de Prácticas; para Cánones, los contenidos abarcarían Sagrados Cánones, Derecho Graciano, Decretales, Derecho Eclesiástico y Disciplinas Teóricas (Perrupato, 2014).  

El consenso reformista se basó conceptualmente en los argumentos referidos a una formación práctica y a la utilidad de los aprendizajes en lugar de su mera reproductividad; la ampliación y profundización de saberes; la superación de la casi exclusiva formación teológica y en derecho canónico, que se orientaba más a un adoctrinamiento dogmático que al ejercicio de la razón; y la introducción de lenguas modernas para acompañar al latín que, hasta entonces, constituía la única lengua de prestigio (Espinoza, 2015).

Más allá de algunas diferencias particulares, las propuestas reformistas suponían, todas, la necesidad de contar con recursos materiales y humanos para su implementación. La renovación de las metodologías y materias exigía actualizar las bibliotecas y preparar docentes habilitados en la enseñanza de estos contenidos. Ello implicaba un desafío complejo en las universidades coloniales americanas, cuyo financiamiento desde la metrópoli garantizaba solo su sustentación básica. Su desafío, por tanto, era mayor. No se trataba sólo de cambiar metodologías, sino de adherir a sus argumentos, mediar entre tradición y reformismo, formar un cuerpo académico habilitado y buscar aquellos recursos que permitieran renovar los programas y prácticas lectivas en el marco de una transformación que, para las instituciones, no sólo era material, sino, ante todo, cultural.  

Se trataba, por lo demás, de un momento coyuntural. Justamente, cuando se impulsaban cambios sobre la tradición universitaria desde un paradigma modernizante e ilustrado, los intelectuales que encabezarían las independencias hispanoamericanas se estaban educando. ¿Impactaron dichas iniciativas en el ambiente intelectual, la cultura universitaria de Lima y la formación universitaria a fines del siglo XVIII? En la base argumental de los textos y discursos elaborados por algunos intelectuales criollos que encabezaron la causa autonomista a comienzos del siglo XIX, es posible notar un amplio bagaje cultural clásico e iluminista, expresado en la alusión constante al ejemplo histórico de las antiguas Grecia y Roma, así como en la incorporación de criterios ilustrados y modernos procedentes de las corrientes intelectuales europeas modernas. Esto permite suponer que dichos letrados patriotas tuvieron acceso a la lectura y cultivo de autores clásicos y de otros representativos de la moderna Ilustración (Huidobro, 2015).

Atendiendo a esta premisa, es interesante indagar hasta dónde su educación fue tributaria de una búsqueda intelectual autónoma, o bien de la educación recibida en instituciones como la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima y el ambiente intelectual que ella representaba, considerando el período de cambios en la cultura universitaria que se estaba promoviendo desde España.

La Real Universidad Mayor San Marcos de Lima hasta fines del siglo XVIII: ¿tradicional continuista o moderna reformista?

La Real Universidad Mayor San Marcos de Lima fue fundada mediante Real Cédula emitida por Carlos I en Valladolid, el 12 de mayo de 1551, con los mismos privilegios, franquicias y libertades que la Universidad de Salamanca (Baquíjano, 1791a; Dávila, 1854). Su primer nombre fue Studio General y Real Universidad de la Ciudad de los Reyes. El 2 de enero de 1553, entró en funciones en la Sala Capitular del Convento del Rosario de la Orden de los Dominicos.

El Papa Pío V, a través de Bula del 25 de julio de 1571, confirmó las calidades y condiciones de la universidad según las normas del regio patronato. El 30 de diciembre de 1571, Felipe II determinó, mediante Real Cédula, que la rectoría y claustro quedasen a cargo de doctores seculares, sustituyendo a los religiosos regulares (Baquíjano, 1791a; Valcárcel, 1955; Peset, 2002). En 1574, se decidió cambiar el nombre de la universidad. Tras un sorteo, fue elegida la advocación de San Marcos, confiriéndosele el nombre de Real Universidad y Estudio General de San Marcos de la Ciudad de los Reyes del Perú (Casalino, 2017; Baquíjano, 1791a; Marticorena, 2013).  

Tal como ocurrió en otras casas de estudio coloniales, la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima, a comienzos de la década de 1570, contó únicamente con recursos para pagar a un profesor de gramática y artes (Roberts, Rodríguez & Herbst, 1999; Baquíjano, 1791a). Solo hacia 1576, mediante reasignación de encomiendas y repartimientos, se logró disponer de recursos para erigir dos cátedras de Gramática, una de Lengua de Indios, tres de Filosofía, de Teología y de Leyes, y dos de Cánones y de Medicina. Para 1599, se registraba también la cátedra de Retórica o Latinidad (Baquíjano, 1791a). No obstante, parte del crecimiento de la universidad no se debió al apoyo económico directo de la Corona. Si bien el virrey Diego Ladrón de Guevara estableció una renta para crear Anatomía en 1711, la mayoría de las nuevas cátedras surgió de donaciones de particulares y órdenes religiosas que buscaban impulsar el estudio de la doctrina católica y de sus principales autores. Así, por ejemplo, se implementó una cátedra de Prima de Santo Tomás en 1666, al alero de la Orden de la Merced; una de Prima de Teología Moral en 1697, financiada por el arzobispo de México, Feliciano de la Vega; y cátedras de Prima y Vísperas de los Dogmas de San Agustín, en 1713, financiadas por los agustinos (Baquíjano, 1791b).

Sobre la conformación de esta universidad también influyeron las tradiciones medievales. Tal ascendiente se reflejaba en la estructura de las facultades y en la implementación de los métodos escolásticos de enseñanza. No obstante, dicha influencia comenzó a verse cuestionada con las transformaciones que impulsó el movimiento ilustrado en la península Ibérica y el proceso de modernización reformista de las universidades hispanas.

Con todo, el tránsito de una cultura escolástica a una moderna, a la que la reforma borbónica apuntaba, se desarrolló de manera parsimoniosa en las instituciones americanas y así ocurrió en el caso de la universidad limeña. Al interés por promover una cultura ilustrada adhirió parte de la alta sociedad peruana, disputando con sus miembros conservadores, algunos de los cuales participaban de los claustros académicos.

En el contexto del ánimo reformista del siglo XVIII, el virrey de Perú y marqués de Castelfuerte, José de Armendáriz, había ordenado, en 1735, compilar y publicar las ordenanzas que regían sobre la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima desde su fundación hasta esa fecha, bajo el título Constituciones, y ordenanzas antiguas, añadidas, y modernas de la Real Universidad, y estudio general de San Marcos de la Ciudad de los Reyes del Perú. Su propósito era recuperar la documentación histórica, pero, además, disponer de nuevas indicaciones “con todo lo moderno, y sobresaliente que se ha ordenado para su gobierno, reformación, y mayor lustre” (1735, 2).

Las nuevas ordenanzas, además de definir los roles y deberes del rector, vicerrector y claustro, establecieron las cátedras a impartir, los valores y horarios docentes, dando cuenta de una estructura semejante a la tradicional de las universidades europeas: cátedras de Teología, Leyes, Cánones, Sagradas Escrituras, Artes, Lengua (Gramática) y Latinidad. La metodología también continuaba las prácticas docentes tradicionales, instalando la lectio en el centro del quehacer del aula, mientras se solicitaba a los estudiantes mantenerse quietos durante las clases (1735, VI, 1-19, 56 y 68). Se ofrecía además una cátedra de Lengua de Indios para facilitar la evangelización cristiana.

Las novedades propuestas fueron menores, reduciéndose a reformar el sistema de votación para asignar las cátedras (1735, VI, 81, 83 y 87). Atendiendo a las demás constituciones, podemos inferir que la tradición pesó con fuerza al interior de la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima y que se proyectaría para los siguientes años. Persistían así las normas dictadas desde el siglo XVI (Valcárcel, 1951).

Sin embargo, durante las últimas décadas del siglo XVIII, parte de la élite intelectual limeña comenzó a impulsar cambios, movidos por el ánimo reformista y el ejemplo de algunas universidades en España y Francia. El entusiasmo por promover los principios ilustrados sobre la base de la fe católica se encarnó en proyectos como la creación de la Sociedad de Amantes del País y la publicación del Mercurio Peruano, en cuyas páginas participaron catedráticos de la Real Universidad de San Marcos de Lima, publicando artículos que dialogaban con las obras y tendencias científicas y filosóficas originadas en el Viejo Mundo (Guibovich, 2005). En las últimas décadas del siglo XVIII y en los primeros años del XIX, se desarrolló, así, un ánimo iluminista que buscaba emular y disputar el nivel de la alta cultura letrada y científica europea, orgulloso de los logros americanos (Dávila, 1854)[7].

En 1771, los catedráticos partidarios de las tendencias ilustradas, apoyados por el virrey Manuel de Amat, impulsaron la creación de un nuevo plan de estudios, que comprendía los compendios a estudiar para cada año, en todas las materias de Artes, Teología, Derecho Canónico y Leyes, Matemáticas y Medicina, ajustando contenidos y reduciendo su número[8]. A la propuesta subyacía una mirada crítica del estado en el que se hallaba la casa de estudios (Marticorena, 2013).

El afán modernizador del plan se expresaba también en la modificación de algunas terminologías, como el reemplazo de la tradicional nomenclatura que identificaba las cátedras como Primas y Vísperas por Primera, Segunda, Tercera y así, reflejando su secularización (Valcárcel, 1955). Las lecturas propuestas denotaban una intención similar, pues incorporaron autores de los siglos XVII y XVIII que representaban la tendencia europea del despotismo ilustrado (Padilla y Carcelén, 2019). Para Filosofía, se contemplaba la Historia escrita por el jurista alemán Johann G. Heineccius (1681-1741), la Lógica y Física del padre Gallus Cartier (1693-1757) y las lecciones matemáticas del abad Nicolás-Louis de Lacaille (1713-1762). Heineccius también pasaba a constituir un autor fundamental para las cátedras de Derecho y a él se sumaba Henricus Canisius (1562-1610). En Teología, se establecían las lecturas de las obras del francés Honorato Tournelly (1658-1729) y de Jean Baptiste Duhamel (1624-1706), representantes de la teología positiva y de la teología moral (Padilla y Carcelén, 2019). Por su parte, para la enseñanza de las ciencias, se introducía la necesidad del aprendizaje empírico.

No obstante, por su alto costo de aplicación, dicho plan debió ajustarse en 1779. Sumado a ello, la disminución de algunos privilegios y honores para el claustro enfrentó a estas constituciones con sus miembros más conservadores, de manera que, finalmente, la reforma se declaró inoperante (Valcárcel, 1951; Padilla y Carcelén, 2019). Con todo, este plan representó una tendencia reformista que sentó un precedente para nuevos intentos en similar dirección a lo largo de las últimas décadas del siglo XVIII (Valcárcel, 1955).

Para 1780 y pese a los impulsos reformistas, en las aulas de la Universidad de San Marcos, se mantenían las cátedras tradicionales de autores clásicos y preminentes en el sistema escolástico, como Santo Tomás, Aristóteles y Duns Escoto, debido, en parte, a las dificultades económicas y, sobre todo, a las diferencias existentes al interior del mismo claustro, cuyos catedráticos se dividían entre reformistas y conservadores, primando, finalmente, la autoridad de una tradición legitimada por siglos (Espinoza Ruiz, 2015)[9].

Con todo, algunos profesores mantenían firme su convicción sobre la necesidad de cambiar, promoviendo ajustes menores durante los años siguientes y abriendo espacios para la introducción de nuevas materias. Así, por ejemplo, se determinó en 1784, suspender la cátedra de Lengua de Indios para fomentar el uso del castellano. No obstante, la supresión de dicha cátedra no condujo a la modernización del plan y esta terminó siendo reemplazada por una asignatura adicional de Filosofía Moral, desde su propuesta tradicional (Baquíjano, 1791b). En ese sentido, los cambios no supusieron una ruptura con la tradición, sino una actualización de esta, mediante la revisión permanente de la literatura fundamental de las cátedras dentro de la limitación de un marco de obras autorizadas por su usanza histórica.

Los intentos reformistas del sector ilustrado resultaban infructuosos en su nivel formal, tal como ocurrió en 1783, cuando José Baquíjano, apoyado por 45 doctores, postuló a la rectoría para propiciar dichos cambios. Fue derrotado en votación por José Miguel Villalta, representante de la facción tradicionalista, lo que le imposibilitó promover la introducción de autores como Descartes, Gassendi, Newton o Heinecio para filosofía, matemáticas, física y derecho civil, respectivamente, o la enseñanza del derecho hispánico en lugar del romano (Guibovic, 2005).

El acta de la sesión de claustro del 24 de enero de 1785, presidido por el rector Dr. Francisco de Tagle y Bracho, confirma que, por entonces, las lecturas seguían un modelo tradicional (BNP, 1951). En dicho documento, se observa nuevamente el reconocimiento a la tradición universitaria a través de sus rituales, pues en la reunión académica, se aplicó lo establecido por las Ordenanzas de 1581, II, y de 1735, XVII y XIX, que legislaban sobre lo que debía enseñarse anualmente en las diferentes Facultades. De acuerdo con dichas constituciones, al principio de las vacaciones, el Rector debía reunir a los catedráticos para señalar “la materia, y títulos que cada Catedrático ha de leer, desde el principio del año para todo aquel año” (Constituciones, 1735, II, 19). Siguiendo esta disposición, el Rector informó sobre la redacción de la tabla anual de materias, consistentes en 36 cátedras, remitiéndolas al Director Real de Estudios y estableciendo así lo que se estudiaría en San Marcos para 1785 (BNP, 1951).

La trama curricular consignada en el documento contenía lecturas en latín, que recogían tanto materias doctrinarias y teológicas, como fragmentos de autores clásicos antiguos, referentes de la tradición escolástica, como Aristóteles. Para las cátedras de Artes se determinaba la lectura de Sumule et lógica (sic); Phisica; Metaphisica y De Caelo. Para Filosofía Moral, la lectura De Virtutibus, ex Lib. 2° Ethicor Arist. Theologia. La cátedra de Nona contemplaba la lectio De Natura Theologiae Positivae et Escolasticae y De Traditiones Origine, que debían servir de base para las demás materias teológicas.

Para las cátedras impartidas a iniciativa de las órdenes religiosas, también se definían lecturas tradicionales y estas fueron las más numerosas. En el caso de la cátedra de Prima de Santo Tomás contra Gentiles, se establecía la lectura de De Vera Hominis Felicitate del libro III de Divi Thome contra gentiles, mientras que, en Sagrada Religión de Santo Tomás, se leería De ecclesia para la cátedra Prima, De Angelis para Vísperas y De Veata Virgine en la clase centrada en la sagrada religión de Nuestra Señora de la Merced. Para la cátedra de Sentencias, De Visone Die. Para la cátedra sobre Duns Escoto, Actibus humanis, materia fundamental en el pensamiento de este autor. Las cátedras de San Agustín tenían asociadas De Gratia, De Pecato Original y Libero Arbitrio. La de Teología, la lectura de Incarnatione Verbi, y la de Prima de Teología, De Penintentia. De Restitutione era materia para la Prima de Moral, mientras que De Conscientia era la lectura para la cátedra de Prima de Moral de Santo Domingo. Finalmente, en Sagrada Escritura, se instruía la lectura del Libro de Job (BNP, 1951). Se daba continuidad, de este modo, a una tradición académica de raíz medieval que se sostenía sobre la definición de sus autores y materias, representados en los teólogos clásicos del siglo XIII, Santo Tomás y Duns Scoto, cuyos postulados dialogaban, desde una mirada católica, con la filosofía aristotélica.

Por su parte, según estas mismas disposiciones, la Facultad de Artes concentraría Lógica, Física y Metafísica, y parte de sus materias debían seguir el marco de la ética teológica aristotélica. No obstante, sobresalen las cátedras de connotación doctrinaria y el estudio de textos religiosos e instituciones morales. De esta manera, debía estudiarse la naturaleza del origen de las tradiciones, Teología Positiva y Escolástica; doctrina eclesiástica sobre acciones humanas, los ángeles y la gracia; el pecado original; el libre albedrío; la encarnación; las virtudes de María; la restitución; la conciencia; el sacrificio de la Misa; la penitencia; y el trabajo. Tal como puede apreciarse, se trataba de materias similares a las establecidas por las órdenes religiosas, predominando aquellas con connotación religiosa y doctrinaria, asociadas a la perspectiva escolástica propia de la universidad ibérica, lo mismo que la organización curricular de su modelo salamantino.

Para las cátedras de Jurisprudencia, en tanto, se indicaban: De Sponsalibus et Nuptiis; De Contractibus del libro III de las Instituciones de Justiniano; De Contractibus; De Dote ex Matrimonio Proveniente; De Apellationibus; De Tutoribus et Curatoribus (BNP, 1951). En cada una, se indicaban subcapítulos que entraban en el detalle de algunas materias. Las cuestiones predominantes en estas lecturas referían a la institución del matrimonio y las connotaciones contractuales, patrimoniales y resguardos de los derechos constituidos en su práctica. A pesar de que se organizaban en torno a los contenidos doctrinarios del derecho canónico, poseía importante influencia la organización de las instituciones del derecho romano desde el modelo latino tradicional de Justiniano, tal como se verifica en la asignación de lectura del cortejo y nupcias y la ceremonia de matrimonio. Destacaban también los asuntos destinados a organizar la dote y su incremento, y las cuestiones referidas a la asignación, resguardos y apelaciones sobre el patrimonio, como lo referido a la dote con cautela y no en efectivo. Asimismo, había espacio para el estudio de la proyección de la propiedad, preocupación de primera importancia para la conservación del patrimonio en sociedades tradicionales, en la determinación de los garantes de resguardos y curadurías. Finalmente, se consignaban lecturas referidas al divorcio. Para las cátedras de Cánones, se contemplaba la lectura de De Decimis, Primitiis et Oblationibus; De Simonia y De Divortiis.

Finalmente, para Medicina, se consideraban De anatomia in genere et musculis; De Morbi Natura et Differentiis; De Angina et eius Diversis Statibus et Curatione; De origine apendexie et eius diversibus statibus, et curatione; mientras que, para Matemáticas, se determinaban lecturas en aritmética, álgebra, geometría y trigonometría (BNP, 1951).

Las lecturas definidas en 1785 sugieren que el currículo seguía una trama académica continuista, similar a las establecidas en la fundación de la universidad, siguiendo la tradición de Salamanca. Los autores referenciales lo confirman: se trataba de filósofos, teólogos y juristas emblemáticos del canon antiguo clásico y medieval. En la educación impartida en la Real Universidad Mayor de San Marcos continuaba predominando la enseñanza teológica eclesiástica y jurídica, antecedida de una base de estudios filosófico-escolásticos. Las materias teológicas primaban y, en el caso de Derecho, el ámbito canónico mantenía una primera relevancia, justamente aquellas materias que las propuestas reformistas españolas habían llamado a superar. Se trata entonces de un marco académico que reflejaba las formas institucionales de una estructura y organización curricular pre reformista respecto de los cambios promovidos en tiempos de Carlos III.

De esta manera, las iniciativas de cambio perseguidas por el claustro ilustrado de la universidad debían buscar estrategias trascendentes a la normativa institucional. Animados, por ejemplo, por impulsar las cátedras de Botánica y de Mineralogía, el 18 de marzo de 1787, fundaron un jardín botánico que contó con el patronazgo del rey Carlos III. El mismo día se fundaba la cátedra de Botánica bajo Real Orden, incorporando a Juan José Tafalla en la plaza requerida para introducir nuevos modelos de conocimientos en la materia. Detrás de estas iniciativas se hallaba la Sociedad de Amantes del País, que, en los años siguientes, promovió la publicación de artículos científicos en esta línea de estudios en el Mercurio Peruano. Con todo, el impulso proveniente desde el sector ilustrado del claustro universitario se encontró con los obstáculos administrativos y la inamovilidad de la burocracia institucional conservadora, motivo por el cual la cátedra sólo se inició en 1796, asignada al médico Juan Manuel Dávalos (González, 2006).

Del mismo modo, en 1788 se implementó una nueva reforma, pero esta siguió consistiendo más en una actualización que en una renovación de los enfoques o de las temáticas abordadas (Baquíjano, 1791d). El impulso modernizador debió enfrentarse a las aprehensiones de los ánimos más conservadores, que se intensificaron a partir de 1789 y del movimiento revolucionario francés.

El interés reformista en la Universidad de San Marcos, para estos años, se dejaba ver más en la voluntad de algunos catedráticos que en los resultados de sus propuestas. Así puede advertirse en la crónica de José Baquíjano y Carrillo, uno de los principales promotores del cambio. En ella, el autor reconocía que algunos catedráticos habían propuesto nuevas lecturas, pero que, al hallarse a la espera de la autorización real para formalizarlas, solo podían “satisfacer sus deseos con unir en la explicacion aquellos conocimientos sin los quales jamás saldríamos de las sutilezas, y necedades que infestaron los bárbaros siglos de la oscuridad y tinieblas” (Baquíjano, 1791b). En otras palabras, sin poder cambiar formalmente las lecturas, los catedráticos solo podían incorporar sus comentarios y nuevas miradas en la explicación derivada de las lectiones tradicionales.

En las palabras de Baquíjano, es posible advertir su ánimo ilustrado, a través del juego retórico que identificaba a la ignorancia y la escasez de conocimientos con la oscuridad, y que representaba la revelación de las verdades racionales con la figura de la luz. Ello refleja una disposición favorable hacia el modelo ilustrado, que debió circular por las aulas en las que se estaba formando la futura elite patriota, y en la que los ideales iluministas negociaban constantemente con el respeto a la tradición custodiada por el canon de autores y lecturas asociados a las cátedras.

En 1791, la crónica de Baquíjano confirmaba que dichas tradiciones se mantenían, enmarcadas también en los rituales institucionales[10]. La principal preocupación del claustro de San Marcos de Lima era dar cuenta del rigor que los caracterizaba, para lo cual se cuidaban de seguir las disposiciones de la tradición universitaria y las constituciones de 1735. Un lugar destacado lo ocupaba el formalismo de los exámenes y actuaciones para la obtención de los grados académicos[11]. Precisamente, tal cuidado surgía de las críticas que se habían formulado a algunas universidades en el contexto ilustrado, tal como recordaba Baquíjano (1791c), reconociendo el descrédito en el que habían caído algunas casas de estudios. La tradición ritual constituía, de esta manera, una garantía de rigor.

El protocolo de los exámenes de grado respetaba las constituciones de 1735. Las lecturas que el doctorando podía seleccionar para su disertación privilegiaban a los autores y materias de raigambre escolástica. Para Teología, se solicitaba la explicación del Maestro de Sentencias, es decir, de los Libros de Sentencias del teólogo del siglo XII, Pedro Lombardo, o la disertación sobre la Suma Teológica de Santo Tomás. El examen de Cánones requería la exposición de las Decretales o Liber extra de Gregorio IX (1234), y el Decreto de Graciano (1140-1142), obras que constituían parte importante del Corpus Iuris Canonici. Para el doctorado en Medicina, se solicitaba explicar las obras de Hipócrates y Avicena, autores clásicos desde un enfoque antiguo y tradicional (Baquíjano, 1791c).

Las Propositiones presentadas por los estudiantes como tesis de grado, para ser examinadas públicamente, también confirman un canon tradicional de lecturas y materias. Se trataba de textos en latín que disertaban las principales cuestiones de un asunto en base a los mismos autores indicados para las cátedras. Sólo desde comienzos del siglo XIX, comenzaron a escribirse versiones bilingües de estas proposiciones, en latín y español, cambios coincidentes con el periodo que conduciría a las independencias hispanoamericanas[12]. En 1806, el doctor Manuel Saens de Tejada escribió un tratado sobre las ventajas que podía proporcionar el estudio en lengua vulgar. Parte importante del claustro universitario apoyó las tesis planteadas, aun cuando no pudieron conseguir alterar las formalidades tradicionales establecidas (González, 1854).

En ese sentido, tal como en la disposición a proponer nuevos planes de estudio, entre los catedráticos existieron otras actitudes que reflejaban la voluntad de un sector de sumarse a los cambios. Una de ellas fue la decisión de abandonar los dictados, “por ser este el abuso, y origen del atrazo del Discípulo, como lo advirtió ha mucho tiempo la célebre Universidad de Paris y severamente lo prohíbe el Sabio Consejo de Castilla”, decía Baquíjano (1791b), reconociendo el ejemplo que, derivado de dicho consejo, ofrecía la Universidad de Salamanca.

La voluntad de cambios representada en Baquíjano se inspiraba en una idea general sobre la ilustración y se identificaba con Campomanes en su llamado a dar luces a las aulas universitarias (Baquíjano, 1791d). Sin embargo, no establecía tanto un contraste entre la tradición pasada y el ánimo reformista de su presente, sino que resaltaba las diversas disposiciones hacia el conocimiento, identificando, desde una perspectiva ilustrada y racionalista, los errores de algunos conservadores, sobre todo religiosos, de ampararse en dogmas sin fundamentos.

Por eso, aun siendo crítico de algunos sectores del claustro de San Marcos de Lima, Baquíjano reconocía que esta universidad, desde su fundación, contaba con “hombres eminentes que la ilustran [y] la hacen objeto de los más autorizados elogios” (1791d). Así, expresaba orgullo por una institución que reconocía en su historia, las bases de su prestigio y calidad. Tradición y reformismo convergían, de este modo, en sus reflexiones, pues se entendían en el marco de un pensamiento ilustrado amplio, fruto de múltiples herencias y corrientes de pensamiento.

De esta manera, es posible suponer que la reforma propuesta por Mayans, que influyó en la modernización del sistema universitario hispano en tiempos de Carlos III, impactó en Hispanoamérica y, en particular, en la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima, pero no tanto en el sistema en sí como al alero de parte de su comunidad académica. En otras palabras, el ánimo subyacente a los planteamientos de reformistas como Mayans parece haber influido más sobre algunos círculos letrados y catedráticos, en su convicción sobre la importancia de difundir el saber y de apartarse de la oscuridad de la ignorancia, que en los métodos, planes y disposiciones de fondo de esta casa de estudios. El ambiente intelectual reformista comenzaba, poco a poco, a desafiar a la tradición institucional.

En 1854, González explicaba esta adhesión a las tendencias ilustradas de reforma, asociándolas a una opción que se materializó “en sentimientos” (González, 1854). La tradición escolástica universitaria se había mantenido al resguardo de la institucionalidad, pero en las aulas y corredores de la Real Universidad debieron circular las expectativas e iniciativas de cambio y modernización de las que, inevitablemente, participaron aquellos criollos que lideraron los movimientos patriotas de las décadas siguientes.

Así, las tensiones entre tradición y reformismo se resolvieron en un proceso de transición cultural que acompañó las últimas décadas del siglo XVIII y cuyos debates debieron animar las aulas y el quehacer institucional en el que parte de la élite criolla se estaba formando. La problemática no debió resultar indiferente a estos intelectuales, en tanto partícipes y protagonistas de un momento de cambios múltiples e integrados, que afectarían los destinos de las colonias con el inicio del siglo XIX.

Conclusiones

El proceso reformista universitario en el periodo de Carlos III, en su paulatina formulación, favoreció la movilización de las ideas ilustradas que recorrían la Europa occidental en las postrimerías del siglo XVIII. Estas impulsaban nuevas nociones de felicidad y libertad, de la mano de virtudes cívicas propias de sociedades modernas y una educación orientada hacia la promoción del conocimiento científico.

Pese a ello, las propuestas académicas de la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima a lo largo del siglo XVIII constatan una estructura marcadamente tradicional continuista con respecto a sus contenidos y formas, siguiendo la inercia de las universidades ibéricas en su primera formación y manteniendo un carácter escolástico. La universidad, por tanto, se mantenía formalmente ajena a las ideas de cambio ilustrado que se promovían en la península, pero los circuitos de ideas y obras de tendencia ilustrada y reformista pudieron, de todos modos, permear los claustros y la comunidad universitaria de dicha casa de estudios.

La evidencia documental demuestra la adhesión parcial que los ánimos reformistas generaban y que pudieron incidir sobre la formación de los lenguajes e imaginarios de aquellos estudiantes criollos que, tiempo después, protagonizarían los procesos independentistas. De otro modo, difícilmente se podría reconocer el origen de sus ideas a través de sus experiencias de aula, ya que sus fundamentos no formaban parte de los contenidos ni de las reflexiones de clases, menos de las formas de docencia que solo estimulaban la reproducción dogmática de las lecciones. Los discursos patriotas de comienzos del siglo XIX traslucen los conocimientos de estos intelectuales sobre los contenidos, obras y autores que integraban los planes universitarios tradicionales, pero reflejan, al mismo tiempo, modos de aproximación, lectura, recepción e interpretación renovados, que bien pudieron estar influidos por aquel contexto de tensiones, debates y desafíos de reforma promovidos desde la ilustración y política borbónica.

De esta manera, es posible concluir que la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima fue escenario, sujeto y objeto de los debates de una época coyuntural, ese momento de transición y tensiones entre tradición y cambios, continuidades y reformas que no sólo impactó en las formas políticas de la América Hispana, sino también en los cimientos intelectuales y culturales que les daban legitimidad.

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Recibido: 13/12/2022

Evaluado: 18/03/2023

Versión Final: 04/04/2023

páginas / año 16 – n° 41/ ISSN 1851-992X /2024                           


[1] Artículo elaborado en el marco del proyecto Fondecyt Regular 1220015.

[2] Por letrados patriotas nos referimos a los criollos hispanoamericanos que ejercieron como voceros de los ideales representativos de los intereses de su patria (Myers, 2008).

[3] Entre otros, podemos destacar a Francisco de Miranda, precursor intelectual de las independencias, formado en la Real Universidad de Caracas, vivió luego en Madrid, participó de acciones militares en Norteamérica y realizó una estadía en Londres; Carlos de Montúfar, libertador de Ecuador, estudió en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, y siguió una carrera militar en Madrid; el intelectual venezolano-chileno Andrés Bello estudió en la Real Universidad de Caracas y vivió luego en Londres; el chileno Manuel de Salas estudió en la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima, tras lo cual vivió en España; Bernardo O’Higgins, patriota chileno, estudió en Lima y luego viajó a Londres; Simón Bolívar se educó en Caracas, completó sus estudios en España y luego viajó por Europa.

[4] El concepto universitas designaba originalmente a toda corporación considerada en condición de colectivo. Tratándose de una agrupación de docentes y estudiantes, se hacía referencia a ella como universitas magistrorum et scholarium (Moncada, 2008,).

[5] Con todo, los primeros centros de enseñanza superior medievales en la península Ibérica fueron las escuelas islámicas de los siglos X y XI, en Córdoba y Granada, que reflejaban por entonces el contraste con la precaria condición de la cultura cristiana occidental en el territorio (Barcala, 1985).

[6]  Junto con la universidad fundada en Santo Domingo, las de Lima y México pronto pasaron a ser denominadas genéricamente como universidades “mayores”.

[7] A mediados del siglo XIX, Dávila (1854) recordaba el impacto que las palabras de un científico europeo, Mr. Raw, habían generado en la comunidad ilustrada limeña, tras haber declarado que en la Ciudad de los Reyes no había encontrado a alguien que pudiera seguir sus clases de matemáticas. Eso habría provocado la reacción de algunos intelectuales, como Hipólito Unanue, que dedicaron algunos de sus escritos para demostrar los adelantos que podían hallarse en los establecimientos escolares y universitarios del virreinato. Así también quedó expresado en el Certamen filosófico y literario del Convictorio del Real Convictorio de San Carlos, redactado por José Ignacio Moreno en 1793.

[8] Las reformas educativas de 1771 perseguían, en lo estructural: consolidar, a través del fortalecimiento del papel del Rector, la presencia de la Corona en las universidades; reformar la provisión de las cátedras por medio de oposiciones justas y serias; información en la provisión de grados; y secularización de la gestión universitaria (Espinoza, 2015; Valcárcel, 1955).

[9] De acuerdo con Guibovic (2005), hacia fines de la década de 1770, la universidad habría sufrido la mala administración de algunos rectores, la asistencia irregular de los estudiantes y la falta de disciplina entre los catedráticos.

[10] Baquíjano y Carrillo se preocupó de reconocer la filiación de la Real Universidad Mayor de San Marcos de Lima con las de Salamanca, Alcalá, Valladolid y Bolonia, en especial cuando se refiere a la tradición de los exámenes de grado (Flórez, 2019).

[11] Para obtener el grado de Bachiller, se requería el testimonio de la matrícula del estudiante en cinco cursos de una Facultad, mediante una declaración firmada por sus profesores sobre la asistencia del alumno. Los grados de Licenciado o Doctor exigían similares requisitos. La Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima conserva dichas declaraciones y firmas de los catedráticos en sus archivos históricos (Baquíjano, 1791c; Huidobro y Nieto, 2021).

[12] Un ejemplo lo ofrece el Prospecto de las proposiciones de Filosofía y Matemáticas que presenta a examen público y extemporáneo en la Real Universidad de Lima don Manuel Gorbea y Encalada, del 17 de noviembre de 1804. Aun así, hasta los albores de la independencia peruana, algunas mantuvieron la tradición de presentarse íntegramente en latín, como el Specimen extemporalis examinis philosophiae et matheseos quod in regia divi marci academia sustinebit Emmanuel Sarria, de 1818, conservada en el Fondo Antiguo de la Biblioteca Nacional de Perú.