“En ese infierno amé por primera vez”: relaciones sexo-afectivas entre prisioneras políticas argentinas
“En ese infierno amé por primera vez”: relaciones sexo-afectivas entre prisioneras políticas argentinas
"In That Hell, I Loved for the First Time": Sexual and Emotional Relationships Among Argentine Political Prisoners
Paula Ferreira Ruiz
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas,
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo (Argentina)
paula.f.ruiz@gmail.com
https://orcid.org/0000-0001-5631-1260
Resumen
El trabajo examina las vivencias de presas políticas que mantuvieron relaciones sexo-afectivas entre compañeras de cautiverio durante la última dictadura argentina. La fuente principal es la obra de Margarita Drago, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) encarcelada entre 1975 y 1980. En 2007 Drago editó en Nueva York un testimonio donde apenas esbozó su historia de amor con una compañera de reclusión. En 2022 publicó en Argentina Fragmentos de la memoria: mi vida en dos batallas, una versión ampliada del texto con el foco puesto en la relación, así como en la “confesión” frente al partido y en el juicio político al que fue sometida en prisión. Además de examinar las razones de la reescritura, el trabajo procura analizar las representaciones de las relaciones lésbicas en este y otros testimonios carcelarios. Se pregunta por las formas de experimentar la sexualidad durante el cautiverio y por las concepciones sobre la disidencia sexual que orientaron el comportamiento de las militantes revolucionarias. Por último, explora algunas de las medidas que tomaron las organizaciones políticas ante los casos de relaciones lésbicas dentro del penal y su vínculo con las estrategias represivas del régimen penitenciario.
Palabras clave: Testimonios; presas políticas; sexualidad; lesbianismo; Argentina.
Abstract
The paper examines the experiences of political prisoners who developed sexual-affective relationships with fellow detainees during Argentina's last dictatorship. The main source is the work of Margarita Drago, a member of the Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) who was imprisoned between 1975 and 1980. In 2007, Drago published a testimony in New York that only briefly outlined her love story with a fellow prisoner. In 2022, she released Fragmentos de la memoria: mi vida en dos batallas in Argentina, an expanded version of the text focusing on the relationship, her "confession" to the party, and the political trial she faced in prison. In addition to examining the reasons behind the rewriting, this paper seeks to analyze representations of lesbian relationships in this and other prison testimonies. It explores how sexuality was experienced during captivity and the conceptions of dissident sexualities that shaped the behavior of revolutionary activists. Lastly, it delves into some measures taken by political organizations regarding lesbian relationships in prison and their connection to the penitentiary regime's repressive strategies.
Keywords: Testimonies; political prisoners; sexuality; lesbianism; Argentina.
Introducción
En el marco de los estudios sobre pasado reciente y género, en los últimos años se analizaron las transformaciones en la moral sexual, la pareja y la familia de las décadas del 60 y 70 (Cosse, 2010) y su correlato al interior de las organizaciones revolucionarias (Ciriza y Rodríguez Agüero, 2004; Oberti, 2004, 2015; Carnovale, 2008; Andújar et al., 2009; Cosse, 2017; Martínez, 2019; Peller, 2023). Otros trabajos investigaron al Frente de Liberación Homosexual (FLH), su propuesta de liberación social y sexual (Vespucci, 2011; Ben e Insausti, 2017; Simonetto, 2017)[1] y sus desencuentros con las organizaciones armadas (Insausti, 2019). También se reconstruyó la historia del Partido Socialista de los Trabajadores como una excepción dentro de la izquierda revolucionaria de la época por su mayor apertura ante las disidencias sexuales y la militancia feminista (Trebisacce y Mangiantini, 2015).
En cuanto a las políticas coercitivas y represivas que desarrolló el Estado para regular las sexualidades disidentes durante el siglo XX (Simonetto, 2016) y en el marco de la última dictadura (Insausti, 2015; Oberlin, 2020; Queiroz, 2021; Solari Paz, 2021), se observa una mayor centralidad de las experiencias de homosexualidad masculina. Como advirtieron Débora D’Antonio y Diego Sempol (2022), los estudios sobre lesbianismo y autoritarismos en el Cono Sur son escasos, posiblemente porque se ha puesto el foco en los mecanismos represivos estatales mientras que “las lesbiandades enfrentaron otro tipo de violencias, y en muchos casos transitaron por instituciones de salud mental y no tanto por los dispositivos policiales o militares” (15). En consecuencia, resultan relevantes los trabajos que reconstruyeron las experiencias de subjetivación lésbica, historizaron las representaciones del lesbianismo en el siglo XX (Figari y Gemetro, 2009; Gemetro, 2009; Malnis, 2022) e investigaron los espacios de sociabilidad y politicidad entre lesbianas en el marco del terrorismo estatal (Flores, 2015).
En lo que respecta a la prisión política, se analizaron las estrategias de desubjetivación ancladas en la dimensión sexo-genérica desplegadas en las cárceles argentinas (D’Antonio, 2016), pero no hay trabajos enfocados específicamente en la experiencia de la homosexualidad durante el cautiverio. Las investigaciones producidas en otros países aportan valiosas reflexiones. Por un lado, Diego Sempol (2010) estudió el papel que cumplió la homosexualidad en los procesos de construcción de una identidad colectiva entre los presos políticos uruguayos tomando como fuentes principales las memorias publicadas por los exprisioneros en la posdictadura. Por otro, la española Raquel Osborne (2009) examinó, también a partir de testimonios carcelarios/concentracionarios, las respuestas que las militantes comunistas detenidas en las cárceles franquistas y los campos de concentración del nazismo dieron ante la homosexualidad de las presas “comunes” con quienes compartieron reclusión. Ambos trabajos identifican que la homofobia tuvo una dimensión productiva por cuanto permitió a los/as militantes diferenciarse de los/as presos/as comunes y mantenerse cohesionados/as ante las autoridades, es decir, constituyó una política de resistencia.
El testimonio de Margarita Drago ilumina aspectos poco explorados sobre la prisión política en la última dictadura. En términos generales, invita a preguntarse por las formas de experimentar la sexualidad en prisión y su representación (o ausencia) en las memorias carcelarias de mujeres. Además de relatar la génesis y los obstáculos de su propia relación amorosa, permite conocer las respuestas que las presas y sus organizaciones dieron frente a casos de vínculos sexo-afectivos entre compañeras. La impugnación del lesbianismo en el contexto del cautiverio requiere analizar las concepciones que las militantes tenían sobre la disidencia sexual, sin soslayar las estrategias represivas implementadas por el aparato estatal sobre la base de la dimensión sexo-genérica y el rol que puede haber jugado la homofobia en las estrategias de resistencia de las prisioneras.
Algunas coordenadas para situar las “batallas” de Margarita Drago
Margarita Drago nació en Rosario y se desempeñó como maestra y militante sindical. En los setenta ingresó al Frente Antiimperialista y por el Socialismo (FAS) y luego al PRT-ERP. Fue detenida en octubre de 1975 y trasladada a la Alcaidía de Rosario. Un año más tarde fue conducida a la cárcel de Villa Devoto. Salió en libertad con derecho a opción en 1980. Desde entonces reside en Nueva York, Estados Unidos, donde trabaja como docente universitaria y escritora.
En 2007 publicó en dicho país una primera versión de su testimonio carcelario, Fragmentos de la memoria: Recuerdos de una experiencia carcelaria (1975-1980), con la intención de “aportar al proceso de reescritura de la historia de la nación, además de rendir tributo a las mujeres con las que compartió la cárcel y los sueños” (Drago, 2022: 13-14). Allí “apenas esbozó” su historia de amor con una compañera de militancia y reclusión. Quince años más tarde, en 2022, publicó en Argentina una versión revisada y ampliada, centrada en esa historia de amor, en la “confesión” frente al partido y en el juicio político al que fue sometida. El nuevo texto se divide en dos partes o “batallas” y cierra con un epílogo sobre la conformación de sus identidades y “el largo proceso de liberación” que alcanzó. Así lo explica:
El nuevo título, Fragmentos de la memoria. Mi vida en dos batallas alude a las dos batallas esenciales que debí librar en los años de confinamiento. Una se inicia con mi detención y se prolonga hasta el día en que recupero la libertad. La otra, es la que me tocó enfrentar con y ante el Partido en el que militaba a causa de una relación amorosa con una compañera, acto prohibido por la organización y, en su momento, por la sociedad, sus instituciones de poder y, por supuesto, por el aparato legislador y represivo del Estado (13).
Sus palabras dan cuenta de la estigmatización social y la coerción estatal que sufrían las disidencias sexuales en la década del setenta, pero cuyo origen se remonta a comienzos del siglo (Figari & Gemetro, 2009; Simonetto, 2016). Fue entonces cuando el discurso médico-legal desarrolló las características de la “homosexualidad femenina”, considerada una psicopatía y una perversión sexual –porque no perseguía la procreación– “contagiosa”, pero susceptible de ser prevenida y curada (Gemetro, 2009: 4). Estas visiones continuaron vigentes hasta 1973, cuando la psiquiatría eliminó a la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales. La Organización Mundial de la Salud lo hizo recién en 1990.
Patricio Simonetto (2016) explica que las sexualidades disidentes fueron entendidas como antagónicas al “ser” nacional y durante el siglo XX el Estado desplegó diversas políticas de control sobre sujetos “moralmente peligrosos”, incluidas prácticas de represión: códigos de faltas, razzias y edictos policiales para limitar la sociabilidad y erradicar del espacio público a homosexuales, prostitutas y pobres urbanos. La normativa punitiva, sancionada mayormente por gobiernos dictatoriales, tuvo continuidad en períodos democráticos y la violencia policial contra las disidencias sexuales fue una constante.[2] Aunque los instrumentos legales no penaban la homosexualidad, permitían la detención de homosexuales bajo la figura del escándalo o la prostitución y sancionaban al travestismo por faltar a la verdad del sexo biológico. Las representaciones negativas en la prensa, que vinculaban a las disidencias sexuales con la enfermedad y el crimen, influyeron también en las violencias y coacciones que sufrieron en sus ámbitos familiares, laborales y comunitarios (Simonetto, 2018).
Especialmente desde mediados de los sesenta, con las “campañas moralizadoras”[3] de la dictadura de Onganía, “la ‘moral pública’ coaguló un registro donde sexualidad y política funcionaron como metáforas complementarias de un sentido del orden” (Simonetto, 2016: 3). Luego de cierta merma en la persecución durante la “primavera” camporista, la violencia homofóbica recrudeció tras la masacre de Ezeiza y se profundizó con los gobiernos de Perón e Estela Martínez de Perón (Insausti, 2015; Simonetto, 2016).[4] Durante la última dictadura aumentaron las detenciones, multas y penas para los/as infractores/as.[5] Insausti (2015) argumenta que el relevamiento de archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA) refuta la existencia de un plan sistemático de persecución, tortura y desaparición de homosexuales y travestis. Para el autor, coexistieron dos circuitos represivos paralelos con objetivos, modalidades y víctimas diferenciadas: el desaparecedor –centrado en el exterminio de la disidencia política– y el contravencional –enfocado en el disciplinamiento social y sexual y la erradicación de infractores/as del espacio público–. No obstante, reconoce que hubo puntos de contacto entre ambos: víctimas travestis que pasaron por centros clandestinos de detención o militantes que eran además homosexuales.[6]
En los textos consultados es evidente una menor presencia de testimonios y fuentes sobre la persecución y violencia sufrida por lesbianas, tanto en las décadas previas como después de 1976. Simonetto (2018) considera que “la experiencia masculina prima, pues se entiende que para los discursos dominantes definir los límites de la virilidad heterosexual fue una tarea central” (31). Por su parte, los espacios de socialización de las lesbianas fueron por décadas las “parties” (Figari & Gemetro, 2009) o ámbitos asociados al mundo femenino:
Los códigos lésbicos se diferenciaban de los masculinos, en general, en que no recurrieron a baños públicos o estaciones de trenes para encontrar muchachas con las que mantener actos sexuales. La búsqueda de encuentros con mujeres abarcaba nichos culturales y sociales y la apropiación de las atribuciones domésticas asignadas a su género. Razón que puede explicar su escasa presencia en la prensa gráfica sensacionalista (Simonetto, 2018: 39).
Como demuestran las narrativas policiales analizadas por Lucía Núñez Lodowick (2023), las fuerzas de seguridad también repararon en esta menor visibilidad. Además de reproducir el discurso psiquiátrico sobre la homosexualidad como patología y propensa al delito, en 1975 el Boletín de la DIPPBA describía un lesbianismo masculinizado –la lesbiana como “mujer marimacho”– y advertía que “las homosexuales femeninas actúan con mayor reserva” (216). Los archivos y las investigaciones relevadas consignan pocos episodios de vigilancia[7] o violencia estatal contra ellas.[8]
En lo que respecta a las transformaciones en la moral sexual, Isabella Cosse (2010) identifica que en los sesenta se consolidó un nuevo paradigma sexual caracterizado por su “discreción” frente a las revoluciones sexuales de otras latitudes: siguió siendo heterosexual, ligado a la afectividad y con importantes diferencias según los géneros.[9] Para las organizaciones revolucionarias como el PRT, la sexualidad fue “una densa arena de conflictos en la cual existieron posiciones diferentes” (Cosse, 2017: 3): la gran diversidad sociocultural de sus integrantes y la presencia masiva de jóvenes y mujeres, muchos/as de los/as cuales estaban descubriendo su sexualidad en este contexto de confrontación generacional con el orden familiar, sexual y de género, dieron lugar a una amplia gama de estilos de relación. No obstante, rechazaron la revolución sexual por considerarla una estrategia imperialista que buscaba desviar el objetivo revolucionario y
entronizaron los valores familiares y la heterosexualidad, en parte, como forma de contrarrestar las acusaciones de inmoralidad y descontrol sexual lanzadas por las fuerzas represivas y la ultraderecha, pero también, convencidas de que el descontrol sexual las debilitaba ya fuese aduciendo razones de seguridad, orden interno o moral (Cosse, 2017: 17).
En este cruce de transformaciones sexuales, radicalización política y autoritarismo estatal, Margarita Drago tuvo una relación lésbica con una compañera de cautiverio. A partir del análisis de su testimonio y de los aportes de otras exprisioneras, en los apartados siguientes se explorará esta experiencia pocas veces relatada.
“Un amor de gestos, de miradas, de caricias y besos clandestinos”
En octubre de 1975 Margarita Drago fue secuestrada y trasladada al sótano de la Alcaidía de Rosario, prisión que funcionaba en la vieja Jefatura de Policía como tránsito para acusadas por delitos comunes y trabajadoras sexuales. En paralelo a la escalada represiva, fueron detenidas también numerosas presas políticas. Margarita fue alojada originalmente junto a las presas “comunes”. A esta altura las presas políticas eran pocas y se cruzaba con ellas durante los recreos en la terraza del edificio. Así conoció a Mariana, integrante del PRT que se convirtió en su modelo de mujer revolucionaria y su primer gran amor.[10]
A comienzos de 1976 Margarita pasó al pabellón de las políticas. Una vez consumado el golpe de Estado, el régimen de detención en la Alcaidía se volvió extremo: perdieron los recreos –no volvieron a ver el sol por un año– y las visitas, aumentó el control de los paquetes que recibían y limitaron las pertenencias. También les lanzaron gases lacrimógenos dentro del pabellón e intentaron tapiar la celda. El acercamiento con Mariana se dio en ese particular contexto durante los once meses previos al traslado de ambas a Devoto. Las circunstancias que rodearon a la relación tienen un lugar relevante en la narración dado que las condiciones de cautiverio de este periodo impactaron en los vínculos de las mujeres allí detenidas:
(...) era muy difícil controlar el miedo y aunar fuerzas para oponer resistencia al enemigo sin descargar la agresión entre nosotras. Surgieron roces de convivencia y diferencias políticas que fuimos incapaces de resolver. En cuanto a posiciones políticas frente al enemigo, estábamos divididas entre las que proponían una actitud pasiva y las que, por el contrario, no aceptábamos calladamente la política de destrucción y exterminio, y favorecíamos una postura más radical ante los militares (...) fermentaban las murmuraciones y las críticas (46-47).
En ese marco, Margarita se fue aislando del grupo. Relata que regresaron los miedos que había tenido en el periodo previo a la detención –cuando sentía la inminencia de la violencia represiva sobre ella y su familia– y pasaba mucho tiempo recluida en su cama. La relación con Mariana, por el contrario, creció hasta convertirse en su “refugio y confidente” (47). Con ella pudo “aferrarse” a la vida –llegó a pensar en el suicidio debido a la angustia– y modificó su forma de transitar la prisión hasta concebirla “espacio y tiempo de resistencia” (56). Por los miedos nocturnos de Margarita, dormían frecuentemente de la mano en la cucheta que compartían. La autora se pregunta:
¿En qué momento se destrenzaron las manos y comenzaron a deslizarse, tímidas, para acariciar el vientre? ¿En qué momento se buscaron las bocas y en un silencio de besos ahogaron gritos, llantos y alaridos? (...) ¿En qué momento comencé a sentir la atracción que me llevó a desear y amar su cuerpo? ¿Cuándo se convirtió en mujer deseada?, ¿o fui yo mujer deseada que se entregó al juego peligroso y prohibido de sus caricias clandestinas? (185).
Antes de su detención había tenido muchas relaciones “efímeras” y “nada trascendentes” con varones y no había sentido atracción consciente por una mujer (181). Con Mariana vivió “un amor intenso” –nunca experimentado– y conflictivo: “Condenado por la sociedad, también por el Partido al que nos habíamos entregado por entero” (50). La representación de ese amor oscila entre la figura de una relación prohibida y una imagen de salvación: “Su mirada era bálsamo” (50); “el amor, su amor, fue la razón del milagro” (56); “el amor me rescató del infierno y me salvó de la muerte” (170). El deseo y el contacto sexual son descriptos de forma sutil con recurrencia de ciertas palabras que dan cuenta del secretismo que envolvió al vínculo: “Caricias bajo sábanas harapientas” (51); “Un amor de gestos, de miradas, de caricias y besos clandestinos, de mensajes impresos en papel de cigarrillo” (49).
En noviembre de 1976 ambas fueron conducidas a la cárcel porteña de Villa Devoto y pronto quedaron alojadas en distintos pabellones. Durante los cuatro años que Margarita siguió detenida solo vio a Mariana unas pocas veces desde la ventana alta de su celda cuando su compañera salía al patio, momento en que se comunicaban usando las manos: “Entre noticias y novedades Mariana intercalaba algún verso breve de Juan L. Ortiz (...) versos que yo contemplaba y sellaba con un Te quiero” (79).
La sanción partidaria
La “confesión” de Margarita ante sus compañeras del PRT-ERP y la penalización orgánica que le siguió se produjeron en Devoto cuando ella y Mariana ya no tenían contacto. No obstante, la autora relata que en el sótano de la Alcaidía fueron blanco de sospechas y actitudes de desaprobación de otras detenidas. Mientras se desarrolló la relación, procuraron ocultarla sin éxito, objetivo complejo en un lugar donde llegaron a convivir hacinadas hasta cuarenta prisioneras. El pabellón era un “panóptico” tanto para las carceleras como para las propias compañeras.
Tuvimos que hacer frente a rumores, murmuraciones, gestos inquisitivos y amenazantes de algunas mujeres que llegaron a convertirse en nuestras verdugas silenciosas. Lo lamentable es que se trataba de militantes del Partido. Nunca nos confrontaron personalmente, lo hacían a nuestras espaldas. Decían que iban a sorprendernos de noche y, cuando les tocara la guardia interna del pabellón, descubrirían las sábanas con las que nos cobijábamos para dejarnos en evidencia ante el resto (187).
Margarita refiere que ella misma sintió inicialmente culpa y vergüenza porque tenía profundamente internalizados los preceptos morales de la organización que consideraban la homosexualidad “como flaqueza ideológica, conducta enfermiza y desviada de la norma natural que ponía en riesgo la seguridad del Partido, a las organizaciones y al conjunto de las presas políticas” (186). En su testimonio desarrolla el contenido de un informe reservado que encontró junto al material de estudio clandestino donde una compañera del PRT detallaba rasgos de las personalidades de las dos mujeres para explicar la relación lésbica, posiblemente con el fin de someterlas a juicio. La autora del informe era psicóloga y eso la dotaba de “autoridad moral y profesional” para hacer una descripción “plagada de estereotipos” sobre ambas (187). El documento destacaba las acentuadas características femeninas de Margarita y el aspecto varonil de Mariana; Margarita era frágil y buscaba amparo afectivo en Mariana. Era una relación “enfermiza” y “psicológicamente anormal” (187). Una vez enterada, Mariana sugirió cambiarse de cama y disminuir el tiempo juntas. Así vivieron hasta el traslado a Devoto: con el “acoso interno del grupo de mujeres que nos señalaban como presas indignas” (188).
Estos fragmentos evidencian que los discursos patologizadores de la disidencia sexual circularon al interior de la organización, que la homosexualidad se vivía de forma oculta y que el comportamiento sexual constituía un ámbito de intervención partidaria. Las investigaciones sobre el PRT-ERP destacan su rígida moral sexual concebida en términos clasistas, la impugnación de la “revolución sexual” y la preocupación por disciplinar las conductas sexuales de sus militantes dentro de los parámetros de la pareja heterosexual y monogámica (Ciriza y Rodríguez Agüero, 2004; Oberti, 2004, 2015; Carnovale, 2008; Martínez, 2019; Peller, 2023). Muchos de estos preceptos se plasmaron en el famoso documento doctrinario “Moral y Proletarización”, de 1972.[11] Paola Martínez advierte que
(...) las normas genéricas funcionaban como un principio normalizador, implícito en la práctica social de la organización y no de manera explícita. Es decir, si se relee el documento, ni siquiera se menciona el tema de la homosexualidad; por ende, se la invisibiliza, lo que implica que no se la considera una práctica digna de ser mencionada (2019: 19).
No obstante, al indagar en la experiencia concreta de los/as militantes, los testimonios dan cuenta de múltiples tensiones y distancias entre sus prácticas y las normas orgánicas. Como sostiene Alejandra Oberti (2015), “si la disciplina y el encuadramiento necesitaban mostrarse de manera tan contundente es seguramente porque la adhesión a los aspectos más rígidos de la militancia no era incondicional” (68). Las existencia de relaciones sexo-afectivas entre compañeras son un claro ejemplo de esos desplazamientos. El texto de Margarita, además de narrar su historia de amor, presenta otro vínculo carcelario que conoció en Devoto y la respuesta orgánica que recibió. La protagonista (“ella” o “Elvira”), también militante del PRT, fue durante un tiempo su compañera de celda. En la primera parte del libro, la autora resume una situación muy similar a la suya:
Una vez se enamoró perdidamente de otra y regaló besos, caricias y abrazos clandestinos. Hubo sospechas y rumores. El caso se discutió entre las dirigentes y se decidió someterla a juicio revolucionario. La bajaron de categoría y la mandaron a cumplir tarea de base para purgar la culpa. Sin entender, ella aceptó la medida (146).
Recién en la segunda parte, incorporada en la nueva versión, Margarita se explaya sobre los juicios carcelarios. Allí explica que la organización tomó conocimiento de este vínculo por la “confesión” de la otra mujer involucrada pero no supo el contexto ni las razones que tuvo para revelarlo. Aunque las compañeras de celda de Elvira se enteraron, no pudieron debatirlo con ella porque el tema se discutía “herméticamente a nivel de la dirección partidaria” (201).
Yo me solidarizaba con Elvira, sufría sus pesares como míos. A nivel visceral y afectivo desaprobaba el juicio (...) Sin embargo, era mayor el peso de los principios, la rígida moral del Partido (...) El tema era tabú. Nunca lo hablé con ninguna compañera, aun con las que consideraba más cercanas (202).
El sentimiento de culpa y la necesidad de “liberarse” de la historia de su amor prohibido fueron “gestando la confesión” de Margarita, consciente de que tendría que analizar el caso “a la luz de las normas partidarias, sintetizadas en Moral y proletarización” (204). Le pidió una cita a la responsable de piso y relató la situación durante un recreo externo. Más adelante fue convocada al juicio, instancia que se desarrolló en una celda mientras una de las dirigentes lavaba ropa para simular una charla casual. Las compañeras presentaron “sus juicios y recomendaciones sobre la moral partidaria, la seguridad del conjunto, el no ofrecer flancos al enemigo” y la sesión terminó con abrazos: “Me ofrecían la medicina que ellas consideraban más poderosa y efectiva para sanar mi flaqueza, cariño de compañeras” (206). Aunque Margarita fue desvinculada, siguió recibiendo “asistencia” política e ideológica de las militantes del partido que discutían con ella la política orgánica y de resistencia, pero desde entonces no pudo tener un rol activo en las decisiones. Pese a comprender y acatar la sanción, la medida fue dolorosa para la narradora, que no tenía la suficiente formación ni los argumentos para defender sus posturas:
La consideraba demasiado severa y hasta injusta porque, al fin y al cabo, había sido leal confesando la verdad. No solo eso, había probado, además, mi entereza militante frente al enemigo en el momento de la captura y en los años de prisión, en los que siempre asumí una actitud firme y consecuente (207).
Esta segunda “batalla” tiene varias aristas. La autora insiste en que la relación lésbica no solo transgredía la moral orgánica, sino sus propios valores morales: “Tenía incorporada la norma heterosexual como verdad ciega. La aprendí en el hogar, me la reiteraron en la escuela, la Iglesia y el Partido” (222). Haberla infringido y sostener el silencio sobre esa falta fue vivido como una traición al fin último de la revolución. Margarita no renegó del PRT ni se sintió marginada luego del juicio. No obstante, los estigmas y la culpa, reforzados por la decisión de la dirección, siguieron teniendo efecto sobre ella mucho después de la prisión. El recorrido de su testimonio permite constatar ese impacto.
Escritura e identidad: el derrotero del testimonio sobre el amor lésbico en prisión
Desde 1980, momento en que llegó a Estados Unidos acogiéndose al “derecho de opción” para salir del país, Margarita no regresó a residir en Argentina.[12] En Nueva York cursó estudios universitarios, se doctoró y ejerció la docencia. Los primeros relatos sobre el cautiverio datan de 1988, momento en que comenzó a escribir para un curso sobre literatura de mujeres. En cuanto a Mariana, no halló rastros de su compañera y guardó silencio sobre su historia de amor a lo largo de quince años, incluso en las cartas que mantuvo con sus amigas de prisión:
El juicio y la experiencia de la cárcel, lejos de liberarme, profundizaron el estigma y reforzaron las concepciones que rechazan la homosexualidad (...) Llegué a pensar que mi relación con Mariana había sido un acto individualista, que me refugié en ella por debilidad (...) Ese era el pensamiento de la dirigencia, y yo adhería a él (...) Me llevó años madurar, deshacerme de los estigmas, rearmarme y revalorarme (209-210).
La autora explica que el exilio, la vida cultural de la ciudad y el contacto con otras escritoras, algunas de ellas públicamente lesbianas, jugaron un rol fundamental en su proceso de apertura. También su participación en grupos literarios de mujeres donde se debatían temas de género e identidades: “La distancia física de mi país me permitió agudizar la mirada y favoreció el proceso de autorreflexión sobre mi vida, mi práctica militante y mis relaciones interpersonales y de pareja” (171). Una vez que pudo hablar de su relación carcelaria con amigas, se animó luego a leer en tertulias parte de lo que sería su libro. En la primera versión decidió incorporar un capítulo sobre ese amor (“Como un verso de Juan L. Ortiz, su recuerdo”), razón por la cual al momento de la publicación se lo contó al hombre con quien llevaba 22 años de pareja. La reacción, refiere, no fue buena: se sintió engañado, dudó de la orientación sexual de Margarita y la relación terminó poco tiempo después.
El primer Fragmentos fue presentado en Rosario en 2007. La autora regresó al país luego de 23 años y se reencontró con excompañeros/as del PRT y la cárcel. La visita “despertó la necesidad de contar la historia” completa, “pero no estaba lista” (172). Además del proceso interno que seguía transitando, necesitaba “calibrar la recepción” (172) de sus memorias entre sus compañeras de prisión:
Desconocía sus análisis sobre nuestra experiencia carcelaria y sus posturas actuales sobre el tratamiento que las organizaciones de la izquierda argentina daban a la homosexualidad en la década de los setenta. Me preguntaba si habrían revisado su concepción y sus procedimientos, si habrían debatido el tema del homosexualismo en las cárceles en foros, paneles, en círculos literarios o de práctica política. Me urgía saber qué posturas asumían hoy ante la fuerza movilizadora que está cobrando el movimiento feminista y LGTBQIA+ en el país (171-172).
Tanto en cautiverio como en libertad, Margarita demostró preocupación por la cohesión grupal y la unidad política. Si la experiencia del exilio había permitido rever parte de sus concepciones, era consciente de los posibles contrastes con quienes habían permanecido en el país.
Escribir sobre el tema me parecía un acto de traición. Temía generar un debate entre mis compañeras y ser acusada de romper la unidad que las presas políticas de Villa Devoto en la resistencia al plan de aniquilamiento al que nos habían sometido (172).
En este punto resuena la tesis de Santiago Garaño (2020) sobre la reapropiación productiva de la clasificación carcelaria entre los/as presos/as políticos/as para la construcción de identidades y lealtades grupales, expresada también en la conformación de una memoria hegemónica sobre la prisión. A lo largo del texto, Margarita insiste en ubicarse entre las presas que no cedieron al plan de “recuperación” que proponían las autoridades penitenciarias a cambio beneficios en el régimen de detención (D’Antonio, 2016; Garaño, 2020). Fue orgullosamente parte de las “irrecuperables” y eso implica el encuadramiento de sus memorias (Pollak, 2006: 25-29) dentro de ciertos parámetros compartidos por el grupo. Su participación en la obra coral Nosotras en libertad (Drago, 2021) de forma simultánea a la escritura de la segunda versión del texto da cuenta de esa pertenencia. En Fragmentos así lo explicita:
Narro mi historia, la que involucra a las mujeres con las que compartí la prisión y a las que me une la misma lucha. Se trata de una historia en la que tuve un rol activo, de la que no reniego, sino valoro y rescato, a pesar de las muchas concepciones erróneas, algunas aberrantes en nuestro tiempo, y las que yo compartía como integrante de la Colectiva de las Presas Políticas Argentinas y de la generación a la que pertenezco (Drago, 2022: 170).
La autora reconoce que “resultaría ahistórico, descontextualizado de su tiempo, analizar ese pasado a la luz del pensamiento actual” (214). Con otras experiencias, lecturas y debates, hoy entiende que la izquierda reproducía el discurso higienista de principios del siglo XX y lo enlazaba con criterios de seguridad: “Los homosexuales o ‘invertidxs’ no eran seres confiables, sino débiles, segurxs soplones y delatores a la hora de la tortura o la muerte” (212). También advierte que mientras el PRT difundía “Moral y proletarización”, el FLH escribía “Sexo y Revolución” con propuestas de vanguardia sobre la liberación sexual como requisito de la transformación social.[13] Ella y sus compañeras desconocían la existencia del FLH, abocadas a una militancia que reclamaba disciplina, obediencia rigurosa de las normas y subordinación del cuerpo y el deseo a la lucha revolucionaria (213).
Según explica, diversas circunstancias motivaron la reedición de su testimonio. Por un lado, asumió su identidad sexual y comenzó una relación con una mujer. En su epílogo hace propias las palabras de Gloria Anzaldúa y se define como una mujer “mestiza”, “una puente columpiado por el viento (...) una lesbiana, feminista, tercermundista inclinada al marxismo y al misticismo” (221). La liberación de estigmas y prejuicios le permitió reinterpretar su relación carcelaria: “Hoy la reivindico y la narro porque me enaltece. El amor me rescató del infierno y me salvó de la muerte” (170). Por otro lado, el confinamiento por el COVID-19 despertó ciertas asociaciones y la llevó a rememorar los días de la prisión. Una última razón fue la necesidad de relatar la búsqueda de Mariana y sus descubrimientos recientes, referidos en una carta que la autora incluye en el libro pero nunca envió a su destinataria.[14]
El testimonio de Margarita permite identificar dos momentos en la construcción de las memorias de las sobrevivientes del terrorismo de Estado. La primera versión de Fragmentos se presentó en un contexto de “explosión” testimonial impulsado por la implementación de políticas públicas de memoria y la reanudación de los juicios por delitos de lesa humanidad (Simón, 2019). Un año antes, la publicación de Nosotras, presas políticas (2006) había marcado un hito para las memorias carcelarias de mujeres, que hasta entonces circulaban de forma reducida y constituían “memorias subterráneas” sobre la experiencia dictatorial (Garaño, 2020). Sin embargo, el texto no incluía referencias a la sexualidad ni al lesbianismo en prisión. Quince años después, cuando Margarita escribió la nueva edición de su testimonio, el carácter sexuado de la violencia dictatorial había sido ampliamente investigado y juzgado (Álvarez, 2020) y las disidencias sexuales habían emprendido la reconstrucción de sus memorias sobre la represión sufrida en el pasado reciente. Si bien las confluencias entre feminismos y luchas por la memoria son evidentes en publicaciones como Nosotras en libertad (2021), libro digital donde las exprisioneras narran sus itinerarios poscarcelarios (Ferreira, 2024), la disidencia sexual en las organizaciones revolucionarias y las historias de amor lésbico en prisión siguen siendo temas poco visibles y escasamente narrados, a excepción del libro que aquí se analiza.[15]
Sexualidad en cautiverio: entre la autorrepresión y la condena de las “desviaciones”
Por fuera del relato de Margarita, son pocos los testimonios de mujeres que se detienen en el problema de la sexualidad durante la reclusión. Cuando lo hacen, coinciden en señalar que fue un tema “incómodo” cuya resolución alternó entre la autorrepresión, la sublimación en el plano de la fantasía y la erotización de las demostraciones afectivas “permitidas” entre compañeras. Los tabúes sexuales en general, y la condena de las relaciones lésbicas en particular, operaron como “barreras” para un ejercicio más libre, siempre dentro los reducidos intersticios que el régimen carcelario dejaba.
Una referencia cercana a los hechos se encuentra en la investigación de Silvina Merenson (2014) sobre las memorias de las mujeres detenidas en Villa Devoto. La antropóloga accedió a la grabación de las conversaciones que cuatro exprisioneras mantuvieron en 1986 con el fin de escribir una obra teatral sobre la prisión que no llegó a concluirse. Uno de los tres “problemas” que se propusieron discutir fue el de la sexualidad, pero quedó marginado porque “del sexo en la cárcel no se hablaba” (45). Las mujeres recordaban que
era sistemáticamente omitido, se hacía como que no existía (...) La gente de las organizaciones tenía una actitud de reprobación de las relaciones homosexuales, se partía de una valoración política y de una actitud moral de gran rigidez (...) Sin embargo presentar una total asexualidad sería falso. Hubo una sobrecarga afectiva en todas las relaciones. Nos hacíamos masajes en la espalda para aliviar tensiones nerviosas. Esto, por ejemplo, respondía a la necesidad de un contacto físico moralmente permitido (Merenson, 2014: 122-123).
La idea de erotizar las manifestaciones cotidianas de afecto –las “moralmente permitidas”– también fue desarrollada por la expresa política uruguaya Lilián Celiberti en Mi habitación, mi celda, testimonio producto de su diálogo con la periodista Lucy Garrido: “Cualquier tipo de relación que tengas con los demás, tendrá siempre (al menos potencialmente) cierto componente erótico o sensual” (Celiberti & Garrido, 1990: 17). En prisión, “las demostraciones afectivas, los cantos, los poemas, la fuerza de un abrazo, eran sin duda una forma de erotizar la vida” (17). Para Débora D’Antonio, estos contactos fueron posibles en el caso de las prisioneras porque “los acercamientos entre los cuerpos femeninos fueron percibidos como desexualizados al punto de llegar a invisibilizar, en oportunidades, plenamente la existencia de relaciones lesbianas o eróticas entre mujeres” (2016: 253).
Si bien Celiberti reconoce haber experimentado un “adormecimiento” de la libido sexual por el propio contexto de la prisión,[16] en determinadas ocasiones los sueños o las anécdotas compartidas entre ellas se convertían en el blanco de las fantasías sexuales nocturnas (107-108). La uruguaya refiere que la masturbación solo fue una opción durante un largo periodo en que permaneció recluida en solitario antes de ingresar al penal. De forma similar se pronuncia la expresa política cordobesa Delia Galará, miembro de la Juventud Peronista. En Rehenes de nuestros sueños (2006), su testimonio carcelario, señala que la autorrepresión fue la principal estrategia debido a la falta de privacidad:
Un tema escabroso, íntimo y molesto es el de la sexualidad. Creo que todas la pudimos combatir usando solamente un altísimo grado de represión (...) Las condiciones objetivas del régimen en que vivíamos te proporcionaba muy pocos momentos de intimidad y no quedaba otra opción (Galará, 2006: 89).
¿Qué dicen estos testimonios sobre las relaciones lésbicas? Las expresas políticas entrevistadas por Merenson (2014) recordaban “que las detenidas sospechosas de mantener relaciones amorosas caían en un aislamiento similar al que sufrían quienes eran consideradas ‘buchonas’ o ‘colaboradoras’ de los agentes del Servicio Penitenciario Federal” (122). Galará, por su parte, relata haber sido testigo de una relación entre compañeras:
Recién en el último período, al finalizar la Guerra de Malvinas, cuando ya teníamos un régimen casi de puertas abiertas en el pabellón, ocasionalmente presencié una relación lésbica. Fue una pareja de la cual nunca supe si se formó obligada por la situación o si tuvo futuro fuera de los muros; no había tenido mayor relación con ellas y tampoco la tuve después (2006: 90).
La creencia de un vínculo forzado por el contexto es uno de los prejuicios que Margarita Drago refuta en su texto al reivindicar su experiencia carcelaria: “No me arrepiento ni la considero una relación circunstancial que se dio en un contexto represivo, de aislamiento y carencia de afectos, razones que se suelen tomar de fundamento para explicar el lesbianismo en las prisiones” (2022: 173). Más adelante insiste y suma argumentos:
(...) mi relación con Mariana comenzó en la Alcaidía, cuando apenas llevaba unos meses detenida y no había experimentado aún años de carencias afectivas. Además, de acuerdo con la premisa del vacío afectivo, la mayoría de las mujeres hubiese mantenido relaciones íntimas entre ellas. Y no fue así (182).
De acuerdo al relato de Margarita, el “tratamiento” que el PRT-ERP daba a quienes incurrían en la “falta o debilidad” de una relación lésbica era el juicio revolucionario y la degradación o desvinculación del partido (201). Otra virtual medida parece haber sido la separación de la pareja, tal como reconstruyó el periodista Alexis Oliva en Todo lo que el poder odia: una biografía de Viviana Avendaño (2015). El libro relata la vida de la militante cordobesa –miembro de la Juventud Guevarista– encarcelada en 1975 a sus dieciséis años. Luego de la prisión, Avendaño se convirtió en “una de las primeras lesbianas visibles dentro del Partido Comunista, que enarboló la dimensión política de su identidad sexual” (Cabezón Cámara, 2016). Murió en el año 2000 en un sospechoso accidente mientras participaba de un conflicto piquetero en Cruz del Eje. En el capítulo dedicado al periodo de cautiverio, el autor refiere que entabló una relación con una compañera y recoge testimonios contradictorios sobre las reacciones de las demás detenidas:
Viviana tuvo la primera relación lésbica de su vida con otra prisionera política, de quien por razones de seguridad fue separada por la conducción del PRT-ERP en la cárcel. Así lo afirman dos mujeres con las que en distintos momentos de su vida formó pareja, una compañera de militancias posteriores y una expresa política de Devoto enrollada en otra organización, quien añade que Viviana fue aislada por las demás internas a raíz de su orientación sexual. La ex militantes perretistas que compartieron la prisión con Viviana no desmienten que haya existido esa relación, pero aseguran que ella no informó al grupo, ni se discutió colectivamente, ni hubo por lo tanto decisión de separar a la pareja (Oliva, 2015: 140).[17]
Como advierte Cosse (2017), la seguridad constituyó un fundamento central en el control que los partidos ejercieron sobre las conductas sexuales, razón por la cual las organizaciones armadas reforzaron el disciplinamiento frente al ascenso de la represión y la militarización de las estructuras. Más allá de las razones estrictamente ideológicas que motivaron las sanciones orgánicas a las sexualidades no normativas en prisión –su carácter contrarrevolucionario o burgués[18]–, resulta necesario preguntarse en qué medida fueron una reacción a las políticas represivas del régimen penitenciario.
La institución carcelaria en el disciplinamiento de la sexualidad
Para las prisioneras, quien manifestaba una orientación sexual por fuera de la norma quedaba en una situación de mayor vulnerabilidad, pero también fragilizaba a las organizaciones y al conjunto de las detenidas (Drago, 2022: 186, 205). Por un lado, regía el prejuicio sobre la debilidad de los/as homosexuales y su propensión a la delación. Por otro, abría un “flanco” del que podía servirse el aparato represivo. Así lo explicaba una de ellas –sin identificación– en el libro de Oliva:
A la homosexualidad la veíamos como una debilidad por las condiciones en que nos hallábamos: estábamos en cana expuestas a la represión y el aislamiento. No era considerado una desviación o una debilidad en sí, sino parte de las situaciones que nos hacían vulnerables: la relación con la familia, los hijos y los esposos, excesiva dependencia con el pucho, problemas psíquicos… y algo vulnerable también podía ser que ellos detecten alguna pareja. Porque la separan, la juntan, la separan, la juntan… las extorsionan con eso. Entonces, tratábamos que jamás el enemigo detectara algo que pudiera ser utilizado para buscar la extorsión, la delación o el arrepentimiento (Oliva, 2015: 140).
La argumentación desplaza el tema del ámbito de la moral revolucionaria y lo ubica exclusivamente en el terreno de la resistencia al aparato represivo. También le quita especificidad al incluirlo en un conjunto de situaciones que virtualmente podían debilitarlas. Según este razonamiento, sería comprensible que las detenidas ocultaran esos vínculos ante las autoridades e, incluso, que desalentaran la conformación de parejas. No obstante, no agota la explicación sobre el aislamiento, los juicios revolucionarios, las sanciones y los fundamentos de las mismas. En esa dirección se pronuncia, también en el texto de Oliva, Graciela Draguicevich, militante del PRT-ERP y compañera de cautiverio de Viviana:
En la cárcel se hacía todo tipo de actividad clandestina (...) De esa misma manera, si una compañera tenía una relación con otra, se podría haber clandestinizado exactamente como las actividades políticas. En realidad, había un cuestionamiento personal y un prejuicio muy grande hacia ese tipo de relaciones (Oliva, 2015: 142).
Los testimonios señalan una vigilancia atenta de las celadoras para detectar casos de homosexualidad y el aprovechamiento de todo aquello que permitiera extraer información o minar la cohesión de las prisioneras.[19] Margarita es la única que menciona sanciones particulares por la identidad o las prácticas sexuales disidentes: refiere que las autoridades solían “inventar partes de sanciones por motivos de lesbianismo” para enviarlas a los calabozos de castigo (Drago, 2022: 205). En los demás casos, lo temido era recibir esta “acusación” que consideraban humillante. Las mujeres entrevistadas por Merenson (2014) describen un contexto hostil y persecutorio del Servicio Penitenciario “en la búsqueda de indicios que les permitieran calificarlas como lesbianas, una ‘ofensa gratuita que el penal utilizaba para perseguirnos y denigrarnos’” (122). Una exmilitante del PRT-ERP asegura no haberse preocupado al enterarse de que una colaboradora con la que hizo pintadas era lesbiana, pero relata que en prisión se cuidaban especialmente de no ser jugadas como tales. En consecuencia, prefirió reconocer que estaban haciendo una obra de teatro en los baños antes que ser vistas duchándose en grupo y recibir ese “agravio”: “(...) a mí se me ocurrió que podían acusarnos de lesbianismo entonces me hice cargo. Salí con el disfraz, y bueno, fui al calabozo por haber actuado y en mí está esto de proteger que no pensaran que éramos lesbianas” (Martínez, 2019: 23).
Siguiendo a D’Antonio (2016), es factible entender este rechazo como parte de la resistencia de las prisioneras a las políticas de desubjetivación que implementó el aparato terrorista estatal en las cárceles. En el caso de las mujeres, la autora explica que esa desubjetivación se expresó de tres modos: desmaternalización[20], desfeminización y feminización patológica. La desfeminización implicó quitarles todo rasgo de una feminidad normativa, incluido aquello que el régimen consideraba “propio” y “natural” de su género como las tareas domésticas (182). La feminización patológica consistió en reducir “el patrón de conducta femenino atribuido a una subjetividad ‘anormal’ y por tanto también ‘subversiva’, como puede ser la de las locas o las prostitutas” (182). La acusación de locura era particularmente despolitizante y expresaba la caracterización de las “subversivas” como seres irracionales e inmanejables, mientras que la homologación que efectuaba el aparato represivo entre ellas y las prostitutas se debía a su “amoralidad” y la transgresión de los roles tradicionales de género (183). Entonces, dado que la homosexualidad era estigmatizada bajo las fórmulas de la patología o el crimen y que estas representaciones no solo circulaban entre las fuerzas represivas, sino también a nivel social y dentro del universo militante, ser etiquetada de lesbiana puede considerarse otra manifestación de estas políticas desubjetivantes.
A modo de cierre y de proyección
Las organizaciones político-militares como el PRT construyeron una moral revolucionaria centrada en la pareja heterosexual y monogámica, rechazaron la revolución sexual y reprodujeron el discurso hegemónico que patologizaba la homosexualidad, considerada una debilidad burguesa. En el marco de la codificación de las conductas sexuales de sus integrantes, se desarrollaron en la cárcel juicios políticos contra quienes entablaron relaciones sexo-afectivas disidentes con el argumento principal de la seguridad: las presas homosexuales eran más propensas a flaquear ante el enemigo y el lesbianismo podía ser aprovechado por el régimen penitenciario para extorsionar a las involucradas, generar división y extraer información sobre el grupo. Las sanciones orgánicas incluyeron degradación de rango, desvinculación y posiblemente separación de la pareja. Además de estas intervenciones partidarias, el aislamiento aparece como una reacción generalizada de las detenidas frente a la sospecha de lesbianismo.
El rechazo de la disidencia sexual puede entenderse como una respuesta de las prisioneras a la desfeminización y feminización patológica del aparato represivo. Para resistir las caracterizaciones como mujeres amorales, desviadas y criminales, se produjo un reforzamiento de la feminidad (hetero)normativa. En su intento por combatir las acusaciones de promiscuidad y por mostrar una imagen de autocontrol y racionalidad ante las autoridades, reprimieron el propio deseo y cuestionaron las manifestaciones homoeróticas. No obstante, es posible identificar algunas formas de sublimación de ese deseo en la fantasía o la erotización de los vínculos afectivos “permitidos” entre ellas. En contraste con los relatos examinados por Sempol (2010) y Osborne (2009), en las situaciones relevadas de Argentina no se hallaron referencias a un intento por diferenciarse de las presas comunes, ni una marcada dimensión de clase de esa homofobia. Resta, no obstante, un examen profundo sobre las representaciones de las prostitutas y travestis –con quienes compartieron espacios de reclusión– en las memorias de las expresas políticas.
El testimonio reciente de Margarita Drago demuestra que las transformaciones de las últimas décadas en el campo de los géneros y la sexualidad permiten que las exintegrantes de las organizaciones político-militares relean y resignifiquen sus experiencias. El exilio de Margarita como espacio donde esa lectura crítica fue posible, así como la preocupación por la recepción de su relato entre sus compañeras de reclusión, invitan a reflexionar sobre las dificultades que persisten para la deconstrucción de las concepciones estigmatizantes de la disidencia sexual en la generación militante de los años setenta.
Las fuentes aquí examinadas corresponden mayoritariamente a integrantes del PRT-ERP. Aunque es posible hacer extensiva gran parte de las conclusiones a las experiencias de otras tradiciones ideológicas –y, como se ha visto, a los procesos históricos de otras geografías–, resultaría enriquecedor complejizar el análisis mediante testimonios y documentos relativos a las restantes organizaciones políticas y político-militares que coincidieron en prisión, fundamentalmente del peronismo revolucionario. Asimismo, para contribuir a la comprensión del fenómeno represivo, si bien el disciplinamiento sexo-genérico desplegado por el régimen penitenciario se mantuvo “oculto”, fuera de la normativa carcelaria (D’Antonio, 2016: 181), sería pertinente rastrear la existencia de sanciones motivadas por la identidad sexual de las reclusas –el envío a calabozos de castigo que señala Margarita– en registros documentales como los prontuarios penitenciarios de las prisioneras.
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Recibido: 20/12/2024
Evaluado: 10/02/2025
Versión Final: 26/02/2025
páginas / año 17 – n° 44/ ISSN 1851-992X /2025
[1] Del grupo lésbico Safo y su participación en el FLH existen pocos registros (Gemetro, 2009; Malnis, 2022; Bellucci, 2020).
[2] Algunos episodios e instrumentos significativos fueron la Ley de Profilaxis Social de la “década infame”, las razzias contra los “amorales” –homosexuales– en el segundo gobierno peronista (1954-1955) (Acha & Ben, 2004), los códigos contravencionales provinciales –como el bonaerense de 1957– y los edictos policiales que continuaron vigentes hasta los años noventa (Insausti, 2015).
[3] Enmarcadas en el objetivo mayor de disciplinar a los sectores subalternos y motivadas por las transformaciones generacionales e intergenéricas de la época, las “campañas moralizadoras” –desplegadas, entre otros, sobre jóvenes, homosexuales y parejas heterosexuales que demostraban una flexibilización de las pautas afectivas– tuvieron gran presencia mediática (Simonetto, 2016).
[4] Un hito en la escalada de violencia antihomosexual previa al golpe fue la publicación, en febrero de 1975, del editorial “Acabar con los homosexuales” en la revista El Caudillo –vinculada al ministro de Bienestar Social José López Rega–, que llamaba a conformar brigadas callejeras para “cazar”, “encerrar” y “matar” homosexuales (Queiroz, 2021).
[5] Juan Queiroz (2021) reconstruyó la historia del informe “La represión de los homosexuales en la Argentina”, escrito por Néstor Perlongher en 1979. Una nueva versión del texto circuló en el país en 1981, firmada por la Comisión por los Derechos de la Gente Gay. Perlongher denunciaba una intensificación de la violencia contra las disidencias sexuales luego de la desarticulación de las organizaciones político-militares y la implementación de prácticas como la infiltración y el “terrorismo de mingitorio” (Comisión por los Derechos de la Gente Gay, 1981).
[6] En otra investigación sobre el archivo de la DIPPBA, Ana Solari Paz (2021) halló indicios de que la dictadura hubiera incluido entre sus objetivos la persecución y represión de las disidencias sexo-genéricas. Por fuera de Buenos Aires, cabe mencionar el caso de Napoleón Araneda, pianista homosexual desaparecido en Mendoza en diciembre de 1975, presumiblemente víctima del Comando Moralizador Pío XII (Jalil, 2023).
[7] Solari Paz (2021) explica que la palabra más frecuente para referirse a las disidencias sexuales en el archivo de la DIPPBA es la de “amorales”, pero también encontró fichajes con los términos “lesbiana” o “conductas lesbianas” (57) y el caso de una agente policial expulsada de la fuerza por su “lesbianismo” en 1981 (5).
[8] Mabel Bellucci (2020) recupera una nota publicada por el diario La Opinión sobre una denuncia pública del FLH realizada en julio de 1972 luego de que dos militantes del Grupo Safo fueran agredidas por un policía mientras pintaban “Lesbianas, no están solas” en una estación porteña del subte. El informe de la Comisión por los Derechos de la Gente Gay incluyó dos testimonios sobre la situación de las lesbianas durante el terrorismo de Estado: una pareja relata que fue detenida y golpeada por besarse en un auto, mientras que otra víctima fue obligada a recorrer bares y boliches para identificar homosexuales, previo trasladado a la cárcel de Devoto (1981: 10). Núñez Lodowick (2023) menciona la práctica de “violaciones correctivas” (212) por parte del aparato represivo en dictadura, pero no indica las fuentes sobre las que se sostiene esta afirmación.
[9] La sexualidad se despojó de su pecaminosidad y el mandato de la virginidad femenina fue desplazado por la legitimación de las relaciones prematrimoniales. No se impugnó el matrimonio como relación estable y heterosexual, sino un modelo conyugal doméstico basado en la inequidad para las mujeres.
[10] La autora prefirió referirse a todas las “protagonistas” de su relato con seudónimos para no “comprometerlas” (Drago, 2022: 15).
[11] Escrito por Luis Ortolani y publicado en La Gaviota Blindada, revista editada por los militantes detenidos en la cárcel de Rawson, el texto se gestó en momentos de gran expansión de la organización, aumento de los conflictos amorosos entre integrantes y preocupaciones relativas a la seguridad, principalmente de las “casas operativas” (Peller, 2023: 29). Allí se planteaba la necesidad de la construcción de una moral de transición entre la burguesa y la socialista, el combate del individualismo como expresión de las relaciones capitalistas de producción y el efecto negativo de la revolución sexual. Esta implicaba, además de nuevas formas de esclavitud para las mujeres, una cosificación de las relaciones que las despojaba del amor y las reducía al sexo en su aspecto animal. Margarita lo llama “manual ascético del Partido” que “era como una ‘biblia’ de la militancia” (Drago, 2022: 204). Para Alejandra Ciriza y Eva Rodríguez Agüero “hay en este punto, sin dudas, una tensión entre las reglas expresas acerca de lo correcto en cuanto al sexo y la pareja, que podrían hacer pensar en un severo racionalismo que permitiera encarnar una moral de ascetismo austero y monogámico y la apasionada visión de la vida, el amor y la pareja que un tiempo de densidad moderna y trágica deja entrever” (2004: 90). Las autoras postulan que posiblemente los horrores vividos opacaron “el deseo de la revolución, la alegría de la fiesta colectiva, el sueño utópico y sin concesiones en nombre del cual la vida propia nada valía sin la revolución” (90).
[12] Dice al respecto: “No me considero exiliada ni inmigrante, no abandoné mi país, me obligaron a marcharme. Soy una transterrada relocalizada” (223).
[13] Ver, entre otros, Vespucci (2011), Ben e Insausti (2017), Simonetto (2017), Insausti (2019).
[14] Allí explica que viajó con urgencia a Argentina luego de ver una foto de Mariana entre las compañeras fallecidas a quienes las expresas políticas rendían homenaje. Quería averiguar las circunstancias de su muerte y despedirse, pero descubrió que vivía y emprendió una búsqueda “detectivesca”. Aunque logró ubicarla, no tuvo respuesta de su parte. Supo también que Mariana había negado la relación entre ellas luego de su confesión. Además de “rabia y tristeza”, la sensación que experimentó Margarita fue el extrañamiento: “No sé quién es Mariana. La que amé ya no existe” (215).
[15] Cabe mencionar la novela La hora del silencio (2022), donde la expresa política y escritora Cristina Feijóo narra una historia de amor entre compañeras de prisión y la relación sexual entre una reclusa y una carcelera. Pese a ser un texto ficcional, la obra retoma aspectos de la experiencia carcelaria de la autora.
[16] En palabras de Celiberti: “(…) todo está reprimido, prohibido, censurado, y el mismo entorno gris que no permite los colores, las músicas, los sabores ricos, la belleza, no te motiva los sentidos y más bien que te adormece la sensualidad. La ajenidad de cada una respecto a su cuerpo y el peso de los tabúes ponían el resto de las barreras” (Celiberti & Garrido, 1990: 107).
[17] La versión de la separación también es refrendada por su amiga y compañera de militancia Claudia Korol en una entrevista realizada por Gabriela Cabezón Cámara (2016).
[18] “La sexualidad marica, representada como escandalosa y desmedida, era interpretada –al igual que el uso de drogas recreativas– como producto de un hedonismo burgués más centrado en el propio placer que en el compromiso colectivo” (Insausti, 2019: 93).
[19] Osborne (2009) postula que en las cárceles franquistas las autoridades desplegaron una política de laissez faire en materia de sexualidad como moneda de cambio para controlar a las reclusas.
[20] Bajo el concepto de “desmaternalización” la historiadora agrupa un conjunto de políticas represivas tendientes al deterioro intencional del lazo materno-filial (D’Antonio, 2016).